jueves, septiembre 30, 2010

Cartas abisinias, Arthur Rimbaud

Trad. y Ed. Lolo Rico. Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 245 pp. 20 €

Miguel Baquero

Mito fundacional de la poesía moderna, el “enigma” de Rimbaud no deja, pese a los más de cien años transcurridos, de despertar interés. Sobre sus correrías frenéticas en París y aquellos años febriles de poesía, sexo y drogas al margen de todo lo convencional poco queda que decir, y sobre todo poco queda que decir que no lo hagan ya sus poemas, sus desesperados gritos iluminados desde el fondo del infierno. El misterio y el interés por Rimbaud no viene provocado tanto por aquellos días juveniles como por lo que ocurrió después, por la manera en que de golpe, abandonó toda producción poética y toda forma de vivir rebelde y marchó a África, donde se esforzó por ser un próspero (pero anodino y vulgar) comerciante y no volvió a ejemplar otro lenguaje más que el mercantil y transaccional.
Tan feroz en la entrega como en la renuncia, Rimbaud sigue mostrándose en todos los casos como una sombra huidiza cuya auténtica naturaleza no atisbamos a comprender, aunque intuimos que es excepcional.
Las cartas que escribió Rimbaud desde África (Abisinia principalmente) a su familia, amigos y socios comerciales, reunidas por Ediciones del Viento en edición de Lolo Rico, son un libro mucho más interesante por lo que calla que por lo que dice. Porque las cartas apenas si dicen nada, en realidad; se limitan a ser insulsas, casi rutinarias peticiones de libros y material, informes sobre la marcha de los negocios y lamentaciones casi protocolarias sobre lo áspero del clima. Pero lo callan todo. Absolutamente todo. No hay ni la más mínima referencia a algún aspecto de su vida anterior, ningún rasgo poético en la prosa, ningún sentimiento originado por los hombres o el paisaje. No hay nada de nada, es todo yermo; sólo acaso, al fondo, si aplicamos bien el oído, parece sonar algo así como el rumor lejano de un arrepentimiento, un deseo de escapar de aquellos días salvajes en que l´enfant terrible del mundo poético, y no querer rememorar aquel tiempo bajo ningún concepto, ni siquiera un simple fogonazo. Parece percibirse, tras esa prosa insulsa, una suprema vergüenza por lo ocurrido, y uno se estremece sólo de pensar en los remordimientos o en el pudor que asaltarían a Rimbaud por las noches, en lo más recóndito de África, cuando de pronto le asaltara aquél que fue y que ya no quería ser.
He oído especular con que el objetivo último de Rimbaud en esos días era conseguir dinero rápido, volver a Francia y entregarse a la creación artística. No se advierte nada de eso en estas cartas, más bien todo lo contrario. Si bien, nada más llegar a Harar, escribe que “no tengo la intención de pasar toda mi existencia como esclavo”, pronto expresa sus intenciones de contraer matrimonio a su vuelta, como es debido, y convertirse en rentista. En uno de aquellos burgueses, en suma, contra los que atentó en otro tiempo. Habla de sí mismo como “un capitalista de mi especie” que “conoce el valor del dinero y, si arriesgo algo, lo hago a sabiendas”.
Me gustaría hacer rápidamente en cuatro o cinco años unos cincuenta mil francos; y luego me casaré.
Esta excelente edición de las Cartas Abisinias, obra de Lolo Rico, se cierra con apuntes de diario y cartas de la hermana de Rimbaud donde se narran las circunstancias de la muerte del poeta. Una muerte terrible como pocas. Ya el 23 de agosto de 1887, Arthur se refiere en una de sus cartas a “un dolor articulado en la rodilla izquierda” y dice sentirse “extremadamente cansado”. Lo que más le interesa, sin embargo, es confirmar que no se encuentra en deuda por deserción con las autoridades militares y que, a su vuelta a Francia, podrá llevar sin problemas la vida de rentista a la que aspira. Hasta abril de 1891 no sería evacuado en camilla, en un doloroso viaje de más de trescientos kilómetros, al puerto más cercano para ser evacuado a Francia, adonde llega prácticamente en estado agónico y con la recurrente preocupación —aun habiéndosele amputado ya la pierna— de si ha cumplido el servicio militar.
La carta final de Isabelle Rimbaud, desde el lecho de muerte de su hermano, con la que prácticamente se cierra este volumen, nos hace concebir aún una última esperanza a quienes creemos en la verdad del primer Rimbaud. Las palabras con las que se expresa Arthur en su delirio “son sueños, pero no son los mismos que cuando tenía fiebre. Se diría, y yo lo creo, que lo hace expresamente”. También cuenta cómo los médicos a estas palabras “se dicen entre ellos: es singular”.

miércoles, septiembre 29, 2010

Cuentos completos, Rodolfo Walsh

Ed. Viviana Paletta. Veintisieteletras, Madrid, 2010. 648 pp. 21,50 €

José Luis Gómez Toré

No soy dado a este tipo de expresiones, pero me atrevería a decir que la publicación de los cuentos completos del argentino Rodolfo Walsh (nacido en 1926 y desaparecido en 1977 durante la cruel dictadura que sufrió su país) es lo que se suele llamar, en tono hiperbólico, un acontecimiento editorial. Sin embargo, aquí la hipérbole está de más, porque relatos como “Fotos”, “Esa mujer”, “Nota al pie” o “Un oscuro día de justicia” son auténticas obras maestras que sitúan a Walsh no sólo entre los primeros cuentistas argentinos (lo que ya son palabras mayores, al referirnos a la tierra de Borges y de Cortázar), sino más aún, como uno de los maestros del cuento en español, sin que sea necesario acotar el campo de una nacionalidad concreta (si bien la escritura de Walsh, al tiempo que trasciende los límites siempre discutibles de lo que suele llamarse una literatura nacional, está vinculada de manera notable a la realidad de su país). Ni los relatos primerizos aquí recogidos ni los textos que integran su primer volumen de relatos, Variaciones en rojo (1953), demasiado apegados a las convenciones del género policíaco, hacían presagiar el inmenso escritor que había en Walsh. Las dos versiones de “Las tres noches de Isaías Bloom”, que con gran acierto Viviana Paletta ha decidido editar conjuntamente, dan fe del aprendizaje que se impuso el propio escritor y de su alto nivel de autoexigencia. Precisamente, la segunda versión del relato, en comparación con la primera, nos permite observar cómo Walsh acabará dominando asombrosamente el arte de la elipsis, cuyo manejo distingue a los maestros del género de los simples aprendices.
Si los primeros textos policíacos, como he señalado, no están a la altura de libros posteriores como Los oficios terrestres (1965) o Un kilo de oro (1967), sin embargo, nos permiten atisbar algunas de las obsesiones de Walsh como son la violencia o la interrelación entre escritura y vida (no es casual que el detective aficionado que protagoniza todos los relatos trabaje como corrector de pruebas en una editorial). La violencia es menos objeto de fascinación en Walsh que síntoma a través del cual manifiesta su aguda percepción del momento histórico. La indudable conciencia política que impregna la mirada walshiana no deriva nunca hacia el panfleto, ya que su narrativa muestra como rasgos sobresalientes el concienzudo trabajo lingüístico y el rigor extremo en la composición del relato. Pero esa no es la única razón por la que lo político enriquece, en vez de actuar en desmedro del valor artístico: ello se debe especialmente a que sus personajes son criaturas complejas, cuya identidad no es ajena a su posición social ni a las relaciones de poder que se establecen tanto en la micropolítica de lo cotidiano (así, en el internado de “Irlandeses detrás de un gato” y “Un oscuro día de justicia”) como en el juego de las grandes fuerzas que agitan el país. Como las instantáneas que estructuran su magistral “Fotos” los relatos de Walsh constituyen calas en el paisaje humano, breves incursiones en el complejo mundo de las relaciones humanas cuyo botín es un perturbador tesoro literario, lleno de inteligencia y de belleza.

