miércoles, noviembre 30, 2011

Telón de fondo, Marcos Ordóñez

El Aleph, Barcelona, 2011. 189 pp. 15 €

Juan Pablo Heras

No es rara la figura del creador que también se dedica a la crítica. Tampoco es sorprendente que un escritor compense la precariedad de los ingresos que obtiene de la venta de libros con la práctica más o menos frecuente de alguna forma más blanda u honda de reseñismo, valga el palabro, en diarios o suplementos culturales. Pero lo que resulta más refrescante, de puro insólito, es que ese creador explique con toda naturalidad cómo surgió su vocación de crítico desde la más tierna infancia. Y no como una confesión bisbiseada a media luz (“Sssh…, no se lo digas a nadie, pero a mí me gusta el trabajo que me da de comer…”), sino como una declaración de amor. Es casi un tópico obligado entre los escritores iniciar sus memorias con un entrañable capítulo en el que se recrean a sí mismos como tiernos infantes que juntan sus primeras letras y descubren el poder de la palabra. Y eso les concede cierta aura de santidad, porque un niño que escribe sus primeros versos es algo perfectamente serio. Pero un niño que escribe críticas teatrales para periódicos imaginarios resulta, no sé, un poco… raro. Y así se presenta Marcos Ordóñez en las primeras páginas de este libro. Y lo mejor de todo es que es tan consciente de lo excéntrica que parece su infancia que se decide a explotar su singularidad con el habitual sentido de la realidad (es decir, del humor) que le caracteriza.
En los primeros capítulos de Telón de fondo Ordóñez recrea, a golpe de párrafos breves medidos como con diapasón, el teatro de su infancia y primera juventud, en la Barcelona de los sesenta y setenta. Y lo hace desde un equilibrio impecable entre nostalgia y distancia, para devolverle al pasado el calor de lo entrañable con cuidado de que no se carbonice en la piedra de los mitos. El parentesco de estas páginas con su novela Comedia con fantasmas es evidente. Pero Telón de fondo no es un libro de memorias, o lo es sólo en la medida en que la crítica pueda entenderse como “una de las formas modernas de la autobiografía”, como dice citando a Ricardo Piglia. En otras palabras, que Ordóñez se despliega a sí mismo a lo largo de este ensayo enfocando su mirada sobre las múltiples facetas del poliedro teatral, con el respaldo de todas las referencias que han ido formándole a lo largo de los años. Ordóñez atesora un patrimonio de conocimientos que quiere compartir con nosotros. Y su capacidad para la síntesis le permite reunir varios libros en uno.
Uno de ellos consiste en una breve pero completísima historia de lo que ha sido el teatro español en los últimos cincuenta años. La lectura que hace de este periodo, en particular de los cambios en las formas de producción y financiación que han condicionado nuestra escena, llega hasta el extremo mismo en el que “escribe estas líneas”, en diciembre de 2010, con la certeza de que se está terminando una etapa y el futuro se ha vuelto invisible. Es una visión personal, claro está, pero valiosísima por su sensatez y porque está despejada de los habituales apriorismos ideológicos desde los que se suelen acometer este tipo de análisis, sobre todo si se habla de la sangrante dicotomía entre la iniciativa pública y la privada.
Otro de los libros vendría a ser una galería de retratos en los que repasa las distintas figuras profesionales que componen el mundillo teatral: actores, directores, autores, escenógrafos, productores, etc. En su mirada se percibe verdadero amor por estos oficios, aunque sólo sea por la ira que destila cuando describe los mil modos en los que estas funciones tienden a falsearse en honor del propio ego o de la gloria exprés.
Pero el libro que subyace a lo largo de todas las páginas de Telón de fondo, de un modo tan disimulado que a veces parece inconsciente, tiene que ver con el ejercicio en sí de la crítica de teatro. Ordóñez arrastra tras de sí tantos años de oficio que casi sin querer va dejando notas magistrales. En ocasiones, asoman una primera y una segunda persona insospechadas que dejan leer este libro como si se tratara de una especie de Cartas a un joven crítico teatral, aunque con un sentido del humor que le salva de competir con esos pelmazos que imitan a Rilke. Y por eso uno no puede dejar de reírse cuando lee comentarios que son guiños a otros críticos, pero también amables reproches a los que alguna vez hemos estado en un escenario. Por ejemplo, una verdad incontestable: el mejor día para que venga el crítico siempre es ayer.

Telón de fondo provocará deliciosas cosquillas en el profesional del teatro, que verá por fin todo lo que siempre había sospechado escrito negro sobre blanco. Y abrirá las puertas de un mundo mágico al que sólo se había asomado desde fuera. En cualquier caso, vale la pena. ¿Qué digo? ¿Pena? No, mejor dicho: vale por unos buenos ratos de placer.

martes, noviembre 29, 2011

Ejército enemigo, Alberto Olmos

Mondadori, Barcelona, 2011. 288 pp. 19,90 €

Miguel Baquero

A veces conviene recordar lo obvio. Y lo obvio en literatura es que el autor y su personaje no son el mismo individuo. Sobre todo en una novela escrita en primera persona; en esos casos, el escritor ha de introducirse en la piel del protagonista, que es quien narra, desde la primera hasta la última página y cumplir en todo momento con su caracterización. Ya sé que esto es muy obvio, ofensivamente básico, pero a veces conviene recordar lo que se da por supuesto.
Ejército enemigo es la última novela de Alberto Olmos (Segovia, 1975), un autor famoso por novelas como Trenes hacia Tokio o Tatami, obras en las que jugueteaba con el rol de narrador-personaje. Una tesitura que le dio, en aquellas novelas, excelentes resultados, y que aquí nuevamente vuelve a adoptar. En este caso, su encarnación se llama Santiago y es un tipo en torno a los treinta años que acaba de vivir la muerte por asesinato de un amigo; un amigo o parecido, porque tampoco tenía mucha intimidad con el difunto, más allá de discusiones oportunas sobre cuestiones políticas. Santiago, el personaje, es un publicista bastante cínico y desencantado, cruel a menudo con quienes le rodean, machista e incipientemente misántropo; un tipo que cuenta con opiniones propias (y no hace falta decir que radicalmente en desacuerdo con lo establecido). A la muerte de su amigo, Santiago recibe como último legado la contraseña para acceder al ordenador del fallecido, una herencia inesperada que le permitirá rastrear en sus cuentas en busca de un detalle que explique lo aparentemente absurdo de su asesinato.
El argumento, como puede verse, parte de una situación con enormes posibilidades, muestra de cómo los tiempos actuales y las tecnologías más novedosas ofrecen una base fresca y por descubrir para la construcción de situaciones novelísticas. Alberto Olmos se dedica a recorrer un sendero casi al azar en esa reciente tierra virgen, pero no tanto con la intención de abrir una nueva ruta, sino con el propósito de ir reflexionando sobre algunos aspectos de gran interés que ofrecen los tiempos modernos. Nuevos objetos como Internet y las relaciones personales que se crean (o se destruyen) a su alrededor; clásicos como la publicidad, remozada para adaptarse a nuestros días; y el afán por descubrir de qué manera actúan sobre nosotros los elementos de poder. El mensaje que lanza la novela de Olmos es que, hoy por hoy, ese sentimiento rebelde y transgresor propio de la juventud y de los desencantados, ese sentimiento que parece haber tomado forma en las diversas oenegés y en las actitudes solidarias, tras la oportuna maceración y depuración de excesos, es quizás el instrumento más poderoso con que cuenta el poder para mantenernos atados.
En Ejército enemigo se lanzan muchas frases rompedores, políticamente incorrectas, lo que siempre es de agradecer, sorprendentemente bruscas. Frases que nos mueven a recapacitar sobre nuestro entorno, y es indudable que Olmos ha utilizado a su personaje-narrador (cínico, irónico, misántropo en ciernes, ya se dijo) como vehículo a través del cual lanzar esas ideas que, de otro modo, serían difíciles de encajar en una novela al uso y en un personaje neutro. Pero es evidente que Olmos, para hacerlo creíble, ha tenido que rodear a ese personaje de un maquillaje de odio y desprecio hacia los demás, chulería y malos modos que forman solo parte del atrezzo. Ya sé que es fácil de suponer, pero conviene recordarlo. Y digo que conviene recordarlo porque tengo la sospecha de que las críticas que puedan caer sobre este libro vendrán, muchas de ellas, provocadas por una lectura al pie de la letra en que se confunda protagonista, y sus comportamientos a veces abominables, con autor. Críticas más allá de lo literario.
Ateniéndonos a esto, a lo literario, debo reseñar que el libro tiene un pensamiento de gran solvencia, extraordinaria fuerza, autenticidad y agresividad de ley, y ello disculpa algunos errores oportunos como, por ejemplo, la algo liosa resolución del misterio que se ha usado como macguffin de la novela. El envoltorio, quizás, presente algún defecto, pero el interior es realmente de calidad.

lunes, noviembre 28, 2011

El gran juego, Leticia Sánchez Ruiz

Premio Ateneo Joven de Sevilla 2011. Algaida, Sevilla, 2011. 416 pp. 20 €

Luis García

El gran juego, la ultima novela ganadora del Premio Ateneo Joven de Sevilla 2011, es una novela diferente a cuantas se han escrito hasta la fecha, algo que supongo ya le habrán dicho en mas de una ocasión a su autora, Leticia Sánchez Ruiz.
Es una novela de aventuras, con innumerables guiños literarios, como su antecesora, Los libros luciérnaga, a veces juvenil, a veces onírica, en la que Cucurucho es el personaje central. Una niña de diez años con la que rápidamente el lector entablará una cariñosa empatía como en su día pudiera haber mantenido con otros personajes mágicos de la literatura: Alicia de Lewis Carrol por ejemplo.
Y es que Cucurucho, la niña protagonista, a la sazón una niña sin nombre, es el apelativo cariñoso que un día le pusiera el misterioso Jorge Perotti, podríamos decir que su único amigo en el bar que regentan sus padres en la calle de la Luna. Y allí, entre las patas de las mesas de madera, entre el resto de los parroquianos, boticarios, periodistas, abogados y notarios, la amistad se tornará en familiaridad, hasta el punto que al morir el viejo Perotti, éste le hará entrega a la niña de un último e íntimo secreto y legado: El gran juego.
Y de eso trata la novela. De la búsqueda, incansable y desesperada de El Gran Juego. Una búsqueda a la que se lanzará junto a su hermano Cosme por bifurcaciones y entresijos en los que se encontrará con personajes tan enigmáticos como Tilda, la escritora de diccionarios, por ejemplo.
Un juego y un enigma que se mantiene como no podía ser de otro modo hasta las últimas páginas en donde la novela se cierra de una manera tierna y brutal a la vez dando comienzo a un nuevo juego. Pero éste  tendrán que descubrirlo los lectores.
No cabe duda que estamos ante una joven autora que dará que hablar en el futuro. Tomen buena nota de ella.

