lunes, febrero 28, 2011

Tempus Fugit. Ladrones de almas, Javier Ruescas

Alfaguara, Madrid, 2010. 296 pp. 14,50 €

Sofía Rhei

¿Para qué sirve la literatura juvenil?, oímos preguntar a veces.
A mí también me gustaría, si no vivir, al menos poder echarle un vistazo a ese lugar donde uno pudiera dejar sobre la mesilla de noche de un niño de nueve años la serie completa de "Fundación", y esperar que al cabo de una semana el niño, entusiasta, hubiera deducido los fundamentos básicos de la sociología y de la psicohistoria pasando un agradable rato. Pero me temo que a menos que uno sea el nieto (intelectualmente malcriado) del mismísimo Isaac Asimov, eso es demasiado pedir.
La literatura juvenil está ahí, misteriosa incluso para quienes la escribimos, a medio camino entre las lecturas con ruedines y las motos de competición. Pero eso no significa que uno deba saltarse el importante paso de probar una bicicleta, helarse los nudillos cuando hace frío, despeinarse en todos los ángulos posibles y dejarse llevar por su incertidumbre y su tambaleo, como hace Hanna.
La libertad extrema, el dominio del espacio e incluso y el tiempo, no son más que la cárcel definitiva en el mundo diseñado por Tempus Fugit. Quien controla los transportes lo conoce todo. Por eso, la diminuta rebeldía de una adolescente que se niega a utilizar las cabinas de teletransporte va cobrando dimensiones más y más preocupantes para aquellos que vigilan desde arriba. Como siempre, son las cosas pequeñas, las grietas imperceptibles lo que hace que se abra una brecha en la roca: un error inexplicable que se intenta enmendar, una desaparición que cobra relevancia.
La excentricidad y la vestimenta de esta adolescente nos recuerdan un poco a la niña Momo, pero su personalidad es distinta porque Hanna es activa en vez de ascética y está movida por inquietudes impulsivas, como buena adolescente, sin que nunca le falten buenos motivos para ello. Los tres protagonistas son un abanico de personalidades y circunstancias con mucho interés: por una parte parece que no podrían ser más distintos, y por otra se acaba descubriendo que lo que tienen en común es precisamente esa parte de la naturaleza humana que merece ser salvada. Este trabajo psicológico implícito hace que el exoesqueleto de desolación tecnológica cobre un alma cálida, ya que es imposible no identificarse con alguno de los tres protagonistas.
Siempre es de agradecer que en un libro no dejen de pasar cosas, y que esas cosas se sucedan a la mayor velocidad posible. Las aventuras de Hanna enganchan desde el primer momento, despertando la curiosidad de un lector que irá desenmarañando al mismo tiempo que ella la compleja red en la que están atrapados los ladrones de futuros.
El mundo que construye Javier Ruescas tiene ingredientes distópicos, pero en mi opinión estos conviven casi con sugestivas imágenes relacionadas con la fábula moral. Quiero decir que lo importante o no es la minuciosa descripción del tipo de tornillos de energía o de paneles de cristal fotosensible, como a veces sucede, sino las causas de esta sociedad contaminada (por elementos que tanto abundan en la nuestra), y las consecuencias de sus errores para el conjunto de la población. El autor indaga en el porqué del futuro.
No cuento más. Merece la pena dejarse llevar por esta fábula de elecciones personales y responsabilidades con uno mismo. Se trata de una ficción científica muy verosímil y bien resuelta, inteligentemente escrita, con cierto regusto poético, que recuerda a Michael Ende o al Brazil de Terry Gilliam en la construcción de sus parámetros. Como todos los libros, describe solo una de las posibilidades que una trama con tantas ideas y potencial podría dar de sí. Para eso sirven las novelas: para despertar cientos de otras posibilidades en la mente del lector.
Ahora tengo treinta y dos años, y después de haber coqueteado con todos los géneros conocidos, ningún tipo de literatura me parece tan satisfactoria y completa como la ciencia ficción, y especialmente, todos sus híbridos: Catherine Asaro, David Brin, Neal Stephenson, Jasper Fforde, Connie WillisDelany, Zelazny, Adams, Stewart… Puedo disfrutarlo mucho ahora, pero ojala hubiera caído en mis manos Tempus fugit cuando era adolescente. Habría cumplido plenamente su propósito de hacer crecer los puntos de vista, de forzar a la imaginación a aplicarse sobre el aquí y el ahora. Este, sin duda, es uno de los mejores regalos para alguien de esa edad. Es uno de esos libros que crean lectores.

viernes, febrero 25, 2011

Brooklyn, Colm Tóibín

Trad. Ana Andrés Lleó. Lumen, Barcelona, 2010. 315 pp. 18,90 €

Coradino Vega

Quizás toda forma de literatura sea un artificio, una mentira, pero hay obras que lo aparentan menos y otras que lo aparentan más. Por otro lado, la tarea de narrar una historia acaecida en un tiempo remoto a la experiencia del novelista corre el riesgo de la insinceridad. También puede que todo esto no sea más que prejuicios tan generalizados como relativos, asentados fundamentalmente en parte de la crítica y en las escuelas de escritura creativa. De ser así, Brooklyn sería un magnífico ejemplo para romper con la tentación de cualquier tipo de amordazamiento previo. Contada de un modo completamente lineal, desde un punto de vista en tercera persona apoyado en la protagonista que nos sumerge de lleno en su conciencia al tiempo que guarda una distancia exacta de seguridad, la última novela de Colm Tóibín pone de manifiesto cuán importante es la forma para que lo que se cuenta sea lo que se quiere contar.
A priori estaríamos ante un relato ‘déjà vu’: Eilis Lacey, señorita de un pueblo del sudeste irlandés, emigra a Estados Unidos a principios de los cincuenta para encontrar trabajo; es decir: típica historia de viaje en barco, llegada a Nueva York, dificultades de adaptación, relación sentimental, paulatina transformación y conquista del sueño americano. Situado su inicio en España pasaría, para algunos, por una novela sospechosamente costumbrista. Y sin embargo, por más que la trama sea a groso modo ésa (final escatimado, no se preocupe el lector), todo en Brooklyn resulta original, verdadero, de una autenticidad vital sobrecogedora, magistral, de una templanza, un virtuosismo técnico y una perspicacia psicológica a la altura del protagonista de una anterior novela de Colm Tóibín titulada The Master: Henry James. El secreto radica precisamente en la verosimilitud de su forma. Cómo contar la emancipación de una mujer que nos evoca a Jane Austen además de a James, con una sobriedad contemporánea como de entre Alice Munro y J.M. Coetzee. Cómo lograr esa sustancia y esa solidez con una superficie tan difícil de ligera, con un estilo tan limpio, suave y contundente al mismo tiempo, de una ―podríamos decir― sofisticada contención, que provoca en sí la placidez del que lee lo muy complejo escrito de modo muy sencillo. No hay un solo detalle que denote voluntad de estilo en esta obra de Tóibín, ostentación, gesticulaciones ni grandilocuencia. A la humildad de su propósito inicial (contar simplemente lo que le pasa a Eilis) se le suma el deliberado paso atrás que da el autor hasta hacerse invisible. Así, nos muestra todo de manera transparente sugiriendo lo justo, siendo explícito sin incurrir en ningún exceso explicativo: el pasaje en un vagón de tercera a través del Atlántico, la casa irlandesa en Brooklyn de la señora Kehoe, el oficio de dependienta en unos grandes almacenes, los cursos nocturnos de contabilidad, el noviazgo, un suceso trágico, la vuelta a Irlanda, los factores que alimentan la indecisión. Una historia sobre el exilio y el arraigo, tremendamente emocional, que no cae en ninguno de los clichés del sentimentalismo. Porque no debería confundirse el estilo despojado de Tóibín con cierto minimalismo que sólo oculta la incapacidad de transmitir emociones, conmover al lector, estrecharle la mano y reconciliarlo con la literatura como se hacía antes de la pérdida de la inocencia literaria. Brooklyn demuestra que no hace falta una mirada oblicua para ser original, ni una voz empoderada, ni tan siquiera el sobrevaloradísimo talento, sino que basta el oficio de contar muy bien esta deslumbrante historia sobre el destino y la fatalidad, poblándola de unos personajes dotados de una dignidad y una inteligencia que evitan todo tipo de condescendencia.
De entre la proliferación de títulos con referencias a Nueva York que últimamente ocupan las mesas de las librerías españolas, muchos situados del lado por el que sopla el viento de la moda y otros al calor del oportunismo comercial, merece la pena acercarse a Brooklyn por la honestidad de su planteamiento, por la comprensión de algo tan complejo como el haz de verdades y mentiras y azares y contradicciones y decisiones y determinismos que forma la vida, y porque rehúye precisamente de eso que parece ir asociado a una novela sobre la conformación de Nueva York: los aires de grandeza épica de la llegada a Ellis Island cuando, desde el barco, el inmigrante vislumbra la Estatua de la Libertad.