martes, septiembre 28, 2010

Amarás a tu hermano, Cristina Cerezales Laforet

Destino, Barcelona, 2010. 157 pp. 17 €

Ignacio Sanz

Cristina Cerezales Laforet tiene cuatro hermanos con los que forma una estrella de cinco puntas. Y, casi nada, siete cuñados en línea directa. Lo dice ella misma en la dedicatoria de este hermoso libro. Hija de escritores, ha dedicado la mitad de su vida productiva a la pintura donde desarrolló una obra notable y personalísima muy ligada a la naturaleza. Pero cuando había alcanzado la madurez lo dejó todo para dedicarse a escribir. Las raíces familiares debieron tirar de tal manera que lleva doce o catorce años embarcada en diversos proyectos literarios. Amarás a tu hermano es su primer libro de relatos, tras tres novelas, la última, La música blanca rastreando las huellas de su madre.
En todos los relatos de este libro el protagonismo recae sobre los hermanos en diferentes tesituras, desde el hijo único que da título al primeros de los relatos y que, por lo tanto, carece de hermanos, hasta el último, “La visita” que retrata el reencuentro, tras largos años de ausencia, de dos hermanos mayores.
Como la propia vida cada relato destaca por una particularidad diferente. Desde la tensión dramática de “La laguna de los pájaros” o de “El trayecto”, la extrañeza de “El padre Benigno”, el descubrimiento del mundo de “Alfaque”, la nostalgia de “El regalo o el factor sorpresa de “Piel de melocotón” donde se plantea el cambio de sexo de uno de los hermanos con la complejidad que una operación suscita en el resto de los hermanos.
Cristina Cerezales maneja los resortes sentimentales con verdadera maestría al tiempo que crea atmósferas en las que domina una cierta ambigüedad muy bien controlada, como si, plantada frente al viejo caballete, antes que por la nitidez de las manchas de color, jugara con la superposición de los colores creando una sugerente riqueza cromática.
Se leen con verdadero deleite estos nueve relatos que retratan situaciones chocantes, a veces paradójicas y conflictivas en la vida familiar. Al fin, los hermanos, aunque lo sean para siempre, una vez que se casan y se independizan, tienden a la dispersión lejos del nido. Quedan aquí reflejados esos estadios que van desde la fidelidad hasta la extrañeza. Y aparecen también los celos, los recelos, la envidia. Pero siempre a través de atmósferas sutiles en las que el peso del hilo narrativos nos arrastra con fuerza hasta llegar a esos desenlaces sorprendentes y hasta desconcertantes.
No hay altibajos en el pulso narrativo, aunque una vez leídos y filtrados, este lector, si tuviera que destacar alguno por su aquilatada maestría, se quedaría con “El trayecto”, un relato breve, para ser preciso, un relato de diez páginas, que participa de esa ambigüedad y sutileza con un final que nos aprieta el corazón y que luego, una vez leído, deja un regusto amargo, como esas bebidas concentradas cuyo recuerdo perdura en la memoria mucho después de que el trago haya pasado por el gaznate.
Con este libro de relatos, Cristina Cerezales no hace sino confirmar el empuje de su vocación y perfeccionar el dominio del que ya había hecho gala en sus novelas.

lunes, septiembre 27, 2010

Algo con lo que nadie había contado, Marit Törnqvist

Trad. Goedele De Sterck. Los cuatro azules, Pozuelo de Alarcón, 2010. 60 pp. 17,26 €

Villar Arellano


¿Un cuento para mayores o una obra de reflexión para niños? ¿Y por qué no un cuento para niños o un libro filosófico para mayores, una parábola sobre nuestra civilización o un grito de alarma ante el devenir de las relaciones humanas…?
Este sugerente libro es todo eso y mucho más, ya que se trata de una de esas maravillosas creaciones que se resisten a la clasificación, un objeto artístico tan complejo como libre de corsés. Y es así a pesar de su aspecto ingenuo, su redacción sencilla y su aparente liviandad. El lector atento descubrirá pronto que está ante una obra especial.
Ya en las propias guardas del volumen puede verse a una multitud gris y anodina que avanza silenciosa pero inexorable en una misma dirección. Todos llevan prisa y se dirigen a alguna parte. Tienen muchos planes, y mil cosas que hacer. Ante esta masa humana sólo destaca una figura individual: una niña cuyas piernas la impulsan veloz y decidida por delante de todos los demás.
Así fue como empezó todo, según remarca después el texto. Un buen día sucedió algo que obligó a todos a detenerse. Algo con lo que nadie había contado. La niña que corría delante de todos los demás llegó la primera a un precipicio. Lo vio tarde y se cayó. Después llegó la inquietud y la angustia de los demás, la movilización para el rescate, la impotencia y la impaciencia, los rituales tranquilizadores, las dudas, el abandono, los remordimientos y, finalmente… el olvido y la SOLEDAD.
La historia está narrada con la intensidad de un texto básico y desnudo, cargado de lirismo, y unas potentes ilustraciones de grandes contrastes cromáticos y concepción expresionista.
El formato vertical del libro subraya el sentimiento de abandono de quien permanece a la espera, en lo más profundo de un pozo. Y la repetición geométrica, presente en las ventanas de los edificios y en las estanterías de algunos negocios, simboliza un mundo impersonal y carente de vida, marcado por el individualismo, la obsesión por el trabajo y la falta de comunicación. También las escaleras y los hilos parecen representar la dificultad para ponerse al nivel de los demás.
La composición y la puesta en página despliegan todo su potencial expresivo en este álbum. La combinación de líneas, colores y formas se plantea en cada doble página de un modo global y los breves textos se sitúan en el punto adecuado para equilibrar la imagen o reforzar ideas y sentimientos. También destaca el uso de la luz para focalizar la atención sobre determinados personajes.
Así, la confluencia de recursos gráficos y verbales junto a la esmerada edición, multiplican las posibilidades expresivas de esta obra y su valor estético, ofreciendo un resultado de gran riqueza y complejidad, repleto de significados. Gracias a esta carga evocadora, el relato suscita múltiples reflexiones de carácter ético o filosófico: ¿Hacia dónde va el mundo con tanta prisa? ¿Qué sitio dejamos en nuestra vida para compartirlo con los demás? ¿En qué momento olvidamos las causas que tanto nos conmovieron?...
Pese a esta densidad de contenido, no hay mensajes explícitos ni didactismo. La autora denuncia los hechos: «todos tenían tantas obligaciones que se habían olvidado de ella. Así de claro», pero lo hace adoptando una cierta distancia sobre los personajes (no exenta de ironía en algunos comentarios), lo que permite al lector sacar sus propias conclusiones.
Hay una parte especialmente entrañable en esta historia, una callada esperanza que la recorre. Y llega de la mano de dos personas: un pequeño cuyos juegos devuelven a la chica el color y la ilusión y un discreto personaje que había estado junto a ella desde el principio y que cobra protagonismo al final de la historia. Y es que, a pesar de cuanto sucede, del olvido de casi todos, de los días oscuros de soledad, siempre hubo alguien que cuidó de la niña, alguien que se desnudó para abrigarle, que se acordó de su comida y le ayudó a sobrevivir con su música. Esa persona esperó, se apenó por su marcha y, finalmente, se abrió paso entre la multitud siguiendo sus pasos. «La buscaría hasta encontrarla.»
Un estupendo final, al estilo de las mejores películas románticas, que sólo podía ser superado dejándonos participar en la búsqueda. Y así, de nuevo, nos vemos atrapados más allá del libro, en las mismísimas guardas. Sólo que esta vez la gente, la vida… tienen otro brillo, se han llenado de color.
Marit Törnqvist, destacada ilustradora sueca, entra así por la puerta grande en el panorama editorial español. ¿Algo con lo que nadie había contado? Seguro que quien conoce el exquisito catálogo de la editorial Los cuatro azules ya esperaba una deliciosa sorpresa entre las cubiertas de este libro.