viernes, noviembre 25, 2011

Esquina inferior del cuadro, Miguel A. Zapata

Menoscuarto, Palencia, 2011. 160 pp. 14,50 €

Ignacio Sanz

¿Cuántas realidades caben dentro de la realidad? O, dicho de otro modo, ¿qué oscuros misterios se esconden detrás de ese tipo de apariencia normal, que viste de manera convencional al que si nos dirigimos para que nos oriente por la situación de una calle y nos responde con un resoplido o nos dice que a él qué le importa, que acaba de llegar de las Batuecas y allá te pierdas tú, estúpido transeúnte desmañado?
Miguel A. Zapata indaga sobre esos tipos aparentemente normales con los que nos cruzamos cada día en la calle. Pero esos tipos somos nosotros mismos, el ser misterioso y oculto que a veces hace cosas que extrañan al ciudadano convencional que también somos. Es decir, hurga en una realidad poco visible, casi oculta, que emerge solo de cuando en cuando, una realidad que apenas tiene presencia normalizada, pero que está ahí, latente, por más que tratemos de esconderla.
Esquina inferior del cuadro, título de uno de los cuentos, alude precisamente a esa zona de misterio en la que mi amigo, el pintor Ángel Cristóbal, retratista cabal de bodegones, suele explayarse con pinceladas o atmósferas abstractas. Porque siente fascinación por la pintura abstracta, pero él es realista a ultranza. Esa dicotomía entre la realidad y el deseo, entre la apariencia y lo que se esconde detrás, las oscuras realidades, los sueños ocultos, es la materia que alimenta los once relatos de este libro, dividido en tres apartados.
Los cuentos, como puede sospechar el lector, son a menudo desasosegantes. A veces uno siente como si le restregaran un manojo de ortigas por el estómago. Qué barbaridad. “En flor”, el primero y el más largo, tiene como protagonista a un extraño primo del narrador. Y es curioso, porque ese primo nos resulta familiar. No precisamente como primo, pero sí como vecino o como aquel compañero extraño a quien conocimos en el colegio y que luego perdimos de vista. En esos tipos insólitos fija Zapata su mirada y nos los trae a primera línea y descubre, para nuestro horror, que a veces nosotros mismos escondemos alguna rareza propia de aquel primo extraño.
En “Inventario de tedios” las protagonistas son dos mujeres solteras, casi místicas, que subliman su soledad como hacían tantas monjas en los conventos y esa sublimación las arrastra por un tobogán de pasiones.
Es fácil invocar a Kafka por la afinidad del mundo monstruoso que se retrata con apariencia de cotidianidad. También se podría invocar a Poe. Pero leyendo estos cuentos, acaso por el estilo neutro y objetivista, me he acordado del Martín Santos de Tiempo de silencio. Porque si algo destaca es este libro es el estilo poderoso, el absoluto dominio del lenguaje, la capacidad para crear ambientes intranquilizantes.
En definitiva, estamos ante un maestro del cuento del horror, aunque en este caso, el horror no aparece necesariamente en paisajes siniestros, sino en escenario normales; casas de vecinos o casas de campo en principio nada sospechosas que dan cobijo a estas historias inquietantes porque , aunque hablan de seres extraños, a veces espeluznantes. Sobre todo porque , aunque hablen de otros, no dejan de hablar también de una parte oculta de nosotros mismos.

jueves, noviembre 24, 2011

La mano invisible, Isaac Rosa

Seix Barral, Barcelona, 2011. 384 pp. 19,50 €

Salvador Gutiérrez Solís

Más allá de la prima de riesgo, de los mercados, de los valores bursátiles, de las agencias de calificación, del Dow Jones y del IBEX 35; más allá de los rescates, de la recesión, de la crisis, de los paraísos fiscales, de los activos tóxicos y de los mercados. Y no más allá, no, por encima de ellos, está el trabajo, el empleo, que sí es una cuestión que nos afecta a la mayoría, de un modo u otro. En este caso concreto, prefiero definirlo como “empleo”, al que se le suponen una serie de derechos, de retribuciones, aunque sean escasas, mientras que el “trabajo” no tiene semejantes connotaciones. Y de esta clara diferencia pueden dar fe millones de mujeres, especialmente, de las pasadas generaciones, que trabajaron mucho y que no contaron con ningún tipo de reconocimiento a lo largo de sus vidas, empezando por el de sus propias familias.
Hablemos de empleo, incluso de trabajo, para acercarnos a La mano invisible, la nueva novela de Isaac Rosa. Un texto capitalizado (menuda palabreja en este contexto) por un tema tan injustamente tratado por la Literatura como por las diferentes expresiones artísticas, así como por buena parte de la sociedad. Mucho más, si tenemos en cuenta que Rosa no se acerca al mundo del empleo (y hasta del trabajo) desde una perspectiva ensayística o meramente numerativa. No. Rosa nos abre de par en par las entrañas del llamado mercado laboral. La vida invisible nos presenta, se cuela en la piel, del obrero, del currante, del currito, con sus carencias, con sus pretensiones y, sobre todo, con la realidad con la que convive cada día. Y que no es, desgraciadamente, una realidad grata en infinidad de ocasiones.
Descubrí a Isaac Rosa, supongo que como la mayoría, con El vano ayer, una obra tan divertida como sincera y transparente, aunque debo de reconocer que mi fascinación por su escritura no llegó hasta El país del miedo, una de las novelas más intensas y atractivas de los últimos tiempos. Una novela en la que es fácil reconocerse y hasta autorecriminarse, y que nos mostraba a un autor que tiene una percepción milimétrica de la realidad, del verdadero día a día, de nuestras miserias y miedos. Vuelve Isaac a recobrar ese pulso, esa visión microscópica de las cosas en La mano invisible. Y no sólo sorprende por su capacidad de curiosidad, también por la de literaturizar un tema que supuestamente nunca ha formado parte del decorado habitual de la Literatura.
Y como anteriores obras, Isaac Rosa avanza en su proceso evolutivo, en su compromiso con la novela y con la Literatura, en desplegar un sinfín de técnicas y procesos narrativos que nos muestran un autor de una capacidad y caudal cuyo borde aún queda muy lejos. Seguiremos disfrutando de Isaac Rosa y seguiremos los lectores y la Literatura disfrutando de sus nuevas entregas.

miércoles, noviembre 23, 2011

La mujer de tu prójimo, Gay Talese

Trad. Marcelo Covián. Debate, Barcelona, 2011. 538 pp. 24,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Es de sobra conocido cómo la publicación de A sangre fría de Truman Capote marcó un antes y un después en la narración de hechos reales, al proporcionarle un trato artístico equiparable al que se dispensaba a la ficción. A los escritores inmersos en el espíritu renovador de la contracultura norteamericana que adoptaron este nuevo enfoque en sus intervenciones periodísticas, que cuenta con nombres imprescindibles como Tom Wolfe, Terry Southern, Norman Mailer y Hunter S. Thompson, se les englobó en lo que se dio en llamar 'nuevo periodismo', que se convertiría en una exitosa corriente bajo cuya etiqueta nacieron obras señeras como Miedo y asco en Las Vegas y Elegidos para la gloria. Nada sabíamos por aquí sin embargo de una importante figura de este movimiento, muy conocida por el contrario en su país de origen, el dandy Gay Talese, quien curiosamente sea el más periodista de todos en el sentido clásico del término. Este desconocimiento de la obra de Talese en el panorama editorial español ha sido solventado en pocos meses de golpe y porrazo con la publicación de tres volúmenes: Honrarás a tu padre (reseñada anteriormente en este mismo blog), donde se introduce en las interioridades de la mafia; Retratos y encuentros, recopilación de esas semblanzas que constituyen el género en el que más cómodo se siente por su habilidad para penetrar limpiamente en la psicología de sus protagonistas; y este La mujer de tu prójimo.
Talese adquirió una merecida fama por el reportaje Frank Sinatra está resfriado, cuyo proceso compositivo nos dice mucho sobre nuestro escritor: surgido como encargo de la revista Esquire, que quería un perfil de Sinatra, al no obtener el permiso del cantante para ser entrevistado Talese le presenta a distancia, visto desde lejos, como mito adorado no exento de vulgaridades, acodado en la barra de un bar mientras es rodeado por una plétora de mujeres, fans y representantes. Aún hoy se considera uno de los mejores retratos periodísticos del siglo XX, por su ironía y perspicaz observación.
En La mujer de tu prójimo, si ya de por si el tema resulta tan fascinante como seguir los distintos vaivenes que ha experimentado la relación de la sociedad estadounidense con el sexo a través de su historia, éste se ve fortalecido con el juego narrativo que utiliza, similar a las cajas chinas, de manera que cada capítulo se centra en un personaje con un papel bien definido en la evolución del pensamiento y la moral americanos (ya sea ofreciendo nuevas perspectivas o castrándolas) al tiempo que sirve como punto de referencia para engarzar con el siguiente capítulo, que presenta a su vez a un nuevo protagonista, pasando el conjunto a conformar un rico mosaico en el que hemos podido ser conscientes de la relación entre sí de las diversas teselas. De esta manera, Talese hace desfilar a lectores de revistas ligeras, modelos fotográficas sin pudor, visionarios fundadores de imperios del erotismo, distribuidores de libros prohibidos, amantes del sexo liberal, censores autoerigidos como defensores de la moral puritana, incluso se incluye a sí mismo, lo que aporta una riqueza poco frecuente en este tipo de textos, que tienden a aplicar una óptica parcial al tener decididas sus preferencias de antemano. Por otra parte, no sólo se nos mencionan hechos de relevancia pública más o menos fácilmente verificables mediante notas de prensa o biografías al uso, sino que nos sumerge en sus anhelos, sus pasiones, sus temores, permitiéndonos entender la deriva personal de cada uno de ellos y, consecuentemente, la paulatina evolución de una sociedad de mentalidad cerrada a otra bipolar tan orgullosa de enarbolar la libertad de expresión como principal seña de identidad nacional como escandalizada por los escarceos amorosos de sus presidentes.
Durante la lectura se hace patente la impresionante labor de investigación, las arduas y por fuerza incisivas entrevistas que debió llevar a cabo, puesto que no sólo desgrana con suma habilidad y concisión los principales hechos de sus vidas desde su infancia hasta los momentos que le sirven como puntos de partida para su narración, sino que hace un pormenorizado retrato del ambiente histórico en el que tuvieron que desenvolverse y de aquellos que les rodearon y tuvieron alguna importancia en su recorrido vital, fuese a través de un contacto directo o indirecto. La impresión final es la de haber disfrutado de una borrachera de periodismo de alta graduación destilado con una elegancia y profesionalidad difícil de igualar.

