viernes, septiembre 30, 2011

En línea. Trece historias a la manera antigua, Ingo Schulze

Trad. Carles Andreu. Destino, Barcelona, 2011. 368 pp. 20 €

José Morella

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman viene hablando hace tiempo de lo líquido. El poder líquido ya no se ejerce en la esfera de lo político. Es sólo económico y está en manos de unos centenares de tipos y contadísimas mujeres que pueden decidir sobre las vidas de miles de personas echando una simple firma. Todo cambia en minutos, nada solidifica. Tienes que estar preparado para perderlo todo en cualquier momento. El amor según Bauman también es líquido: hoy en día nos cuesta mucho decantarnos por la seguridad de una pareja estable (sólida) y olvidar la libertad de encamarnos con quien nos apetezca. Mucha gente añora la experiencia de lo afectivamente seguro pero, en cuanto se acerca a ello, le brota la angustia opuesta. En muchos de estos cuentos Ingo Schulze hace presente este falso dilema que vivimos como si fuera auténtico. Hombres —todos los narradores son hombres, y tengo mucha curiosidad por saber qué les parece este libro a las mujeres— que tratan infructuosamente de mantener su identidad sin quiebres. Hombres que no saben aceptar, que no saben rendirse a las experiencias que tienen. Los cuentos están llenos de parejas europeas de clase media. La "liquidez" de la vida trasluce en la cotidianidad de esas personas, cuyas experiencias consisten en ver cómo se les desmoronan todas las experiencias. Cualquier cosa que Schulze nos señale (porque no habla de nada concreto, más bien señala) tiene que ver con la realidad desmoronándose: el turismo, el empleo, la lealtad de la pareja, la amistad, el miedo a los vecinos y a los extranjeros, e incluso la literatura. Todo parece poder irse al garete con una gran riada. Lo bueno es que uno no saca necesariamente de los cuentos una visión pesimista. Hay algo nuevo, una posibilidad que reconocemos. Algo que está pasando y de lo que todavía el arte sólo empieza a dar cuenta. Hay esperanza. No sé localizarla en los cuentos, como tampoco sabría localizar la desesperanza, pero la leo en ellos. Son, por cierto, una gozada de lectura. Frescos como la vida. Como el siguiente gesto que ves al levantar la mirada del libro, o el rostro de la persona que entra justo ahora en tu vagón de metro, o la discusión que estalla cuando nadie se lo espera. Leer a Schulze da la sensación algo siniestra pero fabulosa de que no hay trampa ni cartón, y para eso hay que ser un maestro de todas las trampas. Schulze te las pone todas, tú caes en todas, y luego las quita y el edificio sigue en pie, como Ferran Adrià cuando hace un ravioli sin pasta de raviolis. Es imposible hablar de todos los cuentos aquí, pero no puedo resistirme con alguno, como el cuento de las tres mujeres. El narrador lleva años locamente enamorado de una de ellas. Con otra se casó y llevan juntos un negocio próspero. Y la tercera es una que hace una fiesta en la que coinciden todos y con la que el narrador se lía en el baño a pesar de que no le cae muy bien. Schulze sabe que dentro de la mente tenemos varias voces contradictorias, todas apremiándonos a cosas distintas. La mujer con la que se casó resulta de la voz que nos pide seguridad. La mujer a la que ama encarna la voz que nos exige ternura. La tercera mujer no es ninguna voz: es lo real, lo que te pasa por sorpresa mientras estás oyendo voces en tu mente como un gilipollas. Estamos perdidísimos. También se ve esta desorientación cuando algún personaje hace turismo, o eso que hace Schulze cuando le invitan a congresos de escritores para que se engañe creyendo que no es un turista. Cuando viajamos por placer queremos que nos hagan sentir mimados pero sin que nos demos cuenta de que se están ganando la vida con ello. Que me hagan sentir libre y seguro al mismo tiempo, pero sin que me dé cuenta de que lo están escenificando a cambio de mi dinero. Qué puñeteros somos. La hospitalidad no se reserva online ni se paga con visa. Schulze muestra cosas que a menudo quedan ocultas o que, mejor dicho, preferimos no ver en nosotros. Otro ejemplo de actitud falsaria sería la del machismo camuflado, como el del tipo en paro que se enfada con su mujer porque ella no se fija en lo bien que él hace las tareas domésticas. El enfado del hombre no es más que la prueba de que limpiar para él es rebajarse, y para no sentirse humillado necesita que la mujer se lo valore sin falta.
Creo que el mejor cuento es el del oso en Estonia, pero aquí habría debate porque hay tres o cuatro más que son fabulosos. Un crítico serio diría que ese cuento trata de la economía postcomunista, y es verdad, pero con Schulze tengo la impresión de que hay algo un poco ridículo en preguntarse por la temática de la obra. Suena a bachillerato casposo y antiguo. Todo es tan fresco en sus cuentos, tan vivo, que cerrar el sentido hablando de los temas me parece un manoseo que la obra no merece. Pero a lo que estamos, el cuento del oso: Aarne quiere venderles una casa de campo en Estonia a unos finlandeses que creen que allí podran cazar osos. Pero ya no hay osos en la zona, así que le compra un oso medio famélico a un circo que se ha ido a la quiebra y lo deja rondando cerca de la casa para engatusar a los finlandeses. Salto mortal sin red: dos elementos ya casi del pasado como los osos en esa zona de Estonia y el decadente circo tradicional que maltrata animales, son usados como recurso para que fructifique un negocio real en el presente. Es una especie de econeoliberalismo, que podría definirse como un aprovecharlo todo, no tirar nada, reutilizar hasta los últimos restos de la mentira vendida como bienestarismo europeo (un oso moribundo, unos finlandeses atontados por el exceso de dinero con el que no saben qué hacer, la caza como entretenimiento fatuo y superficial, el desequilibrio natural de la fauna y la flora), todo para sobrevivir un tiempo más. La vida que nos recicla.

jueves, septiembre 29, 2011

La habitación muda, Herbjorg Wassmo

Trad. Cristina Gómez Baggethun. Nórdica, Madrid, 2011. 388 pp. 21,95 €

Marta Sanz

El asesino ultraderechista Breivick mata a más de setenta personas en Noruega y a todos nos sorprende la barbarie en un país donde los periódicos pueden hacer del gato extraviado de la señora Kristoferssen una noticia. A los lectores del primer mundo nos repugna el acto criminal, pero también “nos sorprende” y ese estupor ante lo imprevisto es el que tal vez pueda corregir la lectura de La habitación muda de Herbjorg Wassmo. Porque a veces no tenemos derecho a contemplar la barbarie con la boca abierta. A no entender. A sorprendernos. La habitación muda es la segunda parte de la trilogía Tora, cuyo primer volumen, La casa del mirador ciego, fue publicado por la editorial Nórdica el año pasado. En La habitación muda el oxígeno —fibra de algodón— vuelve irrespirables los espacios abiertos y el interior de las casas. Cada inspiración clava una esquirla en los bronquios y convierte a los lectores en asmáticos: en personas que leen ahogándose. El paisaje de una isla de pescadores al norte de Noruega revela algo que sabemos pero que a menudo necesitamos olvidar: la naturaleza es inclemente en sus actos de devastación y en las limitaciones que nos impone para alimentarnos y resguardarnos de la intemperie. Además, se pare con dolor, existe el cáncer y todos morimos. Si el paisaje y la carne que caduca se alían con la brutalidad de una Historia que siempre se ceba en el débil, entendemos la dimensión de la vulnerabilidad de Tora, una niña, que sufre los abusos de su padrastro así como otra violencia que excede el miedo a la violación: el estigma de ser la hija de una madre soltera y un soldado alemán después de la II Guerra Mundial, el estigma de ser mujer, pobre, y de vivir en un entorno donde la incomunicación rige los vínculos familiares y los lazos que se establecen con una comunidad que, sólo en los casos de grandes catástrofes, sabe sacar el saquito con lo mejor de sí mismo que cada quien guarda dentro del pecho.
El trauma y la lucidez de Tora tienen la fría coherencia de la locura y de los copos de nieve. Son perfectos, irresolubles y claustrofóbicos. El miedo anida en habitaciones vacías que pueden llenarse de peligros en cuanto gire el pomo de la puerta y un hombre, borracho y brutal, cargado de sus propias razones para ser infeliz, se abalance sobre una criatura que no sabe ponerle nombre a lo que sucede y vive su tortura como una culpa. Vergüenza. Imposibilidad de crecer. Odio. Los sentimientos negativos que marcaban la prosa lacerante de La casa del mirador ciegotambién conmocionan al lector —se convierten en vivencia— en La habitación muda porque Herbjorg Wassmo imprime a sus palabras la esperanza de la luz que hay dentro de la sombra —la felicidad se oculta tras una cáscara de nuez— y la amenaza de sombra que se esconde dentro de los días esplendorosos —bajo el almohadón de plumas anida el parásito, el vampiro—. Hace del lirismo una experiencia narrativa verosímil donde sobrevivir es una acción inmanente a la condición de los seres humanos, al boqueo de los bacalaos fuera del mar y a las raíces que se estiran para alcanzar el agua con la punta de un filamento minúsculo. Fuerza y delicadeza, derrumbamiento y ascensión, instinto y voluntad, racionalidad e impulso, protección y desamparo, generosidad y cicatería, limpieza y suciedad, son algunos de los binomios que construyen el imaginario, el lenguaje y la atmosfera de las novelas protagonizadas por una Tora que va creciendo a medida que se encorva un poco.
Leemos entre el deslumbramiento y la inquietud, la punzada en la tripa, el malestar, una prosa que desvela lo mejor y lo peor de nosotros mismos. En esta entrega parece que existe un camino para que Tora comience a asumir su trauma desde la posibilidad de escaparse y la fuerza positiva que a veces nace del odio. Algunos capítulos son radiantes. Por eso, la sombra que se esconde dentro de esa luz es más terrible y desarma a un lector, que mordiéndose el pelo,nervioso, lee. Las páginas de Wassmo son aquí más corales; vemos a la madre, a la tía Rakel, la hermosa boca del tío Simon, a los amigos y amigas del instituto y, sobre todo, vemos a Sol, la amiga del Hormiguero, la primogénita de Elisif, madre orante, que permite que su hija cargue con el peso de la casa y de los niños pequeños, Sol que convierte su sexualidad en algo práctico y gozoso, liberador… El entorno de Tora adquiere un protagonismo que nos permite entender su psicología, su desarrollo, el poder de su cabellera roja, la mueca que a veces se le dibuja en los labios. La sexualidad de estas mujeres es a la vez liberación y culpa, el placer y el pico de una repulsión que se hace extensiva al sentimiento de una maternidad estrictamente física, carne dentro de la carne, enfermedad, agresión, imposibilidad de crecer, silencio, tripa apretada, dolor del parto. Un ala en el vientre y un pajarito azul.
La voz narrativa este libro es posiblemente femenina, se empasta con la sensibilidad de la autora y a menudo se apoya en la ingenuidad y la extraña inteligencia de los personajes. Como en el siguiente párrafo: «La belleza prohibida la tienes allá donde te atrevas a cogerla entre manos cálidas y delicadas. La gente da vueltas buscando símbolos; mientras tanto se le seca la sangre y se le hiela piel.» La escritura de Wassmo no es pretenciosa y habla de ese impulso vital que nos salta a los ojos envueltoen una tela blancuzca y casi líquida, como un ternero de entre la pulpa de la vaca. Brutalidad y calidez. Los libros de Wassmo no juegan a un tremendismo espectacular. Aunque sean tremendos también son sutiles, sensibles. No apuntalan el escepticismo porque, entre el horror, el urgente luchar por la alegría. Los libros de Wassmo nos permiten comprender que ni siquiera Noruega es un reducto utópico, que la Historia deja señales en todas las historias, que no debemos olvidar lo que fuimos para prevenir lo que podemos llegar a ser. Que los libros pueden servir para darnos dulces lecciones, vislumbrar lo obsceno, refrescarnos la memoria, enseñarnos quiénes somos, quién es Tora y cuáles sus estigmas,cómo la violencia embrutece, dónde ha puesto sus huevos la víbora. Que los monstruos no llegan sólo del espacio exterior ni de las tierras de las mil y una noches, que a veces los domésticos monstruos son los que siembran el peligro más inminente.