jueves, febrero 24, 2011

Juego de cartas, Max Aub

Cuadernos del Vigía, Granada, 2010. 190 pp. 50 €

Luis García

Max Aub está vivo. Incluso diría, que está mas vivo que cuando Antonio Muñoz Molina leyó su ya conocido discurso Destierro y destiempo, con el que habría de ingresar años atrás en la Real Academia Española de la Lengua. Ahora, casi quince años después, y cuando muchos, entre los que me incluyo, creíamos conocer, que no leer, casi toda su obra, la Editorial Cuadernos del Vigía “se descuelga” con una curiosa iniciativa: la edición de Juego de cartas. Una curiosa novela epistolar que fue tan solo editada en una ocasión en México en 1964. Bien. Juego de cartas es una broma literaria, compuesta de 108 cartas en las que Aub va desgranando una novela por una de sus caras, la vida y pesares de Máximo Ballesteros contada por sus amantes, su mujer, sus amigos y amigas (¿tenía amigas y amigos?, me pregunto?)… Se me olvidaba decir que Máximo, Max, en diminutivo, lo que no hace sino alargar el ingenio, ya esta fallecido, muerto y enterrado, y uno de los objetivos del juego, es descubrir si dicha muerte ha sido un suicidio como mantienen Miguel Ángel y Gloria en sendas dividas. Da igual. Asesinado por Carmen, o mero accidente, natural u objeto del desaire de algún malentendido, a algunos y algunas les tiene sin cuidado, caso de María José, posiblemente antaño una amante despechada que dice: «Amiga Jacinta: Me tiene sin cuidado la muerte de Máximo. Ahora se dará cuenta Carmen de lo que ha perdido, de cómo echó a perder dos vidas…» Lo que no se puede negar, es que comencemos a leer por la carta que se comience, estamos ante uno de los más ingeniosos experimentos narrativos del siglo XX. Lo que no es poco decir. Pero no podemos dejar de hablar del reverso de la baraja, en este caso tan importante como la propia novela en si. Max Aub le encarga al pintor vanguardista catalán Josep Torres Campalans, como él exiliado en México, una serie de dibujos de ascendencia naif. Su alter ego. Porque Josep Torres Campalans es una impostura de Max Aub, una broma más en este laberinto conformado por Juego de Cartas. Insisto, una gran novela experimental por la que no pasa el tiempo, pero por la que es fácil a medida que se van leyendo las misivas observar todos los puntos de vista que la conforman: dolor, amor, pasión, miedo, desprecio, ira, insulto… formando lo que se ha denominado una novela cubista.

miércoles, febrero 23, 2011

El espíritu de Praga, Ivan Klíma

Trad. Fernando de Castro y Dolors Udina. El Acantilado, Barcelona, 2010. 264 pp. 19,50 €

Juan Pablo Heras

Antes de abrir el libro, leemos en la cubierta trasera que su autor, Ivan Klíma (Praga, 1931), sufrió de niño los rigores de un campo de concentración nazi (por judío) y de adulto la opresión de un régimen comunista (por intelectual). Y nos viene a la cabeza el famoso proverbio atribuido a los chinos: “nunca vivas tiempos apasionantes”. No sé si el maltratado premio Nobel Liu Xiaobo suscribiría estas palabras, pero lo que queda claro de la lectura de este libro, tras cerrarlo y reencontrarse con la biografía de la cubierta trasera, es que a la largo de su difícil supervivencia, Ivan Klíma gozó de pasiones que apenas podemos imaginar -¿por suerte?- los que, por ahora, vivimos tiempos más aburridos.
El presente volumen recoge una serie de artículos publicados originalmente entre 1975 y 2005, que van desde la remembranza autobiográfica al ensayo político, ecologista o literario. Lo que abraza a este material disperso viene a ser su propio título, El espíritu de Praga, una suerte de actitud particular que los checoslovacos mostraron durante el largo siglo XX hacia los diversos fanatismos que les fueron azotando. Los praguenses asumieron y promovieron sucesivos cambios de régimen en medio de una inusitada ausencia de derramamiento de sangre; y aunque la violencia sistémica de nazis y comunistas contara con vergonzosos silencios y viles adhesiones, el firme compromiso de los opositores por la paz y la libertad dio lugar a fenómenos tan admirables como la primavera de Praga de 1968 y la revolución de terciopelo de 1989.
Como se puede adivinar, Klíma tiene mucho en común con Milan Kundera. Respecto a éste, carece de su trazo genial, pero en cambio está dotado de una lucidez envidiable. Artículos como “Los poderosos y los impotentes” o “La lucha de la cultura contra el totalitarismo” podrían formar parte de la mejor antología de textos de Educación para la Ciudadanía. Otros como “El fin de la civilización” o “Breve reflexión sobre la basura” se adelantan a su tiempo en la defensa de una forma de vida sostenible. Es curioso observar cómo reflexiones elementales de tipo ecologista, hoy tan repetidas que han sido arrolladas por la apisonadora triste de la rutina, refulgen de nuevo en textos escritos allá por 1975. Es más, resulta sorprendente comprobar que las actitudes negacionistas que ya existían entonces, las de aquellos que desprecian todo cuidado en virtud de una milagrosa capacidad de autorrecuperación de la Tierra, eran atribuidas por Klíma a los marxistas más recalcitrantes, que no aceptaban despertar del sueño falaz del progreso ilimitado. Que ahora estas posturas estén asociadas a los adelantados del capitalismo nos hace entrever que estamos siendo víctimas de otro tipo de utopía, quizá más borrosa y discreta, que basa el crecimiento constante de la felicidad mundial en la acumulación de beneficios financieros a costa de los recursos finitos del planeta.
Tras la ocupación soviética de 1968, Klíma tuvo la oportunidad de vivir un apacible exilio en una universidad de Estados Unidos. Y sin embargo, decidió jugarse la vida, volver a su país para trabajar en la clandestinidad y sufrir la persecución de la dictadura, que ya preparaba un proceso contra él y su familia. A cambio, experimentó «la satisfacción de que libros que se difundían sólo por medio de copias o en ediciones publicadas en el extranjero les dijesen algo a la gente, que los lectores los buscaran afanosamente y estuviesen agradecidos» (pág. 190). Es decir, que la imposibilidad de publicar en libertad dio a sus obras el valor que todo escritor sueña para las suyas. Consciente de la paradoja, Klíma viene a decirnos que la lucha merece la pena, que los escasos momentos de felicidad que logró robar a tan largos periodos de opresión compensan la angustia y la desesperanza. ¿Qué decíamos de los tiempos apasionantes?
Sin embargo, Klíma no es un abanderado incondicional de la literatura de compromiso político. Una de las reflexiones más interesantes que aborda el libro se esconde bajo su particular lectura de la obra de otro célebre compatriota en el artículo “Las espadas se aproximan: las fuentes de inspiración de Franz Kafka”. Klíma interpreta muchas de las obras fundamentales de Kafka a la luz de experiencias vitales aparentemente banales. Kafka escribió El proceso y En la colonia penitenciaria cuando todo su alrededor temblaba por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sus cartas y diarios prueban, a juicio de Klíma, tanto la indiferencia por los conflictos internacionales como su tremenda angustia por la inminencia de un compromiso matrimonial. Es decir, que Kafka se desentendió por completo de los graves problemas de la sociedad de su tiempo y se dedicó a exorcizar sus problemas personales en su secreta obra literaria. Lo asombroso es que ahora sus textos nos parecen –y lo son- el reflejo más certero y estremecedor de la sinrazón que se apropió de la humanidad durante el siglo que dejamos atrás. Lo que viene a decirnos Klíma es que Kafka, desde su confinamiento espiritual, demostró un compromiso insuperable con la esencia de lo humano, mientras que muchos otros intelectuales que se creían impulsados por un afán de salvación o redención de la especie, se sumergieron en apriorismos ideológicos de tal modo que olvidaron lo mejor de la tradición cultural y se volvieron ciegos ante los horrores de los totalitarismos contemporáneos. No cabe callar ante la injusticia, pero es en la defensa de la intimidad, de la duda, de la sinceridad con uno mismo y de la libertad de la mirada, donde se encuentra el más profundo respeto hacia nuestros semejantes.

martes, febrero 22, 2011

El pájaro espectador, Wallace Stegner

Trad. Fernando González. Libros del Asteroide, Barcelona, 2010. 312 pp. 18,95 €

Ariadna G. García

En 1958 un cineasta japonés, Keisuke Kinoshita, daba a la historia del Séptimo Arte un título violento y despiadado: La balada de Narayama. Tenía 46 años y podía presumir de haber sobrevivido a la guerra contra China y de haber rodado una treintena de películas. La cinta relata una costumbre oriunda de las antiguas aldeas niponas. Según dictaba la letra de una antigua canción campestre, los hombres y mujeres que llegasen a los 70 años debían ser llevados por sus hijos a la cumbre de un monte nevado, donde permanecían solos, sin abrigo ni alimento, esperando su fin. En 1967 un novelista de Iowa, pero de origen escandinavo, Wallace Stegner, nos reconciliaba con la senectud y, de paso, con la sociedad gracias a un libro bello, delicado y cruel, de lectura imprescindible: El pájaro espectador.
La obra de Stegner arranca en las colinas de California. Allí, en una casa grande con jardines, y en medio de tormentas, un matrimonio de 70 años vive cómodamente alejados del trasiego de la urbe. Mientras él, Joe Allston (el irónico y entrañable narrador de la historia), trata de no sucumbir a una crisis debido a la edad, su esposa (Ruth) y sus amigos (el antiguo médico de cabecera, un escritor famoso…) se agarran a la vida derrochando un espíritu inquieto, comprometido y entusiasta en todo cuanto emprenden. Esta es la situación de inicio de la obra, que se ve amenazada cuando, de pronto, una postal firmada en una isla danesa hacia virar la proa del relato hacia otra época, otra localidad y otra nación. A petición de Ruth, de allí en adelante, cada noche Allston leerá el diario que escribió en secreto durante el viaje que emprendieron los dos a Dinamarca, veinte años atrás, para olvidar la muerte entre las olas de su único hijo. Wallace Stegner tejerá esta segunda trama con hilos procedentes de distintas madejas. A medio camino entre la novela de viajes, la novela negra, la novela de terror y las leyendas medievales, El pájaro espectador reta continuamente a nuestra imaginación para burlar sus expectativas. El resultado es un libro de hondo calado y de una gran riqueza literaria.
El corazón de su protagonista padece varias réplicas del terremoto que lo asoló tras perder a su madre. El sentimiento de culpa y el desarraigo derribarán de nuevo su frágil existencia cuando su hijo aspire un aliento de agua. El barrunto lejano de su propia extinción tendrá por epicentro el mismo punto. No obstante, la novela es un canto a los asideros que nos mantienen firmes, aunque las sacudidas sean fuertes. El amor, la amistad o la naturaleza son diques contra la avalancha de la culpa, los problemas de identidad y el miedo a la muerte.
Libros del Asteroide planea editar todas las novelas de Stegner. Ojala la traducción sea tan precisa, tan afilada como la presente. Casi podemos masticar las palabras y, con ellas, el mundo hermoso y a la vez perverso de su autor.