martes, noviembre 22, 2011

Papi, Rita Indiana

Editorial Periférica, Cáceres, 2011. 220 pp. 18,50 €

Lorena Bou Linhares *
Firma invitada

En El regreso del hijo pródigo de André Gide, el padre pregunta con insistencia «¿qué es lo que te ha hecho volver?». Y la respuesta del hijo alude a la resignación: «No sé. Tal vez la pereza». Pero aunque el volver se lleve a cabo por conformismo, por arrepentimiento o incluso por vanidad, el elemento que completa la posibilidad del regreso es la figura de quien espera. En Papi, de la escritora dominicana Rita Indiana, quien aguarda el regreso es la hija, porque quien se va es papi, un papi que adquiere dimensiones colosales a medida que aumenta su lejanía. Como dice la canción de Héctor Lavoe, ante la ausencia, ella lo sigue esperando, y lo hace en un mundo que, según la novela, se divide en tres áreas: la calle, la casa y lo otro.

La calle
«Papi es como Jason, el de Viernes trece. O como Freddy Krueger. Más como Jason que como Freddy Krueger. Cuando uno menos lo espera se aparece.» Así comienza la novela, con la clara intención de vincular el regreso de papi con una película de terror. Pero más allá del miedo, y de las ganas de que el miedo pase, lo que abundan son las sospechas de la hija. Si papi está por venir, como todos dicen; si papi está a la vuelta de la esquina, como todos aseguran, una sola imagen basta para entender la postura de la hija: «Trato de imaginarme en qué parte de ‘al doblar de la esquina’ está papi y cómo es esta esquina y cómo hay que hacer para doblarla». Un reconocimiento de que la ausencia es ya un hecho y no una inminencia.
En la larga relación con papi, tanto si está presente como si ya se ha ido, se proyectan los múltiples rostros de esa niña que narra, que fantasea, que sufre. Además de papi, que ocupa el centro de su vida, está mami, fiel compañera, y están los enemigos, los “montros” de la calle, a los que tiene que enfrentarse. Son las novias y los socios de papi, pero también los otros hijos de papi y los niños que van al mismo club o a la pista de skateboard, un espacio en el que el aspecto externo de la niña es motivo de conflicto: «¿Tú ere hembra o qué?», le preguntan con malicia. Y a ella le molesta porque nada le es indiferente, ni su familia ni las familias de papi ni su propio cuerpo.

La casa
Dos términos definen a papi: “Chulo #1” y “Master #1”. Se trata de las palabras inscritas en los delantales que papi usa cuando prepara el desayuno o las barbacoas. Esta condensación de significados a través de una simple etiqueta es apenas un guiño dentro de la novela. Conocemos a papi por medio de la mirada de la hija, pero en ese acercamiento no hay descripciones cerradas o estáticas, sino más bien una acumulación de atributos que terminan siendo inabarcables. «Papi tiene más de to», posee cantidad de cosas, todas en exceso.
En el imperio que papi gobierna predomina la superabundancia de dinero, mujeres, ropa, carros, metralletas, alcohol, perfumes, hijos, etcétera. Desde el punto de vista de una niña de ocho años, papi es el dueño del mundo. La imagen de lo que papi es y de todo lo que tiene se activa a través de la enumeración y la exageración, en un ritmo vertiginoso, al mejor estilo del merengue dominicano. A medida que avanza la lectura, papi se hace más fuerte y más poderoso, hasta rozar los límites de lo sobrenatural.
Pero ese papi mafioso del que la hija es testigo pertenece al recuerdo, porque la historia empieza cuando ya papi se ha ido de Santo Domingo. La novela narra la espera del regreso de papi, un tiempo que se prolonga y en el que la hija vive la transformación no sólo del entorno, sino de su cuerpo y sus deseos. En ese tránsito, el manejo del relato hiperbólico está siempre presente, pero adquiere dosis magistrales cuando la hija imagina el regreso triunfal de papi, en el que participa toda la ciudad, una masa anónima que posteriormente se verá ligada a papi hasta límites insospechados: «Y se organizan, se están organizando a ambos lados de la avenida bordeada de palmeras porque todos han tenido la misma idea, ir a tu encuentro, y se han preparado, pancartas en mano, banderolas, letreritos, cruza calles que dicen ¡guelcon guelcon!… y ahora se ve el avión descendiendo y las mujeres comienzan a caer en trance y a botar espuma por la boca…».
El continuo aplazamiento de la vuelta de papi recorre toda la novela y es el leitmotiv que permite entrever los sentimientos de la hija (en una espera larga y dolorosa), así como la presencia de mami (siempre ahí, hasta el final).

Lo otro: los misterios
Desde el capítulo nueve en adelante aparece un elemento que altera la realidad: los misterios. Dentro del libro es una entidad emparentada con los médiums; fuera del texto, me remite directamente al grupo de música que la escritora dominicana lidera, llamado Rita Indiana y Los Misterios. Así como recomiendo la lectura de Papi, les sugiero a quienes no lo han hecho que escuchen las canciones de esta banda. Hablar de Rita Indiana y desconocer su música es como haber leído Papi y no recordar la cantidad de referencias musicales que lo pueblan, sobre todo las grandes estrellas del merengue dominicano, desde Wilfrido Vargas y Fernandito Villalona hasta Belkis Concepción y Bonny Cepeda.

lunes, noviembre 21, 2011

Sueños de bolsillo, Francesco Spinoglio

Editorial Eutelequia, Madrid, 2011. 192 pp. 15,50 €

Miguel Baquero

«Lo más aterrador para mí era la idea de ser alguien anodino, asumir que había venido al mundo para ser uno más de la multitud, un tío normal y corriente que no sobresaliera por su talento ni por su inteligencia, un monigote sin la menor marca de individualidad».
Este de arriba, en líneas generales, es el argumento de Sueños de bolsillo, la tercera novela del italiano Francesco Spinoglio (Casale Monferrato, 1983) un escritor que escribe en castellano y que en esta novela nos narra los esfuerzos de su protagonista, Tommaso Rosi, por huir del conformismo, de la inercia del paso de los días, por no rendirse a la comodidad. Ese es, al fin y al cabo, el motivo último de la literatura: nombrar el mundo de nuevo, no contentarse con lo que ya está dicho, pensar que el próximo libro —escrito o leído— puede esconder algo crucial.
Sueños de bolsillo empieza con los días de infancia del protagonista —alter-ego del autor— y acaba con su decisión de mudarse a España contra todos los consejos e incluso contra todo lo razonable e intentar hacerse una carrera de escritor. Poco importa desvelar aquí el final porque no se trata de seguir un argumento sorpresivo sino de trazar una crónica vital: una crónica muy divertida, y contada con su pizca de cinismo, que nos ilustra sobre cómo no debemos renunciar a nuestras ilusiones, a nuestras fantasías, a nuestros sueños por el simple hecho —que no tiene mayor mérito— de hacernos mayores. Cualquiera se convierte en adulto, efectivamente, a poco que se deje llevar por la inercia de los años; pero sólo unos pocos, entre los que quiere estar Tomasso, sólo aquellos que han firmado una especie de pacto con Mefistófeles, son capaces de mantener el entusiasmo y las ganas de ser deslumbrados por la vida, como cuando eran niños, durante mucho tiempo.
Como todo libro vital —o mejor: como todo buen libro vital—, Sueños de bolsillo se alimenta de las contrariedades que el protagonista va encontrando a lo largo de su desarrollo como persona. Volviendo la vista atrás desde la última página, todo a lo largo de este libro parecería una cadena de fracasos, y sin embargo quizás radica en eso la verdadera esperanza y el auténtico optimismo, en pensar que todo ha sido valido, todo ha tenido un sentido y todo nos ha ayudado a crecer —principalmente las experiencias menos gratas y las desilusiones más bruscas—. Y dentro de este periplo, juega un papel fundamental —al menos en el caso de Tommaso Rosi, pero seguro que cualquier buen lector puede sentirse identificado—, la literatura. Son, sin duda, las páginas más emotivas de Sueños de bolsillo aquéllas en que el protagonista, recién salido de la infancia, abre los libros prácticamente al azar y aquí y allá encuentra en sus páginas personas que hace decenas, cientos y hasta miles de años pensaron igual que él, sintieron parecidas inquietudes y sufrieron la misma claustrofobia vital. Para el protagonista —y aquí estoy seguro de que se producirá otra identificación entre lector y autor— descubrir la literatura y leer a los mejores autores no supone una salvación, ni un éxtasis, como igual dirían muchos superventas exagerados; se trata simplemente de haber hallado un cómplice en nuestro recorrido que no nos puede mostrar el camino, pero sí nos puede animar a seguir en él, cualquiera que sea.