miércoles, septiembre 28, 2011

Honrarás a tu padre, Gay Talese

Trad: Patricia Torres Londoño. Alfaguara, Madrid, 2011. 640 págs. 21,50 €

Ángeles Prieto

El pasado año, los lectores españoles fuimos asombrosa y gratamente sorprendidos con el primer desembarco de unos de los indiscutibles padres del nuevo periodismo norteamericano: Gay Talese. Autor que, con una evidente clase, patente en su forma de vestir y dirigirse al público mezclando sencillez en el trato con elegancia innata, abogaba por el acercamiento íntimo a los indiscutibles personajes públicos de Retratos y encuentros, de manera perspicaz y cálida. Nada que ver con el periodismo sensacionalista hacia el star o political system al que ahora estamos desgraciadamente acostumbrados.
Además de esta enseñanza ética y magistral de un periodismo artesano y sabio, donde triunfaba la dignidad en el trato, conseguíamos también en ese libro indiscutibles lecciones literarias de cómo abordar y cómo retratar a un personaje. Magisterio que después aprovecharía en el libro que hoy presentamos: Honrarás a tu padre, un extenso y documentado estudio sobre la neoyorquina familia Bonanno, una de las más representativas de la historia mafiosa de los Estados Unidos, junto a los Luciano, Capone, Genovese, Gambino, Costello y Lucchese.
Un libro de larga gestación, iniciado en 1965 con motivo del espectacular secuestro y detención de Joseph y Bill Bonanno, respectivamente, y terminado en 1971, fecha de su publicación. Volumen indiscutiblemente motivado por la necesidad de una comunidad italoamericana, trabajadora y cumplidora de la ley, de poner coto a la machacona imagen gangsteril que los poderes públicos y los medios de comunicación, proporcionaban constantemente sobre ella en los años sesenta y setenta.
Iniciado con un secuestro cuya resolución acapara toda nuestra atención lectora, la historia se va desarrollando bajo el interesante prisma rector de las tres películas que componen la saga del Padrino, la historia de la familia Corleone: La lucha por la subsistencia de los emigrantes sicilianos, el ascenso social, económico y amoral de un padre rector, el choque generacional con aquellos hijos que reciben una educación superior, y como resultado, la pérdida de ese estatus, no sin un coste emocional devastador, en la disyuntiva de cumplir con el cuarto mandamiento y continuar con los turbios negocios familiares, o bien, apostar por la integración social. Por ello, aunque la editorial publicite el libro como inspirador de la más reciente, y exitosa serie de los Soprano, pronto se encontrará el lector con una historia real y centrada en las relaciones padre-hijo, mucho más cercana a la que se establece entre Vito y Michael Corleone.
Talese es muy exhaustivo en su trabajo, y por ello nos retransmite con todo detalle el proceso jurídico que provoca la decadencia final, amén de relatarnos los últimos grandes enfrentamientos entre las grandes familias mafiosas de Nueva York. Nos retrata con magisterio el barrio de Brooklyn y su posterior evolución, así como también viajará a Sicilia y allí procurará rastrear los orígenes de la Mafia, retrayéndose nada menos que a las Vísperas Sicilianas de 1282, cuando la población de Palermo masacró a los franceses, conquistadores de la isla, por la versión tradicional de que un soldado borracho había violado a una joven recién casada. Cuyo padre, al grito de “Ma fia, ma fia” (mia figlia, mi hija), daría paso así al origen de la palabra. En cualquier caso, esta terminará convirtiéndose en una institución arraigada y compleja en una isla constantemente invadida, cuyos habitantes no pudieron gozar de instituciones de gobierno propias hasta fechas muy recientes. Y de ahí, esta necesidad de contemporizar con los poderes públicos extranjeros, mediante el empleo de métodos no ortodoxos y de doble moral que veremos más tarde en los Estados Unidos a inicios del siglo XX.
Así, con una traducción bastante correcta, donde sin embargo se deslizan americanismos que chocan al lector europeo (riesgoso por arriesgado; abalaceado por disparado), llegaremos sin duda a disfrutar de la lupa singular de Gay Talese sobre este tema, deseoso de descubrir sus orígenes y a sí mismo, pero enfocando sin miedo y con inteligencia los claroscuros de su propia colectividad, en la lucha por la subsistencia y en la obligación final de integrarse en la siempre apasionante sociedad norteamericana.

martes, septiembre 27, 2011

En azúcar de sandía, Richard Brautigan

Trad. Damià Alou. Blackie Books, Barcelona, 2011. 168 pp. 19 €

Miguel Baquero

En azúcar de sandía fue la tercera novela publicada de Richard Brautigan (Tacoma, 1935-Bolinas, California, 1984), después del sorpresivo y arrollador éxito de su segunda novela en ver la luz, La pesca de la trucha en América. Por aquella época, el éxito de su libro truchero (que, como cabe imaginar, poco tiene que ver con lo que es un manual de pesca en sí) había hecho que el nombre de Brautigan se incluyera entre los mejores y más celebrados autores de la corriente beat. Y si bien es cierto que Brautigan, sobre todo por su pensamiento distinto, ajeno a los convencionalismos y transgresor de las reglas (aparte de por su vestimenta estrafalaria, por decir un adjetivo rápido, y por su modo de vida digamos “alternativo”) tenía muchas cosas en común con los más afamados autores de la contracultura, también es verdad que su peculiar imaginación y sus característico modo de narrar hacen de él un escritor único y, sin duda, muy recomendable. Al menos este que reseña, y me consta que un buen montón de lectores, tienen que agradecerle a la joven editorial Blackie Books el hecho de que entre los primeros títulos que lance al mercado se incluyan las tres primeras novelas de Brautigan (este En azúcar de sandía, el ya citado La pesca de la trucha en América, y el título con el que inició su carrera novelística: Un general confederado de Big Sur), dándonos así la oportunidad de conocer a un escritor auténtico, original y sorprendente
En azúcar de sandía esta ambientado en lo que se supone es una comuna hippy, una de aquellas formas experimentales de sociedad que estaban comenzando a surgir por aquellos tiempos en California al hilo del flower power. Digo “se supone” porque la tal comuna (de nombre yoMUERTE… sí, yoMUERTE, en efecto) adquiere en algunos momentos un aspecto mítico, se constituye en algo así como una metáfora del mundo y del hombre encima del planeta. Alrededor de este espacio que lo ocupa todo, y cuyos edificios, cuyos objetos, hasta cuyas sombras están elaborados con azúcar de sandía, existe otro espacio más extenso, un espacio seguramente infinito llamado la Olvidería donde se acumulan los objetos que no tienen cabida en la apacible yoMUERTE. El mismo pasado parece pertenecer a esa región olvidadiza, porque los habitantes de la comuna apenas si guardan memoria de “unos tigres” contra los que tuvieron que luchar para conseguir construir su modo de vida. Sumidos, pues, en esta hermosa región donde reina la hermandad y, conforme a los usos de la época y el lugar, se practica algo parecido al amor libre, En azúcar de sandía trata de cómo, indefectiblemente, se va cerniendo la destrucción sobre ese mundo, primero en forma de descubrimiento de la sangre y de la muerte, por último en forma de estallido de los viejos celos y la aún más vieja tragedia amorosa. Como una hermosa pompa de jabón que reventara de pronto después de haber flotado durante unos segundos.
¿Es algo así como un vaticinio, una premonición de lo que pronto vendría? Porque Brautigan, después de haber estado instalado durante unos años en la cima contracultural, y haber llevado una vida excesiva con las ganancias de sus libros, poco a poco fue decayendo en el gusto del público, inmerso en otras nuevas formas de vida, acabó convertido en sombra de una época pasada y, como última y cruel metáfora, terminó pegándose un tiro en la más completa soledad y su cuerpo no fue encontrado hasta aproximadamente un mes después de su muerte.
Pero todo esto, y la inminencia del fin en sus páginas, no quita para que En azúcar de sandía sea una novela libérrima, un ejercicio de imaginación desatada, un lugar donde existen estatuas en forma de patata, o berenjena, que nadie sabe quién cinceló, donde las truchas sacan la cabeza del agua para observar la vida de los hombres, donde durante un cierto periodo todos los sonidos, incluidos los de la naturaleza, cesan, o donde las muertes se celebran con un baile de toda la comunidad… Al fondo de todas las páginas de esta novela, y de las demás de Brautigan, late una imaginación infantil, una imaginación sin trabas, que no sabe de imposibles ni de límites, que logra jugar con cualquier aspecto de la realidad. Una absoluta y gozosa libertad que, sin duda, hubo de verse afectada y coartada cuando aquel hombre que caminaba por la vida junto a las orillas de los ríos, con un extraño sombrero hongo en la cabeza y una maquina de escribir portátil en ristre, hubo de convertirse en un asentado triunfador referente de la contracultura.
Pero siempre nos quedarán páginas como las de esta novela, páginas de fantasía desproporcionada, deslumbrante, surrealista y, sobre todo, sin ataduras.