lunes, febrero 21, 2011

La vida cotidiana, Daniel Gascón

Alfabia, Barcelona, 2011. 176 pp. 17,50 €

Pepe Cervera

Daniel Gascón es un autor con el que he descubierto afinidad literaria y numerosas coincidencias, tanto por la naturaleza de las historias que escribe, como por la forma de afrontarlas. Sé que entre los autores que Daniel prefiere se encuentran aquellos que yo mismo también reconozco como maestros: Chejov, Hemingway, del que tan bien ha sabido asimilar la llamada teoría del iceberg, Tobias Wolff...
Confieso que soy un devorador de relatos, y como tal, prefiero los libros con unidad temática. No recuerdo quien diferenció las colecciones de relatos en libros DE relatos, y libros CON relatos; teniendo en cuenta que los libros CON relatos son aquellos en los que el autor reúne historias escritas en diferentes momentos de su carrera literaria, y sin intención previa de confeccionarlos. Yo prefiero, ya digo, los libros que conforman un bloque perfectamente reconocible, como, por poner dos claros ejemplos, Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, que para mí es uno de los que mejor representan esta corriente, y Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout, que es uno de los más felices encuentros que he tenido últimamente respecto a la narrativa breve. Sin ninguna duda, opino que La vida cotidiana también es un ejemplo perfecto de la tendencia a la que me refiero, también es un libro DE relatos. Catorce cuentos escritos en primera persona, y que se leen como episodios de una misma historia, como capítulos que poseen suficiente grado de autonomía para ser interpretados con independencia unos de otros, pero cuya verdadera dimensión se adquiere al finalizar el volumen, cuando se obtiene una perspectiva total, y conseguimos abarcar con una sola mirada todas las partes de que se compone el libro. En este caso es el protagonista de cada una de las narraciones, alter ego del autor, el elemento que proporciona la unidad indicada. Proporciona la armonía, sí, pero no siempre es el centro alrededor del cual giran los demás personajes como simples secundarios. Así, nos encontramos relatos en los que Daniel Gascón se convierte en un pretexto para que nos adentremos en la historia de un abogado homosexual, un tanto ligero de cascos, como en el titulado “Clases de conversación”, o en la del jefe de una empresa de traducción con tendencia a aprovecharse de sus empleados a base de halagos, en “El traductor”, o una antigua maestra de la infancia que empleaba unos métodos docentes llamativos, por decirlo de una manera suave, y demasiado habituales para aquella época, en “La maestra”. El autor cede el protagonismo entonces a estos otros personajes, y los deja hablar y actuar, reaccionar y sentir, y son ellos los que consiguen captar la atención del lector, y acaban situándose en la posición y orden debidos hasta ofrecernos la imagen de un todo.
Según el escritor William Boyd, existe lo que él mismo define como “el falso cuento biográfico”. La biografía considerada “una ficción concebida dentro de los límites de los hechos observables”. El falso cuento biográfico juega con esta paradoja, en su intento de aprovechar las virtudes de la narrativa para presentar supuestos hechos reales. En este sentido, yo afirmaría que lo que ha escrito Daniel Gascón no es un libro de cuentos, sino una biografía disfrazada de libro de cuentos. Es la biografía de un personaje que él ha querido llamar Daniel Gascón, redactor de un periódico aragonés, profesor de español en una pequeña ciudad de Normandía, traductor, hombre que todavía no ha llegado a la treintena, y que después de publicar su primer libro de relatos, va y viene con un pequeño cuaderno en el bolsillo en el que toma notas para seguir escribiendo…
Me parece destacable la habilidad que se advierte en el trabajo del autor para evitar lugares literarios demasiado frecuentados. En algunos relatos podemos comprobar que se ha tensado la cuerda hasta situar los personajes en un contexto arriesgado. Pienso en el titulado “La escritora”, y en “Sucesos”. En ambos casos, me ha sorprendido la dirección temeraria que se ha concedido a la historia, y he tenido que acelerarme en la lectura para descubrir por dónde será capaz el autor de atajarla. No obstante, Daniel Gascón consigue impedir el descalabro introduciendo de forma astuta una mezcla precisa de ironía y amargura. En otro, como “La despedida”, cuento que abre el volumen, el autor orilla un peligroso y tentador sentimentalismo, al que hubiera resultado demasiado sencillo abocarse, convirtiendo la narración en un hermoso tributo a la amistad.
El tono de cercanía y un estilo desprovisto de artificios, confieren a su escritura el aliento de una conversación fraternal, como si todos los personajes que transitan por estas páginas pudieran encarnarse en gente que conocemos, gente a la que tenemos cariño, o todo lo contrario; por eso estoy convencido de que leer estos relatos es una manera de conocer al autor, de intimar con él, pero también estoy convencido de que es una manera de conocernos a nosotros mismos.
Uno de los personajes de “El mentiroso”, relato en el que se nos revela la fuente narrativa del autor, le reprocha que siempre escriba sobre la gente que le rodea. Pero Daniel no puede evitarlo. Daniel es sin duda alguna un escritor realista. Él mismo lo reconoce en el cuento “Abdominales”: “yo era un escritor realista: solo me masturbaba pensando en mujeres con las que ya había follado, y cuando escribía siempre decía la verdad”. Siempre decía la verdad. Ese es, en definitiva, el territorio literario de Daniel Gascón, la verdad, la esencia sin abstracciones de lo que ocurre a nuestro alrededor; ese es su mundo, y su mérito ha sido presentarlo tal y como él lo ve, ensartando una a una estas catorce cuentas con las que ha querido conmemorar la amistad, el amor, la fidelidad, la búsqueda, el miedo, el aprendizaje…
Celebremos con él, pues, y dejémonos fascinar por todas las pequeñas cosas de la existencia, y agradezcamos su pequeñez, porque como afirma uno de los personajes de este libro: “hay algo muy emocionante en la vida cotidiana”.

viernes, febrero 18, 2011

Robin Hood, el proscrito, Angus Donald

Trad. Francisco Rodríguez de Lecea. Edhasa, 2010. 446 pp. 24 €

Cesar Mallorquí

Probablemente, el más popular escritor británico (en activo) de novela histórica sea Bernard Cornwell. Sus obras más conocidas, las que le lanzaron a la fama, son las pertenecientes a la saga de Sharpe (un fusilero en las guerras napoleónicas), pero ha escrito varias series más, como la saga de los Arqueros del Rey, la saga de la Guerra de Secesión Americana y la saga Sajones, Vikingos y Normandos. Aparte de esto, cuenta con varias novelas independientes y con lo que quizá sea su obra maestra, las Crónicas del Señor de la Guerra (El rey de invierno, El enemigo de Dios y Excalibur), una revisión del mito artúrico en clave de realismo histórico.
Cornwell posee varias características que lo singularizan frente al resto de sus colegas. En primer lugar, siempre contempla los grandes hechos históricos a través de la óptica de un personaje secundario. En segundo lugar, suele emplear un tratamiento naturalista. Una de las peculiaridades (y defectos) de la novela histórica es que sus personajes parecen hablar con mayúsculas, como si fueran conscientes de que están haciendo HISTORÍA. Por el contrario, los personajes de Cornwell, sean reyes o plebeyos, perjuran y maldicen como carreteros; sólo son seres humanos en circunstancias extraordinarias. Además de esto, Cornwell es un maestro en la descripción de acciones bélicas. Por último, pese a que el autor fue educado en el seno de una comunidad protestante sumamente estricta (o precisamente por ello), en su obra –sobre todo en la ambientada en la Edad Media- hay un fuerte componente anticristiano, situándose siempre el narrador del lado pagano.
Supongo que el lector de esta crítica se preguntará por qué hablo tanto de un autor y unas obras que no se corresponden con el autor y la obra que debo criticar. La respuesta es sencilla: jamás me he encontrado con un caso de mimetismo literario como el que nos ocupa. Angus Donald escribe –o intenta escribir- exactamente igual que Cornwell. Tanto es así que durante un tiempo corrió el rumor de que se trataba de Cornwell escribiendo bajo seudónimo.
Veamos. La Edad Media británica nos ha brindado dos mitos universales: el rey Arturo y Robin Hood. El primero, de origen celta, fue adoptado por las monarquías normandas que reinaron en Inglaterra a partir de 1066 y es una exaltación del feudalismo, mientras que el segundo es un personaje sajón que representa la resistencia frente a los normandos. De hecho, existen muchos paralelismo entre ambas leyendas. Por ejemplo, el arma de Arturo es el arma de los nobles, la espada, mientras que la de Robin es el arco, el arma de los plebeyos. Arturo conoce a su mano derecha, Lanzarote, cuando éste le impide cruzar un vado sin luchar con él antes, y lo mismo ocurre con Robín y Pequeño Juan. Antes de morir, Arturo arroja su espada a un lago y es enterrado en una isla allí situada; Robin, por su parte, lanza una flecha y pide que le entierren donde ésta caiga.
No obstante, hay dos diferencias sustanciales: la leyenda de Arturo, de origen oral, fue finalmente compuesta por algunos de los mejores escritores de la época, mientras que la de Robin Hood proviene de baladas populares. En segundo lugar, es muy posible que Arturo existiera realmente, mientras que no hay el menor rastro histórico de ningún Robert de Huntington, apodado Robyn Hode. Probablemente, las baladas de Robin Hood se basan en diversos personajes; incluso es posible que “robin” fuera un sinónimo de “ladrón”.
Volviendo a Robin Hood, el proscrito, Angus Donald debió de pensar que, si su maestro Cornwell había versionado la leyenda de Arturo, ¿por qué no hacer lo mismo con la de Robin Hood? Dado que Cornwell despojó al mito de Arturo de todo rastro de “sociedad cortés” y le añadió la violencia propia de la época, Donald ha hecho lo mismo convirtiendo a Robin y los alegres compañeros del bosque en una especie de sombríos mafiosos medievales. Puesto que Cornwell narró la historia de Arturo desde el punto de vista, en primera persona, de uno de sus capitanes menos conocidos, Donald le imita eligiendo como narrador a un muchacho, el último en incorporarse a la banda de Robin. Así como Cornwell presenta un Arturo pagano, Donald hace que Robin participe en una sangrienta ceremonia dedicada a Cernunos. ¿Un sajón implicado en ritos celtas? Curioso.
En fin, como decía antes, un caso extremo de camaleonismo literario. ¿Y qué podemos decir del resultado? Pues que se trata de una novela entretenida, con excelente ambientación histórica, personajes correctamente trazados, un buen sentido de la narración... pero sin alma, sin poesía, sin auténtica emoción.
Arturo no sólo es una exaltación del feudalismo, sino también el símbolo de la civilización y la justicia frente al caos y el salvajismo. Cornwell humanizó el arquetipo manteniendo su esencia, pero Donald no ha sabido hacerlo. Porque Robin Hood no es únicamente el paradigma del “ladrón generoso”, sino también una representación de las fuerzas de la naturaleza, la personificación de lo salvaje, de la alegría de vivir. En el fondo, Robin es un avatar del dios Pan. Y nada de eso aparece en la novela de Donald; el Robin Hood que nos presenta, oscuro y un tanto siniestro, nada tiene que ver con el arquetipo. Es otra cosa, otro personaje. Algo lícito, literariamente hablando; pero decepcionante desde el punto de vista mitológico.
En resumen, podríamos decir que lo mejor de Robin Hood, el proscrito, se lo debemos a Bernard Cornwell; el resto, lo menos interesante, pertenece exclusivamente a su autor. Aunque, dado que se trata del inicio de una serie, seamos condescendientes y esperemos a ver adónde conducen las siguientes entregas.