viernes, noviembre 18, 2011

Los pies del horizonte, José Gutiérrez Román

Premio Adonáis 2010. Ediciones Rialp. Madrid, 2011. 72 pp. 9,50 €

Ignacio Sanz

La poesía es un género escurridizo que a veces se escapa entre las manos cuando tratamos de analizarlo. Eso me ocurre al menos a mí. Lo digo porque entro con miedo en esta crítica, precisamente, por esa condición resbaladiza del género.
Con Los pies del horizonte, su autor, José Gutiérrez Román, (Burgos, 1977) ganó el prestigioso premio Adonáis. Cuando yo era joven y vivía en Madrid, el Adonáis gozaba de un halo que deslumbraba al resto de los premios. Por su pureza, su trayectoria y porque su dotación era muy escasa. En esa escasez y en los ganadores de ediciones precedentes, estribaba su prestigio. Luego llegaron premios de poesía millonarios que han ocupado un espacio mayor, algunos con cierto aparato propagandístico, pero el resplandor puro del Adonáis no se ha apagado. Hierro, Claudio Rodríguez o Blanca Andreu fueron algunos de los autores que lo ganaron.
José Gutiérrez Román participa de algunas de la características de estos grandes poetas que acabo de nombrar. Para empezar, vive en el anonimato que el que estaban instalados aquellos, en este caso en un anonimato que hunde sus raíces en su propia provincia. Pero, como aquellos, Gutiérrez Román tiene vocación viajera y cosmopolita y ha corrido mundo, y ha leído mucho, incorporando a su zurrón sobre todo a los grandes poetas portugueses, país en el que vivió algún tiempo. De ahí que el espíritu de Pessoa o de Andrade revolotee entre los poemas de “Planes de fuga”, el primero de los tres apartados que conforman el libro. Uno de estos poemas se titula “Fernando Pessoa, en la víspera de no partir nunca”. Todo un guiño. El poema acaba con estos dos versos preciosos: «Soy un sediento de horizontes lejanos./ Más sé que mi destino es ahogarme de sed aquí, en Lisboa.»
El segundo apartado lo titula “El oro del naufragio” y los poemas que lo nutren guardan una estrecha relación con la memoria, si bien una memoria tamizada por la ironía, los juegos de palabras y las paradojas. Esa es una constante del libro que se manifiesta también en el último apartado, el más extenso, dedicado al amor y que titula “Cuando el amor fue un pasajero”. Definitivamente aquí el poeta se desmelena y juega libremente y la poesía alcanza cotas de libertad, incluso de cierta frivolidad bien entendida, es decir, de levedad, que a menudo desemboca directamente en la sonrisa.
Y como para muestra, bien vale un botón, me voy a permitir transcribir un poema precioso titulado "Algo más que palabras".
«Tú y yo/ tuvimos algo más que palabras./ Alguna vez llegamos a las manos,/ e incluso a los besos./ Más la vida cogió oficio de comediante/ entre nosotros/ y amablemente siguió con sus títeres/ hacia otra parte./ Lejos de cualquier tristeza,/ contemplo con ternura/ esta lección que hoy me brinda el tiempo:/ la desposesión en sentido absoluto./ Porque sé que ya no son mías las noches que pasé en tus manos/ ni las manos en que ahora pasas tus noches.»
A veces toma apuntes de natural con cierta rapidez, al modo de Catulo. Y con parecida agudeza. En definitiva, estamos ante un poeta que afila nuestra mirada y cuya lectura despierta leves sonrisas y nos hace un poco más inteligentes. José Gutierrez Roman, este es su nombre. No lo pierdan de vista.

jueves, noviembre 17, 2011

Yo confieso, Jaume Cabré

Trad. Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. Destino, Barcelona, 2011. 859 pp. 26,90 €

Care Santos

El enamoramiento siempre es algo maravilloso. El que los lectores experimentamos de pronto hacia un autor, también. Reconozco que esta no será una reseña literaria al uso si comienzo proclamando mi enamoramiento rotundo y repentino hacia la obra de Jaume Cabré, a quien debo admitir que nunca había leído antes de atreverme con las más de 800 páginas de esta última obra suya. En cambio, creo que digo mucho más de la novela de lo que pueda explicar después al afirmar que tras terminarla tuve que correr a buscar obras anteriores del autor. Así, fueron cayendo Galceran, l'heroi de la guerra negra, La teranyina (La telaraña), Senyoria (Señoría), Les veus del Pamano (Las voces del Pamano), la obra teatral Pluja seca (Lluvia seca) y los dos libros ensayísticos sobre lectura y escritura titulados El sentit de la ficció. Itinerari privat y La matèria de l'esperit, estos tres últimos sólo disponibles en catalán. De modo que en menos de un mes  he pasado de feliz ignorante a embelesada experta en la obra de este barcelonés nacido en 1947 cuyo universo literario me ha emocionado como pocas cosas de las que he leído. He sido tardía y algo miope, lo reconozco, porque Cabré es un autor muy valorado y con muchos lectores en Catalunya , además de aclamado en algunos de los países más lectores de Europa, como Alemania. Yo confieso: es la primera vez que me arrepiento de no atender a los gustos mayoritarios y los éxitos de venta.
De modo que, al hilo del itinerario narrado, me hallo en condiciones de afirmar que el poder, uno de los asuntos de esta novela, es también el tema que más interesa -o por lo menos aquel sobre el que más ha escrito- su autor. A pesar de que Cabré no se considera a sí mismo un escritor de tesis, y dice no comenzar jamás una novela a partir de una idea abstracta o una intención, aquí toda la trama se sustenta sobre una idea: la búsqueda de la naturaleza del mal. Una trama compleja, que recorre toda la historia europea del siglo XX, cargada de personajes, situaciones, emociones, coincidencias y hallazgos felices, que tiene dos puntos fuertes: la habilidad del autor para crear personajes y su facilidad para transmitir emociones a sus lectores.
Así, Yo confieso narra una doble trayectoria vital: la de Adrià, escritor, apasionado de las lenguas y la música, humanista un poco demodeé, quien en los últimos retazos de su vida decide ponerse en paz con su conciencia escribiendo una larga carta que es la novela; y la de un violín especial, nacido en el siglo XVII de una madera con su propia historia y heredado por varias manos que no lo poseyeron sino a las que poseyó, hasta llegar al padre del narrador y protagonista. En cada una de esas dos peripecias aparecerán personajes inolvidables, teatrales, histriónicos, profundamente emocionantes, hasta que todos converjan en el final de un modo magistral.
Quienes ya hayan leído al autor sabrán que la música es una de sus pasiones confesas y otro de sus temas literarios. Para quienes no lo hayan hecho aún y gusten de esta ambientación, he aquí una buena noticia: la música es parte importante del argumento de varias de sus obras, como los cuentos de Viatge d'hivern (Viaje de invierno) o la novela L'ombra de l'eunuc (La sombra del eunuco). Y ocurre lo mismo con las reflexiones sobre la creación, su sentido y su sinsentido, que también son parte importante tanto de la última novela como de las anteriores. Es posible, pues, continuar viviendo en estas páginas más allá de ellas.
Alguien ha comparado esta novela a una catedral. Me parece una comparación acertada. Por un lado, tenemos aquí la gradilocuencia de la arquitectura, la ambición de las proporciones y el carácter casi épico de su realización. Por otra, también está el gusto por el detalle, la artesanía, la miniatura. La cuidadosa caracterización del habla de los diferentes actores, las coincidencias, el lenguaje, la recreación histórica, el humor fino, la documentación -se adivina- maniática... De modo que aquí no falta de nada: ni historia, ni estilo, ni verosimilitud, ni suspense, ni inteligencia, ni pasión. Esta novela es un goce en todos los sentidos.
En fin. A diferencia de otros afectados por el mal del amor, quien ama los libros puede compartir su pasión sin ser tildado de perverso. Eso es lo que hago, ni más ni menos: dejen de leer estas líneas y corran a la librería más próxima a buscar algo de Jaume Cabré. Mejor si pueden leerlo en catalán, aunque las traducciones al castellano son buenas y abundantes.
Y disculpen el tono imperioso y ligeramente febril. El amor, ya se sabe, es lo que tiene.