viernes, septiembre 24, 2010

Verano, J.M. Coetzee

Trad. Jordi Fibla. Mondadori. Barcelona, 2010. 255 pp. 18 €

Coradino Vega

Coetzee hace muchas cosas y las hace todas bien; no en vano ahí están son volúmenes de memorias, sus novelas y sus ensayos para demostrarlo. Es un autor consagrado, reconocido por todo el mundo. Pero lo que más sorprende de Coetzee es que haya seguido produciendo obras maestras después de ganar el Nobel. Hasta ese momento, sus impactantes novelas se habían caracterizado por una atmósfera lúgubre, entre kafkiana y dostoyevskiana, flirteando a menudo con la parábola o la biografía de personajes. Luego, a la crudeza expositiva de Disgrace (la traducción al español de este título no es muy afortunada que digamos) siguió el desapego emocional que marca sus dos primeros libros de memorias, Infancia y Juventud, ambos escritos en una tercera persona que parece la forma más adecuada que encuentra Coetzee para hablarnos de sí mismo. Poco a poco, el tono se va templando y las novelas que siguen a la concesión del Nobel ―Elizabeth Costello, Hombre lento y Diario de un mal año― se desprenden de la frialdad que la crítica siempre vio en Coetzee, para alcanzar una suerte de genialidad que mezcla un humor muy sutil con el desafío intelectual, la escéptica esperanza con la ternura de la senectud, la elegía por la extinción de una civilización con la invención de moldes verdaderamente nuevos, originales, convirtiéndole posiblemente en el mejor escritor vivo de nuestro tiempo.
Para acercarse al yo, Coetzee ficcionaliza su vida. ¿Quién es ese tipo llamado John Maxwell Coetzee?, parece preguntarse. ¿No es acaso la reconstrucción de toda experiencia ―aunque se trate de tu propia biografía― una pura ficción? Hay no obstante una especie de pudor, de contención, de elegancia. A eso obedece quizá la tercera persona que sorprendía tanto en Infancia y Juventud: a la voluntad de distanciamiento. Pero con Verano, el tercer volumen de esta autobiografía hecha ficción, Coetzee no se conforma con ese posicionamiento y se atreve a dar un nuevo giro de tuerca.
En el que hasta ahora es el último libro del escritor sudafricano, un investigador inglés trata de reconstruir la biografía del treintañero Coetzee, tras la muerte del insigne Premio Nobel. El acercamiento al yo se hace por tanto aún más desde fuera. Para ello, aparecen fragmentos de posibles relatos que Coetzee escribió cuando fue expulsado de Estados Unidos y regresó a Ciudad del Cabo a vivir con su devastado padre. En un afán de constatación, el investigador entrevista además a cuatro mujeres que lo trataron por esa época y a un colega universitario. Sin embargo, lejos de caer en la autocomplacencia ―quién osaría esperarlo de Coetzee―, o incurrir en la tentación de sospechar que el otro pudiera tener una opinión favorable de uno, este tercer volumen completa el despiadado ajuste de cuentas que hace su autor con aquel que lleva su mismo nombre. La destrucción del hombre es implacable; la exposición del dolor, conmovedoramente parca y lacerante. El nivel de autoexigencia de Coetzee es tan alto en el plano humano como en el literario. En ese esfuerzo quizás radique la última posibilidad de redención.

jueves, septiembre 23, 2010

La señora Lirriper, de Charles Dickens y otros autores

Trad. Miguel Temprano García. Alba, Barcelona, 2010. 419 pp. 21€

Care Santos

En 1859 Charles Dickens fundó en Londres la revista All the Year Round, heredera de la anterior Household Words, que el escritor había abandonado a causa de ciertas diferencias con el editor. En la nueva cabecera se publicarían, por entregas, La dama de blanco, La piedra lunar -ambas de Wilkie Collins-, Los hijos del duque -de Anthony Trollope- o Historia de dos ciudades, del propio Dickens, entre otras novelas. Desde 1859 hasta 1867, Dickens elaboró todos los años un especial navideño en el que invitó a participar a amigos y discípulos. Los números se estructuraban alrededor de una idea común, definida por el propio Dickens, en su papel de director de la revista, que él mismo se encargaba de plantear en el cuento inicial y donde luego iban encajando las distintas colaboraciones. De ahí surgió esta señora Lirriper, personaje típicamente dickensiano, que algunos han visto como un Pickwick femenino,. La señora Lirriper sirvió de hábil excusa y nexo para los números navideños de All the Year Around de los años 1863 y 64. Dickens escribió, en ambos casos, los cuentos de introducción y cierre al conjunto, y entre ambos se insertaron, con mayor o menor acierto los de Elizabeth Gaskell -ocupa un lugar de privilegio, como corresponde a una autora sobradamente conocida en su momento, que varias veces había rechazado estos ofrecimientos navideños de su amigo-, Charles Collins (hermano de Wilkie y yerno del propio Dickens) y media docena de autores más, prácticamente desconocidos para el lector en castellano: Edmund Yates, Andrew Halliday, Amelia Edwards, Rosa Mulholland, Henry Spicer o Hesha Stretton. La relación de todos ellos con el artífice de la propuesta va desde la amistad personal a los intereses comunes. Stretton, por ejemplo, fue fundadora, junto con el autor victoriano, de la Society for the Prevention of Crueltry to Children. Spicer era espiritista. Yates fue protegido de Dickens e íntimo de Collins...

Es interesante observar cómo encaja cada uno de ellos en los parámetros prefijados. Mientras que algunos se esfuerzan por aportar detalles que permitan un mayor encaje, otros ni siquiera se preocupan de que su voz narrativa desentone con el resto, o necesite de un párrafo del editor para no parecer un pegote. El resultado de esta divertida reunión victoriana son dos números especiales que ahora Alba ha tenido la feliz idea de reunir en un solo volumen. En la primera parte Dickens deslumbra con la presentación de la protagonista, una viuda que por limpiar el nombre del marido muerto decide hacerse cargo de todas sus deudas. Abre una pensión en el número 81 de calle Norfolk, donde pronto contará con la presencia del señor Jackman, un jactancioso militar retirado que dará el contrapunto a sus historias, y del pequeño Jemmy, un auténtico huérfano dickensiano.
El destino de los tres personajes tiene continuidad de una entrega a otra, y conoce instantes memorables, donde el talento del autor de David Copperfield para crear personajes y situaciones inolvidables es inolvidable. Una muestra de ello es la escena donde el viejo Jackman imparte al risueño niño unas estrambóticas clases de cálculo, y que son una deliciosa lección de buena literatura (páginas 50 a 54). En el resto de los relatos, abundan los ambientes victorianos: sociedades secretas, misteriosas jovencitas tullidas que esconden sorpresas, vidas excesivas que se pagan con destinos trágicos y apariciones de carruajes fantasma en mitad de la nieve nocturna. Hay cuentos soberbios, como "De cómo un doctor asistió a la habitación de al lado", de Andrew Halliday (una vuelta de tuerca sobre la inocencia corrompida por el conocimiento, con tintes diabólicos); "Otro antiguo huésped relata su propia historia de fantasmas", de Amelia Edwads (un cuento de aparecidos de corte clásico, aunque deliciosamente impactante) o "Un antiguo huésped relata la increíble historia de un médico" (anticipación victoriana del asunto del suicidio consentido). También hay ambientaciones inolvidables, como los hornos de la alfarería donde transcurre -con espectro incluido- el otro relato de Edwards "De cómo el tercer piso conocía la región de las alfarerías" o la magnífica descripción del honor masculino en el duelo que centra "De cómo unos nubarrones ensombrecieron la buhardilla".
Se trata, además de una colección de buenos cuentos, de una ventana por la que podemos asomarnos a la literatura popular del XIX, a lo que la hacía irresistible para miles de letores, a lo que continúa haciéndola irresistible a los ojos del muy experimentado y viajado lector del siglo XXI. Es gratificante descubrir que hay cosas que soportan el paso del tiempo sin apenas envejecer. Al abrir estas páginas, será el lector quien se sienta victoriano por unas horas. Qué dicha.



miércoles, septiembre 22, 2010

Agosto, Octubre. Andrés Barba

Anagrama, Barcelona, 2010. 152 pp. 15 €

Ariadna G. García

Para escribir novelas son necesarios estos tres ingredientes: concentración, constancia y talento. Andrés Barba (Madrid, 1975) ha venido dando cuenta de los tres a lo largo de su interesante carrera literaria. A su determinación por dedicarse de lleno a la literatura añade un sorprendente caudal creativo. Desde que publicara su primera novela en 1998 ha demostrado que sabe repartir ordenadamente el tiempo para escribir sus obras y que sabe dosificar su energía a largo plazo para volcarse en todo tipo de géneros: la novela (El hueso que más duele; La hermana de Katia; Ahora tocad música de baile; Versiones de Teresa; Las manos pequeñas; Septiembre, Octubre), el ensayo (La ceremonia del porno) y el libro de relatos (La recta intención).
Explica Haruki Murakami en un reciente ensayo sobre las conexiones entre el deporte y la literatura (De qué hablamos cuando hablamos de correr, 2010) que toda experiencia creadora supone la liberación de una toxina. El Arte, según él, contiene agentes insanos y antisociales que asombran y sacuden tanto al lector desprevenido como al espectador ingenuo. Un repaso de los asuntos que Andrés Barba analiza en sus libros (la prostitución, la enfermedad, el acoso infantil…) basta para demostrar que es un artista nato: de los que gustan de romper las normas, de incomodar escarbando en la naturaleza humana.
Agosto, Octubre (Anagrama, 2010) es una novela breve y de argumento sencillo que colmará las expectativas de sus lectores. La fuerza del libro descansa en el complejo retrato psicológico que Barba construye de Tomás, el adolescente de catorce años que protagoniza esta violenta historia. La acción transcurre en una ría gallega durante las vacaciones estivales. El joven, aprovechando la vulnerabilidad de su familia (la hermana del padre padece una enfermedad degenerativa), va estirando la cinta elástica de su libertad para tocar los límites entre la vida y la muerte, la frontera que opone las buenas acciones a las deleznables.
La omnisciencia selectiva permite a Andrés Barba descubrirnos la realidad a través de las coordenadas sensitivas de su personaje. Es en esos fragmentos cuando la sobriedad narrativa cede paso a un segundo tejido estético, corrosivo y degradador: «comprobó… que los rostros de sus padres se hinchaban durante el sueño, que sus cuerpos eran perceptiblemente más gruesos y pesados que durante el día, más secos también, como si algo los deshidratara durante la noche» (p. 27), «Cuando le quitó la camiseta vio la blancura de aquellos dos pechitos miserables, como dos limones cortados en diagonal y atravesados por un pezón negro y puntiagudo del que sobresalían tres pelos» (p. 54).
Barba, lejos de demostrar una tesis, nos plantea terroríficos interrogantes. La sensación de extrañamiento, de otredad del protagonista del libro –quien no puede o no sabe controlar sus actos–, apunta hacia un futuro incierto. Tomás, un chico como tantos, de familia acomodada, imbuido de un sentido estable de los valores morales, contra todo pronóstico, corre el riesgo de perderse y perdernos. El rencor y la ira no sólo lo llevan a comportamientos violentos, sino autodestructivos. Su despego e indiferencia emocionales lo pueden convertir en una amenaza o puede que se escape felizmente de ese destino aciago.
Reciente ganador del Premio Juan March de Novela Breve, Andrés Barba prosigue liberando toxinas. Habrá que inmunizarse con potentes vacunas: las perturbadoras lecturas de sus obras.