jueves, febrero 17, 2011

Cosas que ya no existen, Cristina Fernández Cubas

Tusquets, Barcelona, 2011. 288 pp. 21,56 €

Luis García

Mientras de otros autores estaríamos hablando de libro de memorias, en el caso de Cristina Fernández Cubas hay que hablar, como su propio título indica, de aquellas Cosas que ya no existen. Porque de eso se trata. Más que de sus memorias y recuerdos, algo que como ella misma explica lo deja para otro momento, Cosas que ya no existen es un libro miscelánea en el que es fácil reconocer la impronta de una autora que pasa por ser la que mejor ha sabido conjugar el relato corto fantástico en los años ochenta y noventa con la fidelidad a una concepción de la literatura que siempre la mantuvo alejada de mediáticos círculos literarios. Así, va desnudándose, y es de agradecer por ello, y nos va mostrando a aquellos sus lectores las pistas de su mundo. Es muy difícil leer y entender Cosas que ya no existen por todos aquellos que previamente no hayan leído El Columpio, Mi hermana Elba o Hermanas de sangre. Y esto es porque Cristina aquí nos muestra las claves de sus obras, algunas de ellas nacidas de la capacidad oral de su tata, otras de la tragedia que supuso la pérdida de su hermana, y las más de su tremendo aforo de autoafirmación ante el futuro. Por eso Cosas que ya existen es un libro fundamental en la poética de Cristina, pero por esa misma razón sería un libro desaconsejable para todos aquellos que quisieran acercarse a dicha autora por primera vez. Arrastra Cristina tras de sí la estela de haber creado una obra distinta, una novela de novelas chocante incluso para aquellos que la seguimos desde sus comienzos. Pero si bien en una primera lectura esta dicotomía parece excesivamente rebuscada, a poco que nos paremos en los "capítulos" del libro en una segunda lectura, comprobaremos que la Cristina que nos hizo llorar y disfrutar con sus relatos y novelas se encuentra plena de fuerza y vigor en Cosas que ya no existen. Porque de esas pequeñas cosas, de la guerra civil española revivida en un viejo barco que recorre el Amazonas, de los horrores de la Dictadura Argentina en su etapa en Buenos Aires, de la Tata, la entrañable Tata, de la muerte de su hermana que tantas cosas nos explica a nosotros sus lectores, y en definitiva de las contradicciones propias y ajenas trata uno de los libros más personales que haya podido escribir la que pasa por ser una de las renovadoras del relato corto en los años noventa. Por todo ello hay que celebrar la edición de Cosas que ya no existen como si de una novedad se tratara, porque en definitiva así es lo que a la autora le gustaría que fuera tratada.

miércoles, febrero 16, 2011

El poder superior de Lucky, Susan Patron

Care Santos

Lo confieso: llegué a este título después de saber que en Estados Unidos había desatado una encendida polémica entre bibliotecarios y profesores por la utilización, en la primera página, la palabra "escroto" ("scrotum", en inglés). Busqué alguna entrevista con Susan Patron y tropecé con esta perla:, extraída de su interesante página web: "Si tu trabajo es honesto, íntegro y respetuoso con el lector, nunca debes dejar que el miedo o la censura forme parte de tu proceso creativo".
Lucky, la protagonista de esta historia, es una niña de diez años que vive en mitad de un desierto, en Hard Pan. Es inquieta y siente curiosidad por muchas cosas, pero también está en horas bajas: su padre se encuentra lejos y su madre ha muerto. Para cuidarla ha aparecido Brigitte, la primera esposa de su padre, glamurosa y francesa, a quien ella imagina con deseos de marcharse desde la primera página. Lucky tiene amigos -Miles y Lincoln- y un perro. Los tres se convertirán, voluntaria o involuntariamente, en compañeros de una huida tan breve como redentora. Al fin, el mensaje es hermoso: la amistad salva. Creer en uno mismo, también.
Hay muchas cosas que me gustan de Lucky. Lo primero, el personaje. Esta niña valiente, pizpireta, un poco impertinente, que se divierte fisgando en los secretos de los mayores, no siempre hace lo que debe y no le teme a nada ni a nadie. En Estados Unidos, por cierto, se han publicado ya dos volúmenes más protagonizados por ella. Me gustan sus amigos, que regalan al lector algunos pasajes memorables, como esta descripción de Lincoln Clinton Carter Kennedy, el chaval a quien su madre puso todos esos nombres porque desea que llegue a presidente del país: "(...) tenía mejor aspecto de lejos: podías imaginarte cómo sería cuando le quedaran bien las orejas". Lincoln, por cierto, es un maniático del lenguaje que se dedica a añadir signos de puntuación a las señales de tráfico, que cree incomprensibles. Por cierto, una preocupación parecida alentó a escribir a la Susan Patron niña, atendiendo a sus palabras: "De pequeña, era muy tímida. A menudo me costaba hablar porque no podía encontrar las palabras exactas para expresar lo que estaba pensando o sintiendo. Descubrí que cuando escribes puedes tomarte todo el tiempo necesario para conseguir las palabras exactas y ponerlas en el orden preciso de modo que signifiquen exactamente lo que tú quieres que signifiquen".
Resulta en el libro entrañable -y a ratos, desternillante- la explicación del pasado familiar de la protagonista, el retrato de las madres -"la diferencia entre una tutora y una mamá es que una mamá no puede renunciar. Una mamá se compromete a trabajar de por vida"-, las reflexiones sobre la suerte que tienen los humanos por tener la Luna cerca o, por fin, la aclaración de la duda que surge a Lucky en la primera página, la de la palabra polémica Los pasos intermedios no tienen desperdicio, por cierto, cuando la niña piensa que un escroto es "algo que te sale cuando tienes gripe y toses mucho".
Aunque, con todo, lo mejor de este libro es su ausencia total de demagogia y su gran valentía. Los padres de los protagonistas forman parte de un mundo real que pocas veces aflora en los libros para niños, donde esa censura que rechaza Patron -y su forma más terrible: la autocensura- no es extraña en absoluto. Aquí, hay padres que huyeron cuya relación con sus vástagos se limita a un cheque mensual que no siempre llega; hay padres que están en la cárcel por camellos y hay madrastras tan bienintencionadas como enfrentadas a los interminables trámites del papeleo de inmigración. Por supuesto, todo esto espantará a quienes creen que los libros para niños deben ser una especie de gran eufemismo, pero quienes creen que la literatura es un buen lugar donde enfrentarse por primera vez a algunas cosas y hacerlo con decisión y buen humor, será un motivo de alegría saber que existen autores como Susan Patron, capaces de aunar en una sola historia ternura, carcajadas, una buena dosis de vida real -en la que no faltan las zonas de luz, además de las de sombra-, personajes originales, un desenlace hermoso pero nada almibarado y un mensaje que vale la pena legar.
No me extraña que esta novela consiguiera la prestigiosa Nwebery Medal, un galardón otorgado por los bibliotecarios estadounidenses al mejor libro para niños del año, y tampoco que ejércitos de puritanos que no entienden lo que quieren leer los más jóvenes se hayan puesto muy nerviosos. Ambas cosas hablan del libro en positivo.
Ojalá Noguer, que atesora uno de los mejores fondos de literatura infantil de nuestro país, siga rescatando joyas y dando a conocer autoras como ésta. Y ojalá el resto de la obra de esta bibliotecaria de Los Ángeles que llegue a los lectores en castellano.