miércoles, noviembre 16, 2011

Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, Maximiliano Barrientos

Periférica, Cáceres, 2011. 127 pp. 16,50 euros

Cecilia Frías

¿Quién no ha hecho el ejercicio de revisar viejas fotos en las que apenas reconoces a ese sujeto que fuiste? ¿Qué fue de aquel momentoapresado en un papel?
Parece que en manos de Maximiliano Barrientos la realidad se tornara en una especie de cuerpo resbaladizo que se nos escapa cuando intentamos desentrañar sus claves. Fragmentos de un puzle, que al igual que la prosa de las ficciones que componen Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer se esparcen sobre la hoja en blanco para que nosotros, lectores, reconstruyamos trozo a trozo, escena a escena, esa ilusión de vida.
Para los personajes que deambulan por estos relatos compuestos a retazos la edad de las certezas se ha evaporado. Jóvenes parejas que recién se asoman al mundo adulto con todas las incertidumbres que ello conlleva, mientras que otras permanecen a la deriva a pesar del paso de los años, o sencillamente se ponen la máscara y actúan como si la existencia no fuera algo maravilloso y cruel a la par.
«Se llama Saúl Hernández. Véanlo a los dieciocho… Se llama Claudia Arrázola. Véanla…», nos introduce el narrador con verbo escueto y deliberadamente aséptico. Con la pretendida objetividad de una cámara, presenciamos situaciones aisladas de la vida de estos chicos con las que podremos ir trazando sus identidades fragmentadas. Y como si se nos fueran dejando breves pistas sobre lo que está por suceder para alentar nuestra lectura, conocemos que en algún momento los destinos de estos jóvenes solitarios se cruzarán.
Puede que sea el desapego emocional por ellos mismos, el no entender qué pasó para que las historias en común no funcionaran, el “sentirse turistas” en sus propios pellejos o en ese escenario urbano, el Santa Cruz natal de Barrientos, que tantas veces les es hostil… el denominador común acada uno de los protagonistas. Individuos que viven ensimismados, que están en plena búsqueda y no se sienten capaces de comunicar al otro sus miedos, aunque éstos los paralicen.
Ingrid está rota por dentro. Vemos instantáneas de algunos momentos felices del pasado. Pisa a fondo el acelerador para tener la seguridad de que cualquier minucia puede terminar con el desasosiego del presente. Y en un intento por fabricarse una nueva e impoluta personalidad en la que las huellas del dolor se hayan limpiado, se hace llamar Dianacon los compañeros de trabajo. Sebastián tiene tanta rabia contenida que golpea las paredes hasta que le sangran los nudillos. Raquel necesita ser infiel a su marido, ese extraño con el que duerme cada noche, para sentirse viva.
Pero amén del sabor agridulce que nos queda tras merodear por el acontecer de estos seres humanos desubicados, parece que existe otroasunto latente en la trama de todos los relatos: la escurridiza realidad y los fallidos intentos del artista por atrapar esos momentos que se desvanecen con el pasar del tiempo. Ni el lenguaje cinematográfico de una cámara de video, ni las fotografías que intentan congelar el instante consiguen detener el reloj. Solo a la escritura se le concede un voto más de confianza, como nos transmite el narrador en una suerte de juego metaliterario que se planteaa través de las notas al pie de página en las que reflexiona sobre él mismo y sus criaturas de ficción.

martes, noviembre 15, 2011

Vivir y morir en Lavapiés, José Ángel Barrueco

Ediciones Escalera, Madrid, 2011. 224 pp. 16 €

Miguel Baquero

"Creo en la fragmentación, tío. Proporciona una cierta perspectiva que no poseen las narraciones lineales. Sé que es manido, pero es como cuando se fractura un espejo y tú tratas de recomponerlo. Luego te miras en él y, sí, te devuelve una imagen rota, distorsionada, pero al mismo tiempo aporta muchos puntos de vista, muchas caras, muchas raciones y pequeños trozos. Y es tu cabeza la que deberá hacer el trabajo. El esfuerzo de recomponerlo todo en tu mete. De juntar los pedazos."
Esta es, en esencia, la técnica con que está narrada esta novela, Vivir y morir en Lavapiés, séptima obra del escritor José Ángel Barrueco (Zamora, 1972). Con el objetivo de describir la vida en el famoso barrio madrileño, el autor se sirve de pequeños fragmentos, de ocho, nuevo, diez líneas a lo sumo, que en principio parecen no guardar relación alguna entre sí, pero que al fin, con el paso de las páginas, van entre todas componiendo un enorme, y lo que es más importante (y literario), un vivido fresco de esa célebre rincón de Madrid. Un cuadro que, gracias a esta técnica dijéramos de patchwork, de trabajo por retales, se nos muestra con mayor realismo y mucha más profundidad vital que lo que pudiera hacer una descripción exhaustiva o un tratado sociológico.
Algunas historias se escapan de esa brevedad y, poco a poco, van conformando un relato que avanza, salteadamente, a lo largo de las páginas hasta adquirir cierto protagonismo: es la historia, por ejemplo, de una banda de matones que buscan a un tipo, seguramente un pequeño delincuente que al parecer les ha hecho una pirula, para ajustarle las cuentas. Otras historias, sin embargo, no menos trágicas, como el emigrante que acaba de acuchillar a su esposa, tras ser mostradas en un par de brevísimos capítulos luego se diluyen y acaban por desaparecer. En parte esto también es un reflejo de cómo las historias vecinales nos eligen a nosotros, y de algunas nos convertimos en cómplices o conocedores, y otras, sencillamente, se desarrollan en la calle de al lado y acabamos ignorándolas. Así es, en resumidas cuentas, la vida de barrio.
Estamos en un Lavapiés plagado de referencias literarias, musicales, cinematográficas. Incluso los más fieros matones no son desconocedores de tal o cual autor, esta o aquella serie televisiva, determinadas canciones… No se trata de personajes objetos, que aparecen sólo en la novela para creer esa paisaje humano, sino que en los breves fragmentos en los que intervienen nos muestran un pedazo minúsculo de su sensibilidad, de sus ambiciones, de sus sueños. También de sus groserías y sus prejuicios y sus bajezas, porque Barrueco en su novela, y por fortuna, no ha buscado en ningún momento idealizar el barrio, algo que, a quien reseña al menos, siempre le ha resultado algo cargante: eso de que se presente a Lavapiés como meca ideal de la multiculturalidad. En Vivir y morir en Lavapiés se nos cuenta que —como será en verdad— no todo es tan beatifico en el barrio, desde luego, ni la integración es modélica.
Sea como fuere, el autor no está ahí para juzgar, hacia una postura u otra, tampoco para caricaturizar ni para torcer la mueca en un gesto de suficiencia e ironía. En uno de estos breves capitulillos él mismo se hace aparecer como un personaje fugaz más, muestra del papel neutral, casi de magnetófono, como en aquel famoso consejo de Ferlosio, que ha adoptado para escribir su novela. Un texto de gran agilidad, de muy cuidada factura, y en el que el autor demuestra, al mismo tiempo, un gran amor por las letras y un gran amor por el barrio recreado.

lunes, noviembre 14, 2011

Rupturas y ambiciones, Miguel Ángel Cáliz

E.D.A. Libros, Benalmádena, 2011. 103 pp. 12€

Pedro M. Domene

Una acertada atmósfera, un cuidado ritmo, fondo y cierta profundidad en la trama, además de una elaborada precisión son algunas de las características que pueden pedirse en un buen cuento, o por extensión en una colección de relatos que tenga la fuerza suficiente para envolvernos con sus historias, sea capaz de rebasar ese margen que ficción y realidad nos permiten e, incluso, para que una vez instalados en esa dicotomía literaria consigamos ir más allá, vislumbremos los vacíos escondidos bajo el secreto de una buena historia y, apelando a nuestro talento como lectores, nos dejemos atrapar en su magia.
Buena parte de algunas de estas reflexiones pueden apreciarse en Rupturas y ambiciones (2011), de Miguel Ángel Cáliz, granadino inquieto, autor de algunos libros anteriores, Inventario (2002), cuentos, y la novela, Horas para Wallada (2009), también ha formado parte de las antologías, Relatos para leer en el autobús (2006) y Ficción Sur (2008). En esta ocasión, el narrador recoge una colección de doce relatos, más un decálogo al final, es un libro estructurado en dos parte, la primera con los primeros ocho cuentos, muchos de ellos con ese aire de desenfado literario que conlleva una mirada aguda de la cotidianidad, con bastante humor y cierta ironía que se concretan en la vida misma: un manager emprendedor dispuesto a todo, un usuario de transporte público, un novio que ve cómo se disipa su felicidad de tantos años, un guardia nocturno sin aparentes ambiciones, aunque sobresale en el conjunto «Bestiario» un pequeño muestrario de personajes singulares que, por su breve aparición y la extensión del texto, se convierten en fogonazos con que hilvanar un excelente relato, son seres encadenados por sus fobias, aunque la magia de la literatura nos ofrece conocer sus insignificantes vidas. La condensación de la propia historia lleva a multiplicar el significado de esta construcción minimalista, sin duda de mayores posibilidades. Igualmente notable, «En pantalla», un cuento ambientado en un bar donde se reúnen políticos, deportistas, actores, presentadores y las amiguitas de todos ellos, según relata Cáliz, así el local se convierte en ese lugar para las confesiones, para los encuentros amorosos, para hacer recuento de derrotas y, en última instancia, quizá para muchos de ellos sobrevivir y reorganizar sus vidas. Tres grandes temas quedan esbozados y se sintetizan en estos cuentos: la ternura, la mirada gris de la sordidez de la vida y, por último, la esperanza de un proyecto vital mejor.
Poder, dinero y éxito para homenajear al género negro, el cine de peligrosos ambientes para contar una misma historia con variantes, aunque desde perspectivas diferentes con personajes arquetípicos: Gina, la chica, El Conde, el malo o Marcos, el chico bueno que cuentan sus historia en cuatro relatos encadenados, pero cuya vida se entrecruza para lograr un relato común o único. Domina un cierto equilibrio sobre el relato que casi se convierte en una novela corta con pretensiones mayores, que deja buen sabor de boca en el lector pero se aleja de la ambiciosa proyección de la primera parte con esas abundantes rupturas que superan la trama y se acercan así a la perfección, sin duda el mejor cóctel para saborear el mejor ejemplo de buena literatura de la mano del granadino, Miguel Ángel Cáliz.