lunes, septiembre 26, 2011

Eitana, la esclava judía, Javier Arias Artacho

MR Ediciones, Barcelona, 2011. 380 pp. 20,50 €

Pedro M. Domene

Los años de la transición propiciaron la proliferación de la novela histórica, tanto de episodios de reciente actualidad en aquel momento, como lejanos. Consideraban entonces las editoriales que ofrecían una mezcla equilibrada de ficción y documentación, es decir, que la invención y la realidad iban parejas en la reconstrucción de un tiempo que el autor no ha vivido y, por consiguiente, debe conocer muy bien. El sentimiento popular de formar parte, de alguna manera, de la historia proviene del XIX, en favor de una burguesía ávida y sedienta de conocimiento. Durante la década de los ochenta del pasado siglo XX, la tendencia literaria instaba a una recuperación de la narratividad, y presumía acerca de la abolición de límites entre los géneros literarios. Desde entonces, el panorama con respecto a la novela y sus (seudo)géneros ha cambiado y bastante. La conexión entre ficción e historia ofreció entonces la posibilidad de salvar un género que pretendía recobrar energías. En aquel momento, se hablaba y se catalogó como subgénero histórico, aunque en la historia literaria reciente han quedado los, indiscutibles, éxitos de Eco y Yourcenar, en un intento de cuestionar las versiones oficiales, lejos de una catalogación de la historiografía oficial, y en un intento para recuperar buena parte de aquello que durante el franquismo español, concretamente, se había silenciado. No es el caso de otros países, donde el género ha crecido en direcciones bastante más amplias. Quizá por este simple motivo, muchos de los autores que entonces empezaban con obras en este mismo marco, En busca del unicornio (1987), Eslava Galán o El mal amor (1987), Fernán Gómez, después han conseguido un cierto prestigio, aunque ni entonces ni ahora deberíamos calificar el género con el simple concepto de «novela histórica» para así englobar un solo y único producto. Reconocidos autores de la época, se vieron motivados por la Historia para contar aspectos sobre la naturaleza humana, casos de las novelas, Urraca (1982), y La vieja sirena (1990), o para proyectar el pasado sobre el presente y defender la libertad, en un auténtico ejercicio de estilo, caso de Extramuros (1979), incluso narradores tratando sus textos como auténticas fuentes de sabiduría, desde la fabulación misma y la fantasía, Las joyas de la serpiente (1984), y muchas otras que hacían convivir, en un mismo contexto, a personajes históricos, heterogéneos y diacrónicos, o dudar de la existencia de muchos otros, en este sentido sirvan de ejemplo las novelas, Fragmentos de Apocalipsis (1977) o La isla de los jacintos cortados (1980), ambas de Torrente Ballester.
En la actualidad proliferan las novelas históricas y en el mercado editorial se establece un auténtico ranking entre los nombres que más venden y proliferan en nuestras librerías, desde Valerio Massimo Manfredi, Robert Graves, Colleen McCullough o José Luis del Corral, pero esta lista podría ampliarse con los nombres de Jesús Sánchez Adalid, Amin Maalouf, Noah Gordon o Ken Follet. A todos ellos se une Javier Arias Artacho (Barcelona, 1972), que forma ya parte de ese nutrido grupo de escritores que dotan a sus textos con esos diferentes registros con que se caracteriza a la buena literatura de tema histórico. Una primera incursión en el género fue, La sombra de Masada (2009) y ahora vuelve con Eitana, la esclava judía (2011), la historia de una joven esclava, arrancada desde su niñez en su Palestina natal hacia el cautiverio, una novela ambientada durante el Imperio de Claudio, año 54. Con un marcado acento clásico, casi épico, la historia de Eitana, cuya vida se caracteriza con la fuerza y el valor suficientes para sobrevivir, narra cómo el paso del tiempo va conformando su espíritu indómito que lleva al personaje desde Betsaida, la tierra del apóstol Pedro, la envuelve en un incierto destino, y acaba vendida como esclava en la Roma de Nerón, un infortunio del que solo se recuperará años después, mientras sigue realizando una búsqueda permanente de la libertad a lo largo de los años vividos como esclava, humillada y ultrajada.
La historia que nos cuenta Javier Arias funciona con requisitos tan acertados y amplios que cualquier lector verá en esta novela, además de un marco histórico documentado y creíble, la Roma del primer siglo, o el incendio que devastó gran parte de la ciudad, una acción graduada y calculada que avanza a medida que nos adentramos en su lectura, y aun se añade un intencionado sentimiento de espiritualidad paralelo a la pasión experimentada por la joven vendida en Roma, su existencia en la domus del juez, y su permanente lucha por sobrevivir en una esclavitud que marcará su destino en el futuro, hasta que consiga huir y vuelva a convertirse en una mujer libre finalmente, cuando los recuerdos y buena parte de su vida anterior ya hayan empezado a cicatrizar. Tres grandes bloques dividen la historia, «Tiempo de sufrir (De iunius del 54 a aprilis del 58)», cuando el lector conoce las circunstancias y el entorno de los personajes de Eitana, convertida en esclava, que la acompañarán en sus primeros años de cautiverio: Efren, Dolcina, Doma, el médico Didico y, sobre todo, el juez Claudio Ulpio, «Tiempo de crecer (De aprilis del 58 a iulius del 64)», su paso a la libertad, el encuentro con el librero Servius y su esposa Verina, su maternidad, su labor como amanuense, y la justificación de muchos de los episodios vividos por la joven judía en la metrópoli romana, hasta su vuelta a la incertidumbre, y «Tiempo de aceptar (De iulius del 64 a februarius del 65)» que, de alguna manera, cierra el ciclo vital de la joven cuando años atrás debería haber viajado hasta la villa romana de Marcius Julius, en Capua, y el destino le jugó una mala pasada, para cumplir la voluntad del tribuno. Una vez instalada, junto a Paulina, la viuda de su benefactor, Eitana recupera parte de su dignidad, aunque decide regresar a su tierra y una vez en Cesarea se desengaña cuando observa las diferencias experimentadas, tras tantos años de ausencia, la pérdida de su familia, sus vecinos y amigos que apenas la recuerdan, hasta que, en un nuevo guiño del destino, consigue la tan ansiada libertad, una palabra que se repite una y otra vez a lo largo del texto, y se convierte en tema esencial de la novela de Arias Artacho, quien le otorga el mismo valor al nombre de su protagonista, fuerza y valor, para que así la historia de Eitana adquiera, finalmente, un sentido completo.

viernes, septiembre 23, 2011

La voz y la furia, Stieg Larsson

Trad. Martin Lexell y Juan José Ortega Román. Destino, Barcelona, 2011. 288 pp. 18 €

Salvador Gutiérrez Solís

¿Cuánto hay de la vida de un autor en su obra? ¿Cuánto hay de vida, propia o ajena, en una obra artística? Preguntas frecuentes y recurrentes, con una amplia gama de respuestas. Y me temo que habría un buen número de respuestas correctas. No creo que exista un autor absolutamente impermeable, siempre dejamos abierto un poro por el que se nos cuela la realidad. Y si existiera ese autor, impermeable, que lo dudo, ¿tendría la capacidad de explicar una emoción o un sentimiento sin tener en cuenta la percepción que él mismo tiene de esa emoción o sentimiento? Un simple ejemplo: describimos la muerte sin haber muerto, pero la descripción la realizamos por medio de una percepción exclusivamente personal, de la aproximación que nosotros mismos tenemos de la muerte. Muerte, odio, celos, amor, envidia, dolor, alegría…
Tras haber leído, en los últimos años, la ya célebre y épica trilogía Millennium, y, recientemente, el libro de artículos y reportajes, La voz y la furia, ambas obras del fallecido Stieg Larsson, no me cabe duda de que nos encontramos ante un autor permeable, muy permeable. El Larsson novelista utilizó el material acumulado por el Larsson periodista. La voz y la furia nos muestra las fuentes en las que bebió Larsson para construir su trilogía. En los textos del periodista nos topamos con sus personajes: mujeres víctimas de esa lacra que es la violencia de género, maltratados por los seguidores de la ultraderecha, oscura conspiraciones comerciales que esconden despiadados argumentos ideológicos, multitud de expresiones racistas, etc. Incluso encontramos al mismísimo Mikael Blomkvist, que gracias, más que nunca, a este libro aparece con fuerza bajo la piel del propio Larsson.
También descubrimos en La voz y la furia el talento, el vigor, la denuncia, la energía, que Stieg Larsson exhibe en su trilogía. Una narrativa poderosa y vibrante, tanto la del novelista como la del periodista. Un autor comprometido con las injusticias de su tiempo, empeñado en ser un amplificador de las denuncias, en alertarnos de lo que nos puede suceder si permitimos que ciertas manifestaciones políticas pasen a formar parte de lo cotidiano. La masacre de Utoya, en Noruega, es, desgraciadamente, un perfecto ejemplo para entender los “avisos” del Larsson periodista. Y así, en uno de sus primeros artículos, podemos leer: por desgracia, Suecia también reúne las condiciones para que se produzca un atentado de similares características (en referencia al atentado de Oklahoma City en 1995, en el que un fanático de ultraderecha asesinó a casi 170 personas).
Además de una selección de artículos y reportajes periodísticos, aparecidos en la revista que dirigía, Expo (que bien podría haber bautizado como Millennium), en La voz y la furia aparece el Larsson viajero, curioso e inquieto, así como el que se pasaba largas horas respondiendo a los emails que llegaban a la redacción de su publicación. Se trata, sin duda, de un libro muy revelador, en el sentido de que nos adelanta situaciones y amenazas que el escritor sueco ya contemplaba en el pasado, además de ofrecernos una información muy detallada del germen que inspiró al novelista. La certificación de que vida y obra, en el caso de Stieg Larsson, llegaron a ser los miembros de un mismo cuerpo.