martes, febrero 15, 2011

Carretera blanca, Antonio Mochón

Pre-Textos, Valencia, 2010. 68 pp. 10 €

Fernando Sánchez Calvo

En un poema cuyo título es Mundo chico una voz se pregunta: «¿Pero cómo puede ser compatible / esta pena de vivir con este miedo a morir?». En el mismo poema la misma voz se contesta: «El día entero dibujábamos / las pequeñas historias / sin metafísica, con vida propia; / ignorábamos esa / filosofía a escala reducida».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que ambos miedos o penas son compatibles si no piensas demasiado en ello y si uno no se empeña en dar explicaciones difíciles a las cosas que son muy fáciles o que simplemente son porque tienen que ser.
En un poema cuyo título es Over the town, un amante lamenta delante de su cuerpo o alma gemela que «las sábanas, a medio destaparnos, / nos transparentan al anochecer». Más adelante, otro par de versos rondan la misma idea: «Nadie confirma que la historia / aún tenga cosas que contarte». Y más adelante otro par de versos se empeñan en desvelar, una vez más, la cara más previsible del mundo: «Pienso en que hemos dejado de querernos. / Pero la forma de esta mañana / sigue siendo la misma».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que detrás del miedo, de la inquietud, de los amores gastados y, en definitiva, detrás de cualquier trascendencia, siempre tendremos un triste seguro de vida: el mundo seguirá igual, espeluznantemente neutro, ni bueno-ni malo-sino todo lo contrario, si no hay unos ojos obcecados en posar su visión personal sobre él.
De vez en cuando y sin embargo, podemos leer cosas como ésta: «Si alguien quisiera compartir / su vida con la mía, /…Tendría que aceptar algunas cosas».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que a pesar de los pesares, uno debe tener su orgullo y rebelarse, autoafirmarse, contra alguien concreto (posiblemente aquél, aquélla o aquello a quien quieras) que ha de venir justo a enseñarte, por fin, que de poco vale enfrentarse a, indignarse contra, más que nada porque la indignación de cada uno también es su propia derrota.
En un poema donde se rinde tributo al paisajista Hiroshige el verso inicial reza: «Un cielo del color de la tierra / es todo lo que pido».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe también, sin embargo, que una vez aceptado que el mundo y la vida son irremediablemente concretos y que son éstos que vemos, no merecerá la pena buscar algo muy distinto cuando muramos o nos vayamos pues, al fin y al cabo, los sueños que no se cumplirán allí los hemos fabricado aquí.
Por ello, y a modo de aviso, también podemos leer esto: «No dejéis que los discursos sobre vuestras catástrofes / os acaben destruyendo».
Antonio Mochón sabe que no hay nada peor que la autocomplacencia, el victimismo, la gratuita misericordia con la que destruimos nuestro propio camino y evolución. Nuestra vida es una catástrofe que al llorarla a voz en grito se convierte en ruina. Pregonando nuestra mediocridad nos haremos más mediocres si cabe. Querer ser conscientes de que estamos de paso, de que nada vale para nada, es siempre un error que puede acercarnos a la figura de un Pájaro deforme (otro poema), donde el poeta lo único que quiere y pide es que los demás «asistan sin más al espectáculo de un corazón abierto»: su corazón abierto. ¿Para qué pensar trascendencias y banalidades que otros ya pensaron sin éxito cuando todos podemos contemplar, sin más, con benévola indeferencia, el triste pero concreto devenir del otro, la carretera blanca que sin ganas pero sin pausa habremos de colorear?

lunes, febrero 14, 2011

La señora Rojo, Antonio Ortuño

Páginas de Espuma, Madrid, 2010. 112 pp. 14 €

Recaredo Veredas

«Es absurdo recurrir a la mentira cuando uno ha decidido no presumir de bondad alguna», afirma el primer narrador de La Señora Rojo, un hombre que recuerda su estrambótica niñez, marcada por la miseria y el descubrimiento de la verdadera naturaleza de su padre. Esta frase, casi un aforismo, define con precisión a los personajes de Antonio Ortuño: hombres y mujeres que optan por la verdad e ignoran la apología de la bondad. No toman tan atrevida decisión por su perversidad o por una profunda convicción filosófica sino por una causa más trascendente: no pueden permitirse tales concesiones. Habitan un mundo demasiado cruel, demasiado real, alejado de cualquier épica y frecuentado por un caos que resulta tan irremediable como el paso de los días. Ellos no buscan el desastre, simplemente les cae encima, como una tormenta de verano, e intentan atajarlo de la mejor manera posible. Mediante soluciones que, a veces, rozan el delirio. La cercanía de la locura no es, por lo tanto, un camino para alcanzar la originalidad sino la única respuesta plausible a los conflictos de los protagonistas. Tan coherentes planteamientos también se reflejan en las palabras escogidas, que ni caen en preciosismos que resalten la calidad de su prosa, ni se relamen en la descripción del dolor.
Ortuño, el único mejicano seleccionado por Granta en su famosa antología, pertenece a una nueva estirpe de narradores mejicanos, que en cada página evidencia su oposición a las respuestas fáciles y a la crítica mil veces mascada. No parece, sin embargo, cínico, sino más bien cansado de tanta palabrería sobre la pobreza y sus causas. En La Señora Rojo se muestra como un autor cercano al realismo pero no costumbrista, próximo a la crudeza pero ajeno a esa delectación en la que caerían tantos europeos frente a similares peripecias.
La Señora Rojo está dividido en dos partes, de telúricos títulos: la carne y el mundo. Una atiende más a lo privado, otra a lo público, pero ambas abordan temas esenciales: la muerte, la familia, la trascendencia de las decisiones más triviales y cómo la locura puede convertirse en cotidiana. Sin embargo, pese a tan universales contenidos, Ortuño no nos abruma con descripciones más o menos elocuentes u originales de lo mil veces contado. Sabe que no basta con narrar otra vez lo mismo e inflarlo con trascendencia, que la narrativa moderna requiere historias sólidas, elaboradas con giros sorprendentes, y variedad en recursos y puntos de vista. Un ejemplo nítido es el relato que da nombre al libro. La Señora Rojo no es sino una tortuga enferma que, como en los más clásicos relatos del realismo sucio, o incluso en la obra de jóvenes cuentistas como Jon Bilbao, evidencia las zozobras éticas de los protagonistas.

viernes, febrero 11, 2011

Proust y la neurociencia, Una visión única de ocho artistas de la modernidad, Jonah Lehrer

Trad. Bernardo Moreno. Paidos, Barceona, 2010. 330 pp. 19,50 €

Eduardo Fariña Poveda

Vivimos tiempos de transiciones, de transformaciones constantes y en donde adaptarse va más allá de satisfacer un apetito intelectual. Los avances científicos y las nuevas tecnologías organizan la arquitectura del mundo primero en la práctica y después en la teoría. De la misma forma que la obra de ciertos poetas necesita más tiempo para que penetre en nuestra conciencia, esta teoría que se escribe después requiere atención pausada. Proust y la neurociencia, de Jonah Lehrer logra hacer una radiografía de esos cambios, a través de las influencias del arte en la investigación científica, con 8 artistas clave en la modernidad.
Esta auténtica antología de artistas hecha por Lehrer abarca todo el espectro del arte. Lehrer, nacido en 1981, es uno de los científicos jóvenes más brillantes de Estados Unidos. Con un paso espectacular por las Universidades de Columbia y Oxford, pertenece al consejo de redacción de Wired, Scientific American Mind, National Public Radio's y Radiolab. Además ha colaborado para The New Yorker, Nature, Seed, The Washington Post et The Boston Globe. Finalmente, Lehrer mantiene un blog. Este científico ha escogido a Walt Whitman, George Eliot, Auguste Escoffier, Marcel Proust, Paul Cézanne, Igor Stravinski, Gertrude Stein y Virginia Woolf para demostrar que cada uno en su terreno, se anticiparon a investigaciones científicas, algunos de ellos casi un siglo antes. Lo que une a todos estos artistas es que todos insinuaron diversos aspectos del funcionamiento de la mente.
Una exploración radical de sus propias experiencias es para Lehrer lo fundamental, ya que limitarse solamente a realizar experimentos científicos hubiera sido demasiado fácil, como apunta en el prólogo. Una concepción estrictamente positivista, donde reina el culto al número y al cálculo, hace que la concepción actual de verdad en la sociedad occidental descanse sobre la idea central de lo ordenadamente demostrable. Hasta el más cuidado experimento científico nace de un acto de imaginación, no muy distinto a la creación de un poema, dibujar un borrador o sencillamente improvisar una merienda en la cocina. Para lograr esa verdad y entender a nuestro cerebro, necesitamos tanto al arte como a la ciencia, cómo dice Lehrer: «Los científicos describen nuestro cerebro en términos de detalles físicos, convencidos de que no somos más que un entramado de células eléctricas y espacios sinápticos, pero la ciencia se olvida de que no es así como experimentamos el mundo (…) al expresar nuestra experiencia real, el artista nos recuerda que la ciencia es incompleta, que ningún mapa de la materia explicará nunca la inmaterialidad de nuestra conciencia» (p.18). El mismo rigor que Lehrer pide a los científicos para acercarse al arte también parece tenerlo para inclinarse hacia una preferencia por el misterio del cerebro, ya que la búsqueda unida del arte y la ciencia es también el culto al enigma de nuestro propio comportamiento. Esto es probablemente uno de los grandes aciertos de este dinámico libro.
Como advertimos en el título, Marcel Proust es el protagonista de este libro divulgativo que debemos leerlo también como la novela-tributo de un investigador sobre sus artistas favoritos. Luego de precisar sobre las dos títulos que ha tenido En búsqueda del tiempo perdido en inglés y sobre la predilección de Proust por los recuerdos y los pasteles, Lehrer nos cuenta que los científicos diseccionan los recuerdos, convirtiéndolos en una relación de moléculas y de regiones cerebrales y que Proust hizo lo mismo con sus frases subordinadas y detalles insignificantes de ciertas cosas. Desde la neurociencia, la psicóloga Rachel Herz demostró en un trabajo titulado Testing the Proustian Hypothesis que nuestros sentido del olfato y gusto son los únicos sentidos que enlazan directamente con el Hipocampo, el centro de la memoria a largo plazo del cerebro. Los restantes sentidos son procesados primeramente por el tálamo, la fuente del lenguaje y la puerta de entrada a la conciencia. Este es sólo un ejemplo de cómo la ficción de Proust –curiosamente destinada de forma primera a ser un ensayo en contra del crítico Saint-Beuve– explica de forma de no ficción cómo el tiempo transmuta la memoria. Con capítulos muy interesantes sobre la figura de Proust, algunos de relectura obligada como Proteínas Sentimentales, Lehrer nos acerca a un Proust más desconocido y más íntimo.
Publicado en inglés en 2008 y el primer libro del autor (se espera la traducción de su segundo libro How to decide) Proust y la neurociencia hace un astuto repaso por los momentos creativos más reseñables de los artistas convocados y se une a una tradición de ensayos que intentan unir la ciencia y el arte, como lo fue el pionero Las Dos Culturas, de C. P. Snow, el cual Oliver Sacks también hace reconocer en la contraportada. En esa conferencia, publicada como ensayo en 1959, Snow criticaba que los científicos no conocieran la poesía de Rilke y a los escritores que no conocieran la segunda ley de termodinámica. Con ese mismo espíritu intelectual y con menos tono profético que Snow, Lehrer debuta como ensayista y con una buena dosis de sentido crítico y humor, nos dice que la moraleja de este libro es que estamos hechos y constituidos de arte y ciencia.

