jueves, marzo 31, 2011

Las Hermanas Bunner, Edith Wharton

Trad. Ismael Attrache. Contraseña Editorial, Zaragoza, 2011. 160 pp. 15 €

Victoria R. Gil

Ann Eliza y Evelina Bunner poseen una mercería en un mísero edificio de Nueva York. Solas, con el único sostén económico que consiguen obtener de botones, lazos y adornos para sombreros, su vida se reduce a atender la escasa clientela y a compartir cama y mesa en una trastienda cada vez más despoblada de objetos e ilusiones. Lejana ya la juventud en que una boda se considera un acontecimiento previsible, su vida social se limita a la conversación casual con compradoras y vecinas, mujeres siempre que habitan un microcosmos en el que los hombres se mantienen en una discreta, y acaso indiferente, periferia.
Estamos en la misma ciudad y en la misma época en que transcurre La edad de la inocencia, la obra más famosa de Edith Wharton, y, sin embargo, nada más opuesto al refinado ambiente de la alta sociedad neoyorkina en el que se mueven Newland Archer y la Condesa Olenska que esa «tienda muy pequeña en un destartalado semisótano de una calle tranquila ya condenada a la decadencia».
A pesar de la frugalidad de sus días, que obliga periódicamente a empeñar algunas de las reliquias familiares procedentes de un pasado mejor, las hermanas son felices en los reducidos límites de ese mundo en el que una invitada a cenar resulta un suceso festivo y extraordinario. Acostumbradas a su apacible rutina, cuando ésta se quiebra a causa de la llegada a la trastienda de un reloj y del hombre que traerá consigo, sus vidas se trastocan y se pone a prueba una relación que parecía encaminada a trascurrir sin más sorpresas que la entrada de una nueva clienta en la mercería.
Las Hermanas Bunner es uno de esos libros que fluye con la mansedumbre de un río de aguas profundas. Las descripciones son detalladas y morosas, y la sucesión de acontecimientos, sosegada como la propia vida de los personajes que lo pueblan. Edith Wharton se toma su tiempo para presentarnos a las dos hermanas, a la mayor, de un modo directo, ya que será quien nos guíe por su historia, y a la menor, a través del amor incondicional de la primera que atenúa el egoísmo de quien está acostumbrada a recibir sin acordarse de dar.
Sin apenas darnos cuenta, la narración, delicada como un antiguo pañuelo de batista, nos ha sumergido en esa marea que arrasa la tranquila vida de las hermanas y nos angustia, como a ellas, ante la irrupción de un mundo sórdido y despiadado en el que ninguna de las dos parece tener ya cabida.
A pesar de lo más de cien años transcurridos desde que fuera escrita y de lo ajeno que pueda resultarnos hoy ese mundo femenino, recoleto y limitado, la fuerza de los personajes que dibuja Wharton en Las Hermanas Bunner pervive con la misma intensidad e igual frescura que en el lejano final del siglo XIX que los vio nacer.
Y si su contenido no es menos que delicioso, su continente también merece destacarse por el buen gusto que demuestra la edición que nos ofrece Contraseña. No sólo su textura es dócil y su color, apacible, sino que al grosor del papel y lo confortable de su formato se suma una portada, obra de la ilustradora Elisa Arguilé, tan apropiada para el texto que acompaña que pareciera inspirada por la propia Edith Wharton. Por no hablar del placer, cada vez más esquivo, de disfrutar de una lectura sin una sola errata, incorrección o falta de ortografía.
En estos tiempos de vida apresurada y superficial, y de best-sellers de rápido consumo y aún más rápido olvido, poder disfrutar de un libro cómo éste, tan cuidado por dentro como por fuera, es un lujo del que no deberíamos privarnos.

miércoles, marzo 30, 2011

Niño A, Jonathan Trigell

Trad. Federico Corriente. Sajalín Editores, Barcelona, 2010. 311 pp. 20 €

Miguel Sanfeliu

El 12 de Febrero de 1993 se cometió uno de los crímenes más espeluznantes que se recuerdan. Bobby Thompson y Jon Venables asesinaron a James Bulger. La víctima tenía dos años, los asesinos once. Dos niños de once años secuestraron al pequeño Bulger en un centro comercial y lo torturaron, lo machacaron a golpes de un modo brutal. La opinión pública puso el grito en el cielo, no para analizar las circunstancias que habían propiciado semejante monstruosidad, sino para linchar a esos dos sanguinarios asesinos de once años. Hasta que por fin se supieron sus nombres, la prensa los identificó como A y B. Fueron juzgados como adultos, aunque sus pies no tocaban el suelo sentados en el banquillo de los acusados. Pasaron más de ocho años en prisión, siempre separados, y al ponerles en libertad hubo que darles identidades falsas por miedo a que fueran asesinados. Se prohibió la difusión de ningún detalle sobre su aspecto o sobre sus nuevos nombres. El protagonista del primer libro del escritor británico Jonathan Trigell está inspirado en estos sucesos, algo evidente desde el mismo título, Niño A, aunque se hayan cambiado algunas cosas, como la víctima, que en este caso es una niña de diez años.
La historia está narrada en capítulos que alternan la realidad presente con el pasado del personaje principal, un preso que se reincorpora a la sociedad con el nombre falso de Jack. Jack está en libertad vigilada, tiene veinticuatro años y todo es nuevo para él, ya que ha pasado el final de la infancia y la adolescencia en prisión. Su delito tuvo una gran repercusión mediática y Jack tiene miedo de que alguien descubra quién es en realidad. Su día a día, sus nuevos amigos, el trabajo, su interés por una muchacha llamada Michelle, todo está contado con aparente normalidad, aunque se nos prevenga de lo angustiosa e inusual que es en realidad la situación. La acumulación de detalles cotidianos, el asombro por lo que nos parece intrascendente, la inseguridad del personaje, van configurando una atmósfera asfixiante que inquieta al lector, que le hace cambiar de postura y tomar aire para seguir adelante.
Es evidente la tarea de documentación llevada a cabo por Trigell y su esfuerzo por ponerse en la piel de alguien que tiene que recomponer su vida sobre una mentira, ocultando su pasado y cambiándolo por otro ficticio, superando los remordimientos y tratando de convencerse de que tiene derecho a ser feliz, a salir adelante, a superar su vergonzante delito, aún sabiéndose odiado por todo el mundo, lo cual le hace sentirse asustado y en estado de alerta. ¿Es posible una reinserción en estas circunstancias?
La generación de excelentes escritores británicos compuesta por Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan, Hanif Kureishi o Graham Swift, entre otros, va siendo inevitablemente relevada por nuevos autores que empiezan a despuntar, y seguro que Jonathan Trigell formará parte destacada de ellos. Este primer libro es una irrefutable prueba de su calidad literaria, una excelente carta de presentación, una obra en la que demuestra su habilidad como narrador de historias, su agudeza psicológica y su compromiso social. Un libro impecablemente escrito que se lee con interés, sin que percibamos que se nos va enroscando en el estómago, hasta que es demasiado tarde y ya no podemos quitarnos a esos personajes de la cabeza.
Niño A fue llevado a la pantalla en 2007 por el director John Crowley, con excelentes resultados. Espero que la edición del libro anime también a que se edite el DVD en nuestro país. La historia lo merece.

martes, marzo 29, 2011

Con el corazón en la boca, Antonio Calvo Elorri

Editorial Egales/Desatada, Madrid, 2011. 50 pp. 8 €

Ariadna G. García

Escribía Luis Rosales en sus Rimas (1951) que los poetas «es preciso que escribamos/…/desde el solar de nuestra propia alma». Esta actitud ante el hecho creativo es parecida a la de Miguel Hernández, quien escribía en uno de sus más celebrados sonetos de El rayo que no cesa (1936): «la lengua en corazón tengo bañada». Ideal que conecta con las teorías poéticas renacentistas y se remonta al misticismo de Hugo de San Víctor (S. XII), que entintaba –nos cuenta en sus tratados– la pluma en el cálamo del corazón. Esos valores (franqueza, verdad, similitud y realismo) son los que recoge Antonio Calvo Elorri en Con el corazón en la boca.
La obra de Elorri nos adentra –con un lenguaje sencillo, sobrio, coloquial– en un entorno urbano tanto público (polígonos, bares, oficinas…) como doméstico, donde se localizan las distintas vivencias amorosas del sujeto que enuncia. Es precisamente el amor, su carácter caduco y perecedero, el tema principal del libro. Así, en algunos poemas la voz narradora recuerda con nostalgia un pasado remoto no exento de ternura, sacrificio, complicidad y deseo; mientras que en otros textos –aquellos localizados en un tiempo presente– el narrador asume (sin dolor) que no es posible la permanencia en la vida de los otros más allá del sexo. Los encuentros son meros simulacros de relaciones afectivas plenas y están abocados a su extinción. En algunas ocasiones, incluso, la interacción se agota en un simple intercambio de miradas y gestos que no tiene futuro; en estos casos, la promesa de la posibilidad queda abolida por la falta de tiempo o de un contexto social adecuado para que dos personas se conozcan.
Antonio Calvo Elorri ha tejido con sutileza un poemario que ahonda en dos obsesiones diferentes: la pérdida (de lo que fue) y la intrascendencia (de lo que es). Toda la realidad ha sido congelada. El narrador pasa la mano lentamente por encima de un bloque de hielo que sólo irradia frío. Sin embargo, lejos de entumecerse, la mano escribe y nombra ese cristal tan frágil que es la vida.
Antonio, pues, ha demostrado en este primer libro de poemas que posee una voz sensible y un espíritu audaz, como los pájaros que cantan en el viento helado.