jueves, septiembre 22, 2011

Las vidas de Dubin, Bernard Malamud

Trad. Pepa Linares. Sajalín editores. Barcelona, 2011. 579 pp. 29 €

Coradino Vega

Del mismo modo en que coincidieron durante la segunda mitad del siglo XIX una serie de escritores rusos que exploraron como nadie los recovecos de la interioridad humana, vista en perspectiva, la narrativa judeoamericana de la segunda mitad del XX no les fue a la zaga en ello. Un ejemplo: «Miró a Natasha, que cantaba, y en su alma aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la vez (…) Las lágrimas obedecían sobre todo a la contradicción violenta que, de pronto, había reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existía en él, y la materia, reducida, corporal, que era él e incluso ella. Esta contradicción le entristecía y le alegraba mientras ella cantaba» (Guerra y paz) / «Dubin regresó a casa en estado de excitación y con un cierto sentimiento de nostalgia. Se sentía aliviado y al mismo tiempo oprimido por una descarga de energía» (cita del libro que aquí comentamos). Fundada podríamos decir por Llámalo sueño, la temprana novela de Henry Roth; apuntalada por la obra estadounidense de Isaac Bashevis Singer, que fue el único de ellos que siguió escribiendo en yiddish; elevada al máximo nivel de propulsión vital por Saul Bellow y empoderada por Philip Roth, esta centelleante narrativa se caracterizó por la enérgica transmutación de la vida en literatura, mostrándonos el lado más dramático de aquélla tras el velo de la ironía y el humor, y revelándonos la inexplicable, desconcertante y paradójica naturaleza de la psique y sus inconsecuentes comportamientos externos.
Malamud perteneció a la generación de Bellow y fue considerado por Philip Roth su maestro. A su muerte, el autor de Pastoral americana escribió una narcisista y marmórea elegía en la que comparó su apariencia física con la de un agente de seguros al tiempo que lo describió como un escritor que prefería «presentarse como alguien cuyas necesidades personales no son asunto de los demás». Por eso, y para quienes estén acostumbrados al moralismo claustrofóbico de sus perfectos, chejovianos y desconsolados relatos protagonizados por tenderos inmigrantes afincados en Brooklyn o el Lower East Side de Nueva York, sorprende Las vidas de Dubin en tanto que liberador despliegue exhibicionista. A pesar de que su estilo permanece casi siempre en una tesitura moderada que lo diferencia de la exuberancia de Bellow o la contundencia de Roth, parece ser que, con este libro, Malamud se desinhibió pasando revista a su «conciencia tortuosamente exacerbada por el patetismo de una necesidad imposible de satisfacer», escribiendo su novela más desvergonzada. Los paralelismos con la obra de Saul Bellow y Philip Roth son inevitables. Poblada de autocrítica mezclada con ego, burla desatada de las inconsistencias del yo, tratamiento del adulterio emparentable también con la narrativa de Updike, epifanías a lo Cheever en las que la naturaleza y el paso del tiempo se convierten en el espejo de los altibajos emocionales del en apariencia recatado padre de familia, vivificante enamoramiento de senectud, fenomenología del matrimonio, la relación con los hijos y la depresión, Las vidas de Dubin es un prometeico ejercicio que tritura la experiencia mediante la ficción ofreciendo una verdad muchísimo más rica en matices que la imponderable verdad real o comoquiera que pueda llamársele. El biógrafo William Dubin escribe vidas ajenas para explicarse o quizás huir de su propia vida. Así como hay momentos en que no puede entender algunos episodios de la vida de D.H. Lawrence, libro en el que trabaja a lo largo de la novela después de publicar sendas biografías de Mark Twain y H.D. Thoreau, a Dubin le resulta imposible comprender la neurótica languidez de su esposa, las razones de su matrimonio, la incontrolable pasión que siente por una joven treinta años menor que él, la melancólica inestabilidad de su hija o el odio de su hijastro, que ha desertado del ejército antes de ser enviado a Vietnam y escapado primero a Suecia y después a la Unión Soviética.
Siempre hay algo obsceno en este tipo de novelas, y no precisamente en lo referente a la infidelidad o al erotismo. David Foster Wallace, con su perspicacia habitual y para deleite de la crítica feminista, habló del falocentrismo de escritores como Philip Roth o John Updike. No le faltaba parte de razón. Sin embargo, quizás habría que preguntarse quién es el que sale peor parado en estos casos. Está claro que Malamud aspiró por medio de William Dubin a superar los férreos límites del yo unidos al determinismo de las circunstancias y, como a Morris Bober (el protagonista de su también magnífica novela El dependiente), lo oímos implorar: «¡Una vida mejor!». Porque ése es el grito que atraviesa Las vidas de Dubin, un desopilante regalo para el lector que, según el testimonio de la hija de su autor, la psicoterapeuta Janna Malamud Smith, supuso en cambio una verdadera desgracia para la familia de aquel escritor con pinta de agente de seguros que, además de haber vivido discretamente hasta su publicación casi como uno de los anónimos trabajadores de sus cuentos (felizmente reunidos asimismo ahora por El Aleph en una suerte de restitución de su postergada grandeza), sin mostrarse demasiado, rehuyendo toda polémica minimizando sus exposiciones públicas y que concebía la vida como una tragedia llena de gozo, era también su padre.

miércoles, septiembre 21, 2011

Sobre la felicidad a ultranza, Ugo Cornia

Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica, Cáceres, 2011. 174 pp. 16,5 €

Marta Sanz

Ugo Cornia es uno de esos raros escritores que sí saben conducir —y eso es casi una excentricidad o quién sabe si un peligro— y, al mismo tiempo, es uno de esos escritores que conoce y asimila, sin caer en el culturalismo, una tradición literaria reconocible por su falsa ligereza y sencillez, por su mezcla de comicidad y sentimiento trágico de la vida, por su obsesión por los lazos familiares, la muerte y el vicio —o el arte— de fumar. Mientras en la cama, muy sonriente —a veces tan sonriente que la sonrisa se me hace un tic incómodo—, estoy leyendo a Cornia se me vienen a la cabeza dos autores: el Giusseppe Berto de El mal oscuro y el Svevo de La conciencia de Zeno. El zumbido de la asociación, en este caso, es una cuestión de similitud en el tono que, en el ámbito de la buena literatura, remite a una visión del mundo común; una visión del mundo que no sé si me atreveré a describir porque parece complicado renunciar a esa sonrisa de la cama, a ese dejarse llevar cariñoso e ingenuo —venenoso—, para ponerse con los rigores de la interpretación de una prosa que se bebe como el agua, pero que, al día siguiente, cuando se ha pasado por la túrmix del corazón y del hígado, resulta que no es agua sino orujo, alcohol para limpiar la pompita del glúteo antes de las inyecciones, pura lejía… Quizá la diferencia entre Ugo Cornia y sus antecesores tiene que ver con que el escritor de Módena es un poco más amable. Supongo que eso forma parte de las peculiaridades de nuestra contemporaneidad, la ideología hegemónica, el campo literario y todas esas zarandajas que no dejan de tener su interés.
Cuando leemos Sobre la felicidad a ultranza podemos caer en la tentación de acercarnos al texto en clave autobiográfica e incluso en clave generacional. Y es ése un acercamiento válido porque da la impresión de que el autor no interpone barreras entre él mismo y su voz narrativa. Yo no conozco a Ugo Cornia, pero el texto transmite una sinceridad que, a menudo erróneamente, suele exigírsele a una novela que asume las coordenadas de la narración autobiográfica. Da igual si es verdad o mentira que el padre de Cornia fumaba o si su madre estaba pasada de peso o si una muchacha, cuyo rostro era “un verdadero milagro”, le mordió la lengua mientras los dos se besaban al abrigo de unos soportales. Lo importante es que, como lectores, creemos. Incluso en esos pasajes dondese detecta un exceso de ingenuidad, de espontaneidad impostada, por parte de la voz de un hombre que ya supera los cuarenta años. O quizá es que este libro, en apariencia poco aparatoso conceptualmente, también habla de la crónica dificultad de crecer o de la dificultad de crecer y el apego a los padres de una generación que es la mía, o de esa misma dificultad en el contexto de la cultura mediterránea frente a otras culturas partidarias de empujar a los pollos muy pronto del nido para que se estampen contra el suelo, o quizá el tema se relaciona con el privilegio que supone esa dificultad de crecer cuando la pretensión del ser humano se identifica con su deseo de ser feliz. La elección de ese tono que hace que al lector se le vaya el oído durante varios días es verosímil: Cornia escribe este texto —yo no lo llamaría “novela” y eso no tendría la menor importancia— abducido por el adolescente o el joven que fue, por el hombre en proceso de crecimiento irreversible hacia la muerte. Porque este libro recoge pensamientos —y “recoger pensamientos” no es exactamente lo mismo que reflexionar— sobre cuatro cosas: muerte, sexo, felicidad y familia. Todo ello visto con una mirada laica, incluso atea, donde se toleran los fantasmas, los pentimentos psicológicos, la superstición y las manías, los gritos desgarradores, pero jamás la culpa, ni esa retorcida incomunicación que define las relaciones familiares sobre las que indagan a menudo traumatizados artistas nórdicos. Pienso en las películas de Bergman y de Lars von Trier. Pienso en aquella joya del Dogma, dirigida por Thomas Vinterberg, que se titula Festen. Sobre la felicidad a ultranza se coloca en las antípodas de ese clima opresivo y represivo. Cornia dibuja la luz mientras sus personajeshablan por los codos —vivos o muertos— e, incluso cuando no hablan, se entienden perfectamente y se tienen completamente calados. Cornia experimenta con un modo de concebir el arte simétrico a un modo de concebir la vida, retratada en su plenitud, hasta en sus experiencias más dolorosas: esas que de tan trágicas se hacen cómicas o entrañables con el paso de un tiempo que todo lo cura y lo sana como el culito de rana.
El libro de Cornia recoge pensamientos que parecen flores en lugar de cavilación y que, sin embargo, son profundos, casi atávicos, y consuelan aquien lee sin despeñarse por el abismo dela religiosidad —ni siquiera del panteísmo—, de la ñoñería cursio del confort psicológico propiciado los libros de autoayuda, como si el subconsciente o la “vida interior” fueran la república independiente de tu casa —y una porra—. Sobre la felicidad a ultranza invita al disfrute. A la salud que huye del riguroso y desbocado examen de conciencia y de los malos recuerdos enquistados. Aun así, Cornia no nos permite olvidar que ciertos destinos son inexorables y, recreando lasdesapariciones de sus seres más queridos —sus padres, su tía—, expresa la indeleble presencia del amor, el placer de su despertar sexual, el miedo, las ganas que tiene de olvidarse de su propia caducidad para comerse la vida a bocados con más gusto. No hay tragedia y, no obstante, la tragedia siempre está ahí. No sé si me explico.