martes, septiembre 21, 2010

Diez días en un manicomio / La vuelta al mundo en 72 días, Nellie Bly,

Trad. David Cruz / Rosa M. Salleras Puig. Buck, Barcelona, 2009/2010. 188 / 261 pp. 15 / 18 €.


Guillermo Ruiz Villagordo

Tomar contacto con los pioneros es una experiencia refrescante en estos tiempos en que nos sentimos de vuelta de todo, pero cuando nos topamos con un personaje tan atractivo como Nellie Bly, la primera reportera encubierta, el interés nos cegará para cualquier cosa que no sea acercarnos a sus libros, feliz y espléndidamente recuperados para el lector español por la recientemente aparecida Ediciones Buck.
Y es que a finales del siglo XIX en el periódico donde esta entonces jovencísima e intrépida reportera trabajaba, nada menos que el New York World de Joseph Pulitzer, conscientes de sus cualidades innatas para afrontar cualquier tipo de riesgo, sus jefes le propusieron una oferta imposible de rechazar: escribir una crónica desde dentro sobre las instituciones para enfermos mentales. Ni corta ni perezosa se hizo pasar por loca, desenmascarando en primer lugar a jueces, médicos y demás figuras de la autoridad que se dejaron engañar sin ninguna dificultad por alguien perfectamente cuerdo (de hecho, las mujeres que estaban fuera de la sociedad, tales como inmigrantes o huérfanas, eran internadas sin mayores averiguaciones; Nellie relata incluso el caso de una chica alemana juzgada “loca" por la sencilla razón de que no había un intérprete que tradujese sus palabras), y en segundo lugar a los propios hospitales para dementes, desvelando la inhumanidad, vileza y crueldad de su personal, la comida infecta y nauseabunda, las pésimas instalaciones, la ropa escasa de las recluidas en medio de un frío helador... El escándalo que produjo su publicación llegó a tal punto que los servicios sanitarios no tuvieron más remedio que proceder a una reforma sin precedentes en aquella época, algo de lo que nuestra Nellie estaba muy orgullosa.
Pero si esta experiencia fue apasionante, la siguiente fue de las que hacen época, en este caso propuesta por ella misma a su periódico y aceptada a regañadientes tras superar las reticencias de su jefe por no considerarla apta para una mujer: ni más ni menos que reducir el tiempo empleado por Phileas Fogg en La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne. Pero hay un elemento que le da un toque aún más interesante a la aventura, y es que su periódico tuvo la feliz idea de concertar una cita con el mismísimo Verne y su esposa en una escala forzada en su viaje. El famoso autor, que conservaba un mapamundi en el que había señalado las diversas etapas del viaje de su héroe, incluso marcó las distintas paradas de la ruta de la reportera antes de despedirla con sus mejores deseos. ¿Cuántas veces se tiene la oportunidad de revivir una historia con el consejo y las observaciones de aquel que le insufló vida literaria?
En su viaje, mientras observa con nada sutil ironía a sus compañeros de viaje y nos confiesa sus temores y manías personales (su necesidad de al menos un gran tarro de crema para el cutis, el mareo que los viajes por mar le producían), tendrá que lidiar con todo tipo de medios de desplazamiento, desde ferrocarriles hasta buques, y las inesperadas inclemencias del tiempo, sobre todo en territorio asiático, en forma de monzón. Pero, por si no fuera poco, en un giro más propio de una novela, descubre que otra reportera, espoleada por un periódico rival, ha emprendido el mismo reto, aunque finalmente no le arrebatará la gloria a nuestra Nellie tras setenta y dos días de infatigable carrera contra el tiempo.
No hay que esperar de su estilo ningún descubrimiento literario, pero aunque no estemos ante una gran escritora, si estamos ante una grandísima periodista. Aún así, aunque fiel en todo momento a su obligación de informar de forma precisa de sus peripecias, lo hace siempre con desenvoltura y un toque de vivacidad que se convierte en un aliciente más para el lector.

lunes, septiembre 20, 2010

El enigma cuántico, Bruce Rosenblum y Fred Kuttner

Trad. Ambrosio García Leal. Tusquets, Barcelona, 2010. 257 pp. 19 €

Juan Pablo Heras

Como la ignorancia nos desprotege, uno teme estar ante un fraude de los buenos cuando se enfrenta a una cubierta que promete desvelar “el secreto mejor guardado de la física contemporánea”. Pero el prestigio aquilatado por los años de la colección “Metatemas” en el género de la divulgación científica y el interés de los propios autores por distinguirse desde las primeras páginas de las muchas chácharas pseudomísticas que mariposean alrededor de la física cuántica, infunden una cierta confianza que invita a adentrarse en un territorio tan extraño como fascinante.
El enigma cuántico es la plasmación libresca de un popular curso de física para estudiantes de humanidades que desde hace tiempo imparten sus autores en la Universidad de California. Durante el último siglo, la extrema complejidad de los postulados de la física cuántica no ha impedido que muchos filósofos y literatos comiencen a empaparse de una nueva visión del mundo. Como insisten Rosenblum y Kuttner, los descubrimientos de la física cuántica han sido demostrados experimentalmente en innumerables ocasiones y han resistido cualquier intento de refutación. Y sin embargo, las conclusiones a las que nos abocan violan flagrantemente nuestro sentido común. La idea de que un mismo átomo pueda estar al mismo tiempo concentrado en un punto y repartido en una superficie extensa repugna a nuestra inteligencia pero hace posible que funcionen los aparatos de resonancia magnética que se usan a diario en cualquier hospital. La noción de que esos átomos situados en “superposición cuántica” se “colapsan” o bien en partículas o bien en ondas como consecuencia directa de nuestra propia percepción, es decir, de su encuentro con la conciencia, cuestiona gravemente nuestros conceptos de realidad objetiva o de libre albedrío. El “secreto” al que aluden los autores del libro es en realidad el límite mismo del desconcierto provocado entre los especialistas por los descubrimientos de la física cuántica, que se muestra infalible tanto en su abstracción matemática como en sus aplicaciones prácticas pero impenetrable en aspectos que pertenecen ya al terreno de la pura especulación filosófica.
Dado que el libro está destinado a estudiantes de humanidades, los autores han tenido el acierto de explicar el complejo desarrollo de la física cuántica entendida como el último peldaño de un proceso histórico de horizonte aún indefinido, que transcurre por lo menos desde Aristóteles a John Bell, pasando por Newton, Einstein, Planck, Bohr, etc. El relato se anima con pequeños datos biográficos que ilustran la difícil inserción de los nuevos descubrimientos científicos en las concepciones del mundo predominantes en cada época. Y leyéndolo da la sensación de que nuestra visión del universo está todavía por detrás de lo que entrevé la ciencia, como si no quisiéramos creer todavía a los nuevos Galileos que insisten en que, sin embargo, la Tierra se mueve.
El libro menciona y amplía algunos de los modelos y principios más populares de la divulgación tradicional de la física cuántica, como la metáfora del gato de Schrödinger (ese que está totalmente vivo y totalmente muerto al mismo tiempo) y el principio de incertidumbre de Heisenberg, mucho más complejo de la versión que suele vulgarizarse en artículos de periódico. Y aunque, confieso, ciertos conceptos no son fáciles de comprender para alguien de letras puras, uno puede obviar determinados elementos y seguir con interés creciente las vectores fundamentales de un camino de descubrimientos que ha llevado siglos y que se acota ahora a unos pocos cientos de páginas, como si nuestro pequeño y discreto aprendizaje acompañara la evolución de todo el conocimiento humano.
En los últimos capítulos, nos topamos con el límite de los conocimientos científicamente verificados y se abre ante nuestros ojos un surtido de elucubraciones que diversos especialistas han postulado para alumbrar los misterios de la física cuántica. Y he aquí donde aparece la literatura con patente de corso. Por ejemplo, la célebre hipótesis de los mundos múltiples (o universos paralelos), de Hugh Everett, que tanto ha alimentado a la ciencia-ficción desde sus obras más prístinas hasta la más anodina space-opera. O, mejor todavía, formulaciones con pretensiones absolutamente científicas que por su osadía alcanzan resonancias refinadamente poéticas, como esta afirmación de John Cramer, que merece una cita completa:
«Cuando nos paramos en la oscuridad y miramos una estrella a cien años luz de nosotros, no sólo las ondas de luz retardadas procedentes de la estrella han estado viajando durante cien años hasta llegar a nuestros ojos, sino que las ondas adelantadas generadas por procesos de absorción dentro de nuestros ojos han llegado cien años atrás en el pasado, completando la transacción que permitió a la estrella brillar en nuestra dirección».
¿Qué les parece?
En otras palabras, un buen puñado de certezas irrefutables para disparar nuestra imaginación en infinitas direcciones imprevisibles.