lunes, marzo 28, 2011

Nada, Jane Teller

Seix Barral, Barcelona, 2011. 157 páginas. 16 €

Care Santos

Lo confieso: comencé a leer esta novela, sin saber nada de su autora, después de conocer que había sido polémica, denostada y hasta prohibida por profesores y padres de varios países por considerarla nociva para sus hijos adolescentes. Comencé por la nota final -sí, ya sé que hice mal-, en la que la autora se justifica explicando las razones que la llevaron a escribir para jóvenes después de negarse varias veces y se esfuerza en dar muchas explicaciones que nadie le había solicitado acerca de qué pretendía hacer en sus páginas y cuánto sigue sorprendiéndole que haya tanta gente que no las haya entendido. Después de leer la nota, se me habían quitado las ganas de leer la novela. A pesar de todo, la comencé. Durante el primer tercio del libro, me pareció una historia bastante anodina, típicamente adolescente, situada en un entorno escolar, con protagonistas ingenuamente reales, poco verídicos por excesivamente infantilizados. En fin, más o menos la típica novela para adolescentes que escribe alguien que nunca ha conocido de cerca a un adolescente.
Pero al llegar al capítulo noveno, me enganché. Comencé a pensar que Jane Teller, o tiene muchos redaños, o no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo. El mundo de la prescripción literaria para jóvenes -indefectible e inevitablemente controlado por los adultos- está plagado de censores que se amparan en una supuesta moralidad o en la odiosa educación en valores para separar a los jóvenes de los libros que de verdad les interesaría leer. Y éste, sin duda, es uno de ellos. Si en la liberal Dinamarca esta novela breve levantó ampollas, negándose incluso su editor -el que la había encargado- a publicarla, en España sería del todo impensable que hubiera sido publicada en una colección para jóvenes. Lo cual es, por cierto, lamentable, porque en cierto modo se trata de una novela para jóvenes al uso sin dejar de ser al mismo tiempo una historia transgresora, violenta, impertinente y provocadora, que dejará desorientados a la mayoría de lectores adultos. Debo reconocer, tras terminarla, que tenían razón los que la tildaban de escandalosa. Lo es.
Nada nos narra la historia de un adolescente nihilista que ejerce de estilita: de pronto, desengañado de todo, se sube a un ciruelo y se da a la actividad de lanzar frutas maduras desde lo alto, acompañadas de largas peroratas de verdad desoladora: "No merece la pena hacer nada puesto que nada tiene sentido", es su nuevo lema. Sus compañeros de instituto deciden demostrarle lo mucho que le quieren levantanzo una "pila de significado" e inventan un juego de peticiones que dará lugar a una montaña de objetos especialmente valiosos para ellos con la que demostrarle a su amigo que la vida y el mundo y ellos mismos merecen la pena. La pila comienza siendo una acumulación de cosas materiales con valor sentimental para unos y otros: un telescopio, una bicicleta, unas sandalias sin estrenar... pero a medida que va aumentando lo hace también su valor metafísico. El lector da un respingo cuando uno de ellos pide que en la pila sea colocado el ataúd -lleno- del hermanito muerto de uno de los protagonistas. Y con incredulidad, asistimos a la escena en que los chavales desentierran el pequeño sarcófago blanco. Y es sólo el principio: las peticiones se suceden, cada vez más atroces y provocadoras, y una tras otra incluyen todo lo que el ser humano considera que da valor a su vida: el afecto, la religión, el sexo, la identidad nacional, la familia...
Una no puede dejar de preguntarse, mientras lee a Teller, qué efecto causarán sobre los jóvenes lectores estas páginas. Muy pocos lograrán comprender en toda su complejidad la metáfora filosófica que esta historia cruel traza. Sin embargo, apreciarán su ritmo, su acción, su crueldad, y me atrevería a decir que disfrutarán con el desenlace. Aquellos que trabajan con adolescentes y libros saben que a una edad temprana es posible disfrutar mucho con la lectura sin necesidad de comprender TODO lo que el autor se propuso. Esta novela generará un debate inmediato y suculento entre sus lectores adolescentes. Habrá discusiones acerca del sentido de la vida, del significado que tienen para nosotros las cosas materiales y las otras, las que de verdad importan. Habrá partidarios y detractores, preguntas desconcertadas y tomas de posición. Mientras lo pienso, me encantaría tener la oportunidad de asistir a uno de esos debates. Los lectores más jóvenes son siempre sorprendentes. Y un libro capaz de provocar en ese sentido, sin duda es un gran libro.

viernes, marzo 25, 2011

La puerta de la luna, Ana María Matute

Destino, Barcelona 2010. 864 pp. 26 €

Victoria R. Gil

La puerta de la luna reúne todos los textos breves publicados por Ana María Matute entre los años 1947 y 1998, agrupados según se asemejen más a cuentos o a artículos, porque ser, son todos pura fabulación narrativa. Historias de niños, adolescentes, desarrapados y locos pueblan 51 años de vocación cuentista de una autora apasionada por lo breve y dotada como pocos escritores para la maternidad de los relatos: «Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar y reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!».
Por el mundo fabuloso de Matute cruzan «tímidos, iracundos, silenciosos, algunos muchachos. Podríamos conocerlos por un signo, una cifra o una estrella en la piel», pero el modo en que nos alcanzan suele ser trágico, tamizado, eso sí, con un lirismo que emana de sus páginas con fluidez. Algunos de estos cuentos, sobre todo los incluidos en su día en el libro Los niños tontos, evocan el teatro lorquiano más onírico. Leyendo “El negrito de los ojos azules” nos asalta la imagen del niño muerto de Así que pasen cinco años, poéticos, simbólicos e infortunados por igual. Pero esa similitud no va más allá porque si algo caracteriza la obra de esta escritora es su originalidad, su estilo tan personal que mezcla, en lo que parece una combinación imposible, el surrealismo poético con el realismo social más descarnado.
Las narraciones aquí reunidas sirven, como los cuentos tradicionales, para advertir de los peligros que rondan la infancia. En este caso, la crueldad y la indiferencia de los adultos es una enseñanza temprana y los niños de Matute no tardan en aprender que el futuro que les aguarda es violento y, casi siempre, miserable. Y que no importa cómo afronten esa realidad, huyendo de ella (“El tiempo”), haciéndola suya (“Fausto") o renunciando siquiera a intentarlo (“No hacer nada”), el resultado será el mismo: la muerte del cuerpo o del alma.
De ambos destinos, para Ana María Matute el peor, sin duda, es el segundo, como lo demuestra en “Fausto”, un relato donde el único con derecho a tener nombre es un felino vagabundo. La rápida y brutal entrada en el mundo adulto de esa niña que pasa de coleccionar pedacitos de espejo roto a romper sus sueños con la contundencia de quien estrella la cabeza de un gato contra la pared nos deja sin aliento.
Por eso el título elegido para esta recopilación llevada a cabo por María Paz Ortuño resulta tan adecuado, porque la única salvación se encuentra en la puerta de la luna, un lugar especial que contiene «todo un mundo secreto» que «nos devuelve al niño que aún vaga dentro de nosotros, buscando inúltimente puertas y ventanas por donde escapar». Una infancia que está muy presente en Matute, ya que como ella asegura a menudo, “por dentro sigo siendo una niña de doce años”.
Con este libro tenemos ahora la oportunidad de asomarnos con la perspectiva del tiempo a la obra más breve de una autora que lleva escribiendo casi 80 años y cuya nómina de premios abarca desde el Planeta al Cervantes, pasando, entre otros, por el Nadal y el Nacional de las Letras. Y a lo largo de su lectura es imposible sustraerse al convencimiento de que, durante gran parte de los años que abarca, escribir fue para ella sustento del alma y publicar, del cuerpo. Por eso lo que nos espera entre sus páginas no es más que «la vida (…) y, acaso, el viento mudo, como un frío resplandor contra la cara».

jueves, marzo 24, 2011

Las señoritas de escasos medios, Muriel Spark

Trad. Gabriela Bustelo. Impedimenta, Madrid, 2011. 178 pp. 18,40 €

José Morella

La historia es la de un grupo de chicas que viven juntas en el club May of Teck, una especie de residencia que «existe para proporcionar seguridad económica y amparo social a las señoritas de escasos medios». Estamos en Londres, en 1945. Para plantar cara a las carencias de un país empobrecido por la guerra, las jóvenes tienen, aparte del mismo club que las protege y del entusiasmo propio de su edad, la compostura, sobre la que Selina, una de ellas, recita de continuo una fórmula como un mantra:
«La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, una serenidad perfecta en cualquier entorno social...»
La compostura es una idea de apariencia perfecta que hay que esforzarse en mantener para alzarse sobre la realidad, bastante cruda, de esa ciudad en ese momento de la historia. El esfuerzo de guardar la compostura (estar “compuesto”) es, en definitiva, la prueba de que el mundo está descompuesto. En todo el texto se percibe, de un modo constante pero tenue, como lluvia fina, la dicotomía entre lo aparente y lo real, entre lo que somos y lo que la sociedad, la necesidad, el deseo y la mente nos dictan que tenemos que ser. Lo que las chicas son en contraste con lo que ansían. La idea que los ingleses de 1945 tienen de lo que ha de ser Inglaterra y lo que en realidad Inglaterra es en 1945. Spark tiene la habilidad de ofrecernos ambas caras de esa moneda con la misma desapegada comicidad. La dicotomía nunca es formulada como tal, pero la novela consiste en una repetición de la misma. Está en Nicholas, el escritor anarquista que acaba siendo misionero jesuita. Está en la honesta chica que trabaja en una editorial, pero que no tan honestamente se gana un extra como falsificadora. Está en la que dice ser amante del famoso actor Jack Buchanan, aunque nadie la ha visto nunca con él. Está en el famoso ventanuco de 18 x 35 centímetros que recorre toda la novela: el ventanuco está en el último piso y por él se pasa a la terraza de un hotel contiguo. La función de ese ventanuco, que en teoría es ofrecer el privilegio de tomar el sol en la terraza, acaba siendo otra: medir lo gordas o delgadas que están las chicas, separándolas entre las que pasan y las que no pasan por el ventanuco. La delgadez es uno de los parámetros para saber lo atractivas que son y cuántos puntos tienen para encontrar un marido que, en ese paisaje de pobreza postbélica, les alivie mínimamente la existencia. El tema de la gordura y la delgadez, o, más exactamente, el volumen de los cuerpos tanto en mujeres como en hombres, daría para un ensayo de esos que se escriben en ámbitos universitarios y que casi parecen hechos para conseguir no ser leídos, probablemente sobre la resistencia psicológica en periodos de guerra, o sobre la mujer como elemento de cohesión social, o cualquier otra cosa parecida. Uno no acaba de saber saber si las chicas pasan hambre por la guerra o por la dieta. De hecho, en el título mismo (The girls of slender means, en el original) ya hay una alusión a la delgadez. Selina es la que menos problemas tiene para pasar por el ventanuco, y de hecho quien tiene la idea de cruzar al otro lado. Es delgadísima. Jane, la que trabaja en una editorial, no pasa ni de broma. Todas quieren pasar, dando ocasión a desternillantes escenas como la de untarse el cuerpo con mantequilla para conseguirlo, cosa absurda y hasta delirante, sobre todo teniendo en cuenta el lucrativo uso que se le podía dar a la mantequilla en aquellos tiempos de trueques medio estraperlarios. Podías cambiarla por otras cosas, como jabón, un vestido, té, cigarrillos... Era como untarse el cuerpo con dinero.
Esta ristra de visiones dobles acaba en una traca final que no vamos a desvelar. En una explosión que derrumba y a la vez obliga a reconstruir y a revisar en nuestra mente el entramado del texto. Es un golpe profundo y duro pero de tono optimista, conmovedor pero reconfortante. Las historias de guerra no acaban cuando se acaban las guerras, como la idea del futuro no coincide nunca, parece ser, con el futuro mismo.