martes, septiembre 20, 2011

Diario de un investigador de ovnis, David Halperin

Trad. Manuel Mata. Minotauro, Barcelona, 2010. 319 pp. 18 €

César Mallorquí

Quizá la ciencia ficción sea el género peor definido. Y no por falta de intentos, ni mucho menos; hay decenas de definiciones, pero o son demasiado amplias, o son demasiado restrictivas. La dificultad de acotar el género queda de manifiesto con una irónica frase del escritor Norman Spinrad: "ciencia ficción es todo aquello que los editores publican bajo el sello de ciencia ficción".
El problema para trazarle fronteras radica en que la ciencia ficción no es una temática, sino muchas y muy diferentes. Más que un género, parece un cajón de sastre. Pero es un género, aunque de naturaleza un tanto difusa, así que ahí va mi propia definición: la ciencia ficción es una rama de la literatura fantástica que se aleja de lo sobrenatural y se rige por principios racionales o pseudorracionales. ¿Demasiado amplia? Sí, pero es que en cuanto intentas precisar más, ya no defines: mutilas. En cualquier caso, hay temáticas que son claramente ciencia ficción. Si, por ejemplo, el relato transcurre en el futuro y hay naves espaciales, no cabe duda de a qué género pertenece. Y si la historia se desarrolla en presente (o el pasado) y hay platillos volantes y extraterrestres, está claro que es ciencia ficción. ¿O no...?
En Diario de un investigador de ovnis hay ovnis y alienígenas, parece ciencia ficción, pero también puede ser realismo puro y duro. O las dos cosas a la vez, lo que hace que el texto sea más interesante. La novela, ambientada en la Filadelfia de los 60, cuenta la historia de Danny Shapiro, un adolescente judío con una madre gravemente enferma y un padre amargado y distante. Danny se siente inseguro e inadaptado; le aterrorizan las chicas, no comprende a los adultos, no sabe cuál es su lugar en el mundo y, al tiempo, comprueba, desolado, cómo su niñez se desvanece. Huyendo de una realidad que no le gusta, Danny se refugia en su pasión secreta: los ovnis. De hecho, escribe un diario donde imagina una existencia paralela en la que es miembro de una sociedad secreta de investigadores sobre ovnis, se enfrenta a los hombres de negro, es abducido por un platillo volante, visita un mundo parecido al infierno, consigue a la chica de sus sueños y, de algún modo, tiene con ella una hija medio extraterrestre que salvará al mundo.
Parte de la novela es la auténtica historia de Danny, y la otra parte es la transcripción de ese diario inventado. Pero ambas líneas narrativas se entremezclan, se solapan, se funden, así que nunca sabemos de forma explicita qué es real y qué no lo es. Dicen que la realidad es lo que inventa la gente que tiene poca imaginación, y Danny se niega a aceptar esa realidad gris que le asfixia, refugiándose en sus ensoñaciones alienígenas; pero ni siquiera allí puede huir de sí mismo, pues ese mundo inventado refleja en clave mitológica —mitología UFO, pero mitología al fin y al cabo— todas sus inseguridades, su sexualidad frustrada, su deseo de huída, su dificultad para relacionarse con los demás, su infinita tristeza...
Diario de un investigador de ovnis habla sobre la pérdida de la inocencia, sobre el dolor de crecer, sobre las mentiras que nos contamos para intentar no sufrir, sobre el sexo, la muerte y la culpa. Muchas novelas han tratado antes sobre lo mismo, es cierto, pero sin duda ésta es una de las más originales. Y emotivas, pues resulta difícil leer el final del texto sin sentir una profunda melancolía y cierto grado de humedad en los ojos.
Cabe reseñar, por último, que ésta es una de las escasísimas buenas novelas que ha editado Minotauro desde que fue comprada por Planeta, lo que nos retrotrae, sin el menor margen de esperanza, a los buenos tiempos en que esa emblemática editorial estaba dirigida por su creador, Francisco Porrúa.
En definitiva, Diario de un investigador de ovnis, ¿es o no es ciencia ficción? Pues si hacemos caso a Spinrad, y teniendo en cuenta que el editor la ha publicado en una colección dedicada al género, sí, es ciencia ficción. Pero en el fondo, ¿qué importa?

lunes, septiembre 19, 2011

Mala ciencia, Ben Goldacre

Trad. Albino Santos Mosquera. Paidós, Madrid, 2011. 399 pp. 21,50 €.

Juan Pablo Heras

Ben Goldacre es un médico psiquiatra británico que escribe desde 2003 una columna semanal en el diario The Guardian. El libro que hoy presentamos no es, por suerte, una acumulación descontextualizada de dichos artículos, sino una serie de argumentaciones perfectamente hiladas a propósito de los temas favoritos de Goldacre: la difusión exacerbada y casi imparable de afirmaciones improbables, confusas o sencillamente falsas acerca de la salud, la medicina y los productos farmacéuticos, y de cómo una enorme parafernalia de mensajes pseudocientíficos se articulan para avasallar al ciudadano, ya sea por mala fe o por pura estupidez, con el fin de justificar impresentables intereses económicos.
Goldacre desmonta minuciosamente una sucesión de bulos de gran difusión comercial y mediática que se sustentan en la ignorancia generalizada de los principios básicos de la ciencia y en la manera chapucera en la que ésta se presenta en los medios. Por las páginas del libro desfilan absurdos productos cosméticos, disparatados consejos nutricionistas de gran éxito popular, la gran estafa a la que se reduce básicamente la homeopatía y asuntos más serios y complejos como la prohibición de los retrovirales contra el SIDA en Sudáfrica o el miedo infundado a la vacuna triple vírica. Goldacre no duda en dar nombres y apellidos y en desmontar, por ejemplo, la imagen virtuosa e impecable que se han construido alrededor de sí célebres nutricionistas británicos sin formación académica alguna.
El interés general de este libro como material de denuncia es, sin duda, mayúsculo. Ahora bien, resulta interesantísimo cómo Goldacre se anticipa a dibujar el lector implícito que presumiblemente se acercará a su libro y se aventura más allá de lo que este esperaría en primera instancia. Simplificando groseramente, Mala ciencia tendría dos tipos de lectores: por un lado, el lector escéptico que siempre ha desconfiado de “curanderos, charlatanes y otros farsantes”, y que presumiblemente busca confirmar sus opiniones previas y gozar de cierto orgullo de superioridad al sentirse por encima de la gran masa de incautos que cae en la trampa de la pseudociencia. En el otro lado, un usuario o simpatizante de la homeopatía y las terapias alternativas con la mente lo suficientemente abierta como para asomarse a la postura opuesta, y que posiblemente se encastille en sus prejuicios alegando conspiraciones financiadas por la industria farmacéutica. Pues bien, Goldacre tiene reservada una genial vuelta de tuerca para todos: para los primeros, un interesantísimo capítulo titulado “Por qué hay personas inteligentes que dan crédito a cosas estúpidas” en el que enumera una serie de errores cognitivos a los que nadie es ajeno, y que cometeremos todos invariablemente a la hora de juzgar la realidad si no nos tomamos la molestia de distanciarnos de nuestra propia intuición y fundamentar todo lo que creemos en evidencias comprobadas. Para los segundos, Goldacre tiene la delicadeza de no tratar de convencer a nadie (puesto que “no se puede disuadir a nadie mediante razones de una postura que, en su momento, tampoco adoptó siguiendo razonamiento alguno”), sino de poner en la misma mesa las pruebas que trabajosamente han aportado los científicos serios frente a las borrosas afirmaciones de los “charlatanes” que ahogan con su vocerío el escaso espacio que dedican a la ciencia los medios de comunicación. En el caso de la homeopatía, por ejemplo, resulta conmovedor ver cómo los pseudomédicos que la practican se esfuerzan en justificar sus onerosos tratamientos con argumentos aparentemente científicos que no aguantan el más mínimo análisis, en lugar de reconocer su innegable talento para conseguir de sus pacientes un grado de confianza tal que permita al efecto placebo —y esto sí está comprobado— mitigar buena parte de los síntomas de su enfermedad. Por cierto, que al asombroso “efecto placebo” le dedica Goldacre un curiosísimo capítulo, en el que acaba lamentando que la medicina alternativa invente misterios y milagros donde sólo hay un poco de ciencia difícil e inevitablemente limitada, y sin embargo no se preocupe de explorar el campo abierto de la influencia de la mente sobre el cuerpo. En cuanto a las maldades de la industria farmacéutica (en realidad la misma que vende complementos vitamínicos inútiles y esos caramelos de menta en los que consisten las píldoras homeopáticas), también son reconocidas y desveladas con detalle por Goldacre desde su experiencia como médico. Como se ve, no deja títere con cabeza.
Lo único que cabe reprochar a este libro —y en realidad de eso no es culpable ni su autor ni la editorial— es el excesivo localismo de buena parte de los fenómenos de “mala ciencia” que describe. Por un momento, el lector avisado tiene la tentación de pensar que aquí, en España, no hay espacio para la inmensa cantidad de farsantes que pueblan los medios de comunicación británicos. Pero, en realidad, lo que nos falta es otros Goldacre que nos ayuden a desenmascararlos. Sé que existen blogs que trabajan en esta línea (como, por ejemplo, malaprensa, magonia o el blog del búho) pero ninguno con la influencia que ya ha adquirido Goldacre en Reino Unido. Una influencia que, desgraciadamente, sigue siendo el puñetazo que da una hormiga sobre la mesa en la que comen los elefantes.