viernes, septiembre 17, 2010

Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Herta Müller

Trad. Rosa Pilar Blanco. Siruela, Madrid, 2010. 270 pp. 19,90 €

José Morella

No sé muy bien por qué, pero he leído muchos libros sobre campos de concentración. Creo que demasiados. Justo cuando estaba intentando desintoxicarme, van los suecos y le dan el Nobel a Herta Müller, y yo me entero de la historia de los rumanos que tuvieron la mala suerte de ser de origen alemán en el peor momento para serlo. Como Oskar Pastior. Él le contó sus años en el Gulag a su amiga Herta, y ella escribió la novela. Imposible resistirme.
En la vida hay multitud de cosas difíciles de explicar y de comprender, y a veces una imagen poética puede ser de ayuda. No es que yo piense que la finalidad de la poesía (?) sea explicar o conocer algo. De hecho, si lo pienso un poco (sobre todo si lo pienso) no tengo ni idea de si hay verdad alguna que conocer o explicar. Digo todo esto porque la novela de Herta Müller contiene una serie de imágenes que me dan la impresión de estar ahí mismo, a un paso, si no encima, de verdades asustadoras. La verdad del hambre, por ejemplo. La malnutrición constante durante años. La experiencia de que tu cuerpo se devore a sí mismo, a falta de otra cosa, mientras la muerte está al ladito tuyo cual buitre leonado. El discurso científico -la descripción del proceso de cetosis y lo que ocurre después- no me sirve para nada. Müller sí me sirve. Despliega sus imágenes: la liebre blanca, el ángel del hambre, la mejilla de pan. El desarrollo de la historia hilvanado con esas imágenes como costuras me han acercado al hambre de un modo imposible de imaginar antes. No es hambre física, por supuesto, lo que he sentido, ni tampoco el goce de una explicación clara, ni nada parecido. Las imágenes están tan limpias del ego de quien escribe, son tan puras, que se dejan compartir desde muy adentro. Se despierta alguna neurona remota que reconoce algo que tiene que ver con el hambre o la posibilidad de sentirla. Durante algunas páginas pensé que esas imágenes tan buenas habían salido de alguna experiencia enteógena. Muchos escritores han tenido ideas potentes en sus cuelgues, y uno de cada cinco científicos admite que toma drogas. Me acuerdo de lo que les decía el gran Bill Hicks a los furiosamente contrarios al uso de drogas: pregúntate si te gustan los Beatles. Porque antes del LSD sólo hicieron banales melodías pegadizas. She loves you yeah yeah yeah.
Pero mucho antes de terminar el libro descarté la teoría psicodélica, porque hay otra mucho más verosímil: creo que esas imágenes no son de Müller, sino del propio Pastior. Y la droga que usó para obtenerlas no fue LSD, ni ayahuasca ni ninguna otra, sino la más apropiada para el asunto: el hambre misma. Creo que Pastior no contó la historia “plana”, por así decirlo, para que luego Müller la volcara en imágenes: la contó ya con la liebre blanca y con la mejilla de pan. Y tal vez no las viera como imágenes explicativas ni como poesía, sino como la más ineludible realidad de su vida durante años. Al prisionero desfallecido le brotan imágenes mentales que, puestas por escrito 65 años más tarde, nos sacuden.
No leo alemán, así que el intento que he hecho de averiguar la plausibilidad de mis hipótesis ha sido patético. Tal vez algún lector de esta página pueda ayudarme o tenga datos de cómo ocurrió el traspaso, de qué cosas le dijo exactamente Pastior a Müller. Me interesará mucho saberlo.
Una de las imágenes que más me interesó fue la de la pala del corazón. Leo (así se llama el trasunto literario de Oskar Pastior en la novela) carga todo el día cemento, carbón, cal o cualquier otra cosa, y a menudo usa una pala. Muy pronto, a fuerza de usar la pala durante horas con sólo un pedazo de pan y una sopa aguada en el cuerpo, Leo aprende sobre la pala del corazón. Se detiene la mente y se usa la pala del corazón. El trabajo se convierte en una especie de paso de baile con la mente en blanco. Todo el cuerpo se sincroniza y repite sin error posible la operación de moverse, de palear mecánicamente, sin consciencia. Este vacío mental ayuda a Leo a sobrevivir y a atravesar días de un trabajo insoportable. Elimina toda idea de sufrimiento. De hecho, elimina toda idea. No puedo evitar acordarme de Cuatro lecturas sobre Zhuangzi, de Jean François Billeter (Siruela), una bonita aproximación al taoísmo: «No intervengas en nada, suelta tu cuerpo, déjate hundir olvidándolo todo, sin intención, (...) y las cosas vivirán su propia vida». La meditación, ese “sentarse en el olvido” que muchos usamos para pelearnos menos con nuestros propios demonios y nuestros diminutos problemas, la practicó Pastior espontáneamente a los 17 años para no desesperar y para no morir.
La novela parece estar escrita de una forma simple: despliega cosas. Te da un objeto, por ejemplo un pañuelo, y ese objeto se despliega como un mapa doblado muchas veces hasta hacerse enorme. La sola aparición del pañuelo y lo que puede generar (un intercambio por comida en el pueblo cercano, un elemento pertubador que les recuerda a los otros su pasado en libertad...) echa luz sobre algo mucho más grande. Lo mismo que ocurre con el pañuelo ocurre con el cemento, con el pan, con el reloj de cuco... La novela es esos objetos. Observar cómo se despliegan es entender, hasta donde es posible, el Gulag.
Comprender el campo es también ver qué pasa cuando se sale. Leo sale y vuelve con su familia. La pala del corazón no puede pararse. El vacío que hizo de su propia persona para poder sobrevivir sigue ahí, y todo el mundo se lo ve. No sabe, por ejemplo, comportarse en la mesa. Cuánto tiempo hay que masticar, cuándo hay que tragar. No sabe comer con un tempo normal, ni hablar, ni estar con gente. Todos lo notan. Con el tiempo eso se irá atenuando, pero el campo vivirá dentro de él para siempre. Es el territorio interior por el que caminará el resto de su vida.