miércoles, marzo 23, 2011

RASL Vol.1, Jeff Smith

Astiberri, Bilbao, 2011. 232 pp. 20 €

Antonio Román

Dar una vuelta de tuerca a los ya manidos saltos temporales y compaginarlos con saltos entre mundos paralelos es, a priori, todo un reto para el narrador y, por ende, para el lector. Hacerlo en formato cómic, con las limitaciones que esto acarrea para el desarrollo del texto, es casi un trabajo de orfebrería.
Cuando, como ocurre en RASL, se mezclan ciencia ficción y personajes reales se suele correr un riesgo que no hace más que incrementar el atractivo de la obra, si ésta resulta ser un acierto, como es el caso que nos ocupa. Elegir un personaje ya lo suficientemente maldito de antemano, alivia gran parte de este riesgo. Si, además, está envuelto en un confuso halo de misterio, es objeto de cientos de teorías conspirativas y tiene revoloteando alrededor de su figura leyendas de la más diversa índole, la cosa coge un cariz irresistible.
Es el caso del científico e inventor Nikola Tesla, cuyas teorías sirven de hilo conductor de la historia que nos ocupa:la del desterrado Rasl, un joven investigador convertido ahora en ladrón interdimensional de obras de arte. Rasl viaja por universos paralelos a bordo de un extraño artefacto que hatomado prestado de su laboratorio. Cada viaje por el flujo es un suplicio para el protagonista, que sufre consecuencias físicas y mentales, quedando desorientado y herido con cada desplazamiento. Las similitudes con la experimental película Primer salen así a relucir. Los universos por los que se mueve son aparentemente parecidos, pero las personas tienen matices distintos… la gran pregunta es ¿quiénes son reales y quienes no? ¿Queda algo de cada uno de nosotros en esas realidades simultáneas? ¿Qué hubiese hecho alguien como Donnie Darko de saber las cosas que sabe Rasl y haber tenido a su disposición ese tipo de artilugios? Smith no resuelve estas interrogantes todavía, va dejando rastros en las crípticas conversaciones de los personajes y a través del uso continuado de flashbacks. Probablemente, también la legión de seguidores de Perdidos hallarán en RASL multitud de guiños a la serie. Vemos los distintos matices de la personalidad del protagonista en el presente y en su azaroso pasado, repleto de incidencias y vicisitudes traumáticas que forjan un descreído y duro antihéroe en constante huida, no sabe ni de quién ni por qué exactamente, pero las urgencias tampoco le dejan tiempo suficiente para plantearse grandes cuestiones existenciales: el enemigo llega antes que las preguntas. Las cosas aquí no son casi nunca lo que parecen, y la acción está plagada de enigmas de cuya solución sólo vemos un esbozo, de momento. Las dudas quedan suspendidas al final de este primer volumen, dejándonos ávidos de noticias sobre la edición del segundo y último.
Jeff Smith, autor de la exitosa saga Bone, logra simplificar una trama tan aparentemente complicada con una maestría absoluta en el manejo de los tiempos narrativos, dosificando en cada viñeta la historia, logrando que el interés no decaiga ni lo enrevesado del argumento inicial resulte en tedioso para el lector, más bien todo lo contrario: cada página se devora con la avidez propia del que espera explicaciones inmediatas y va encontrándolas gota a gota. Si a esto unimos las necesarias dosis de pasión, sucesos paranormales, persecuciones interdimensionales y su justa medida de escenas de violencia, incluyendo un asesino que mata repetidamente a los clones de las amantes del fugitivo, tenemos un cóctel más que apetecible a nuestra disposición. La presentación del dibujo en un blanco y negro casi minimalista, contribuye a la creación de un ambiente casi post-apocalíptico, en escenarios que van desde desiertos a garitos lúgubres plagados de seres de extraño aspecto, no sabemos si fruto de la exhausta mente del protagonista, o del caos producido por el contacto entre mundos distintos. No busquemos aquí trazos preciosistas y colores llamativos: no harían justicia a la oscura estética perseguida por la obra.
RASL no es un cómic de ficción futurista más. Es un ejercicio de estilo cuidado y acertado, que encantará a los fieles del género y seducirá sin duda a los no iniciados.

martes, marzo 22, 2011

Doy fe, Antonio Ruiz Vilaplana

Prólogo: Arturo Pérez-Reverte. Olivares Libros Antiguos, Burgos, 2010. 262 pp. 12 €

José Gutiérrez Román

El 27 de noviembre de 1935 Antonio Ruiz Vilaplana toma posesión de su plaza como secretario judicial en Burgos. Un destino «tranquilo», lejos de «las luchas sociales y turbulencias» de Madrid. Unos meses más tarde se produce el alzamiento militar, y la pequeña ciudad conservadora, donde «no existía el menor vestigio de esa República que llevaba ya cuatro años en vigor», se convierte en uno de los bastiones del movimiento nacional y, poco después, en sede de su primer gobierno y “capital de la cruzada”. Ese hombre, que un primer momento acoge con esperanza la acción militar, decide huir después de presenciar en su condición de fedatario todos los desmanes cometidos por los abanderados del nuevo orden. Renuncia así a su cómoda posición económica y social y a sus aspiraciones de carrera, convencido de no poder seguir encubriendo tanta infamia. Es el 30 de junio de 1937, y Antonio Ruiz Vilaplana cruza la frontera francesa. La cosa podía haber quedado ahí, en un valiente acto de conciencia individual. Pero Vilaplana decide además dejar constancia, “dar fe” de todo lo que ha presenciado, y así escribe y publica en París este libro ese mismo año. Es una obra redactada cuando aún se está decidiendo el futuro de España en plena Guerra Civil, y sin embargo, muchas de las reflexiones de Vilaplana vislumbran lo que habría de venir, como si estuvieran escritas con muchos años de distancia. A esta clarividencia de Vilaplana hay que unir su estilo depurado y conciso a la hora de contar las terribles escenas de limpieza social, ejecuciones y abusos de todo tipo que pasean por sus páginas. Logra transmitirnos su sobrecogimiento ante la brutalidad, pero también la rabia contenida por no ser capaz de rebelarse ante lo que está viendo, ese sentimiento tan humano que se da cuando se unen el miedo y la vergüenza, y en el que cualquiera puede verse reflejado.
La primera parte del libro relata los días iniciales del alzamiento en Burgos, una de las ciudades donde se había gestado la conspiración meses atrás. El levantamiento no tiene ninguna oposición, y sin embargo, desde el primer día Vilaplana asiste a un desfile de atrocidades que no hay modo de explicar. Como afirma Arturo Pérez-Reverte en su prólogo: «Lo que cuenta Antonio Ruiz Vilaplana no tiene justificación histórica y social ninguna. Está en el extremo de la crueldad y la saña gratuitas sin otro móvil que el odio y la barbarie». La historia de las miserias de nuestra Guerra civil se ha contado muchas veces, pero pocas con esta precisión y con datos de primera mano. Doy fe es la historia contada con nombres y apellidos: la de las personas humildes que sufren la represión, la de los militares sin escrúpulos que actúan o dejan actuar a las milicias con total impunidad y la historia de los nombres propios como Franco y Mola, a los que el autor retrata en magníficas semblanzas no exentas de alguna nota de humor. Hay otros personajes destacados, como el joven y prometedor músico Antonio José, con el que Vilaplana tuvo amistad, y que también es pasado por las armas en ese afán del bando nacional por “matar la inteligencia”. No se trata de hacer una confrontación ideológica entre buenos y malos, entre quién hizo esto y quién hizo lo otro. El testimonio de Vilaplana es un documento de innegable valor por el desenmascaramiento de esa España negra y cainita que bebe de las fuentes más oscuras del ser humano. Y el reconocimiento de nuestro pasado, un pasado que tiene nombres, apellidos y fechas, y que no debería caer en el olvido.
Se cuentan tantas cosas y cosas tan importantes, que leyendo Doy fe uno tiene la sensación de que se podrían crear muchas obras de ficción tomando como base sus testimonios, o bien en la vida del propio Vilaplana. Eso mismo le debió ocurrir al poeta César Vallejo cuando, después de leer un ejemplar del libro en París, escribió el tercer poema de su libro España, aparta de mí este cáliz basándose en el relato que hace Vilaplana de un campesino asesinado al que encuentran entre su ropa una nota donde avisaba a sus compañeros del peligro que corrían.
La segunda parte del libro radiografía a los distintos estamentos de la España nacionalista; trata de arrojar luz sobre las causas del resentimiento de cierta clase militar hacia la sociedad civil de entonces o su dejación de la soberanía en manos de las tropas italianas y alemanas. También nos muestra al clero colaboracionista y su vergonzosa actuación incitando al odio y justificando crímenes. Pero siempre nos habla (y esta es una de las mayores virtudes de Vilaplana) desde una voz humana y poco dada a la vehemencia. Por todo ello es de agradecer que esta pequeña editorial de ámbito local se haya decidido a editar de nuevo un libro tan valioso (y que ya apenas se encontraba en librerías de viejo y a precios desorbitados), aunque lo justo habría sido que un sello más grande y con buena distribución fuera quien lo hubiera rescatado. Quienes deseen leerlo y no vivan o pasen por Burgos (ya que al parecer sólo se distribuye localmente) pueden hacerse con él a través de la página web de esta librería http://www.librerias-hsr.es
Doy fe es uno de esos pocos libros a los que me atrevería a poner el calificativo de imprescindible.