viernes, septiembre 16, 2011

Perros en la playa , Jordi Doce

Ilust. Javier Pagola. La Oficina, Madrid, 2011. 224 pp. 14 €

José Luis Gómez Toré

Como ya ocurría en el espléndido Hormigas blancas, libro del mismo autor que tiene mucho que ver con el que ahora me ocupa, el riesgo de textos como éste es que pasen desapercibidos por su carácter misceláneo y, sobre todo, por situarse fuera de los grandes géneros canónicos (por más que los libros de notas y aforismos tengan antecedentes de tanto fuste como Elias Canetti o Antonio Porchia, por citar dos aproximaciones muy distintas a una forma similar de escritura). Quizá tampoco ayude del todo a valorar en su justa medida esta obra el hecho de que buena parte de los textos, incluso el mismo título, procedan del blog del poeta (una de la bitácoras, dicho sea de paso, más interesantes de las muchas páginas literarias que, en nuestra lengua, podemos encontrar en Internet). Con todo, si desterramos prejuicios heredados y leemos Perros en la playa sin anteojeras, este vínculo con un blog aporta un elemento de no poco interés. Libros como éste, a pesar de volcarse en un formato tradicional en papel (por cierto, en una edición muy cuidada, enriquecida por las ilustraciones de Pagola), otorgan dignidad literaria al blog, lo que no es un mérito menor del libro. Tan absurdo es considerar que la literatura, para ser contemporánea, debe reflejar de manera acrítica los lenguajes de Internet como denostar todo lo que no proceda de los formatos y canales tradicionales.
Con todo, Perros en la playa, ya desde su título, despista al lector y juega a presentarse como un libro menor. Como el mismo autor indica, «así han sido, así entiendo ahora estos comentarios: sin rumbo preconcebido, arbitrarios y espontáneos como las carreras de los perros en la arena, moviéndose nerviosamente de un lado para otro, incapaces de buscar otra cosa que su propio cumplimiento, la felicidad íntima de un correr que es también juego, búsqueda de compañía, diálogo con los otros perros que comparten la playa. Esa libertad, sobre todo». Pareciera que este texto, que aúna aforismos, notas y poemas, fuera solo una especie de cuaderno, en el que, con cierta arbitrariedad, se anotaran pensamientos y experiencias, sin mayor trascendencia que las que poseen las huellas que unos perros dejan al jugar en la playa. Pero bien pudiera ser, como sucedía en un poema de Elisabeth Bishop, que esas huellas traicionaran la presencia de un animal menos cotidiano y de mayor envergadura. Los breves textos, que como chispazos de inteligencia o de lirismo, parecen no dejar sino un leve rasguño en la memoria, van calando hondo en el lector, que acaba acompasándose al ritmo peculiar de esta escritura. Pese al frecuente desencanto que se refleja en estas páginas, en el fondo nos hallamos con la práctica continuada de la palabra como placer apenas confesado, o al menos como apuesta vital y personal de quien escribe. No en vano el autor invoca la libertad como un valor central en su propuesta. Precisamente la forma elegida, así como la fragmentariedad del discurso, permiten el libre juego del lenguaje, como si este, desde su aparente modestia, acabara impregnándolo todo. Así, la escritura acaba siendo más que un instrumento, una forma de estar en el mundo. Esta palabra que tiñe toda vivencia de su particular impronta, como una lluvia fina, apenas perceptible, que termina por calar hasta los huesos, me recuerda otro libro, recientemente publicado, Bajo la piel, los días de Eduardo Moga, un texto que comparte con el de Doce su voluntad de desmarcarse de la obediencia a las marcas de separación entre los géneros. Aunque nos encontramos con libros muy diferentes por su planteamiento y por su forma, ambos textos coinciden en su afán por desdibujar los límites entre escritura y vida, asumiendo toda la fragmentariedad y espontaneidad de la existencia.
En Perros en la playa, no falta la mirada crítica, que puede ser ácida, incluso amarga, pero también la ternura, apenas disimulada, de un yo que juega a cada rato a esconderse y que no desdeña la ironía, a menudo lanzada contra sí mismo. El acto de escribir se presenta paradójicamente como forma de reconocerse, de hacerse presente, pero a la vez como ejercicio de desposesión, de quien se arroja a borrar la propia identidad en la mirada múltiple y heterogénea de los potenciales lectores. En estas líneas sentimos toda la capacidad del lenguaje para mostrar y ocultar a un tiempo. Al lenguaje están dedicados, de hecho, no pocos de los textos (“Todas las palabras que nunca pronunció se asoman a ver pasar su cadáver”, nos dice el autor en uno de sus aforismos, o nos deja con este breve apunte, en apariencia incompleto: “Cuando escribir consiste en no sacarle todo el partido a las palabras”).
Constituye un acierto, a mi modo de ver, la inclusión de poemas junto con otras formas de escritura. Esta decisión, lejos de marcar el contraste entre los textos en verso y los textos en prosa, permite apreciar la alta temperatura lírica del conjunto, a menudo oculta tras la espontaneidad de lo escrito. Y de manera retrospectiva, nos hace apreciar como entregas anteriores del autor, como el citado Hormigas blancas o el diario La vibración del hielo, que no incluyen poemas propiamente dichos, participan de una misma mirada poética. Una mirada poética, que es una visión estética pero también moral del correr de los días, de esos recuerdos que se borran como las huellas de los perros en la playa, pero que se salvan, al menos provisoriamente, en páginas como éstas. Páginas tan lúcidas y hermosas, como las que nos ofrece, sin caer en la sensiblería ni renunciar al aguijón cuando es preciso, el excelente prosista que es también el poeta Jordi Doce.

jueves, septiembre 15, 2011

1Q84, Haruki Murakami

Tusquets Editores, Barcelona, 2011. 737 pp. 26 €

Salvador Gutiérrez Solís

Me ha llevado mucho tiempo escribir estas líneas. Tiempo y esfuerzo. Y me ha supuesto un enorme ejercicio de aceptación/reconciliación, de luchar contra mis prejuicios, contra mis gustos, contra mis inquietudes. Creo que me estoy poniendo excesivamente serio y dramático. 1Q84, la última novela de Haruki Murakami, cuenta con todos los ingredientes, con todos los elementos, para que se convirtiera en el mejor exponente del tipo de novela que aborrezco. Es más, me habría encantado despellejar esta novela, reducirla a jirones, descubrir todas sus trampas y engaños, advertir al lector de la posible estafa: no se la compre. Sin embargo, y vuelvo a luchar contra ¿yo mismo?, me ha entusiasmado.
Nunca he sido un devoto seguidor de Murakami, que en anteriores entregas me ha llegado a interesar y aburrir en idéntica proporción e intensidad. Bien es cierto que siempre le he reconocido un especial talento para contar historias, que considero un talento superior al de la “narratividad”, pero nunca había conseguido atraparme. Contemplaba un buen escaparate, perfectamente diseñado, que exhibía un producto que no me interesaba. Lo que había llegado a mis oídos de 1Q84 propiciaba que afilara los colmillos, preparado para morder en la yugular del autor japonés.
Y con esa sensación, de aburrirme y hasta de espantarme, comencé la lectura de la última novela de Murakami. Dicen que la predisposición y la intención, en muchos casos, ya son más que suficientes. En mi caso, no sirvieron de nada. Porque a las pocas páginas, como abducido o magnetizado por el extraño ser de Super 8, ya estaba completamente entregado a la historia de Murakami.
También me ha llevado un tiempo encontrar una explicación coherente y convincente a este radical cambio de opinión, que se ponen muchas cosas en duda con estos vaivenes. En primer lugar, que ya sabía, Murakami es un contador de historias excepcional, sabe contar “cosas que pasan” y, sobre todo, sabe “contar” y describir personas. En 1Q84 “pasan muchas cosas” (y algunas de ellas realmente extrañas). En segundo lugar, porque “cuenta grandes cosas” partiendo de la simplicidad más absoluta, a partir de detalles que parecen insignificantes pero que, unidos los unos a los otros, se convierten en un inmenso universo conforme se avanza en la lectura de la novela. Y tercero, más difícil de explicar, Murakami despliega en esta obra una literatura adictiva, embriagadora, que te engancha desde el primer momento. Es muy complicado renunciar a su lectura.
Los personajes de 1Q84, especialmente Tengo y Aomame, también proyectan esa apariencia simplista, incluso plana, con la que Murakami envuelve a su narrativa. Su descubrimiento, su conocimiento, es otra de las grandes claves de esta novela, como si se trataran de cebollas, capa a capa los vamos construyendo, desnudando, de la mano del autor. La crisálida del aire cabe entenderse como un ejercicio metaliterario conmemorativo, al mismo tiempo que puede considerarse como el hilo conductor de la narración, la causa y el efecto.
Aunque resulte sorprendente, las 737 páginas que Murakami nos entrega no suponen un freno a la hora de acometer su lectura. La sensación de precipicio, incluso de vacío, cuando nos acercamos al final es inevitable. Sensación en parte aliviada cuando tomamos conciencia de que volveremos a introducirnos en este alucinante universo.

miércoles, septiembre 14, 2011

El ocupante, Sarah Waters

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2011. 536 pp. 23,50 €

Ariadna G. García

Sarah Waters es, sin duda, uno de los grandes genios de la literatura británica de los últimos tiempos. Aclamada por la prensa internacional desde su primer libro (El lustre de la perla, 1998), ha ido creando una obra crítica y testimonial tanto de la sociedad victoriana, como de la Inglaterra que vivió y padeció las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Sus personajes ven la realidad desde la frustración civil y la afectiva, desde la ambigüedad y el caos de un mundo siempre en movimiento. Ni siquiera ellos mismos son lo que parecen, se van transformando hasta encontrarse o perderse. Quizás por eso, porque Waters susurra sus historias (hermosas, desgarradas) a nuestros deseos más ocultos, a la máscara que llevamos para vivir en comunidad, sus novelas arrasan en las listas de ventas. Sus argumentos sólidos, sus tramas bien urdidas, las sórdidas y complejas redes sentimentales que atrapan y, en ocasiones. asfixian a sus personajes, han cautivado, además, a los productores de la BBC, que han llevado a la pequeña pantalla casi todos sus libros. Afinidad (1999) fue adaptada al cine en 2008.
El ocupante, como su predecesora (Ronda nocturna, 2006), está ambientada en la Inglaterra de 1947, es decir, en el año que marca el fin del imperialismo británico, con la independencia de la India. Estamos en la época del declive nobiliario, del auge del laborismo y de la clase obrera. En cierto sentido, la obra recuerda a Los restos del día (Kazuo Ishiguro, 1989). En ambas, un narrador en primera persona nos describe el deterioro de una mansión victoriana, y en contraste, gracias a la memoria individual y colectiva, relata su antiguo el esplendor en los Felices Años 20. Darlington Hall y Hundreds Hall comparten, pues, un mismo significado: son símbolos imperiales y de decadencia.
Hasta aquí, el libro de Waters podría pasar por una novela histórica. Pero El ocupante es mucho más que eso.
La obra gira en torno a la familia Ayres, compuesta por la Señora Ayres, apesadumbrada por la muerte de su primera hija; Roderick, su primogénito, veterano de la Royal Air Force; y Caroline, antigua enfermera de la Royal Navy, en edad de buscar esposo. El narrador, el doctor Faraday, de origen humilde (su madre fue sirvienta de la casa) acude a Hundreds Hall para curar las dolencias de Betty, la criada de hogar, aunque con el pretexto de sanar la rodilla maltrecha del joven hacendado, poco a poco se convertirá en un asiduo de la mansión.
Pero a su alrededor, entre las paredes, detrás de los objetos cotidianos, y en el techo, parece que habitase otra presencia. Los golpes, los ruidos, las extrañas marcas que se empiezan a ver, y el progresivo trastorno mental de cada miembro de la familia, inducen a pensarlo. De manera que pronto, contienden en el libro dos actitudes para resolver el misterio: una científica (avalada por Faraday) y otra supersticiosa (sostenida por Betty).
Escrita con un estilo elegante, minucioso y detallista, la obra revela la maestría de Sarah Waters para construir escenas y para desarrollar la psicología de sus personajes. Éstos, a su vez, se explican a sí mimos y a su momento histórico. A través de ellos vamos siendo testigos de los cambios que introdujo en el país el Partido Laborista, tras su triunfo en las elecciones de 1945: la creación de un servicio nacional de salud pública, y la implantación de la Seguridad Social, entre otros. También asistimos con ellos a la crisis financiera del Estado. La obra finaliza en 1948, año de los Juegos de Londres, que pasaron a la historia del movimiento olímpico con el sobrenombre de Juegos de la Austeridad. Y no era para menos, los atletas, a falta de otro sitio, dormían en los antiguos barracones militares.
Quien no haya leído El ocupante, está de enhorabuena. Se va a enfrentar a la lectura de unas 530 páginas terroríficas, enigmáticas y extremadamente manipuladoras. Una delicia para los amantes de la buena literatura.