viernes, noviembre 11, 2011

Carmela y su duende, Gustavo Martín Garzo

Oxford University Press, Madrid, 2011. 54 pp. 7,90 €

José Manuel de la Huerga

Cuando un cuento publicado en una colección de literatura infantil toca, aunque sea levemente, el corazón de un lector de cualquier edad, quizás nos encontremos ante un milagro literario. Todos sabemos que no es habitual que un buen escritor de adultos sea capaz de adentrarse en el imaginario infantil y salga no sólo sin rasguños de la aventura, sino con los bolsillos cargados de esencias para próximos recorridos. Aún diría más, probablemente Garzo sea uno de los pocos escritores de adultos, en el panorama actual de la literatura española, que disfrute con estas incursiones en ese terreno de arenas movedizas. Una de las razones del secreto de este éxito es la coherencia: Gustavo Martín Garzo escribe exactamente igual para adultos que para niños. Sabe que su literatura mana de la fuente de nuestras hermosas contradicciones, del amor escurridizo, de ese algo maravilloso e intangible que intenta hacerse un hueco en la cotidianeidad ramplona de los seres humanos. Y está empeñado en difundir ese núcleo de calor que nos redime de nuestra condición egoísta y oscura: lo único que Garzo necesita es un lector que se deje engatusar, no importa su edad.
Carmela y su duende está escrito desde el centro de esa poética de Martín Garzo: Carmela es una niña que tiene un duende en su vida. Se hace mayor y olvida a ese duende de la imaginación, pero sin quererlo encuentra un sustituto, la lectura: «Cuando leemos volvemos a tener el mismo corazón que tuvimos de niños.»
Lo que me ha resultado más sorprendente es que el autor arriesga en un cuento para niños mensajes verdaderamente duros de la experiencia humana. Resulta especialmente emocionante el tratamiento que se hace de la muerte, asunto auténticamente singular y novedoso en un libro para pequeños lectores: la protagonista muere y el narrador no nos viene con milongas religiosas o afines: «Y cuando se murió todos se pusieron muy tristes… Nadie sabe a dónde se van las personas que se mueren… Pero tampoco se sabe lo que es el amor y no por eso dejamos de buscarlo.» La verdad que emana de estas palabras es consuelo que parece dicho a cada lector al oído.
La levedad de la narrativa de Gustavo M. Garzo se ve acompañada por un excelente trabajo de Beatriz Martín Vidal. Cumplen las ilustraciones con ese tópico que tantas veces se escribe pero que muy pocas veces se ve: los dibujos aportan información (son necesarios) y dialogan con el texto escrito. Un ejemplo: es singularmente hermoso el dibujo relacionado con la muerte de la protagonista, de cuya cabeza que parece dormida se levanta una bandada de pájaros…
El libro es una pequeña obra de arte que no debería pasar desapercibida como obra menor de Garzo, cajón donde la crítica descuidada suele meter lo que la incomoda. Carmela y su duende sin duda emocionará al adulto que acompañe al niño en la lectura. Porque «un cuento es una casita de palabras que nos ofrece cobijo cuando estamos solos».

jueves, noviembre 10, 2011

Rusia imaginada. Diez viajes por el paisaje ruso, VV.AA.

Ed. Care Santos. Nevsky Prospects, Madrid, 2011. 314 pp. 22 €

Ignacio Sanz

Rusia no se acaba nunca. La estela que dejan sus poetas y novelistas se prolonga en la cabeza del lector y le crean un universo de estepas y tundras, de sufrimientos y humillaciones, de revoluciones y zares. Excesos. Cuanto frío y cuantas calamidades hemos sufrido al lado de los grandes narradores rusos que han fecundado la literatura universal.
Care Santos dejó hace años constancia de la fascinación que le despierta la literatura rusa a través de su magnífica novela El anillo de Irina, homenaje cabal a los escritores de aquel vasto territorio sobre el que se han escrito historias que alcanzan la categoría de epopeyas. Care Santos ha sido la responsable de llevar adelante esta propuesta original que consiste en encargar a diez escritores con ciertas afinidades generacionales un relato que se desarrolla en una Rusia imaginada. Los escritores son Óscar Esquivias, Marta Sanz, Jon Bilbao, Verta Vias Mahou, Víctor Andresco, Esther García Llovet, Espido Freire, Daniel Sánchez Pardos, Pilar Adón, Marian Womack y, como propina, un cuento de la propia antóloga en el que toma como punto de partida el relato de los escritores invitados a este hermoso festín de la imaginación. Porque de eso se trata, de imaginar una historia en aquellos vastos escenarios.
Por supuesto, abunda la metaliteratura; era inevitable. Cuando estás enfermo de literatura, como es el caso de algunos de los escritores concurrentes, es fácil dejarse llevar por la admiración que despiertan los escritores y homenajearles directamente. Pero no siempre es así.
Aunque no sea más que superficialmente, me voy a permitir, dar unas pinceladas sobre cada uno de los relatos.
“El príncipe Hamlet de Mtsensk”, de Óscar Esquivias, el cuento que abre el libro está escrito como homenaje a la novela  Lady Macbeth en Mtsensk de Leskov, autor por el que Esquivias ha dejado constancia de su admiración. Se trata de un cuento costumbrista (costumbrista a la manera de Chéjov) de ambiente musical y tensión contenida, magníficamente resuelto.
En “Valentina Shulgin en el arroyo de Vyra” de Marta Sanz, el escritor convocado al homenaje es Nabókov, en concreto se centra en su libro Habla memoria, aunque, por extensión se alude a otros personajes creados por el autor. Destaca el estilo de Marta Sanz, un estilo elegante como un baile de sociedad, yo diría incluso que atirantado y, cómo no, aparecen algunas de las obsesiones y perversiones del gran Nabókov.
“Horror a bordo del Boris Butona” de Jon Bilbao es un cuento horroroso, sí, un cuento horroroso porque habla con maestría y contención del horror, de la miseria, de los celos, de la angustia. Ambientado en Murmansk, ciudad naval en la que se desguazan los grandes barcos del imperio, se convocan aquí a unos seres humanos humillados por una naturaleza despiadada, sometidos a situaciones extremas. Magnífico.
“El soldado ruso”, de Berta Vias Mahou es un hermoso cuento alegórico en el que se retrata la capacidad de sufrimiento del pueblo ruso y de cómo ése sufrimiento se sublima hacia el arte.
“Primavera en Vitebsk” de Víctor Andresco recrea la historia de dos amores o de cómo se camufla una personalidad a consecuencia de los conflictos que sacuden el mundo. Un hermoso homenaje a tantas personas arrancadas de su tierra.
“El hijo secreto de Yuri Gagarin” de Esther García Llovet se trata de un viaje alucinado por una Rusia de ensueño escrito con un ritmo vertiginoso.
“Camarada” de Espido Freire, cuenta a ráfagas, a través de una criada, los últimos días de la familia del zar. Un relato melancólico en el que se pone de manifiesto la grandeza y la paciencia del sufriente pueblo ruso.
“Los siluros de Prípiat”, de Daniel Sánchez Pardos es un cuento de imaginación desbordada, protagonizado por dos hermanos españoles a los que el destino une con un personaje extravagante de origen ruso. Vemos a los tres personajes haciendo una excursión a la ciudad fantasmal de Prípiat, muy cercana a Chernóbil, con el propósito de pescar siluros, el pez que sobrevive y engorda en medio de la contaminación general.
“Un mundo muy pequeño” de Pilar Adón, es un homenaje velado a Tolstoi. Refleja la vida de un falansterio, una vuelta a los orígenes donde se plasma la dificultad de convivir con una naturaleza salvaje que impone sus reglas a menudo crueles.
En “Matrioska” de Marian Womack, la narradora se mete en la piel de una de esas muchachas chechenias, una adolescente que, sometida a una presión brutal, es capaz de inmolarse en el metro de Moscú para causar daño al enemigo.
“9.288 (Epílogo)” de Care Santos. El título alude a los kilómetros que recorre El Transiberiano, el tren más literario del mundo. La antóloga lo escribe tras recibir los cuentos precedentes a los que alude, de tal manera que de nuevo la metaliteratura campa a sus anchas. «Rusia, todos los lectores lo sabemos, es el lugar donde las cosas más extrañas ocurren sin cesar», escribe Care Santos. Y sí, el viaje de Care Santos hasta Vladivostok es una de esas ensoñaciones por la estepa que tantas veces hemos interiorizado como lectores, por lo tanto un viaje a un lejano país que, sin embargo, nos resulta familiar.
La literatura alimenta las pasiones literarias. He aquí a once autores, once miradas, once homenajes a una tierra pródiga que ha dado algunas de las obras más conmovedoras y que ahora ve como le retoñan hijatos nuevos crecidos bajo el auspicio fecundo de su sombra. Los rusófilos no deberían perdérsela y los que todavía no lo son, ¿a qué esperan?