lunes, marzo 21, 2011

El paseo bajo los árboles, Philippe Jaccottet

Trad. Rafael-José Díaz. Cuatro Ediciones, Valladolid, 2011. 142 pp. 13 €

José Luis Gómez Toré

Quien no se haya acercado todavía a la obra de Jaccottet (Moudon, Suiza, 1925), uno de los mejores poetas actuales, tiene ahora una buena oportunidad para hacerlo gracias a esta temprana obra (publicada por primera vez en 1957) que no se había traducido todavía al español. Se trata de un conjunto de textos, a medio camino entre el poema en prosa y el ensayo de tono meditativo, que ofrece no poca luz sobre la trayectoria lírica del gran escritor suizo en lengua francesa . No es la única vez que Jaccottet recurre a la prosa para desdibujar los géneros (como se puede apreciar en obras como Cuaderno de verdor o Y, sin embargo, también espléndidamente traducidas a nuestra lengua por Rafael-José Díaz). Aunque en este caso, a diferencia de los títulos que acabamos de citar, el tono se escora más hacia la prosa poética que hacia el poema en prosa propiamente dicho, quizá esta diferencia resulte en el fondo irrelevante. Lo importante es el propio hacerse de la escritura, su libre apertura a lo real y al propio movimiento de la palabra. Hay en Jaccotet, como en nuestro Claudio Rodríguez, una poética del caminar, y por ello quizá se podrían llamar las suyas unas nuevas Ensoñaciones de un paseante solitario, recordando la obra de otro ilustre suizo. Sin embargo, a diferencia del poeta español, la tentación de la ebriedad aparece casi siempre contenida, como si ese “bajo” del título delimitara un espacio preciso, lejos de toda tentación ascensional demasiado intensa.
Y efectivamente, ese saberse “bajo los árboles”, más cerca de la tierra que del cielo, parece imponer al yo poético una mirada con un límite certero aunque oscilante, una mirada que es tanto estética como moral. El mundo natural es una constante presencia en este libro, como en gran parte de la obra del poeta. Sin embargo, el misterio del paisaje no parece señalar hacia ninguna trascendencia. Por el contrario, la indudable presencia de lo invisible apunta a una sacralidad de lo inmanente, en la que la belleza no es desmentida por su carácter efímero sino de, alguna manera, confirmada por él. De ahí que la meditación sobre el mundo y la palabra sea también meditatio mortis, pero lejos de cualquier aspaviento barroco: «Creí comprender por un instante que teníamos que bendecir esa muerte sin la cual la luz y el amor, igual que nuestras palabras, no podrían ya tener ningún sentido, ni tampoco posibilidad alguna de existencia».
Como indica el propio autor en la entrevista que se incluye al final (un acierto de los editores, como lo es haber añadido una cronología de la vida y obra del escritor), estos textos descansan sobre una serie de “entrevisiones”, a medio camino entre la mirada y el sueño, entre el simplemente ver lo que está ahí pero tantos no ven y el riesgo asumido de lo visionario. Jaccottet renuncia voluntariamente a la facilidad de la imagen, de quien quiere conquistar la visión demasiado pronto, como si fuera posible forzar la aparición del milagro. La poesía está en la espera, en el azar vagabundo de los pasos, no en la maquinaria de guerra de las metáforas demasiado brillantes y su afán de conquista. En este sentido, resulta iluminadora la confesión del autor del impacto que le causó la lectura de los haikus de Basho. Junto con influencias más cercanas (como la de Ponge, también citado en estas páginas), hay desde luego una sintonía con esa capacidad para detener en el instante que encontramos en la lírica japonesa. Se trata de una presencia que, sin embargo, no necesita imitar la métrica concreta del haiku ni recurrir a ningún exotismo, que resultaría impostado. Es ese saber mirar, en la sabiduría de retener el presente sin congelarlo, donde reposa esa afinidad común. Hay así, como sugeríamos al principio, una ética de la mirada, una autoexigencia que busca merecer un lugar en el mundo: «Es la tierra lo que amo, el poderío de las horas que cambian […] Es cierto: albergo poca esperanza de poder saludar alguna vez con dignidad tanta fuerza… pero este es, al menos, el esbozo que me liga a estos lugares».

viernes, marzo 18, 2011

Aguirre, el magnífico, Manuel Vicent

Alfaguara, Madrid, 2011. 256 páginas. 18,50 €

Care Santos

Recuerdo al crítico Rafael Conte, hace años, asegurando con aquella vehemencia tan suya, que Manuel Vicent es el mejor narrador de nuestras letras. Si yo no me atrevo a asegurar lo mismo tras leer esta novela es sólo porque no tengo bien ensayado el tono jactancioso y el papel de crítico en posesión de la verdad. El caso es que Vicent no siempre me gusta tanto, pero en esta ocasión su pluma me parece digna de los más exagerados elogios, la más rendida admiración y la más corrosiva de las envidias.
Lo primero que debo decir es que poco sabía del personaje a quien glosan estas páginas: Jesús Aguirre, segundo esposo de la duquesa de Alba, hijo natural, sacerdote revolucionario y más tarde aristócrata consorte, amigo de algunos escritores de la llamada Generación del 50 -de Juan García Hortelano, sobre todo-, hombre de gran cultura y de veleidades artísticas y vividor irredento, que supo conquistar el corazón de una duquesa poco ortodoxa y apañárselas para vivir con donaire entre paredes palaciegas y hasta de ser enterrado en el panteón de la casa de Alba.
La excusa para entregarse a este relato autobiográfica nos la cuenta Vicent en el primer capítulo, cuando -siempre según él- el propio Aguirre le pidió que se convirtiera en su biográfo en un encuentro celebrado en el Palacio de Oriente y con el rey y unas tapas de chorizo de jabugo como testigos. Allí mismo se comprometió el autor a escribir este libro, y allí mismo fue presentado al rey por el propio interesado como su biógrafo, a lo que don Juan Carlos respondió: "Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado" (página 12). Unas palabras que sirven de advertencia de lo que viene después porque, en efecto, Vicent lo cuenta todo, o eso, por lo menos, piensa el lector, quien no puede dejar de preguntarse qué opinión merecería al excéntrico Aguirre esta biografía suya.
Se podría decir de estas páginas aquello tan traído y llevado de que "se leen como una novela" si no fuera porque son una novela. Vicent se sumerge de cabeza en un relato verídico rellenando con literatura las lagunas de lo biográfico. Aunque, al margen del discurso -siempre un poco latoso- de lo verídico, hay que reconocer que pocos personajes de ficción pueden competir con la existencia de Jesús Aguirre. Y pocos escritores podrían explicársnosla con tanta gracia que recordara al Hola y a las vidas de Suetonio al mismo tiempo (aunque, bien mirado, las vidas de Suetonio fueron como el Hola de la Roma clásica). Sorprende el vigor de la prosa de Vicent, su humor cáustico, su gracejo para contar episodios de la historia más reciente, su tendencia a contar intimidades -secretos de alcoba incluidos- y rozar lo poético al mismo tiempo. Y, por supuesto, sorprende lo que nos cuenta de principio a fin.
Lo mejor de la historia hay que buscarlo, tal vez, en lo más íntimo: la crónica de la relación que trajo al mundo al personaje, o su infancia de niño distinto, en Santander; sus primeras relaciones con Cayetana de Alba o sus largos paseos por el palacio de Liria mostrando a sus amigos tanto los cuadros de Goya como los fondos de armario. El lector le seguirá embelesado, aprendiendo, admirándose de la capacidad de Aguirre para escalar en la sociedad de su momento pero también de adaptarse a todos los papeles, incluidos los menos gratos, como el de Duque de Alba con asignación mensual para tabaco. Y si al llegar al final el personaje inspira ternura es, qué duda cabe, gracias al talento del autor, que fue también -y se precia de ello- su amigo.
En suma, estamos ante una novela excelente. O una biografía excelente. O un modo excelente de retratar un personaje y una época. Su autor dice haber escrito un "retablo ibérico" compuesto de una figira central y varias escenas laterales. En fin, no merece la pena darle vueltas a la cuestión de la clasificación. Démosle la razón a Rafael Conte -que casi siempre la tenía cuando hablaba de literatura- y corramos a leer a Manuel Vicent y lo que sea que haya hecho.