martes, septiembre 13, 2011

Los patos de Central Park, Marina Fernández Bielsa

Alfaqueque Ediciones, Cieza (Murcia), 2011. 94 pp. 15 €

Amadeo Cobas

«Los hilos que mueven los afectos son tan finos que a menudo no somos capaces de verlos. Pero están ahí, y pueden romperse en cualquier momento. Un gesto, una palabra, una sospecha, un pensamiento, bastan para tensarlos. Hasta que se quiebran y resulta difícil recomponerlos, por la misma fragilidad de su naturaleza. Pero, por alguna extraña razón, hay sentimientos que perduran y cariños que no se rompen por mucho que el tiempo o la distancia intenten desgastarlos». Esta frase, que inicia un capítulo intermedio del libro, serviría de prefacio para presentar la obra en su conjunto, para sintetizarla en nueve líneas bien intensas y para reconducir al lector sin pérdida posible sobre lo que prima aquí. Y no es sino la evocación descarnada de Diana, la protagonista, varada en una etapa de su vida en plena transformación, justo ahí donde se ubican las preguntas trascendentales para proseguir su caminar por un derrotero u otro; justo cuando los remordimientos y las autoconvicciones pretenden amarrar el tiempo pasado a la memoria como un lastre impedidor de la toma de nuevas decisiones por miedo a tomar una errónea.
El haz de luz principal de esta novela enfoca unas introspecciones emanadas de lo particular y que desembocan en lo general. Así, la autora da en la “diana” al presentarnos a una protagonista con la cabeza muy bien asentada, reconocedora de las equivocaciones y también de los aciertos con los que ha construido el edificio de su vida. De paso vamos conociendo las maneras de Marina Fernández, una escritora que muestra como carta de presentación narrativa esta novela corta, en la cual destila método a la par que originalidad, se recrea con unas atmósferas muy pulcras y sobre todo se exhibe cual pistolero desenfundando el mérito de un lenguaje vertiginoso a modo de latigazo y de una belleza natural tal un atardecer.
¿Por qué afirmo lo anterior? Porque escoge las palabras milimétricamente para conseguir el efecto pretendido: dibujar las escenas hasta otorgarles la dimensión precisa que las vuelva diáfanas: «El portal olía a comida casera y a vecindad añeja, a humedad y a zaguán recién fregado». Todos hemos reconocido haber entrado en este portal o en uno similar, el recuerdo del “nuestro” enmarca el de la autora y le da vivencia de barrio, de cercanía, de confidencia en el rellano, de guisote de puchero desprendiendo aromas maravillosos al sobrepasar la puerta de la vecina. Esta escritora es una orfebre que engasta piedras preciosas sobre las joyas de su narrar tan delicioso: «como inquilinos habitando una nostalgia resistente al desahucio»…
Destaca el uso mágico que hace de las figuras literarias, diseminadas a lo largo del texto como guindas que ornan sin deje alguno de chabacanería las meditaciones profundas e íntimas en las que se sumerge la protagonista. Valga el botón de muestra de esta prosopopeya urbana: «Las grandes ciudades nunca duermen y nunca se callan del todo; siguen latiendo de noche porque la muerte es un lujo que no pueden permitirse».
Hay apocalipsis en la prosa poética donde navega al evocar pasados, desmenuzar presentes y predecir futuros: «Delirios de sábado ocioso y maldito, malgastado de nada. La luna desperdiciada, los deseos baldíos…». Hay verdades grandes como templos, acaso extraídas de lo profundo, donde habitan los secretos más inconfesables, el territorio del pensamiento que nunca debió traspasar la frontera de la mudez para internarse en la reflexión oral… ¿O sí?: «Siempre he perseguido un tipo de amistad que no se limite a un intercambio de soledades […] Siempre he buscado amigos a los que poder entregarme sin condiciones, sin reservas. Esa clase de amigos que con sólo una mirada saben qué humor toca y cómo deben actuar…».
Adopta como propios los ecos musicales más o menos pretéritos, paladeando las letras de John Lennon o Serrat a Radio Futura y Míkel Erentxun, reconstruyendo Diana en su mente aquellos programas de televisión míticos, forjadores de toda una generación de teleadictos vespertinos. ¿Ejemplos? Heidi, Verano Azul, La casa de la pradera… Novela sobre literatura revisitada, aquella que jalonó la juventud de la protagonista: desde El guardián entre el centeno hasta Nubosidad variable pasando por el fraguador de pensamientos propios: El club de los poetas muertos.
Tiene muchas lecturas el juego íntimo que aquí se nos brinda, puedo imaginar el cosquilleo para el cerebro de una lectura en voz baja pegada al oído; aunque se presta también a otra silenciosa permitiendo el aullido emitido por estos descarnados sentimientos, e inclusive cabe un juego a priori pérfido y sin embargo válido en este escenario: el de barajar los capítulos salteándolos, sin que por ello pierda fuerza y sentido el contenido de este libro.
«Ya no hay molinos en La Mancha. No al menos como los que ilustran los libros del Quijote. O quizá los hay, pero no se ven desde este tren», se nos dice en el ocaso de la novela, cuando periclitan esas meditaciones de Diana al llegar al «fin de los sueños adolescentes, con diez años de retraso». Este despertar de la protagonista coincide con el desvanecimiento de la obra, con su final, no otra cosa sino un principio, una partida en tren hacia el destino de la nueva vida al aguardo.
Y al aguardo nos quedamos de la siguiente joyita que nos regale Marina Fernández, porque si debuta con esta obra madura pese a emanar de quien no está sino en la génesis de su carrera, con el bastión de su saber hacer literario, con un estilo propio ya consolidado, le auguramos éxitos venideros y le deseamos el reconocimiento por editores, primero, y público.
Este último, no me cabe duda.

lunes, septiembre 12, 2011

Morir de libros, Miguel Ángel Mala

XIII Premio Tiflos de Novela. Castalia, Madrid, 2011. 256 pp. 14 €

Fernando Sánchez Calvo

Miguel Ángel Mala es un tipo curtido en el trabajo de escribir y en el de ganar premios literarios, cosas muy distintas que a veces van unidas (como es su caso) pero que en otras ocasiones no tiene por qué derivar la una de la otra y viceversa. Lo he visto un par de veces. Tres a lo sumo. La tercera, concretamente, ha sido en la Residencia de Estudiantes, en la entrega del Premio Tiflos de Novela 2011, galardón cada vez más prestigioso, promovido por la ONCE y publicado por Castalia en su colección Albatros, donde, al finalizar la velada, le pedí que me firmara Morir de libros. Miguel Ángel Mala cogió el libro, me miró (no sé si para inspirarse o para saber quién era), y con la vista pegada al papel, rubricó su nombre en mi ejemplar con las mismas ganas y obsesión que un genio escribe una obra maestra.
Obviamente, por estadística, Morir de libros no es una obra maestra (ni falta que hace), pero sí es una obsesiva novela hecha por y para reír que ha ganado la XIII edición del citado premio por derecho propio y porque, por encima de todo, cumple con un requisito: la gran coherencia que encierra a pesar de la disparatada aventura que se cuenta en ella. El mismo protagonista, en las líneas finales, contesta a su mujer que va a morir porque nada puede escapar a la lógica narrativa. Ya se anticipaba en el título (bien por la Crónica de una muerte anunciada), y, por lo tanto y por respeto, no tenía sentido hacer trampas al lector. Otra cosa de agradecer pues a la novela: que aparte de cerrada, no hace trampas. Con un narrador clásico en tercera persona, la herencia de los genios futuristas de la segunda mitad del siglo XX (Asimov, Dick) y una estructura lineal, es valiente cuando tiene que serlo y donde ha querido el autor: en el contenido.
Miguel Ocaña, político corrupto, cae una mañana cualquiera en el vicio más inesperado que se le presupone a alguien como él. En su zapato ha crecido un libro (hasta ahí todo normal), pero es que, encima, ese libro (Rebelión en la granja) esconde una historia que fascina a Miguel Ocaña (a partir de aquí la perversión). Desde entonces su vida dará un vuelco que le hará abandonar su flamante carrera profesional para dedicarse sólo a la lectura y a los peligros que esto entraña. Para empezar Miguel Ocaña, descubre que leyendo se piensa. Para seguir, Miguel Ocaña descubre que leyendo uno aprende a cuestionar lo que le rodea. Poco a poco, y con la ayuda de brillantes lecturas, nuestro protagonista irá formando un perfil de sí mismo que, lógicamente, no ayuda en nada a la sociedad: más bien molesta. Por eso, a estas alturas, Miguel Ocaña es considerado un criminal por las autoridades y comienza su camino a la perdición. Es además en el último tercio del libro donde el surrealismo incipiente de las primeras líneas deriva en una brillante y divertidísima locura de acciones, inventos, diálogos y vueltas de tuerca.
Para concluir, otro punto a destacar aparte de la fina ironía: el ritmo narrativo. Intrépido y agotador para el que coja esta historia entre sus manos, muchos de los personajes secundarios que arropan al protagonista parecen recién sacados de uno de los clásicos de Baroja: llegan, se presentan, hacen o dicen, desaparecen y no vuelven en lo que resta de la trama. Por una parte, no tenemos profundidad en los tipos (por eso son tipos), pero por otra ganamos en Miguel Ocaña, es decir, en el caso concreto de un individuo concreto que un buen día decidió dejar de ser corrupto, decidió dejar de ser político, decidió leer por leer, y la sociedad lo castigó por ello. Tiene lógica, e incluso gracia.

viernes, septiembre 09, 2011

A la caza de la mujer, James Ellroy

Trad. Monserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Mondadori, Barcelona, 2011. 228 pp. 18,90€