miércoles, noviembre 09, 2011

Mooch, Dan Fante

Trad. Claudio Molinari Dassatti. Sajalín Editores, Barcelona, 2011. 217 pp. 17 €

Santiago Pajares

La segunda acepción de Mooch es andar despacio, aparentemente sin rumbo. Es lo que hacen lo que no tienen nada que hacer o aquellos que no tienen demasiado en qué pensar. Dan Fante es hijo de un escritor que me encanta, John Fante, cuya primera novela, Pregúntale al polvo me marcó mucho. Debe ser duro vivir (y escribir) a la sombra de algo así, pero parece ser que el hijo nunca lo ha rehuido, nunca ha querido despegarse de esas sombra que a tantos escritores hijos de escritores les produce tanto frío. Y es que a Dan Fante se le nota orgulloso de quién fue su padre, y lo demuestra en este libro.
Existe algo que me gusta llamar “Literatura del perdedor” (La corriente oficial se llama realismo sucio), y es una literatura que siempre me ha encantado. La tenía Bukowski, la tenía Borroughs, la tenía John Fante y ahora la tiene su hijo, Dan. En estos libros, generalmente de tintes autobiográficos, el protagonista es un perdedor nato que recorre (o Moochea) las calles de alguna ciudad americana borracho y preguntándose qué va a ser de su vida, cómo va a conseguir dinero para beber y pagar el alquiler. Aunque pueda parecer un poco deprimente no es así, porque cuando en tu propia vida las llamadas no llegan, los mails no entran y tu futuro parece incierto, reconforta leer a alguien que está en una situación mucho peor que la tuya y sobrevive. Lo malo de este tipo de literatura es que no es muy abundante, así que tenía que guardarme esos libros de Bukowski para momentos especiales. Me alegra mucho saber que ahora hay alguien escribiendo material nuevo para salvarnos de nuestros malos momentos. En cierto modo, ya es una tradición familiar.
Y es que no podemos hablar de Dan Fante sin hablar de su padre, y no podemos hablar de su padre sin hablar de Bukowski, porque todos están íntimamente ligados. Como cuenta el propio Bukowski en el prólogo de Pregúntale al polvo, había pocos libros que tuvieran que ver con él, con las calles y las personas que le rodeaban. Pocos podían hablar de la desesperación con conciencia de ello, con una experiencia propia y brutal. Cuando, tras abandonar cientos de libros en la biblioteca, Charles Bukowski comenzó a leer Pregúntale al polvo, supo que estaba ante uno de esos libros que, de una forma mágica, se saltan los años para que el lector y el escritor hablen de tú a tú. Una charla privada con las hojas como escenario. Fue el propio Bukowski quien convenció años después a su editor, John Martin, para que relanzaran los libros de Fante, libros que habían sustentado su propia literatura. Y es que cuando has leído muchos libros de Bukowski y de pronto lees uno de John Fante, lo entiendes, y reconoces en esos dos escritores de Los Ángeles, unidos por la miseria y el alcohol, a dos hermanos. Y el hijo de John Fante, Dan Fante, bebe de esas mismas fuentes, de esas mismas calles y de esos mismos personajes para escribir sus libros. Mooch es una versión actualizada de todo ello, una revisión de la desesperación cotidiana que nunca pasa de moda.
Mooch es un libro corto (217 páginas) y muy agradecido. Una de esas historias de pocos personajes que consiguen mantener el interés durante toda su extensión. En una época de larguísimos dramas históricos y thrillers con sectas que recorren milenios, es algo muy de agradecer. El protagonista y alter ego del autor, Bruno Dante (como Arturo Bandini fue alter ego de su padre John), recorre las calles de Los Ángeles buscando estabilizar su futuro. Residente en una casa de acogida para ex alcohólicos y recién despedido de su trabajo de vendedor de aspiradoras puerta a puerta, encuentra una nueva oportunidad como vendedor telefónico de repuestos de oficina en una gran empresa liderada por un hombre, también ex alcohólico, dispuesto a salvar a todos de sí mismos y darles una nueva oportunidad. Allí conoce a Jimmi, una ex adicta al crack de la que se enamora perdidamente de una forma como sólo un borracho se puede enamorar, con verdadera adicción.
Mooch es un gran libro, una revisión de ese realismo sucio (o literatura del perdedor) que tanto hemos leído. Pero es algo más, es un poco de esperanza para todos. Porque si Bruno Dante puede cargar todo eso sobre sus hombros y sobrevivir, quizá nosotros también podamos. En resumen, Mooch, de Dan Fante es un libro de quién John Fante y Charles Bukowski se hubieran sentido orgullosos.

martes, noviembre 08, 2011

La senda trazada, Pedro de Paz

XX Premio de Novela Luis Berenguer. Algaida, Sevilla, 2011. 358 pp. 20 €

Pedro M. Domene

La novela o el relato de intriga, caracterizada por la intensidad o el suspense, está de moda, y si además se ejecuta con una trepidante trama capaz de envolver al lector, se adereza con tintes de esoterismo y oscurantismo o se remata con ciertos aires de utópica fantasía para cubrir nuestra tediosa vida cosmopolita, la meta habrá sido alcanzada por su autor. Solo entonces tendremos asegurado: mucha intriga, enigmas sin resolver, destinos inciertos y, sobre todo, la fuerza de un auténtico personaje que, a medida que avanza el relato, se autodestruye en mitad de un mundo que se derrumba a su alrededor por momentos. Pero, como en este caso, se trata de un antihéroe que callejea, sobrepasa las normas de la ética profesional, persigue a sus presas, hurga en el subsuelo, lleva una vida disipada y, en ocasiones para olvidar, se emborracha. Mucho de esto, y algo más, contiene la nueva novela de Pedro de Paz (Madrid, 1969), notario atento a la actualidad desde sus comienzos literarios, que combina en sus temas dos de sus grandes pasiones, el mundo de la informática en sus más variadas acepciones, y una visión crítica, tan ácida como aguda, de una cotidianidad urbana en la que sobrevive y que, de su mano, se convierte en material de buena ficción, como ya ocurriera en dos de sus anteriores entregas, Muñecas tras el cristal (2004), cuando un informático rastrea la red en busca de una mujer que conoció años atrás y vive en la actualidad inmersa en el mundo de la pornografía, y El documento Saldaña (2009), relato de un buscavidas que se sumerge en el pasado para vivir auténticas aventuras que incluyen asesinatos, mafias y extraños códigos, ambas novelas con una asombrosa capacidad para arrastrar al lector a una lectura continuada, habilidad que ahora redondea con La senda trazada (2011), una historia frenética, contada con esa eficacia que se traduce en una vertiginosa sucesión de imágenes casi cinematográficas. Sobre todo cuando su protagonista, Alfonso Heredia, se sumerge, sin apenas darse cuenta, en el laberíntico mundo de lo oculto, de lo enigmático tras comprar un misterioso volumen, casi de bibliófilo, en una no menos extraña librería de viejo por la ridícula cantidad de diez euros, último recurso sacado de su bolsillo, y sin saber que tal vez las páginas manuscritas de aquel libro modificarían el futuro del resto de su vida.
La novela de Pedro de Paz es algo más que una trepidante historia porque al hilo de su desbordada intensidad por desenredar el misterio que atormenta al fotógrafo free-lance cuya vida personal y profesional ha dado un giro de 360 grados, se enfrenta en su incertidumbre a una investigación de sorprendente final. La senda trazada es una novela de perdedores, de ambiciosos, con una atmósfera opresiva, y en ocasiones de desamor porque al protagonista su chica lo ha abandonado, no consigue vender ninguna foto decente, debe varios meses del alquiler, subsiste económicamente acosta de usureros que reclaman sus préstamos, incluso su mejor amigo lo ha traicionado. Su situación es tan desesperada que alimenta su espíritu con un sentimiento de derrota continuo hasta que el misterioso libro, un enigma por resolver, le ofrece las innumerables posibilidades personales y profesionales que antes no tenía. La suya entonces será una constante búsqueda de los mensajes crípticos que encierra el volumen, en realidad, una sucesión de sentencias, que corresponden al fatídico futuro de conocidos personajes de actualidad, pero que Alfonso no logra descifrar, sin embargo ocurren, y derivan en una catastrófica realidad que a todas luces parece escrita. Hechos que, además, arrastran al protagonista a justificar la naturaleza humana en algunas de sus más mediocres actuaciones, incluida una ruinosa actitud, la suya propia, ante semejante pesadilla de la que no consigue despertar.

lunes, noviembre 07, 2011

Luz de noviembre, por la tarde, Eduardo Laporte

Demipage, Madrid, 2011. 183 pp. 15 €

Elvira Navarro

Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) publicó en 2008 Postales del náufrago digital (ed. Prames), libro que reunía algunos de los post que el autor sacaba en su ya exblog El náufrago digital, y que mostraban unas buenas dotes para componer postales en su mayor parte urbanas. No en vano, Laporte se presentaba como flâneur, y su escritura era, en el tono y en el ritmo, coherente con la actitud y las vueltas del que pasea, un poco perdido (náufrago), por la ciudad y por la vida con una voluntad nada sentenciosa de esclarecer y esclarecerse. Exhibían también las postales un afán de compartir, lo que se traducía en una voz empática y en un afán de entretener en el buen sentido, que no es el del mero pasar el rato, sino el de pararse y examinar las cosas desde la curiosidad y el juego.
Luz de noviembre, por la tarde, libro que publica Demipage, supone el estreno de Eduardo Laporte como escritor que escribe para el papel. Aunque sea su segunda obra, en sendos prólogos se nos dice que los textos comienzan a escribirse en 2005, lo que tal vez explique ciertos paralelismos. Así, si las postales lo son de un náufrago, a lo que arribamos con Luz de noviembre, por la tarde es a un naufragio en toda regla, pues el libro cuenta la muerte de los padres del autor (ambos enfermaron de cáncer) en un intervalo de pocos meses. Más centrado en el padre que en la madre, no es éste un libro de ajustar cuentas, ni tampoco de hacer balance de lo acontecido, sino de acudir a ese momento a partir del cual todo se desintegra para, tal vez, encontrar algún tipo de sentido en dicha recreación. La narración se estructura en torno a ese acontecimiento sin atisbo de fiesta que es la enfermedad mortal, al que se vuelve sin cesar, y donde lo más poderoso es un sentimiento de pasmo, de extrañeza, de incomprensión no porque el narrador rechace lo ocurrido, sino porque sus leyes resultan ininteligibles.
Que en literatura el tema también importa se nota siempre en libros como éste, donde la sola descripción del padre enflaquecido y sin fuerzas para mantenerse en pie capta la atención del lector. Sin embargo, aunque el tema y sus motivos subyuguen, Laporte no se olvida de practicar una escritura que se quiere consciente de su manufactura, lo que se traduce en un gusto por el casticismo que hace pensar en influencias ibéricas (Miguel Sánchez-Ostiz es reivindicado como maestro y padrino). El libro comienza con vacilación, y es ahí donde la palabra se pretende más literaria y el escritor quiere demostrarnos que lo es. Luego, olvidado de sí mismo y centrado en lo que, al menos a mí como lectora, me interesa (a saber: la indagación en la catástrofe familiar), el narrador se hace fuerte y nos gana, y asistimos sobrecogidos al cataclismo. Aunque de timbre íntimo, sobre todo hacia el final, y con una cadencia que recuerda al declive de esa lenta luz de noviembre vespertina a la que se apela en el título, el libro tiene en todo momento en cuenta al lector, lo que significa que no se ensimisma (no menciono esto como elemento valorativo, sino descriptivo). Se pasa sobre las escenas con ligereza, sabiendo que alguien puede cansarse de observar una misma estancia, lo que tal vez se explica porque, aunque apoyada en la memoria, Luz de noviembre, por la tarde no acaba de abandonar un código que parece bascular entre la crónica, el artículo periodístico de autor o esos diarios en los que se reproducen, modifican e incluso se imaginan conversaciones con interlocutores “reales” (es decir, reales en lo que pueda tener de real fabular con alguien de carne y hueso).
Luz de noviembre, por la tarde es, a mi juicio, un buen debut, o un buen segundo libro (no sé si Laporte considerará esta obra como su estreno), que toca con honestidad y saber hacer el que seguramente sea el tema más universal, y que logra producir una emoción contenida.