jueves, marzo 17, 2011

La buena gente del campo, Flannery O´Connor

Trad. Marcelo Covián. Nórdica, Madrid, 2011. 70 pp. 8 €

Marta Sanz

Katherine Anne Porter
, Carson McCullers, Eudora Welty y Flannery O´Connor son algunas de las escritoras que forman parte del nutrido grupo de autores, procedentes del sur de los Estados Unidos, que retrata y reflexiona sobre su tierra a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Las relaciones entre estas mujeres, a las que se les hace emparentar con las figuras colosales de William Faulkner y del “padre fundador” Mark Twain, fueron casi siemprede camaradería y apoyo mutuo. Algunas de ellas se amaron. Sin embargo, Carson McCullers y Flannery O´Connor, representantes del llamado “gótico sureño”, compartían tantas cosas que no les quedó más opción que la de profesarse una antipatía inmensa. Las dos fueron mujeres valientes y sensibles que hubieron de luchar contra su mala salud: Flannery O´Connor padece un lupus que la debilita y la obliga caminar con muletas; en cuanto a McCullers, su historial clínico da miedo: ictus y ataques cardiacos, cáncer de mama… Las dos escriben sobre un lugar enfermo en medio de un mundo enfermo habitado por personajes enfermos. Y lo hacen desde una perspectiva inevitablemente enferma. Establecen un vínculo de amor-odio con su paisaje, con sus orígenes, con una identidad en la que pesan los códigos genéticos y los mimbres de la Historia con mayúscula. La capacidad de mirar corrosivamente y la compasión, el apego y el desapego, se entrelazan en narraciones que a menudo parten de una raíz autobiográfica. La inclemencia para con uno mismo marca la mirada piadosa que se proyecta hacia los demás. O al revés: buscando la propia salvación, todo lo que nos rodea se ensucia. El desacuerdo con el contexto en y contra el que uno se construye, la fusión y la fisión del individuo con su comunidad, y la sensación de labilidad moral empapan las obras de McCullers y de O´Connor, aunque la primera mire y hable desde el agnosticismo y la segunda lo haga desde una ideología católica que esgrime frente al corrompido discurso hegemónico del protestantismo. No por casualidad los predicadores y los vendedores de Biblias, como metáforas de la corrupción, la depravación o de la falsa inocencia, transitan por las páginas de Flannery O´Connor.
En La buena gente del campo, Hulga, una doctora en filosofía con una pierna artificial, convive con su madre y los arrendatarios de ésta en una granja del sur. Hulga podría parecer un elefante en una cacharrería: igual que la propia Flannery O´Connor en Andalusia, la granja donde crió pavos hasta su muerte. Hulga —que se ha cambiado el nombre que le puso su madre— escucha conversaciones basadas en el lapidario saber de las frases hechas, en la ética del trabajo duro y en cierto temor de Dios. Las mujeres de este mundo rural saben que son mucho más listas que sus hombres; sin embargo, se casan, se preñan a los quince años, trabajan como bestias y asumen como tema de conversación las veces que una embarazada vomita cada día. Hulga es una mujer desarraigada y extranjeraen el entorno que la ha visto nacer. También es una mujer enferma que morirá pronto.
La visión de Flannery O´Connor está marcada, además de por su vivencia de la enfermedad, por su condición de mujer —pese a que tanto ella como McCullers optaron por rebautizarse con nombres masculinos—. También por sus creencias religiosas. Este cuento se articula sobre dos contrastes decisivos en el imaginario religioso: bondad frente a maldad, y conocimiento frente a ignorancia. Los personajes y la trama de La buena gente del campo sugieren todo tipo de combinaciones y asociaciones entre los conceptos —bondad e ignorancia, sabiduría y bondad, etc. …— que se presentan sin autoritarismo. Pese al trazo grueso con el que O´Connor, a través de la mirada de Hulga, describe a la gente del campo, al final, la mirada hipercrítica y disconforme se transforma en necesidad de reconocer lo familiar: cuando Hulga toma conciencia de que el vendedor de Biblias no es “buena gente del campo” mide la verdadera dimensión de su vulnerabilidad y extraña lo que aparentemente la ahoga. Como si Flannery O´Connor pusiera de manifiesto sus contradicciones a través de Hulga y supiera que ser más sabia no la hace ser más fuerte. Como si no estuviese segura de en qué consiste la sabiduría y hubiera decidido que el ángulo de superioridad que adopta para retratar a los demás sólo puede legitimarse desde la toma de conciencia respecto a las propias limitaciones. Sólo así el relato podrá ser literariamente verosímil y moralmente equilibrado.
Flannery O´Connor relaja los preceptos religiosos que la inspiran a través del modelo de lectura que propone. No es una escritora imperativa o pacata. Hulga se quita su pierna ortopédica porque el vendedor de Biblias quiere ver la juntura entre la madera y la carne. La sexualidad genera miedo, es hostil, nos deja indefensos —indefensas— frente al enemigo. Flannery O´Connor, una excelentísima cuentista, expresa esa turbiedad con la línea de un relato que llega al lector con sencillez, pero que le deja una sensación de vacío y malestar en la boca del estómago.

miércoles, marzo 16, 2011

Orfeo en Nueva York, Fernando del Val

Difácil, Valladolid, 2011. 111 pp. 14,44 €

José Manuel de la Huerga

Otra vez Nueva York. Poeta en NY. Cuaderno de NY. JRJ en NY. Y ahora, rizando el rizo clásico, Orfeo en NY. Escribe el poeta Fernando del Val: «sólo hay imágenes inconexas/ a ellas se puede llegar en metro/ las veinticuatro horas».
El libro de apuntes del poeta es de larga tradición. Los poetas siempre llevan encima libretitas, papelitos garabateados. Y más aún, si los ojos del poeta son traspasados por los del periodista, incluso diría vampirizados. Es lo que tiene trabajar con las barajas mezcladas. Los apuntes del natural que obligan al periodista que quiere comer y pagar las facturas son traspasados por el poeta vate vago que se queda maravillados con el edificio que rasca el cielo e intuye en su altura desnucante al rey Kong con la rubia tiernamente cogida en su manaza.
Pero, y ahí radicará la novedad de Fernando del Val, ¿qué ocurre cuando un cruce de caminos clásicos atraviesa la ciudad escandalosa? A veces, la mueca expresionista: «oí un ladrido en la calle treinta y tres/ miré por ver si era hécuba exiliada». Otras, la broma macabra: la novena avenida se confunde con la novena de Beethoven, en homenaje a José Hierro. O el grito del ubi sunt?: «quién baja hoy a los infiernos como Orfeo/a desmancillar la justicia y darse un baño de multitud // quién baja hoy a los infiernos/aparte de los hollinados trabajadores del metro»”
Pero debería haber empezado por el principio, aunque me salvo con lo de las imágenes inconexas. Este poemario comienza con un hermoso poema que voy a fusilar completo. Es hermoso, es un hermoso pórtico, desalentador como pocos, pero que deja bien clara la posición de los ojos del poeta, su actitud ante el mundo: «no existe la pausa/ no existe el sigilo/ no existe la métrica/ no existe el compás// no existe la elipsis el reposo la medida/ el discreto caminar de los paquidermos// no existe la prudencia/ no existe la poesía// quieren sacarle los ojos al silencio// con dedos que parecen tenazas»
No hay lugar para la poesía en la NY de todas las naciones. Orfeo canta y no recibe el eco de su melodía, la voz se apaga en el tráfico de la urbe. Es un poema contenido, exacto, como la soledad del héroe que nadie sabe que lo es, y viaja en el metro callado.
Orfeo en NY es, por tanto, poesía política, vuelta a la mitología clásica, a su teatro, acaso como superación y hartazgo de la tan famosa frase por la que Marinetti pasó a la historia de la literatura. No, no es verdad, señor Marinetti, la Victoria de Samotracia, decapitada, con un ala mal cosida, tuvo que ser de una belleza sin par en la proa del barco griego, y es hoy de una belleza sin par en la subida de las escaleras en la galería del Louvre, porque forma parte de los mitos que siguen transitando las avenidas descoyuntadas de nuestra ciudad de Occidente. Aunque, para lo que nos vale…
Buscamos referencias clásicas en un lugar que las ha desvirtuado, o ha creado las suyas propias tan casposas: «Audrey Hepburn/ eterna/ con su tocado sus gafas su collar/ se arranca los guantes/ para ir al servicio/ y poderse limpiar más plácidamente el culo»
El poemario se completa con Prospect York, más apuntes del periodista con la sabiduría atravesada del poeta. Del Val sabe que NY es la quintaesencia de nuestra cultura, su pudridero perfecto, ahí daremos con nuestros huesos, con los de Truman Capote, con los de León Felipe, de quien siempre nos olvidamos, con los de los gatos perseguidos y esquilmados y los niños chicanos que revientan las pompas de agua para bañarse en la ciudad isla. NY de todas las naciones. NY para acarrear lo poco bueno que nos queda, la mirada de Orfeo, viejo, que canturrea una melodía que olvidó, buscando qué chica…, cómo se llamaba… Ay, los años no perdonan. Y qué frío hace, Dios…

martes, marzo 15, 2011

El perro que comía silencio, Isabel Mellado

Páginas de Espuma, Madrid, 2011. 128 pp. 14 €

Miguel Baquero

Tengo la costumbre, cuando leo un libro, de ir subrayando las frases que me parecen especialmente llamativas, en especial por lo novedoso, por lo poético, por lo distinto. Libros hay que se escapan (seguramente por mi torpeza) sin ningún rayajo; y otros como El perro que comía silencio, el primer volumen de relatos de la escritora chilena Isabel Mellado, que cuando llego a la última página y echó la vista atrás, encuentro llenos de líneas, de asteriscos, de notas al margen. Pero, por encima de esas impresiones súbitas, cuando uno concluye de leer este volumen de cuentos tiene la impresión de haber recorrido un pequeño edifico fascinante, de habitaciones lujosamente amuebladas, salones amplios, balcones con hermosas vistas, pero también pequeños cuartos íntimos y acogedores, e incluso trasteros misteriosos que esconden algún secreto. Una casa pequeña, pero llena de literatura.
“Hoy mi espejo se puso furioso porque llegué tarde a la cita matutina”, “observo esta mascota flaca que se llama cuerpo”, “entre el antes y el después no siempre hubo un ahora”, “el chirriar de la luna”, “si el reloj hiciera tac tic, ¿las cosas cambiarían”… son algunas de las frases y metáforas que he ido subrayando a lo largo del libro, pero el lector, a buen seguro, encontrará otras, de igual o más calidad. Porque El perro que comía silencio es una verdadera exhibición de lenguaje lírico bajo la forma de cuentos, un ejercicio, en ocasiones realmente exquisito, de imágenes nuevas, de comparaciones nunca planteadas, de situaciones diferentes.
El libro se compone de tres partes, aunque la melodía suena uniforme a lo largo de todas ellas: “Mi primera muerte”, donde los cuentos abarcan todo tipo de situaciones de la vida común (espléndido el cuento en que un viajero cambia de identidad con cada tren que toma); “La música y el resto”, donde los relatos se hallan centrados en el mundo de la música, las situaciones, los intérpretes, el público de los conciertos (la autora es violinista en la Orquesta Filarmónica de Berlín); y por último “Huesos”, la tercera parte, compuesta de pequeñas frases, metáforas, ideas, que poco tienen que envidiar a las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna, y que incluye también dibujos a vuelapluma de la propia autora.
El conjunto, aunque pudiera parecer un material disperso, está unido por un sentimiento poético sincero y genuino, que no se acoge a sensaciones comunes ni a tópicos líricos. Resulta sorprendente, para una primera obra, que su autora haya decidido arriesgarse con una propuesta nueva y ajena a lo trillado. Y aunque, como peaje inevitable, alguna vez, algún cuento, descienda en el nivel de calidad (“Eternidad 77x53”), o alguna de estas nuevas greguerías no consiga alzar el vuelo, el precio merece, sin duda, la pena ante el resultado final. No se puede ser sublime constantemente, e Isabel Mellado alcanza lo sublime en muchas partes de este pequeño libro, de lectura, y aun mejor, de relectura muy aconsejable.