jueves, septiembre 16, 2010

La última noche en Twisted River, John Irving

Trad. Carlos Milla Soler. Tusquets, Barcelona, 2010. 657 pp. 26 €

Coradino Vega

En literaturas más consolidadas que la nuestra, el realismo goza de una salud de hierro. Mientras aquí original significa ser novedoso, ignorando la riqueza de Clarín o Galdós, u olvidando la aportación de la Generación de los 50 por ejemplo, John Irving se declara sin complejos seguidor de una tradición anglosajona, y más específicamente norteamericana, que tiene sus mitos fundadores en novelistas como Dickens o Melville, y que aún reconoce en la Generación Perdida un referente vivo. Como se dice del personaje Danny Angel en este libro: «Era un artesano, no un teórico; era un narrador, no un intelectual». Y parece un adecuado retrato de John Irving, a quien cuesta imaginar constreñido por el requerimiento de conciencia textual y expectativas culturales que impuso el posmodernismo a la literatura para que fuera «seria», sino trabajando con denuedo en la implementación de una compleja trama, afilando el detalle, y demorándose en la minuciosa descripción de eso que la mayoría de la gente hace para ganarse la vida: el trabajo.
No estamos pues, por más que Danny Angel sea escritor, ante una de esas novelas escritas por intelectuales sobre intelectuales para intelectuales. No. La última noche en Twisted River quiere llegar a todos, de ahí su lenguaje llano y su afán explicativo, contándonos una historia de padres e hijos engarzada en la Historia de un país desde 1954 hasta 2005. Es una novela que explora el miedo en «un mundo de accidentes»: el miedo del padre a lo que le pase al hijo; el miedo del hijo a lo que le pase al padre. La galería de secundarios, en especial la figura del leñador Ketchum, alcanza resonancias épicas. Sucede algo una noche en un pueblo maderero de New Hampshire que hará que Dominic Baciagalupo huya con Danny, su hijo de doce años, y ambos se pasen toda la vida como fugitivos. Boston, 1967; Vermont, 1983; Toronto, 2000; Coos County, 2001; y una isla en un lago de Ontario, en 2005, conforman los bloques espacio-temporales a través de los cuales se desarrolla la novela. Y junto a las peripecias de padre e hijo perseguidos por el viejo ayudante de sheriff Carl: Vietnam, el «pucherazo» de George W. Bush en las elecciones contra Al Gore, los atentados del 11-S y la segunda guerra de Irak operan de telón de fondo. Como sucede con la película En el valle de Elah, no hay crítica más dura a los desvaríos americanos que la que han hecho los propios americanos.
Por lo demás, La última noche en Twisted River es una novela clásica en el plano formal, con su narrador omnisciente y esa cualidad de duración en la que el lector se instala hasta sentir su pérdida cuando termina, con cierta preponderancia de la trama sobre el lenguaje y con una elaborada estructura temporal, en la que cada pieza tiene su encaje, eso sí, unos más afortunados que otros. Porque quizás sea el celo con el que Irving propone que lo más importante de todo sea la historia lo que, en ocasiones, lastre un poco el resultado: esa reiterativa forma de explicar hace que uno piense que estamos ante el perfecto ejercicio que poner en un taller literario para ilustrar cómo se construye una trama y qué puede resultar, supuesta la inteligencia del lector y sin concesiones oportunistas a la ambigüedad, prescindible. Y aun así, La última noche en Twisted River es una novela de una solidez narrativa y una dignidad moral que no debería minusvalorarse; un libro que no convencerá a los partidarios de la vanguardia, pero que al 99,9 % de la población que no es mundillo literario seguramente sí le gustará: porque habla de forma bien clara de la gente que trabaja, que ama o no sabe cómo amar, de la muerte, de la migración, de recetas de cocina, de la política desde la óptica ciudadana y, en definitiva, de la vida.

miércoles, septiembre 15, 2010

Temblor, Maggie Stiefvater

Trad. Alexandre Casal Vázquez y Xohana Bastida. SM, Madrid, 2010. 429 pp. 15,95 €

Rubén Castillo Gallego

Por costumbre, por integridad y por sentido común, odio tener prejuicios. Tanto en mi vida como en mis lecturas. En ocasiones, resulta inevitable dejarse arrastrar o zarandear por alguna de estas pulsiones irracionales y generalmente mezquinas; pero trato de reducir el número de sus influencias sobre mí en la medida de lo posible. Entre otras cosas porque considero que lo más hermoso de la inteligencia es su diario combate contra la estupidez. Y como además juzgo que tienen razón quienes afirman que la literatura está en el cómo, procuro que las etiquetas que se adhieren a los libros tampoco me afecten demasiado. Trato de ser yo (el consejo de Montaigne es brillante) quien construya su propio juicio sobre las obras. Sirva esta introducción para explicar que cuando llega a mis manos una novela como Temblor, de Maggie Stiefvater (que ha sido traducida por Alexandre Casal Vázquez y Xohana Bastida para la editorial SM), pongo entre paréntesis todas las advertencias que llegan a mis oídos y abro sus páginas con voluntad edénica. ¿Que la historia es de adolescentes y licántropos? Bien; resulta absurdo negarlo. ¿Que utiliza abundantes mecanismos folletinescos para atrapar con más eficacia a sus jóvenes lectores? Muchos otros lo hacen, con menos pericia y peores resultados... El argumento que aquí se nos pone ante los ojos es bien sencillo: una chica (Grace) fue atacada durante su niñez por un grupo de lobos, que no llegaron a matarla gracias a la intervención de un ejemplar de ojos amarillos, que pareció protegerla de sus compañeros. Sólo años después descubrirá que ese lobo es un muchacho (Sam) que, mordido por un viejo lobo en su infancia, se transformó en licántropo. La fascinación que Grace siente por estos animales (y en especial por el singular Sam) se va convirtiendo en amor cuando el chico irrumpe en su vida y da muestras de su ternura, su delicadeza y su deseo de volver a la condición humana. El problema es que la mutación que sufrió en la niñez no parece ser reversible. De hecho, todo indica que este invierno se transformará en lobo y no volverá jamás a su condición bípeda. Grace, pese a las dificultades, sigue dándole vueltas al asunto, por si encontrara alguna solución. Añadamos a esta trama a sus dos mejores amigas (Olivia y Rachel); un compañero de instituto que es también mordido y se incorpora a la nómina de los licántropos (Jack Culpeper); la hermana de este último, Isabel, que comienza a atar cabos entre los lobos y Grace y que empieza a moverse para ayudar a su hermano; las rivalidades y celos que surgen entre los componentes de la manada; y, atravesando toda la pieza, las emociones, las ideas y los diálogos esperables en un grupo de jóvenes, magistralmente reproducidos por Maggie Stiefvater. Cuando se termina la obra (el crescendo de las últimas treinta páginas es particularmente memorable), no queda más remedio que reconocer el mérito de esta obra. Si Crepúsculo (S. Meyer) era una obra que daba gusto leerla, no menor placer depara Temblor. Mi hija María, que me aconsejó ambas, tiene un olfato literario estupendo, que puede servir como termómetro para su generación. Si tienen que regalar una obra a una persona lectora de 12 a 16 años no lo duden: ésta es una opción espléndida.