jueves, febrero 10, 2011

Picnic en Hanging Rock, Joan Lindsay

Trad. Pilar Adón. Impedimenta, Madrid, 2010. 320 pp. 21,95 €

Fernando Sánchez Calvo

“¿Dónde comienza la ficción y termina la realidad?”, se preguntó Miguel Caine un 11 de septiembre de 2010 en uno de los puntos más sensitivos de Gijón (puede que en el Elogio del Horizonte, puede que en un apartamento del barrio nuevo) cuando se dispuso a escribir el prólogo que la Editorial Impedimenta le había encargado sobre la novela más famosa de Joan Lindsay (Weigall de soltera). Antes, o después, Pilar Adón había traducido el texto al castellano, pero eso no facilitaba ni empeoraba las cosas: simplemente dejaba un maravilloso vacío de interpretación que Miguel Cane y cualquier lector que se acercara a Picnic en Hanging Rock debería asumir. La autora del libro había pertenecido a una de las familias artísticas más importantes de toda Australia y, como buena lugareña, conocía a la perfección (aunque fuera de oídas) la espesura de la naturaleza australiana y el hecho que le sirvió como punto de partida para construir una novela de suspense desde la que juzgar con fina ironía y desprecio la mediocridad con la que el ser humano (y la sociedad en su conjunto) suele afrontar la catástrofe.
Efectivamente, en 1900 desaparecieron varias alumnas y una institutriz del colegio Appleyard para señoritas durante un picnic que celebraron en la escarpada Hanging Rock. Sólo volvió una, pero el impacto emocional sufrido en dicha experiencia le impidió recordar nada de lo ocurrido. “Éste es el punto de partida”, pensó seguramente Miguel Cane, “el mismo punto del que partieron las protagonistas del suceso, la policía de investigación, la gente de aquella época y de aquel lugar, la escritora que tuvo la valentía de novelar un hecho tan cercano, los diversos lectores o chismosos que se han acercado a esta historia durante más de cien años” y, por supuesto, él mismo, quien se atrevía un siglo después a discernir qué había de verdad y qué de mentira en la novela de Joan Lindsay (Weigall de soltera).
Lo curioso, si se detenía uno un momento, es que el argumento de lo sucedido se podía resumir en cuatro líneas. Lo maravilloso, si se ponía uno a reflexionar, es que la autora estiró y llenó a la perfección las pausas y vacíos que había entre las palabras de la sinopsis ya enunciada. Entre palabra y palabra un vacío y ahí, en cada uno de ellos, entró Joan Lindsay (Weigall de soltera) y su labor como escritora: la incipiente inquietud que siente una de las profesoras cuando ve que cuatro alumnas y una compañera de trabajo no vuelven; la confirmación de la tragedia; la conmoción sufrida por el resto de alumnas al conocer la noticia; las negras sombras que pasean delante de los ojos de la directora del colegio, la Señora Appleyard, al saberse arruinada en su negocio si el caso no se resuelve pronto; las turbias sombras que suceden a las anteriores al caer en la cuenta la misma Señora Appleyard de que, para colmo, quienes han desaparecido son sus mejores alumnas, las más aptas, las que tenían más futuro, en lugar de las más mediocres (“¿por qué no tuvo que ser Edith la que desapareciera?”); el revuelo formado entre los habitantes de la zona, quienes por una parte no saben nada de aquellas niñas tan selectas y con una educación tan elitista y diferente a la suya, pero por otra parte las sienten como hijas sólo cuando saben que simplemente “alguien” ha desaparecido. Para aquel entonces la histeria colectiva estaba más que asentada.
Respecto a estos comportamientos, la autora se moja, toma partido, ya no sobre lo que ha ocurrido sino sobre las distintas reacciones del vulgo (quien de uno en uno es maravilloso pero cuando se junta es estúpido) y por eso gusta, por eso fascina: «Como siempre sucede con los asuntos de interés humano, aquellos que carecían de información eran los más enfáticos a la hora de expresar sus opiniones». Ya se sabe lo que pasa con estas cosas. Todo el mundo desconocía pero intuía, todo el mundo opinaba, y entre tanto, “la trama del picnic continuaba ensombreciéndolo todo”. Cuanto más hablaban, menos se sabía del asunto. Cuánto más se buscaba, menos posibilidades de encontrar a las desaparecidas había. En otras ocasiones, a Joan Lindsay (Weigall de soltera) le dio por pensar mal y acertar: “Hay personas capaces de hallar consuelo en el hecho de ser los primeros en dar las malas noticias”; nadie que no conozca muy bien la psicología humana y nadie que no conozca muy bien sus propias maldades puede afirmar esto.
Seguramente, y sin haber llegado al final de la novela, Miguel Cane olvidó en algún momento el propósito del prólogo, que era saber dónde empezaba la ficción y dónde la realidad. Lo importante era que todo lo que está dentro de Picnic en Hanging Rock pudo ser verdad. Nombres como la señorita McCraw, Mike, Albert, Miranda, Rosamund, el agente Bumpher, espacios como el colegio o el mismo claro desde el que se puede ver merendando la inmensa roca, costumbres, estilos de vida, aspiraciones o comportamientos, se pueden rastrear fácilmente en una biblioteca pero, una vez confirmados con la realidad, no nos van a decir nada. Sin una cara que sufra dicha pérdida, sin un joven que por propia voluntad decida iniciar una operación de rescate, sin directoras que maldigan la pérdida económica que supone perder literalmente a una alumna, sin gente que hable de la gente, no puede existir la ficción.
Quizás por ello, quien más pena nos da finalmente no son las desaparecidas sino la Señora Appleyard, quien, a pesar de sus miserias, es la que tiene más que perder a partir de entonces. Ya era consciente de ello en los primeros capítulos, cuando consolaba a la única de las dos profesoras que llegó sana y salva de la fatídica excursión: «Por cierto, mi querida señorita, espero que no sea usted tan insensata como para culparse por lo sucedido en este desgraciado asunto. Sabe perfectamente que todo esto podría terminar siendo una tormenta en un vaso de agua.» Miguel Cane, seguramente, también lo sabía.

miércoles, febrero 09, 2011

En medio de todo, Julio José Ordovás

Eclipsados, Zaragoza, 2010. 104 pp. 10 €

Juan Marqués

Quien escribe y publica diarios es aquel que tal vez no necesita tanto escribir como escribirse, explicarse, a menudo reconstruirse. Es lo que el zaragozano Julio José Ordovás ha venido haciendo desde su primer libro, Días sin Día (Xordica, 2004), y también en las crónicas de viajes de Frente al cierzo. Once ciudades aragonesas (Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2005), en las columnas periodísticas de Papel usado (Eclipsados, 2007) e incluso en muchos de los vibrantes poemas en prosa de Nomeolvides (Universidad de Zaragoza, 2008), pues en todos ellos Ordovás habla fundamentalmente de lo que tiene más cerca y de lo que ocurre o escuece dentro de él, con una honestidad que con frecuencia se convierte en crudeza y una integridad que a veces obliga a leer cosas que uno quizá preferiría no haber sabido.
El protagonista de este nuevo cuaderno de notas está, sí, En medio de todo (estupendo título para el diario de un treintañero), pero también de vuelta de muchas cosas, aunque llega a declarar inolvidablemente que «Pocas veces me he sentido tan perdido. Quizá sea una buena señal» (p. 70). En contra de lo que dice la contracubierta, en esta nueva entrega hay mucho menos de aquello que llenaba Días sin día: las lecturas, las referencias a libros y autores (aunque el exceso de eso también hubiese sido un lastre), el “taller” del inseguro escritor en crisis permanente... Pero también, por fortuna, hay menos desahogos y rabia que en aquel debut, aunque el personaje está sin duda más desconcertado, más derrotado, más roto tras una ruptura sentimental y el dolor desesperado que le sigue (asunto del que dio buena cuenta en su magnífica contribución berlinesa al volumen colectivo En las ciudades, coordinado por Hilario J. Rodríguez en 2009).
Ahora Ordovás nos entromete sin ningún suavizante en su privacidad, abriéndose en canal en muchos fragmentos y mostrando extrema dureza contra sí mismo, que sólo aquí y allá queda amortiguada por el bálsamo de algún recuerdo, de algún viaje, de algún momento de paz junto a nuevas chicas. A veces basta sacarle punta a un lápiz para reconciliarse con el mundo (p. 36) o encontrar tres hojas moradas al barrer bajo la cama para obtener fuerzas para continuar (p. 96). Esas entradas, como la última frase del libro, hacen que, aunque la amargura ocupe en él más espacio que el optimismo, éste pese e importe mucho más, pues «me faltan las ganas de corregirme, aunque no las de superarme» (p. 71).