lunes, marzo 14, 2011

Cristal Embrujado, Diana Wynne Jones

Trad. Gema Moraleda. Nocturna, Madrid, 2011. 332 pp. 16 €

Sofía Rhei

Estoy algo tentada de simplificar hasta el punto de afirmar que hay dos tipos de maneras de narrar sucesos mágicos: una de ellas apuesta por sorprender, deslumbrar y hacer que el mundo real palidezca a su lado (lo que quizá signifique que la realidad es un leve consuelo y tan solo un soporte para la fantasía de la mente), la otra trata de definir cuidadosamente parámetros verosímiles, igual que la ciencia ficción más rigurosa, y hace que el mundo fantástico se imbrique con el real retroalimentándose el uno al otro, sin que nunca se sepa exactamente dónde está la línea. Este proceso, de alguna manera, hace más real la magia, y al mismo tiempo, más mágica la realidad. Hay que prestar atención a cada detalle en lugar de esperar explosiones de fuego violeta. A esta segunda categoría pertenece Diana Wynne Jones.
Lo que pasa es que no existen solo dos maneras de narrar la magia. Hay magia con muchos puntos en común con la física, como la que describen Eoin Colfer en su saga juvenil (lo sobrenatural como tecnología del subsuelo), Madeleine L'Engle en su soberbia serie teseráctica, Lev Grossman en la inquietante Los magos (el reverso psicoanalítico de C.S Lewis, o cómo tratar con verosimilitud los cuentos de hadas), o, con un sabor más irónico, la que practican los magos más jóvenes de la Universidad Invisible. De este tipo (una magia muy relacionada con el trabajo y el estudio) es también la descrita por Susanna Clarke en su Jonathan Strange. En ese libro la autora se ocupa de la magia masculina, el Las damas de Grace Adieu se dedica a la de las mujeres. Esta distinción ha sido muy trabajada por Sir Terry Pratchett, creador de la cabezología, especialmente en Ritos iguales.
Existe magia que llueve misteriosamente del cielo como la de las Luces del Norte de Phillip Pullman, en la que se entremezclan el destino y el deseo de apropiación del ser humano de lo que no le pertenece; magia que es poco más que tiempo o fantasía en su máxima expresión, como sucede en los dos libros más famosos de Michael Ende. hay magia darwinista, como la de Brandon Mull o Holly Black, con complejas genealogías de seres conectados con la naturaleza. Determinado tipo de magia brota directamente de los libros: Cornelia Funke, Jasper Fforde, La historia interminable; o de los cuentos tradicionales: Kelly Link, Gregory Maguire, Robin Mc Kinley, Javier Ruescas. Otra está directamente relacionada con las funciones del cuerpo, como la de Millroy el mago. Hay una fascinante magia relacionada con los objetos comunes, como la que encontramos en muchos cuentos de Andersen, la que abre las puertas de Narnia, Oz o Wonderland, como la que practican Mary Poppins y muchos personajes de Roald Dahl, y después tenemos, una especie de santería depurada, urbana y llena de sorpresas como la que describe la deslumbrante Rachel Pollack. Magia de la ciudad en tanto que ser vivo y complejo: Neverwhere (Gaiman), Nocturnia (Simon R. Green), New Crobuzon (Mieville), Galveston (Sean Stewart), Roncavarancolia (Cotrina).
Hay magia oscura, injusta, brutal (Larrabeiti), contundente y derivada del destino (Tolkien), o construida a partir de una lógica interna llevada a sus extremas consecuencias (Mundodisco). Magia psicológica, a veces perversa, es la de de Anne Rice, Jonathan Carroll, Lisa Tuttle. Magia de sueños, deseos y pesadillas, maravillosamente poética, la de Oscar Wilde, Ray Bradbury, Angela Carter, Steven Millhauser, Mijail Bulgákov, Mervin Peake, Theodore Sturgeon, Maria Gripe, Ana María Shua, Jane Yolen.
Sin llegar al extremo de su devoto Neil Gaiman, que afirma sin rubor que «Diana Wynne Jones is the best. The very best. Honest.», no me parece arriesgado decir que si tuviéramos que escoger entre todos estos maestros de la magia tan solo los fundamentales, los originarios, siguiendo el criterio de la novedad y brillantez de su manera de describir lo extraordinario, Diana Wynne Jones estaría indiscutiblemente junto a Shakespeare, Dante, Andersen, Carroll, Tolkien, Ende y Ursula K. Le Guin.
Por supuesto que los ríos de la literatura se entremezclan sin cesar, y así debe ser, porque de otro modo cada escritor tendría que reinventarlo todo desde cero y no avanzaríamos gran cosa. Cada género tiene sus propias marcas y motivos recurrentes. Pero así como J. K. Rowling o Terry Pratchett recogen todos los tópicos para jugar con ellos desde su óptica, Wynne Jones siempre se ha esforzado en hacer que sucedan cosas nuevas, por imperceptibles que parezcan. Por la portada me daba la impresión de que el texto podía tener puntos en común con Mundoespejo, de Mike Wilks. Pero me equivocaba. No hay nada previsible en esta escritora.
La magia que crea Diana Wynne Jones esta relacionada, siempre, con la naturalidad, con lo cotidiano. Es del tipo que emplean sus interesantísimas contemporáneas, también británicas, Joan Aiken y Vivien Alcock.
Wynne Jones nunca advierta a sus lectores con un "preparaos, que ahora viene algo especial". Los sucesos extraordinarios se narran con el mismo grado de excepcionalidad que la recogida de hortalizas (porque nunca se sabe si en esas hortalizas, o a través de ellas, acabaremos por descubrir un secreto memorable). En este sentido su táctica es la contraria a los pirotécnicos Pratchett y Rowling, que rodean cada momento clave con una cohorte de señales y presagios digna de las grandes superproducciones de Hollywood. Wynne Jones está más cercana a la extraordinaria Le Guin, al inteligente Sapkowski, al sutil Millhauser.
Al comenzar a leer Cristal embrujado un lector desprevenido podría pensar que se trata de un libro realista, de una de esas encantadoras novelas de ingleses excéntricos. De hecho, este libro escrito en 2010 tiene un estilo tan perfecto que podría haber sido escrito muchas décadas antes. Hay sutiles ecos de Wodehouse, tan depurados que se le pueden escapar al que lea rápido (nunca hay que correr ese riesgo con esta autora).
Sin embargo, al avanzar en la lectura, se van detectando pequeñas cosas que se han deslizado ligeramente, sutiles comentarios con implicaciones no exactamente naturales, curiosos comportamientos que no acabarían de tener sentido en el mundo estrictamente real.
«Hay que quitarse las gafas y limpiarlas cuando se quiere que la gente haga lo que uno ha dicho.»
Como si el tipo específico de magia que describe fuera algo completamente familiar para el lector, Wynne Jones avanza en la narración sin detenerse jamás a dar una explicación. No se preocupa en absoluto de cual debería ser o no ser la edad o la personalidad de su protagonista según los criterios del marketing. Le da igual que su libro lo lean niños de catorce o señoras de ochenta: casi no parece un libro de ficción, sino el testimonio semidocumental de una serie de personajes a cual más imprevisible (sin que resulten grotescos) en su mezcla de personalidades muy reales con acontecimientos bastante inusuales.
De hecho, la finura psicológica a la hora de describir los caracteres hace que estos resulten vívidos precisamente a causa de su alejamiento de los clichés. Llama la atención la hondura de Aidan, el personaje infantil, que a veces recuerda al Eric de las series de Crestomancia por su prudencia y madurez. Ya sabíamos, de todas formas, lo que Wynne Jones era capaz de hacer con personajes menores de edad después de La hora del fantasma.
La trama no responde a ningún esquema tradicional, no está troquelada con patrones de iniciación, desafío, pérdida o injusticia. De hecho, hay dos protagonistas que tienen exactamente el mismo peso en el libro, malabarismo que a muy poca gente le sale bien.
Aidan es un niño cuyo nombre solo pueden pronunciar las buenas personas. Andrew es un adulto, un despistado profesor al que le cuesta tomar las riendas de su vida. Para él la magia es, literalmente, una molesta herencia de la que tiene que responsabilizarse. Por supuesto que cree en ella, siempre ha sabido que estaba allí mismo, pero no le causa demasiada admiración. Sin llegar a ser tan descreído como la familia a la que tiene que enfrentarse el pobre fantasma de Cantervile, Andrew no está dispuesto a que ningún fenómeno extraño le convenza de cosas que no son.
Según avanza la novela descubrimos un juego de personajes a los que ya conocíamos, pero que no se parecen necesariamente a lo que recordábamos de otras veces. O sí se parecen, y en realidad lo que estamos viendo ahora es su verdadera realidad, desprovista de "glamoures" varios.
Este libro, como todos los que he leído de esta autora, merece la pena ser releído. Es un sitio al que volver, un lugar con una entidad casi tangible. Alguien puede preguntarse que cómo es posible que los libros de Harry Potter se vendan por miles millones y los de Wynne Jones, si tan buena es, tengan una difusión mucho menor. Una de las respuestas es que los libros de Rowling son más fáciles de leer, en el sentido de que tienen una acción más vívida y proporcionan emociones más fuertes. El mal está mucho más presente en ellos. Contienen muchísimo más espectáculo. Y, desde luego, requieren muchísima menos colaboración por parte del lector. Le dan un camino ya trazado. Si te saltas un par de párrafos aquí y allá tampoco es demasiado grave. Sin embargo, Diana no te deja pasar ni una.
Por otra parte, paradójicamente, los chispeantes hechizos de Hogwarts solo existen unos cuantos momentos en la vida, mientras dura ese arco de fascinación. Después solo nos queda su recuerdo. Sin embargo, la magia cotidiana de Diana Wynne Jones, muchísimo más sutil, resucita cada vez que nos demos cuenta de que alguien se ha quitado las gafas al tratar de convencernos de algo. Una vez que entramos en ella, ya nunca desaparece por completo.