martes, septiembre 14, 2010

La pesca de la trucha en América, Richard Brautigan

Trad.Pablo Álvarez Ellacuria. Blackie Books, Barcelona, 2010. 153 pp. 19 €

Miguel Sanfeliu

Uno ha oído en ocasiones decir que tal o cual libro es “inclasificable”, en el sentido de que no se parece a ningún otro, y lo cierto es que siempre parece que se exagera un poco, que se utiliza el término “inclasificable” con cierta manga ancha. Pienso esto mientra leo La pesca de la trucha en América, de Richard Brautigan. Lo pienso porque me pregunto qué clase de libro es éste. Desde luego no es una novela. Tampoco es un libro de relatos. No es un libro de poesía, aunque a veces lo parezca. Por supuesto que no se trata de ningún tratado de pesca, a no ser que se trate de uno escrito por alguien que en lugar de centrarse en el tema se está distrayendo todo el rato, alguien que nos habla de cosas tan prácticas para el interesado en la pesca como la muerte de una trucha por un trago de oporto. No, no es nada de eso. Mientras leo tengo la sensación de estar sentado frente al autor, en alguna taberna, bebiendo sin parar y escuchando sus historias disparatadas, sus frases surrealistas, y miramos por la ventana y me señala algo a lo lejos que le ha traído a la memoria algún recuerdo de la infancia, o se inclina hacia mí para confiarme un secreto cuyo sentido no acabo de comprender, y me habla de la pesca de la trucha como me podía estar hablando del sentido de la vida o del valor de las pequeñas cosas. Y lo cierto es que el tiempo pasa sin darnos cuenta, porque su verborrea es hipnótica y su sentido del humor me tiene totalmente encandilado.
Cuando cierro el libro lo miro fijamente y le pregunto: “Oye, ¿qué es esto? ¿venden arroyos trucheros en el desguace de Cleveland?” Y él me mira fijamente mientras sus ojos se hacen chiquitos y su bigote deja paso a una sonrisa que va creciendo lentamente. Mueve la cabeza de arriba abajo y la sonrisa crece. “¿Y las cascadas las venden aparte?” La sonrisa se convierte en carcajada, una carcajada contagiosa, así que empiezo también a sonreír. “¡Y los insectos los venden por metro cuadrado!” grita. Y estamos así mucho rato, venga la risa, golpeándonos las rodillas y sujetándonos el estómago para que no se nos salgan las tripas y ensucien el suelo del salón.
Richard Brautigan es un autor extraño en el panorama literario norteamericano. Aunque se le pueda incluir en el grupo de la generación beat, encontrar nexos de unión con Burroughs o Ginsberg, también es cierto que se perciben en él los ecos de Twain y anticipa a autores como Bukowski o Carver. Era un individuo estrafalario, se le puede ver en las fotos que se conservan con un sombrero de ala ancha, posando provocativamente, con sus inconfundibles gafas y su poblado bigote. Tuvo una infancia difícil y estuvo recluido en un hospital psiquiátrico cuando tenía veinte años. Su primer libro publicado fue A Confederate General From Big Sur, y de él se vendieron menos de 800 ejemplares. En el año 1967 publicó La pesca de la trucha en América y se convirtió en un autor seguido y alabado por todo el mundo. Fue el libro que lo convirtió en alguien conocido, por eso resulta tan extraño que no estuviera publicado todavía en nuestro país. La editorial Blackie Books ha puesto fin a esta injusticia. De hecho, hace años que se habían publicado otros libros de Brautigan, como El monstruo de Hawkline, Willard y sus trofeos de bolos, Un detective en Babilonia o, más recientemente, su obra póstuma Una mujer infortunada.
La pesca de la trucha en América posee la inconfundible voz de Brautigan. Podría tratarse de un libro de reflexiones, recuerdos, historias oídas e inventadas, personajes reales y falsos, un divagar sin rumbo a velocidad de vértigo, un collage, un diario sin fechas, un cuaderno de notas, un conjunto de textos alucinados y divertidos que nos transmiten la peculiar personalidad de su autor, un libro de una modernidad indiscutible que ha ganado, si cabe, vigencia con los años. Brautigan parece reírse de todo, mirarlo todo desde un ángulo distorsionado y, al hacerlo, consigue que veamos las cosas de otra manera, depojándolas de su gravedad, creando un mundo surrealista.
Y la pesca de la trucha en América puede ser un lugar mítico o el sentido de la identidad humana; de hecho, a veces se habla de ella como si fuera un ser humano a quien se le hace la autopsia o la busca el FBI. Las descripciones, los diálogos, los episodios, derrochan imaginación y sentido del humor. Un autor dotado de una inventiva sorprendente que nos arrastra por paisajes oníricos en los que nunca hemos estado pese a que nos resultan familiares. Un libro, sin duda alguna, inclasificable.

lunes, septiembre 13, 2010

Un libro que podría titularse el baile de la berenjena, Óscar Santos Payán.

Baladí, Madrid, 2010. 244 pp. 17 €

Fernando Sánchez Calvo

Ésta es la historia de un bildungsroman (en rústico “novela de iniciación”) sobre la iniciación en la vida de un par de amigos a quienes, a paso vertiginoso, les toca madurar (en rústico, “sufrir” o “joderse”) en la chabacana y deprimente vida rural de un pueblo que, incomprensiblemente y como pasa con el resto de los pueblos, marcará con un fuerte sello de nostalgia el corazón de los protagonistas. El Gorrión y Jorgito son dos adolescentes, amigos inseparables, de los de verdad, de los de antes, que, como todos los púberes y derivados, mueren de amor y lujuria por Rosario y Gloria, dos muchachas espléndidas, perfectas, mayores, utópicas para la carne, comprometidas con los guapos y atadas por los poderosos que, como era de esperar también, no se fijan mucho en ellos porque la edad y las convenciones así lo mandan. Con este planteamiento Ediciones Baladí inicia el rimbombante título Un libro que podría titularse el baile de la berenjena en su colección Caleidoscopias, la primera novela de Óscar Santos Payán (quien ya había publicado el libro de poemas Infierno sostenido en Ediciones El Gaviero) con ilustraciones a cargo de Macarena Alagarín.
Ésta es una sencilla historia de amor y amistad, con un lenguaje llano y una enseñanza directa, de las de antes, sin rodeos, donde a los protagonistas les urge aprender a base de experiencias y no de teorías que los poderosos siempre van a ser poderosos pero que hay resquicios donde uno puede guardar la dignidad. Todo depende de la cantidad que se quiera arriesgar en guardarla. Por ello, y con la ayuda de Genaro (un adolescente encerrado en el cuerpo de un adulto que treinta años después vuelve al pueblo para enseñar a Gorrión y a Jorgito todo lo que él no se atrevió a practicar), nuestros dos protagonistas, que no héroes, intentan dar un giro a sus vidas en las fiestas patronales del pueblo, el momento cumbre para la comunidad. Es el único momento posible donde los tipos, los roles pueden cambiarse, o al menos reafirmarse.
Después, la esperanza, la decepción, el miedo, la euforia, de nuevo la decepción y todos los estados de ánimo que caben en el cuerpo de un crío en tan sólo unas horas. Esas fiestas y las berenjenas del puesto del pueblo más pueblo de España les demostrarán que incluso en los espacios más cutres o limitados uno también puede hacerse un sabio porque, al fin y al cabo, la magia no la ponen los espacios, las épocas, sino los ojos de las personas. Algo parecido le pasó a Don Quijote, quien, en el paisaje más desolado y seco de toda la península, supo apreciar un gramo de belleza en la labriega más fea de la Mancha. Si un viejo anacrónico fue capaz de esto, qué no harán dos chavales con toda la vida por delante, todas las miserias (suyas y ajenas) por delante y dos muchachas (esta vez sí guapas) por delante. Alonso Quijano lo tuvo peor.

viernes, septiembre 10, 2010

Principiantes, Raymond Carver

Trad. Jesús Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2010. 312 pp. 19 €

Alberto Luque Cortina

En un país como Estados Unidos proclive a la creación de mitos, Raymond Carver (1939 – 1988) ocupa un lugar preferente en su panteón literario: para muchos es el mejor cuentista estadounidense, pero esto es entrar en el canon, que no es más que una especie de podium imposible creado por los tecnócratas de la literatura. Prefiero pensar que Carver dejó un puñado de grandes cuentos que abrieron los ojos a una generación de escritores y, esto sobre todo, que impresionaron a muchísimos lectores, entre los que me encuentro. Precisamente llegué a Carver a través de un libro publicado por Anagrama: De qué hablamos cuando hablamos de amor. Más allá de las historias narradas —pequeños fragmentos de realidad, algunos terribles, otros prosaicos en apariencia— me llamó la atención su forma de revelar, mediante una prosa sobria y eficacísima, las más íntimas emociones de sus protagonistas.
Hoy sabemos que Raymond Carver no escribió esas historias, o al menos no en el modo en que las conocimos. Antes de publicarlas, su editor, Gordon Lish, se cargó en dos sesiones más de la mitad del texto original, cambió títulos e incluso incorporó generosamente frases de su propia cosecha, casi siempre determinantes —sobre todo en los finales—, para concebir así algunos de los cuentos más representativos de lo que se conocería como “realismo sucio”. Menuda ironía. Así se creó De qué hablamos cuando hablamos de amor, uno de los libros más influyentes de la literatura norteamericana contemporánea.
Todo esto lo sabemos gracias al “descubrimiento” de los originales de Carver con las tachaduras y “contribuciones” escritas a mano por Lish. Los textos “restaurados” (sic) por William L. Stull y Maureen P. Carroll, se publican ahora con el título Principiantes tal y como el autor los entregó a su editor.
Este hallazgo editorial viene ronroneando desde hace muchos años, y por supuesto ha desatado una intensa controversia en el mundillo literario. Aunque la diatriba me parece bastante pueril, resulta muy interesante, y pedagógico, cotejar ambos textos. Baste un ejemplo: en el cuento Diles a las mujeres que nos vamos Gordon Lish redujo el texto, tal y como advierten sus editores con jactancia matemática —como si la literatura pudiera medirse por el número de palabras—, en un 55%. También incorporó algunas frases decisivas, de lo que resulta un cuento completamente distinto al escrito por Carver. Para muchos esta injerencia del editor es imperdonable, pero olvidan cuánto disfrutaron al leer el cuento por primera vez y al mismo tiempo obvian la realidad: este u otro tipo de “intervenciones” son más frecuentes de lo que parece, y muy comunes en otras disciplinas artísticas de consumo, como el cine o la música: ¿acaso el Surfer Rosa de los Pixies hubiera sonado igual si Steve Albini no hubiera producido el disco?
En definitiva, no hay que rasgarse las vestiduras. Gordon Lish era un editor, cosa inusual, de enorme sensibilidad literaria, un tipo listo que supo pulir los cuentos de Carver. ¿Qué importa quién o cómo los escribiera? Siguen siendo extraordinarios. Una conclusión más interesante se deduce de la comparación de los textos, pues en esta se destripan y se hacen visibles los mecanismos de creación del cuento: cómo eliminar párrafos “innecesarios”, cómo alterar su sentido mediante una sola frase, cómo “fabricar” un final perfecto. Mecanismos que Lish conocía y utilizaba con eficacia.
¿Significa esto que la edición de Lish es mejor que esta que ahora se presenta? No tiene sentido entrar en el juego. Quien lea Principiantes por primera vez encontrará algunos de los mejores cuentos del escritor —como lo es en mi opinión el conmovedor "Algo sencillo y bueno" bajo una luz distinta pero igualmente fascinante. Precisamente en estos textos se evidencia ahora con mayor claridad —a través de la descripción reiterada de escenas, conversaciones y pensamientos cotidianos— su inteligencia en el manejo de los tiempos narrativos y su interés por comprender la tramoya oculta de nuestras emociones, interés que Lish no quiso ver o juzgó ineficaz para el éxito editorial del libro, por lo que acabó suprimiendo una gran cantidad de párrafos. Y a pesar de esta labor de poda, detrás de muchas de esas historias de parejas en crisis, infidelidades, alcoholismo y soledad, podía percibirse un tenue resquicio de esperanza, de confianza en el hombre, como si el escritor quisiera proclamar, y sabía de qué hablaba, que siempre existe la posibilidad de que las cosas mejoren, por muy leve que esta sea, o al menos siempre hay algo a lo que agarrarse para seguir adelante. Esta cualidad aparece ahora aún más nítida. De algún modo, el Carver original es más “humano”: otra razón para releer al norteamericano, si es que fuera necesaria alguna excusa para hacerlo.