viernes, noviembre 04, 2011

Donde viven los libros, Jesús Marchamalo

Siruela-Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Madrid, 2011. 222 pp. 18,95 €

Care Santos

Los lectores estamos condenados a ser bibliotecarios de nuestros propios libros, a tomar decisiones enojosas (cómo ordenar, qué descartar, qué tener cerca y qué lejos) o a sufrir el mal del espacio (por culpa de la biblioteca, que lo va invadiendo todo, como una planta trepadora, hasta que termina por ahogarte). Algunos lectores, además, cometen el pecado de la bibliofilia. Los hay desenfrenados. Otros, más prudentes, casi tímidos. Hay bibliotecas heredadas y bibliotecas perseguidas, bibliotecas que crecen junto a otras que se aligeran y también hay bibliotecas perdidas —aunque éstas fueron objeto de un libro anterior: Las bibliotecas perdidas, Renacimiento, 2008— y lo mejor es que todas ellas, así como todos sus tenedores están, a su vez, en  lo último de Jesús Marchamalo.
De dice Luis Mateo Díez —en el prólogo de Tocar los libros (Fórcola, 2010)— que su apariencia sosegada y bondadosa esconde una obsesión. Y dice también que jamás le ha visto sin uno o varios libros encima, ni falto de entusiasmo hacia ellos. El poeta Antonio Gamoneda le llamó  "inspector de bibliotecas". No andaba errado. El germen —periodístico— de este nuevo libro existió primero en una serie de reportajes que Marchamalo publicó en el diario ABC. En ellos se propuso hurgar en las bibliotecas de un puñado de conocidos escritores para, con esa excusa, terminar revelando algunos de los secretos de sus propietarios. Ya lo dijo Marguerite Yourcenar: el mejor modo de conocer a alguien es ver sus libros.
Así que Marchamalo se dedicó durante unos cuantos meses a ver los libros de Fernando Savater, Arturo Pérez-Reverte, Enrique Vila-Matas, Luis Alberto de Cuenca, Luis Landero, Mario Vargas Llosa, Javier Marías, Carmen Posadas o Luis Mateo Díez, entre otros. De todos ellos ha dado buena cuenta en los distintos textos que componen este volumen, que repasa, sobre todo, el modo de amar los libros de cada uno de sus protagonistas. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, se compra una primera edición jugosa con cada anticipo que recibe por alguna de sus novelas. Historia de Mayta le dejó una primera edición de Madame Bovary (1857) y El Paraíso en la otra esquina, una de Los Miserables de Victor Hugo. Su biblioteca de 25.000 libros está repartida en tres casas de tres ciudades y dos continentes: Lima, Londres y Madrid.
Pero para bibliófilo irredento Luis Alberto de Cuenca, quien ha acabado por huir del piso que habita —ya en soledad— su extensísima biblioteca. Luis Alberto, junto con Andrés Trapiello, acaso sean los mayores perseguidores de libros de todos los autores entrevistados y, por tanto, también los tenedores de bibliotecas más apetecibles. Todo lo contratio le ocurre a Juan Manuel de Prada quien sólo parece perseguir libros por necesidad y que confiesa, sin ningún embarazo su aprensión hacia el papel viejo de los libros antiguos. 
En cuestiones de orden no hay criterio que valga: cada uno sigue su capricho. Por orden alfabético, por editoriales, por tamaños, por querencia o incluso por orden de nacimiento de los autores, como Javier Marías, cuya biblioteca, al parecer, presenta un aspecto pulcro, admirable. También hay muchos limbos librescos: hay desvanes embarazados de cajas de libros que ya no gustan, estanterías junto a la entrada donde las visitas pueden llevarse lo que gusten o incluso sótanos que recuerdan al purgatorio, y de los que casi ningún ejemplar consigue volver a salir. También hay mucho desorden, mucho caos, grandes pilas de libros que aún no encuentran su sitio y personas felices en compañía de todo ello.
Es un libro magnífico, cargado de anécdotas, de pequeñas excentricidades y de amor a la letra impresa,  que se lee con la amenidad de anteriores trabajos del autor y que destila pasión, lo mismo que aquéllos. Pasión, hay que decirlo, en el sentido etimológico, pariente de la enfermedad. Y en ese sentido cabe advertir que la lectura de este Donde viven los libros puede producir efectos secundarios: desde ganas de ordenar la biblioteca o de desordenarla a la compra compulsiva de cualquier tipo de libros, incluidos los de anticuario más caros o —aún peor— ganas de entrar a hurtadillas en casa de algunos escritores, en busca del tesoro libresco. Un deseo que los bibliófilos seguro que comprenderán.


Jesús Marchamalo: «Las bibliotecas ordenadas son la excepción"
 
Cuando le pregunto a Jesús Marchamalo si encontró reticencias en alguno de los veinte autores cuyas bibliotecas inspeccionó para su Donde se guardan los libros, es tajante: «No más de la que estás encontrando tú». Recuerdo que cuando, un par de días antes, hablé con él para fijar la hora de la entrevista, dijo, risueño: «Tengo dos bibliotecas, pero prometo no ordenar ninguna de las dos».
Comenzamos por la de su casa. En el salón, todo tiene un aire libresco, incluso lo que en apariencia no guarda relación con los libros. Los cuadros de las paredes son originales de viejas cubiertas —incluso de novelas rosa— y hay retratos de escritores acechando en todas partes. Kafka y Pessoa, omnipresentes. También hay varias colecciones: de cajitas de hojalata, de sombreros, de gorras militares, de soldaditos de plomo. Le pregunto cómo pueden vivir cuatro personas (sus dos hijos tienen 17 y 9 años), tantos libros y todos esos objetos en una casa de poco más de cien metros cuadrados y Jesús Marchamalo afirma, con aplastante naturalidad:  «Siendo tranquilos con las convivencias».


Para leer la entrevista completa haz click AQUÍ.

jueves, noviembre 03, 2011

El tigre. Una historia real de venganza y supervivencia, John Vaillant

Trad. Jordi Beltrán Ferrer. Debate, Barcelona, 2011. 400 pp. 22,90 €

Julián Díez

A falta de grandes historias en los medios de comunicación, el noble arte del reporterismo clásico se refugia en lo que antes era su destino secundario y final, el libro. La aportación de Vaillant, experto en temas medioambientales, evoca de inmediato desde su punto de partida a referentes que creo que agradan a casi cualquier lector, mezclando precisamente narración y testimonio: desde las descripciones desgarradas de la profunda Rusia de un Kapuscinski hasta las obras clásicas de la literatura estadounidense que enfrentan al hombre con bestias incognoscibles —Melville, London—, pasando por las aventuras polares cercanas al horror de Poe o Verne, y unos retratos de personajes entroncados con el entorno que remiten inevitablemente a Arseniev, por razones geográficas, pero también a viajeros clásicos como Chatwin.
Vaillant se las apaña para sacar todo eso de una anécdota de modesta envergadura; un par de muertes a manos de un tigre en el Primorje siberiano, la esquina situada exactamente en el final de Eurasia, sobre Corea del Norte y China. El suceso, que se produjo varios años antes de que Vaillant se ponga a investigarlo, es pronto reducido a excusa para los propósitos del autor. En primer lugar, y de manera destacada, dar cuenta de la compleja relación del hombre con los predadores felinos, devenidos en figuras arquetípicas bien presentes en el inconsciente colectivo humano desde tiempos prehistóricos. Los tigres siberianos que protagonizan la historia son caracterizados de forma brillante como una máquina de matar casi definitiva por su tamaño y agilidad. Además, Vaillant usa la estrategia clásica del género de terror de apenas mostrarlos de manera concreta, mientras no deja de referirse a ellos; cabe esperar que si llega a producirse una anunciada adaptación cinematográfica del libro —Darren Aranofsky tras la cámara, Brad Pitt ante ella—, se tenga la sensibilidad para reproducir ese mecanismo y esas sensaciones.
Por otra parte, esta es una historia sobre un rincón del mundo muy concreto, y sobre las muy especiales circunstancias en que la sociedad se ha adaptado a él. El relato tiene más que presente un entorno compuesto por una naturaleza aún totalmente fuera del control humano, temperaturas extremas más allá de lo imaginable, ciudades semiabandonadas tras la perestroika, alcoholismo y miseria. Un lugar en el que, simplemente, lo normal sería que no hubiera occidentales, y los pocos que quedan a estas alturas tras la colonización del lugar, a costa de la siempre floreciente megalomanía rusa, subsisten en su mayoría aislados, dedicados a cazar con munición hecha en casa para sobrevivir y buscando la asistencia de los nativos más adaptados, más resistentes, a los que en el siglo pasado se quiso exterminar.
Por supuesto, esos personajes —maravillosa la idea de incluir el retrato de muchos de ellos en unas ilustraciones a color: sus rostros son como cartografías de la supervivencia— son el eje fundamental. Tanto los perdedores terminales -porque realmente es difícil imaginar una situación peor- como los héroes anónimos que intentan mantener el tipo en esta situación extrema son retratados por Vaillant con pinceladas impresionistas en las que no puede evitar una ternura implícita. El denominador común a todos ellos es su aceptación de algo que para cuantos me lean es apenas una sensación remota: la de que su destino no está en sus propias manos o las de otros hombres —sean familiares, jefes, gobernantes o especuladores financieros—, sino en las de una naturaleza impredecible e insensible. Como los personajes más perturbadores del terror moderno, el entorno siberiano no odia al hombre, sino que es por completo indiferente a sus necesidades o inquietudes. El tigre protagonista, que enloquece para escapar a la supuesta lógica en el comportamiento de su especie, no es sino la plasmación definitiva de esa realidad.
En una acción elemental, pero hoy extraordinaria, Vaillant recoge el reto de Kapuscinski, va hasta allí donde se produjeron los hechos y los cuenta. Pese a su conocimiento previo de otros lugares e historias no menos complicados, la impresión es que para Vaillant ese fue uno de los viajes que cambian por dentro, y consigue transmitir no poco de esa experiencia en este libro más que recomendable.