viernes, marzo 11, 2011

Tanta pasión para nada, Julio Llamazares

Alfaguara, Madrid, 2011. 155 pp. 17 €

Ignacio Sanz

Para empezar, este espléndido libro de doce relatos y una fábula, rinde homenaje en una nota aclaratoria al gran cuentista socarrón Antonio Pereira, ese clásico semioculto entre el bálago editorial que nos dejó en el 2009. Es una manera preciosa de comenzar la lectura y de situarnos en los que ha de venir. No es la primera vez que Llamazares aúpa a su paisano, un gesto generoso que, teniendo en cuenta la difusa invisibilidad en la que se movió Pereira, lo engrandece. Una vez más.
En esa nota inicial, el autor habla del nihilismo que atraviesa la médula de estos cuentos como parte de una de sus constantes literarias. En efecto, el nihilismo está latente en este ramillete de cuentos, pero también la melancolía poética y cierta ráfagas de humor que los hacen más transitables. Y un desasosiego creciente que aparece, sobre todo, en “Un cuento de encargo”. Y la pasión por la narración pura, por el gusto de contar y contar que está presente en todos.
En algún momento, mientras leía, me he sentido recostado en un escaño, en La Puebla de Lillo o en La Mata oyendo la voz grave de Llamazares, como si estuviéramos en una vieja cocina, al calor de la lumbre pero, sobre todo, al hilo de las palabras que alimentaron los filandones de su tierra. Por ejemplo, ese eco a los filandones aparece claramente en “Las campanas de Cuerna”, “Música en la oscuridad” o “Médico en la noche”. Tiene uno la sensación de que estos cuentos podrían ser trasunto de la realidad, crónica de la biografía del propio autor. También he escuchado el eco lejano de don Pío Baroja en el ritmo de la prosa, pero también en el trasfondo ideológico algunos personajes, en concreto, en aquellos cuentos alentados por personajes que resultan esquivos al sistema, ajenos a los principios dominantes del mercado. Y, cómo no, también revolotea por ahí el Camus de El extranjero”.
La primera ocupación literaria de Julio Llamazares fue la poesía. Algunos de estos relatos escritos en prosa, son poesía destilada. Por ejemplo “El lilar de las monjas” o “A Primout no vuelve nadie”, un homenaje al poeta Ángel González. Qué maravilla. Se nos queda el libro entre las manos y el pensamiento viaja hasta aquella aldea remota y olvidada de los Picos de Europa, donde el poeta asturiano comenzó su vida laboral como maestro y donde vuelve 50 años después, contraviniendo el diagnóstico del viejo alcalde. Y nos enlaza con otra de las preocupaciones de Llamazares, los pueblos abandonados, esos pueblos que un día alentaron vida y donde ahora campa el olvido y la desolación. Julio sabe bien de lo que habla.
En definitiva, aquí está resumido el mundo de Llamazares, la reflexión metaliteraria, los maquis que aparecieron en “Luna de lobos”, su primera novela, los pueblos abandonados de su mítica “La lluvia amarilla”, la gesta legendaria del futbolista Djukic, la mirada poética sobre una realidad cruda y desasosegante. Como la vida misma, esa vida que inútilmente perderemos, pero que, gracias a relatos de este calibre se hace menos áspera, más transitable.
Y para cierre, esa fábula, apenas siete líneas, titulada “El día de mañana” y que, como “La novela brasileña” de Pereira, nos deja con el pensamiento cabalgando y cabalgando, como si saboreáramos un caramelo de largo aliento. Como los grandes vinos.

jueves, marzo 10, 2011

A merced de la tempestad, Robertson Davies

Trad. Concha Cardeñoso. Libros del Asteroide, Barcelona, 2011. 344 pp. 20,95 €

Ángeles Prieto

Todas las generalizaciones dejan entrever los desconocimientos y carencias de quiénes las formulan, cuando no demuestran grave ignorancia. Y tras una larga historia de desencuentros, mala comunicación, problemas de frontera y guerras entre ambos países, Estados Unidos y Canadá establecieron también serias barreras culturales mediante la creación de tópicos mutuos, como todos los vecinos, buenos o malos, han establecido a lo largo de la Historia. Parte de esos tópicos son añejos y coloniales, como producto de las herencias de sus metrópolis fundadoras respectivas, sin embargo otros lugares comunes, muy desafortunados, no lo son, y podemos achacarlos directamente a la competición comercial entre ambos estados. Porque por esta causa, y ninguna otra, hay quiénes contrastan sin problemas la literatura norteamericana con la canadiense, adjudicando a la segunda todo el academicismo, reflexión, letargo, modorra y sopor que nunca reconocerían encontrar en el país de los cambios sociales fulgurantes, las apasionantes aventuras o la búsqueda de la Gran Novela Norteamericana.
Afortunadamente en los últimos años, y gracias a magníficas traducciones, estamos conociendo en España qué es y en qué consiste lo mejor de la literatura canadiense, con ese interesante y rico acervo cultural, del que tanto ignoramos, en contraste con todo lo que sabemos de la historia y la literatura norteamericanas. Cuatro nombres en concreto, por su calidad y magisterio, están ahora mismo despertando en la prensa española elogios unánimes: Alice Munro y Mavis Gallant como las grandes damas del relato corto; Saúl Bellow y Robertson Davies, como principales adalides de la amena, culta y apasionante gran novela canadiense.
A merced de la tempestad, la novela de Robertson Davies que ahora comentamos es un título primerizo, pero debemos recordar que El gatopardo de Lampedusa también lo fue, y con aquella guarda la similitud de tratarse también de una novela tardía que sin duda sabe transmitirnos el espíritu de un lugar y de una época. Pues, pese a recoger algunas características de los autores que empiezan, como expresarnos directamente sus opiniones sobre los escritores románticos o respecto a la maravillosa música de Purcell, nos encontramos también ante una novela magnífica gracias a sus muchos aciertos: la penetración psicológica inteligente demostrada en todos los personajes secundarios, y con especial acierto en Hector Mackilwraith, finalmente gran protagonista; el paralelismo divertido con la gran obra tardía de Shakespeare; la observadora descripción, no exenta de humor, de la vida social en la pintoresca Salterton, inventada ciudad mercantil, con su destacada Universidad, su Juzgado y sus dos grandes catedrales; el poderoso dominio demostrado en el estilo ágil, ameno y periodístico de la narración y en los no menos interesantes y humorísticos diálogos.
Así, el resultado de esta primera parte de la Trilogía de Salterton, no pudo ser más venturoso, a corto camino ya de El quinto en discordia o Mantícora, primera y segunda parte de la Trilogía de Deptford, auténticas obras maestras independientes que ningún lector entrenado debería pasar por alto. Porque tras una licenciatura en Oxford y una exitosa carrera tanto en dramaturgia como en periodismo, fue como Davies pudo luego deleitarnos y convertirse en el maestro mundialmente famoso que logró ser, gracias a su talento narrativo en esas once novelas tardías en las que derrochó su imaginación y lucidez. Y es sólo ahora cuando en lengua castellana, gracias a las preciosas ediciones, y mejores traducciones, de los Libros del Asteroide, nos hemos podido quedar boquiabiertos con siete, esperando que lleguen a nuestras manos todas ellas. Unas novelas divertidas cuyo estilo ágil iguala y aún sobrepasa, al mejor Mark Twain, el de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, para dar así una lección en toda regla a quiénes afirman, estúpidamente, que la literatura canadiense es aburrida.

miércoles, marzo 09, 2011

Zoom, Manuel Espada

Paréntesis, Sevilla, 2011. 192 pp. 13 €

Miguel Baquero

“Imaginar el mundo al revés”, ese parece ser el objetivo, radicalmente literario, de Manuel Espada, uno de los mejores microrrelatistas de este país. Hace apenas unos meses, Manuel Espada nos sorprendió con un magnífico libro de relatos, en aquel caso algo más extensos, titulado Fuera de temario, una obra que compartía con ésta que ahora sale a escena el mismo deseo de romper con lo establecido, llegando incluso (o en primer lugar) a romper con lo lógico; un afán por contemplar la vida cotidiana de forma sustancialmente distinta, desde “el otro lado”. Una reivindicación, en definitiva, de la ficción sin reglas, acercándose al surrealismo pero sin caer en la autocomplacencia en que acabó apagándose aquel viejo movimiento.
La principal diferencia con los surrealistas es que, mientras aquellos parecían empezar y agotarse en sí mismos, la imaginación que propone Manuel Espada (tanto en Zoom, como en Fuera de temario, como en su primer libro de cuentos, significativamente titulado El desguace), parte de un asunto cotidiano y aparentemente trivial, y concentrándose en el detalle (el “zoom” al que alude el título del libro), al levantar la vista de él contemplamos una realidad distinta, un mundo en el que el tiempo puede volver hacia atrás, las pacíficas e hipotecadas casas de pronto se convierten en mansiones espectrales, uno tropieza con su asesino repetidas veces en el día o los cuerdos son encerrados en los manicomios.
Asimismo, se entremezclan con estos relatos de raigambre cotidiana otros que tienen su origen en la literatura, o al menos en el papel impreso: hemorragias de palabras en la biblioteca, personajes de cómics hartos de compartir página impar con tipos de mala catadura, o escritores que se creen caballeros andantes y que en sus novelas hacen que sus personajes queden mancos en batallas navales. Pareciera que, en sus relatos, Manuel Espada va girando el ángulo de la realidad, cada vez de forma más acusada, 60, 90, 120 grados, hasta llegar a los 180, en que el mundo ha dado la vuelta por completo. En este sentido, no es casual la inclusión en el volumen de una recreación del famoso relato “El lobo-hombre en París”, maravilloso breve en el que Boris Vian consiguió forzar de forma espléndida ese plano con el que ahora juega Manuel Espada.
Compuesto de relatos en torno a las quince o dieciséis líneas (en ocasiones la extensión se reduce a un renglón, otras veces el relato alcanza, todo lo más, la página y media) no por ser breves los cuentos dejan de tener “cuerpo”, en ocasiones mucho más que el de una novela amplia, y llevan a detenernos en su lectura y a volver sobre las páginas, intrigados o fascinados por la solución, como lo haríamos ante los gruesos volúmenes de una biblioteca repleta. Tampoco casualmente el libro lleva por subtítulo: “ciento y pico novelas a escala”. En realidad, en numerosas ocasiones se trata de eso, de comprimir una novela en un espacio mínimo, un espacio donde, además, es frecuente que se rompan las leyes de la lógica.