martes, febrero 08, 2011

La señal y otros relatos, Vsévolod Garshin

Trad. Sara Gutiérrez. Contraseña Editorial, Zaragoza, 2010, 253 pp. 18,90 €

Victoria R. Gil

La publicación de La señal y otros relatos, de Vsévolod Garshin, por parte de la editorial Contraseña ha venido a compensar el imperdonable olvido en nuestro país de un autor que, con tan sólo una veintena de narraciones cortas, es considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura rusa y el más directo antecesor de Antón Chéjov, otro gran maestro de lo breve. Los nueve relatos incluidos en este libro son ásperos como un latigazo de vodka, sin perder por ello un punto de ingenuidad en el que descubrimos el rechazo a la maldad y el compromiso social que los inspiraron.
“He escrito sinceramente, sin disfrazar nada, y he puesto sobre el papel las cosas que realmente han angustiado mi alma”. Como confiesa en una carta dirigida a un amigo, Garshin nunca trató de ocultarse tras su obra, sino que, al contrario, se volcó en ella con tal pasión que resulta imposible desligarla de su propia vida, tan trágica y fatal como sus cuentos. Marcado por el suicidio de su padre y de dos de sus hermanos, y por una tendencia a la depresión que lo llevaría a quitarse la vida a los 33 años, el famoso pintor Iliá Repin captaría como nadie su tormento interior. No sólo nos ha dejado varios retratos en los que sorprende la intensidad de una mirada a la que casi podemos asomarnos, sino que lo usó como modelo del hijo del zar Iván el Terrible en el dramático cuadro que recrea la muerte del zarevitz a manos de su propio padre. Hoy se cree que Garshin era un maniacodepresivo o que sufría un trastorno bipolar, pero etiquetar su mal no afecta en absoluto a la notable calidad de su obra y a la descarnada sinceridad que encontramos en ella.
De cada infortunio obtenía Garshin el fermento con el que levar unos relatos que siguen siendo tan turbadores hoy como en el momento en que fueron escritos. Su participación en la guerra contra el imperio otomano que iniciara Rusia en su camino hacia el Mediterráneo dejó secuelas más profundas que la herida que lo licenció antes de finalizar la contienda. Lejos de visiones heroicas, la guerra de Garshin es sucia, irracional y obscena, y su sinsentido nos alcanza en varios de los cuentos seleccionados en esta antología: Cuatro días, El cobarde y El asistente y el oficial, donde vuelca sus ideales más pacifistas. El primero de ellos, cuya publicación lo convirtió en uno de los autores más leídos de su tiempo, narra el lento pasar de las horas de un soldado herido en el campo de batalla, junto al cadáver del enemigo al que él mismo había dado muerte poco antes. Del mismo modo, su estancia en un manicomio nos conduce directamente a La flor roja, donde su protagonista comparte locura con ese hidalgo manchego, empeñados ambos en terminar con la vileza del mundo con igual y desalentador resultado.
Intensos, reflexivos y desgarrados, así son los textos contenidos en este libro. Pero quizás uno entre todos, precisamente el que da título al conjunto, nos detenga en su lectura, atrapados por la fatalidad que persigue a Semión Ivanov, un guarda ferroviario capaz de esa generosa entrega que es la única que redime al ser humano. Una historia tan cinematográfica no sería ignorada durante mucho tiempo y en 1918, La señal se transforma en la película con la que Eduard Tisse debutaría como operador de cámara antes de convertirse en el director de fotografía de Sergei M. Eisenstein.
Una magnífica edición la que nos ofrece Contraseña, no sólo por rescatar del pasado a este excepcional escritor, sino también por ponerlo en las delicadas manos de una traductora como Sara Gutiérrez, que ya nos mostró el fondo ruso de su alma en La pulga de acero, de Nikolái Leskov (Impedimenta, 2007). Care Santos, autora del prólogo, aseguraba entonces que el “esforzado y meritorio” resultado de su trabajo “hubiera satisfecho a Leskov”, como, sin duda, habría contentado a Garshin su destreza para hacernos tan próxima esa Rusia decimonónica, convulsa y doliente, en la que el propio escritor terminaría por sucumbir.

lunes, febrero 07, 2011

Flores de sombra, Sofía Rhei

Alfaguara, Madrid, 2010. 344 pp. 14,50 €

Ariadna G. García

Pocos son los escritores que pueden presumir de publicar un libro de calidad al año. Y dentro de esa nómina se encuentra una autora versátil, un vehículo anfibio que se mueve sin dificultades por el verso de alta montaña y la prosa de arenisca: Sofía Rhei. Desde que comenzase su carrera no ha dejado de atravesar extraños bosques donde crecen Flores de alcohol (2005) por una combinación Química (2007) cuyos resultados permiten Otra explicación para el temblor de las hojas (2008) y el crecimiento de siniestras Flores de sombra (2011); ni tampoco ha eludido el tránsito por unas peculiares Ciudades reversibles (2008) por las que deambulan, como Alicia volátil (2010), hechizados personajes de cuentos y novelas. En apenas seis años, ha dejado de ser una semilla prometedora para convertirse en un tronco robusto y sólido de nuestro jardín literario. La copa que sostienen sus ramas tiene el don de producir una sombra que concede regocijo y descanso. Los libros de Sofía son hogares.
Si alguien buscara un “ángulo” al que llevarse una lectura, acertaría, sin duda, si eligiera su embriagadora novela juvenil. Flores de sombra se sitúa en la órbita de algunas obras clásicas del género de la épica fantástica. El libro sigue con precisión un modelo heredado. No faltan, pues, los tópicos inherentes a él: un misterioso viaje que emprenden madre e hija para olvidar la angustia del pasado, la soledad y el tedio adolescente, el vacío de la deshabitada localidad a donde se mudan, el comienzo de una nueva existencia alejada del orden, la investigación de un secreto de familia, la simultaneidad de dos mundos gemelos… Tampoco escasean los guiños a la cultura popular, que tanto cultivó el maestro de este tipo de historias: Stephen King. Así las cosas, bajo el césped las raíces del libro se alimentan del barro de El talismán (1984) y del agua secreta de Doctor en Alaska (1990). Ahora bien, la novela de Sofía no sólo sigue con acierto un patrón, sino que despliega una imaginación desbordante. Su prosa nos seduce todos los sentidos. Retomando dos asuntos vitales en su obra, el gusto culinario y la pasión botánica, Sofía Rhei sorprende a nuestra percepción con un torbellino de sinestesias, imágenes, olores, sonidos y sabores de lo más variado. Dan ganas, incluso, de quedarse a vivir en ese universo vegetal paralelo, pese a sus misterios y peligros. Y aunque Flores de sombra danza sin salir de los límites de la pista de baile, añade algunos pasos, resistencias que no suponen riesgos pero abren la puerta de las revoluciones, a la coreografía. Así, el conmovedor mensaje ecológico se mezcla con el protagonismo de Hazel, la joven extranjera en cuyas manos se encuentran los destinos de un mosaico de razas y de mundos.
Flores de sombra es la última rama de un tronco, pero su savia bucea por el hueco de otras, anteriores. Si en ellas existía una unión entre la ciudad y los árboles, si en ellas las raíces levantaban milímetros de asfalto, si en ellas la hojarasca era testigo de la vida humana, si en ellas las mujeres y los hombres aspiraban esporas, en esta rama nueva la simbiosis ha cerrado su círculo. No hay escisión posible con la naturaleza.
Intriga, acción, sorpresas, un lenguaje cuidado, resonancias de libros y películas (Crepúsculo, Alicia en el país de las maravillas, Dentro del laberinto, Avatar…) son algunos de los ingredientes con que Sofía ha cocinado un libro suculento, de aquellos que nos dejan con las ganas de disfrutar de otro sabroso plato.

viernes, febrero 04, 2011

Solo con invitación: ¿Dónde está güelita Queta?, Nahir Gutiérrez y Álex Omist

Destino, Barcelona, 2011. 36 pp. 12,95 €

Care Santos

A menudo, el primer contacto de los niños con el terrible concepto de la pérdida y la muerte de los seres queridos llega cuando faltan los abuelos. Hay una numerosa bibliografía, dirigida a primeros lectores, que se ocupa de ello, y también de pérdidas más duras aún, como la de la madre —en Julia tiene una estrella, de Eduard José y Noemí Villamuza (La Galera)—, el hermano —El niño de las estrellas, de Patrik Somers y Katrien van der Grient (ING Editores)—, junto a títulos que abordan la muerte desde un planteamiento más abstracto, al modo del clásico Como todo lo que nace, de Elisabeth Brami (Kókinos) o el muy poético, además de precioso, El hilo de la vida, de Serge Bloch y Davide Cali (Ediciones B). Pues bien, el álbum que resultó ganador en la última edición del prestigioso Premi Apel·les Mestres lleva camino de convertirse, por su sutileza y su ternura, en un título de referencia en este difícil asunto de hablar de la muerte a los más pequeños, un imprescindible en la lista que acabamos de referir por el modo en que consigue aunar en una misma historia la idea abstracta de la pérdida y la falta concreta de un ser humano muy particular: la güela Queta del título.
La autora de este libro es una veterana del mundo literario. Su larga trayectoria profesional ha discurrido entre Tusquets y Seix Barral, editoriales en las que ha sido directora de comunicación. El año pasado sorprendió con un primer álbum para niños, Hipólito y Serafín (Pirueta), en colaboración con el dibujante Álex Omist. El tándem ha dado ahora nuevos y mejores frutos en esta segunda ocasión, en que Omist ha jugado con una combinación binaria de colores para poner imágenes a la nostalgia y a la tristeza de la voz narrativa. El resultado son unas ilustraciones simples pero cargadas de expresividad, tan próximas al diseño más rabiosamente contemporáneo como al texto al que pretenden subrayar, y que rehuyen en todo momento lo obvio. No hay símbolos mortuorios, ni imágenes idílicas. No hay tristeza ni dramatismo. La mirada es esquiva, como si el dibujante mirara a otra parte para buscar detalles neutros o simpáticos. Pero al mismo tiempo, es cercana a lo narrado.
La pérdida se nos cuenta desde la asunción del vacío. Hay miles de pequeñas cosas que nos llevamos con nosotros, cuando morimos. Pequeños gestos, pequeñas costumbres, mínimas historias que formaban parte de nuestra memoria y que las siguientes generaciones pueden recordar. Lo que queda de nosotros es intangible y vive en los demás, en aquellos que nos han amado. En palabras de la propia autora: "Incluso a mí me ha costado aprender que no es ausencia lo que nos ha dejado, sino la herencia infinita de una sabiduría y una determinación que fueron tan inmensas que su huella es indeleble y palpable en cada recodo de nuestras vidas". Ese es el hermoso mensaje de estas páginas, que rezuman delicadeza y amor. Dos buenas razones para tenerlo siempre a mano.