Miguel Sanfeliu

James Ellroy es un autor duro, escribe a golpes, sin florituras, sin rodeos. No pretende indagar en lo hechos o en los recuerdos, tan sólo rescatarlos, sacarlos a flote, enfrentarse a ellos. Más que un libro de memorias, A la caza de la mujer es un libro de imágenes, de momentos que giran en torno a su obsesión por las mujeres, una obsesión que viene marcada por el asesinato de su madre, un hecho que ya ha tratado en otros libros, un suceso que aún le atormenta. Ellroy confiesa su sentimiento de culpa. Sus padres, Armand Ellroy y Jean Hilliker, se habían separado, y un día su madre le preguntó si prefería vivir con ella o con su padre. Él dijo que con su padre y ella le pegó una bofetada y el deseó que se muriese. Y murió, la asesinaron, unos meses después de este suceso. A esto lo llama él “La Maldición”.
Ellroy se enfrenta a una visión extrema de sus obsesiones. Y el sexo es la obsesión sobre la que gravita la redacción del libro. La búsqueda de mujeres, la agitación casi enfermiza que le producen, el tambaleante recorrido, insatisfactorio y superficial, con el que parece buscar desesperadamente la figura de su madre.
Ellroy se ofrece en este libro con descarnada sinceridad, nos muestra sus debilidades, se abre en canal y esparce sus vísceras ante nuestros ojos, en una experiencia catártica que sorprende por su franqueza. Impúdico y descarnado, el autor no intenta mostrar una imagen edulcorada de sí mismo, sino indagar en sus más profundos secretos con la intención de encontrar el origen, aquello que le ha convertido en quien es. Y esta búsqueda le lleva a su relación con las mujeres que ha conocido, que le han obsesionado, que han llamado su atención fugazmente o que ha amado a lo largo de su vida, convencido de que tras esa búsqueda se encuentra, en realidad, la angustiosa necesidad de encontrar a su madre, tan dramáticamente desaparecida, tan brutalmente asesinada.
James Ellroy, el duro escritor de novela negra, el autor de libros que podemos considerar ya clásicos, como La dalia negra, L. A. Confidential, América, Seis de los grandes o Mis rincones oscuros, el hombre que ha cautivado a millones de lectores con su estilo afilado y contundente, resulta que es un ser humano con sus miedos y debilidades, con sus imperfecciones y angustias, a las que hace frente con valentía y determinación en este A la caza de la mujer, cuyo título original en inglés es The Hilliker curse: La maldición Hilliker.
Libro perturbador, que conmueve y desconcierta por la falta de pudor a la hora de identificar los demonios interiores, los traumas e inseguridades que determinan su trayectoria vital. En ningún momento estamos ante un ajuste de cuentas con los demás, sino tan sólo consigo mismo. Su recuerdo de las mujeres que ha amado, que han significado algo en su vida, es siempre respetuoso. Ellroy carga sobre sus espaldas la responsabilidad de los errores, de los sufrimientos, de las rupturas, y lo achaca a su obsesiva búsqueda, a la herida que el asesinato de su madre dejó en él. Su actual pareja, la también escritora Erika Schikel, a quien dedica el libro, se erige como la tabla de salvación en un trayecto que se adivina autodestructivo.
«Tengo miedo. Soy dominante e insociable. Atraigo a la gente y luego la aparto a empujones. Escribo obsesivamente y con gran concisión. Soy religioso y poseo una visión de la sociedad que seguramente te resultaría agobiante. Lo único que quiero es una intensa comunión con las mujeres y pasar ratos a solas en la oscuridad», escribe.
A la caza de la mujer es una autobiografía diferente, con más de indagación psicológica que de ejercicio memorialista. La cruda exposición de los traumas y obsesiones, de las pasiones y caídas, de los deseos ocultos, de las motivaciones secretas, de la montaña rusa en la que se mueve el autor, producen un hondo impacto y una malsana fascinación.

jueves, septiembre 08, 2011

Tierra inalcanzable. Antología poética, Czeslaw Milosz

Trad. Selec. y Prol. Xavier Farré. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011. 448 pp. 24 €

José Luis Gómez Toré

La importancia de la obra del Premio Nobel de Literatura Czseslaw Milosz (Szetejnie, Lituania, 1911-Cracovia, 2004), una de las voces centrales de la lírica polaca, no se corresponde con la presencia editorial del poeta en nuestro país, ya que apenas pueden encontrarse ediciones recientes de su poesía. Por ello, ahora que se cumple el primer centenario de su nacimiento, resulta muy oportuna la aparición de esta antología, que coincide además con la publicación de número especial de la revista Turia, dedicado al poeta. La cuidada edición de Xavier Farré nos permite asomarnos a las distintas etapas de su escritura, que oscila constantemente entre el yo y el nosotros, entre lo histórico y lo atemporal, entre la demorada marcha del pensamiento y la súbita revelación. Profundamente marcado por su exilio y por su actitud crítica frente al estalinismo, en Milosz se aúnan ética y estética para reflejar la condición de desterrado de todo ser humano, una condición que adquiere también una dimensión religiosa, si bien rara vez complaciente y desde luego difícilmente asimilable por ortodoxia alguna. Como afirma en el poema “Rue Descartes”, de ambiente parisino, “ni aquí ni en ningún sitio está la capital del mundo”. De ahí que la Ciudad sin nombre que da título a uno de sus libros pueda leerse no únicamente como una alusión a Vilna, la localidad en la pasó buena parte de su juventud, sino a nuestro estar en el mundo.
El peso de la tradición cristiana deja su huella en el Nobel polaco, ya que el orbe por el que transita el poeta es el mundo después de la Caída, marcado por la presencia del mal y de la muerte (como en el cuadro de El Bosco, El jardín de las delicias, al que dedica un memorable poema, recogido en estas páginas). Y sin embargo, en ese mundo caído late una débil promesa de redención. En este sentido, la importancia que alcanza el concepto de epifanía en la obra de Milosz hay que leerla de manera distinta a la visión que ofrece, entre otros, Joyce: frente al entendimiento de buena parte de la literatura contemporánea, en la que la epifanía apunta hacia una sacralidad sin trascendencia, en estos poemas no hay una renuncia completa a la trascendencia, por más que en su mirada hay más esperanza que fe, más anhelo que certeza. Seamus Heaney ya señaló la anomalía fecunda de la escritura de Milosz, capaz de escribir un poema contemporáneo con materiales que la poesía del siglo XX parece haberse prohibido. En esto cabe hallar quizá una cierta analogía con la obra de Eliot (de quien, por cierto, Milosz tradujo al polaco La tierra baldía), si bien el autor anglosajón parece reclamar con mayor urgencia certezas metafísicas ante la desacralización del mundo moderno. En Milosz, como diría Octavio Paz, la analogía viene siempre corregida por un sabio uso de la ironía, una ironía vertida en gotas justas, en ocasiones en dosis casi imperceptibles, pero que sirven de correctivo ante toda confianza excesiva en el futuro. Si la ironía conlleva el riesgo de una mirada desde arriba (como toda una tradición, desde Aristóteles a Hegel, se ha encargado de destacar), aquí lo irónico abandona toda arrogancia, porque se dirige ante todo al propio sujeto poético, incómodo con la tradición del vate visionario heredada del Romanticismo.
A pesar de la amargura que destila buena parte de la poesía de Milosz, amargura que es en buena medida lucidez histórica, hay en el poeta un deseo de que la nada no tenga la última palabra. Por ello, el amor, que oscila, no sin cierta ambigüedad, entre el eros y el agape, se convierte en una presencia nada desdeñable en su obra: el amor es, como la palabra, más que un consuelo, una promesa de sentido, ese sentido que la historia se empeña en desmentir pero que el poeta cree vislumbrar, en contadas ocasiones, en los signos del mundo.

miércoles, septiembre 07, 2011

Asco, José Angel Barrueco

Eutelequia,  Madrid, 2011. 176 pp. 15 €

Miguel Baquero

Tal vez sea así como hay que actuar: directamente al corazón del asunto. Quizás no haya mejor lugar donde hace sangre y extraer todos los defectos de nuestra sociedad que un crucero de placer, lo que se supone es la máxima expresión del confort, el lujo y la buena vida para un occidental. Probablemente sea a bordo de uno de esos barcos que hace el periplo por el Mediterráneo —todo aquello de las islas griegas, Santorini, por ejemplo, o las preciosas ciudades del Adriático, o San Marcos al atardecer…— el escenario idóneo para situar una novela de tan explícito título como Asco.
Cuarta novela de José Ángel Barrueco (Zamora, 1972), también poeta, cuentista, microrrelatista y escritor de periódicos, Asco narra un crucero que llevó a cabo el autor por el Mediterráneo, curiosamente en el mismo barco y casi en el mismo camarote en el que años antes había viajado el escritor David Foster Wallace, viaje que, asimismo, el estadounidense relató con cierto tono tirando a oscuro en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer. En el caso de Barrueco, nos encontramos ante un viajero asombrado, atosigado, asqueado al fin por el comportamiento de los que le rodean, gente egoísta, descortés, que se infla a comer solamente porque es gratis, que visita y admira monumentos sólo porque está incluido en el precio, que piensa en su comodidad y conveniencia antes que en cualquier otra cosa... Gente, en fin, como la que tantas veces nos encontramos en cualquier lugar —si es que no somos nosotros mismos—, pero que al colocarlos el autor en un espacio cerrado y clausurado parecen, en realidad, una metáfora de la sociedad que nos rodea.
Le honra a Barrueco —y asimismo salva la novela— el que la intención del autor no haya sido embarcarse para indignarse, y que en muchos momentos pretenda, pese a la ruindad que le rodea, disfrutar del momento y pasarlo bien. El logro del libro —y lo que hace que un escalofrío recorra al lector— es que Barrueco no sube a bordo con una idea preconcebida, pensado en volver a escribir lo que ya escribiera Foster Wallace hace años, sino que es poco a poco, milla náutica a milla náutica, como Barrueco se va dando cuenta de la naturaleza y la categoría de aquellos que le rodean, de sus egoísmos y sus ridiculeces, del modo en que avasallan cuanto encuentran a su paso por el simple hecho de que han pagado por ello. El afán de participar en todas las fiestas, por ejemplo, simplemente por amortizar lo invertido, el ansia de ver cuanto monumento sea posible, para luego poder presumir de ello a su vuelta, el ansia por comer, por consumir, por devorar lo que le pongan delante…
Amena y bien escrita, a ratos divertida, otros tantos furiosa, Asco es una novela que, precisamente por su sencillez y su naturalidad, transmite aquello que pretendía: la inquietante sensación de que estamos inmersos en una forma de vida no demasiado digna ni lustrosa, una forma de vida quizás digna de vergüenza.