martes, marzo 08, 2011

El juego del mono. Ernesto Pérez Zúñiga

Alianza Editorial, Madrid, 2011. 316 pp. 18,50 €

Doménico Chiappe

En El juego del mono, un profesor de literatura se muda a Algeciras para dar clases en un colegio público. Conoce a los habitantes, algunos contrabandistas, y visita el peñón de Gibraltar de vez en cuando, como forma de escape y recreación. Ahí secuestrará a un mono, de los que roban y divierten a los turistas (él, uno más), y lo encerrará en el sótano de su casa alquilada, en cuya cercanía apareció un cadáver y donde aparecerá un manuscrito. En esta narración hay tres rasgos propios del autor:
1) El ambiente cotidiano y sin embargo opresivo. De ahí que la primera mención, de las muchas que se encuentran en la novela, sea para Onetti.
2) La delimitación temporal en el hoy, el aquí, el ahora, y no obstante la universalidad de los personajes.
3) Los personajes, tan habituales, tan del vecindario, pero descubiertos en un mundo íntimo que deja entrever la mediocridad de sus habilidades, la impotencia de encontrarse sin salidas, atrapados en un laberinto de setos que no son más que la realidad y las circunstancias propias.
Como advertencia al lector, una línea: «Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos». Lo real y lo onírico fluyen como el traspaso de una frontera física (Algeciras) a otra (Gibraltar). O como el paso del bajo de la casa al sótano. La pequeña tragedia diaria del profesor se cuenta con una estructura de matrioshka, muñeca que abre su panza en la página 113, con el capítulo “La historia que me contó el mono”. En ese momento, la narración principal, la de este profesor incómodo aunque apoltronado, cede ante un manuscrito encontrado en el sótano de la casa de Algeciras, donde está prisionero el primate de Gibraltar.
Lo que “cuenta el mono” pertenece a otro prisionero: un hombre en medio de la naturaleza, con lo que se establece una paradoja, porque el mono residente en el sótano es otro prisionero pero en medio de la ciudad. Dos rehenes o uno solo. O, quizás, el futuro del profesor. La incertidumbre del lector juega un rol de tensión en toda la trama. «No entiendo este juego. Entiendo que encerrarme es un acto en extremo cruel, en extremo inexplicable», dice el narrador. Otra paradoja: el secuestrado que narra esta segunda parte debe aprender a escribir, mientras que quien lo lee, un profesor de literatura, debe enseñar a leer.
El prisionero del manuscrito enloquece bajo el yugo de La Mujer del Jardín y, mientras lee este legado, el narrador-protagonista, recorre un camino similar. Este tránsito, el de la locura, el que ocupa la última parte de la novela, “La Mujer de la Máscara, La Chica de la Nariz, La Niña de la Ducha”, se atraviesa de manera minuciosa, oscura, nebulosa. Con saña, con lentitud, se camina por una cuesta que lleva a lo terrible, hacia una cima de zoofilia (mujer-perro / hombre-mono / mujer-mono), contada con elegancia, repleta de silencios esclarecedores, de la que el protagonista solo se precipitará al vacío, como si cumpliera una sentencia, una predestinación.

lunes, marzo 07, 2011

Jaque a la reina muerta, Carmen Güell

La Esfera de los Libros, Madrid, 2010, 264 pp. 22,90 €

Amadeo Cobas

Es sencillo devolver a la vida personajes históricos –sobre todo si son secundarios en la Historia– para cubrirlos de una pátina de idealismo que los convierta en casi irrepetibles, que los revierta en un ejemplo de modernidad, unos adelantados a su tiempo. Es sencillo, sí. Intentarlo, claro. Porque lograrlo ya es otro cantar. Lograr que Germana de Foix, reina consorte de Aragón, virreina de Valencia, marquesa de Brandemburgo y duquesa de Calabria cobre vida, y verosimilitud lo que de ella se relata, es el propósito de Carmen Güell.
Y lo logra con solvencia.
Nos muestra la escritora a una reina que aunque se conforma –porque no le queda más remedio– con el rol que le toca desempeñar como mujer de su época (siglo XVI), siempre en segundo plano con respecto al hombre, se rebela al menos opinando en contra de las imposiciones masculinas que le toca sufrir; máxime en su caso, que como esposa del rey ya sabe lo que le toca: darle a Fernando el Católico un heredero. A ver si así consigue la estirpe Trastámara perpetuarse en el trono de Aragón y ¿quién sabe si algo más?... ¿Acaso no evidencia signos de locura Juana, la hija de su marido? A ver si no cómo se entiende que traslade los fétidos despojos de su fallecido esposo, Felipe el Hermoso, desde Burgos a Granada, en procesión nocturna que duró… ¡ocho meses! No, quizá sea excesivo considerar que Germana ansiaba darle a Fernando un vástago –varón, majestad, si a vos no os molesta, es de suponer que propondría algún consejero…– para la sucesión al frente de la corona de Aragón. No, estos intereses están alejados de la mente de la reina. La prueba es que ella misma confiesa que anhelaba tener un hijo, pero con una intención más loable: para mimarlo, malcriarlo y que él le dijera: te quiero, mamá.
Dentro del acierto general del tratamiento dado a la novela, destaca el uso de la narración en primera persona, acercando los pensamientos íntimos, las inquietudes de Germana de Foix ante el reto que se le presentaba: suceder a Isabel la Católica casándose con su viudo. Y su zozobra: «No podría evitar que me compararan con ella a cada momento»; y su deseo: «Ya me hubiera gustado poseer su misma energía y feminidad».
Porque no tuvo una papeleta fácil ni agradable. Ella, con sus puros 18 años, casada con Fernando el Católico, de 53 batallados años. Un viejo, perdido ya parte de su empuje físico a causa de los estragos de tanta guerra y tanta intriga, «calvo, de feo semblante y espalda encorvada», así lo describe la protagonista tras su primer encuentro. Eso sí, el rey aragonés no ha perdido ni un ápice de su artera sabiduría en materia diplomática y política: «La política, y sólo eso, era su vida, lo primero y lo único que le importaba de verdad». Estas conclusiones sacó Germana de sus primeros días de matrimonio…
Porque como mujer de su tiempo hubo de claudicar a las imposiciones reales en forma de boda de conveniencia. La primera impuesta por el rey de Francia para sellar una alianza con el rey de Aragón; la segunda y tercera por mandato del rey de las reunificadas Castilla y Aragón: Carlos I de España y V de Alemania.
Pero era sabia. Dando cabo a su vida, la protagonista de esta novela reflexiona y aplica esa innata sabiduría, aliada con su experiencia, para afirmar con rotundidad: «la felicidad no es vivir una pequeña vida sin embrollos, sin cometer fallos ni moverse. La felicidad consiste en aceptar la lucha, el esfuerzo, la duda y avanzar sorteando los escollos». Perspicaz máxima, a mi entender, aunque peligrosísima también para emitirla una fémina en esa Edad Moderna que le tocó vivir, por mucho que el Renacimiento porfiase por abrir ventanas en las obtusas mentalidades masculinas. No olvidemos que la Inquisición merodeaba para velar porque nadie desviase ideas heréticas –qué fácil debía de ser convertirse en reo de una conducta punible para el Santo Oficio–, so pena de aplicar un devenir cruento: humillación pública, potro de tortura, auto de fe…
Nos ofrece el primer plano de esta novela a una maravillosa actriz. Supo desempeñar su papel aunque la Historia la ocultó tras demasiados personajes principales. De ahí la libertad que disfruta Carmen Güell para apartar de arquetipos a Germana y darle visos de modernidad aunque, como la propia autora matiza en el epílogo, está «lejos de ser una heroína». Es verdad, quizá no lo fue en su época, pero lo es desde el momento en que resucita para cualquier lector que se adentre en esta amena forma de narrar, sucinta en floreos y nula en relleno vano, con la cadencia adecuada para paladear estos golosos manjares ofrecidos, a imagen de la reina –placer sublime para Germana de Foix era la comida: su perdición fue, encadenándola a la obesidad–, un relajo su vida de un matrimonio de conveniencia a otro, plegada a los deseos reales, permítaseme esta frivolidad, seguro que pocos aceptarían hoy en día estas obligaciones para sus vidas.
No deberá pasar esta revisión histórica al olvido. No lo merece su autora ni lo merece su alteza la protagonista. Por inteligente, por pensar por sí misma y por valiente.
Quede subyacente ese enigma que se bosqueja en las postrimerías de la obra, referente al resultado de los encuentros íntimos entre Germana y su majestad imperial Carlos V.
¿Será verdad lo que insinúa?...