Nahir Gutiérrez: "No se me ocurre nada para lo que no sirva la literatura"

Entrevista: Care Santos
Fotografía: Miguel González de la Fuente

Debutó con la historia de una hermosa amistad interracial rodeada de moscas. Su segunda historia aborda un asunto tan necesario como delicado, pero lo hace con lo que ya podríamos considerar marcas de la casa: ternura y buen humor. Aunque cueste creerlo. Nahir Gutiérrez conoce todos los secretos del mundo editorial: pisa sobre seguro. En esta entrevista exclusiva para La Tormenta en un Vaso nos cuenta qué ha significado para ella el premio Apel·les Mestres y qué será lo siguiente.

Con su segundo álbum para niños se ha alzado con el Apel·les Mestres de libro infantil. ¿Qué se siente al ver su nombre en la lista de uno de los premios más prestigiosos de su género?
Digamos que lo primero….una incredulidad muy grande pero una emoción muy fuerte, la boca seca, los ojos llenos de lágrimas, el corazón a 190 y las manos frías…

Para leer la entrevista completa, AQUÍ.





jueves, febrero 03, 2011

El gran diseño, Stephen Hawking y Alexander Mlodinow

Trad. David Jou i Mirabent. Crítica, Barcelona, 2010. 228 pp. 21,90 €

Deni Olmedo

Como licenciado en ciencias que soy, además de voraz seguidor de las últimas novedades científicas, el nombre de Stephen William Hawking ha sido un constante compañero de viaje. Si el concepto de agujero negro les es conocido, es porque este científico de ánimo incombustible (hace más de cuarenta años que, según los médicos que le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica, debería estar muerto) se ha encargado de hacer de él algo cotidiano. Y conseguir esto de algo que nadie ha visto (aunque científicamente existen pruebas indirectas de su existencia) habla muy bien no ya de su indudable genialidad (y es que estamos ante uno de los grandes pensadores del último cuarto del siglo XX, junto con Richard Feynman o Roger Penrose —este último compañero de andanzas matemáticas durante unos cuantos años—), complementado por una más que notable capacidad como divulgador científico. Títulos como Breve historia del tiempo (Grijalbo, 1988) que consiguió acercar a un tema tan (en apariencia) arduo como es la astrofísica al gran público, y que incluso inspiró Chronologie, uno de los últimos grandes trabajos de Jean Michel Jarre; El universo en una cáscara de nuez (Crítica, 2002) o Brevísima historia del tiempo (Crítica, 2005) en el que ya colaboró con el físico, divulgador científico y guionista de Hollywood Leonard Mlodinow (responsable de la serie Star Trek: The Next Generation).
Ya en Brevísima historia del tiempo, Hawking y Mlodinow retomaban el anterior Breve historia del tiempo, con la intención de condensarla y, a la vez, actualizar el texto con los últimos descubrimientos en el campo de la astrofísica. En El gran diseño han pretendido seguir esta línea marcada en su primera colaboración, e invitarnos a un recorrido por la física y las matemáticas desde los albores de la civilización hasta la teoría de los multi-universos, de una manera más que asequible, sin utilizar ni una sola fórmula matemática (un estilo que contrasta con otro de los grandes divulgadores de la física más actual, su colega Roger Penrose, y su Ciclos del tiempo, en el que apuesta por un estilo más arduo, más matemático y más profundo).
En el primer capítulo intentan retener al lector —¿o quizá provocarlo?— afirmando que «la filosofía ha muerto. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda del conocimiento». Fuegos artificiales para enganchar al receptor. ¿O quizá pretenden abrir un debate sobre el papel de la filosofía en la era del conocimiento científico? En cualquier caso, poco prolongan esta reflexión —un primer capítulo— para centrarse enseguida en lo que esperamos de un libro de Hawking: física. Así, el autor nos deleita con su particular punto de vista sobre las reglas que rigen el universo: nos pesenta la teoría del big-bang no ya como punto de partida de nuestro universo, sino como precursor de lo que se ha dado en llamar "Teoría de universos alternativos"; o la tan buscada (y aún no encontrada) "Teoría del todo", de una manera amena y sencilla de entender incluso para los profanos en la materia que se acerquen a este libro llevados por simple curiosidad. Algo a lo que seguramente ha contribuido Alexander Mlodinow, que ha conseguido hacer realidad ese objetivo que persiguen (casi) todos los escritores divulgativos, que es que el libro se lea como una novela. Y en el caso que nos ocupa, una novela coral, con muchos protagonistas que reclaman el interés del lector y que, como un buen agujero negro, una vez que le han atrapado ya no tle dejan escapar.

miércoles, febrero 02, 2011

Las fronteras de la ciencia. Entre la ortodoxia y la herejía, Michael Shermer

Trad. Amado Diéguez. Alba, Barcelona, 2010. 440 pp. 25 €

Luis Manuel Ruiz

Pese a lo que pueda parecer a primera vista, definir ciencia no es tarea fácil; igual de escurridizo resulta demarcar del todo qué pertenece al ámbito de la certeza científica y qué barruntos simplemente la simulan o la rondan. Cosas que en el pasado se tenían por verdades académicas, de las que merecían el pedestal y la orla, ahora son meras majaderías: la frenología, aquel intento insensato de inferir la personalidad de los individuos a partir de la estructura del cráneo; el espiritismo, o la posibilidad, comúnmente aceptada durante medio siglo, de conversar con las almas de hombres muertos; el mesmerismo, o la capacidad de actuar sobre la voluntad ajena a través del fluido magnético que envuelve a todos los seres, y tanto más cuanto más sensibles se muestran. Inversamente, atrocidades del pasado se han convertido en moneda cotidiana y canon del sentido común: el evolucionismo, la idea de que el universo nació de una esfera del tamaño de una liendre, la idea de que una partícula del mismo tamaño puede ocupar dos espacios alternativos a un mismo tiempo, la idea de que el gato prisionero en una caja puede estar muerto y vivo y las dos cosas, como quería la parábola de Schrödinger.
Dirigido a un público no especializado y eminentemente televisivo (el autor es director y productor de un programa de divulgación en el Fox Family Channel), Las fronteras de la ciencia trata de estudiar, según su propio título indica, los complicados contornos de esa disciplina teórica y de qué modo lo que queda a un lado o a otro de ellos ha ido variando a lo largo de su historia dependiendo de factores tan impredecibles como la política, la economía o las propias convicciones raciales o religiosas de cada investigador. La obra se divide en varios capítulos acumulativos, cuyo fin es desembarazar al lector de esa vieja superstición según la cual el científico es un hombre transparente y neutro entregado a la tarea de buscar la verdad: porque, a menudo, la verdad no consiste más que en un prejuicio puesto en limpio. Así Shermer pasa revista, en este orden, a la supuesta creencia de que la manipulación genética puede provocar desmanes irreversibles en el orden natural de las cosas, que nadie sabe qué es; a los diversos disparates que intentan explicar todas las cuitas y perplejidades de la vida humana recurriendo a visitas extraterrestres, fórmulas nunca vistas o cuadraturas del círculo en las que hasta la fecha nadie había reparado; a la opinión alegremente mantenida en las barras de los bares de que los negros son más veloces que los blancos y de que, por extensión, hay razas que nacen para correr y otras para perseguir; a la sandez de color verde de que el hombre salvaje vive en armonía con la naturaleza y de que la selva es preferible al jardín público; a la miopía según la que el genio es una criatura cualitativamente distinta de sus congéneres y de que no existe escala que pueda conducir, peldaño a peldaño, de Mozart a una banda de pueblo. Otras diatribas igual de incisivas y de oportunas amenizan el resto de páginas del libro.
La conclusión que parece poder extraerse del recorrido turístico que Shermer propone por los litorales de nuestro conocimiento del universo es que lo mejor es reservarse la opinión propia. Escéptico declarado, el autor no se casa con una ni otra tendencia y en cuestiones más espinosas de la cuenta (por ejemplo, la de los negros y la velocidad citada más arriba, que aún excita ciertas pasiones en círculos yanquis) reconoce de modo expreso que no existen puertas cerradas y que prefiere acogerse al beneficio de la duda. La ideología central de la obra consistiría, pues, en la vieja declaración de que en cuestiones de verdad y mentira todo es cosa de cristales, y de que tan aventurado resulta arrojarse a afirmar una verdad absoluta como ningunear las verdades parciales de los otros. Por norma, Shermer no se fía mucho de esa criatura inconsistente y vana que llamamos ser humano: las fronteras de la ciencia delimitan una pequeñísima provincia en medio del país inmenso de nuestra estupidez.