jueves, septiembre 09, 2010

Brummstein / Machine (dos novelas cortas), Peter Adolphsen

Trad. Blanca Ortiz Ostalé. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 172 pp. 17,20 €

Miguel Baquero

Encontrar la medida justa, lo que en el caso de muchos escritores significa saberse contener, es una de las virtudes más caras de la Literatura. Cuántas perlas que podrían haber sido como la de Steinbeck no se habrán corroído por rodearlas de elementos superfluos, innecesarios, repetitivos, con tal de llegar al tamaño del volumen.
Por fortuna, aunque no se da con mucha frecuencia, siempre existe la opción de unir dos novelas cortas en un solo libro, como es el caso de éste publicado por Lengua de Trapo. Un recurso valioso, sobre todo si ambas novelas comparten, además de la extensión, el mismo tono, el mismo planteamiento, las mismas intenciones. El resultado, en lugar de lanzar sucesivamente dos novelas inflaccionadas, escun volumen en el que, una detrás de otra, se siguen dos pequeñas joyas, en especial la primera, Brummstein, una delicia de imaginación, humor, inteligencia. Un bocado exquisito.
Brummstein, así como Machine, son historias, las dos, que parten desde el principio. Y al decir el principio me refiero al Pleistoceno, por ejemplo, e incluso más allá: a la edad geológica en que se formaron los continentes, en el caso de Brummstein. En esta pequeña novela se nos narra el modo en que se separaron los continentes, surgieron las cordilleras y se formaron las cuevas… Una de estas cuevas, por diversos motivos, ha quedado al margen de la curiosidad espeleológica, y en ella, cierto día de principios del siglo XX, se interna un curioso personaje, mezcla de visionario y emprendedor, que para su propia sorpresa incluso hace un gran descubrimiento: una roca que vibra. ¿Qué significado puede tener aquello?; es más: ¿tiene algún significado?, se pregunta el hombre mientras con su pico arranca una esquirla de la roca y la introduce en una cajita. Brummstein es la historia de cómo esa cajita, metáfora del misterio y el sentido de la vida, si es que acaso tiene algún misterio y algún sentido, va pasando de generación en generación, de personaje en personaje. Los diversos personajes son en ocasiones peculiares, deslumbrantes, en otras anodinos; del mismo modo, la caja discurre a veces como un objeto valioso, otras como un simple legado testamentario o como parte de una remesa de objetos… hasta llegar al sorprendente final de la novela, marcado por un gran y significativo giro de humor negro.
Machine es igualmente una novela que remonta su origen a una época muy pretérita, a la época en que sobre la Tierra aún no había aparecido el hombre, ni otra especie como el caballo, el lugar de la cual trotaba por las praderas el Eohippus. Machine comienza narrando cómo uno de estos primeros equinos murió y quedo enterrado en el fondo de una fosa y como su pequeño corazón acabó convertido en gota de gasolina. Al hilo de esta minúscula gota de gasolina, en realidad el pequeño corazón de un caballo, la novela pasa a narrarnos la historia de Jimmy Nash, trabajador de una refinería petrolífera, de origen azerbayano; la forma en que abandonó la decrépita URSS y se abrió camino en los Estados Unidos… pero todo ello sin el menor rasgo de heroísmo, lejos de esas epopeyas de emigración y superación, al modo más o menos tranquilo, controlado, sin estridencias en que una gota de gasolina estalla en el depósito de un coche.
Tanto Machine como, en especial, Brummstein, son dos buenas novelas por sí solas; al presentarse de forma conjunta, unidas por su tono y su estilo, logran un magnífico volumen que no es sólo la suma de las virtudes de ambas novelas, sino una apuesta literaria de gran calidad.

miércoles, septiembre 08, 2010

Cómo viajar sin ver, Andrés Neuman

Alfaguara, Madrid, 2010. 250 pp. 17,50 €

Pedro M. Domene

Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), niño argentino, adolescente español y escritor granadino, sigue teniendo, bastantes años después de su estancia continuada en nuestro país, una voluntad latinoamericana que aprovecha para compartir y siempre cuando le es posible. Una gira de promoción del XII Premio Alfaguara de Novela, El viajero del siglo (2009), le llevó el pasado año por casi todas las capitales hispanoamericanas y el resultado, meses más tarde, es Cómo viajar sin ver (2010), o Latinoamérica en tránsito, como reza en el subtítulo de su último libro. Neuman es un maestro en las distancias cortas como ha demostrado en varias de sus colecciones de cuentos, y precisamente de abundantes anotaciones, fragmentos de diario, impresiones, o de esas notas de urgencia que posteriormente se trasladan a un blog para compartir impresiones, se compone este libro que, entre otras muchas cosas, no quiere ser una crónica de su gira americana, tanto es así que quedan fueran ruedas de prensa, entrevistas, presentaciones, que emborronarían una escritura incapaz de ofrecer aliciente alguno al más curioso lector. Leemos, por consiguiente, aquellos apuntes que Neuman incorpora como reflexiones personales, es decir, notas y aforismos escritos con esa habilidad que caracteriza al granadino-argentino para interesar a un posible lector que, como él, distingue lo particular de lo colectivo.
Neuman utiliza, más que nunca, la urgencia para transcribir sus impresiones, el estilo con que están escritas estas notas presupone una rapidez contagiosa al tiempo que uno las lee, somete, por consiguiente su sintaxis a una extremada precisión y a una medida calculada, solamente se siente tentado en prolongar sus textos cuando recrea paisajes e impresiones que denotan cierto lirismo, también cuantifica sobre esos aspectos de corte globalizado que, por añadidura, pueden leerse en cualquier parte del mundo: gripe A, la desaparición de Michael Jackson, el caso Yoani Sánchez, el golpe de estado en Honduras, junto a otros aspectos de carácter costumbrista que sirven de bitácora de curiosidad del escritor, giros y hablas dialectales y autóctonas, marcas de cerveza, estancias en hoteles y costumbres y usos de lo lugares que visita que, en ocasiones, junto a las preocupaciones sociales del escritor se tornan en motivo recurrente a lo largo de Cómo viajar sin ver.
Al margen de todo lo expuesto, el Neuman literato se exige una detallada voluntad por darle sentido a ese prolongado peregrinaje por tierras Latinoamericanas y, al mismo tiempo, ofrece sus impresiones sobre la diversidad de literatura, incluso el cine de los países que visita, algunos que otros breves apuntes sobre los autores consagrados y abundantes nombres de muchos de los desconocidos en España que pugnan por conseguir su lugar en mitad de una universalizada lengua española, partiendo de esa conciencia social de la que también participan muchos de los nombres citados por Neuman. Cómo viajar sin ver es, en realidad, un libro de viajes que hilvana una serie de acontecimientos vividos por el escritor y que, de alguna manera, le sirven de excusa para hablar de otras muchas cosas, quizá incluso de recuerdos con cierta nostalgia del pasado, de otras preocupaciones, o de algunos sentimientos que de otra forma no hubieran cobrado forma. Lo curioso de este libro, pensado fragmentariamente, es poder leer cómo son las cosas de allá o como son las cosas de acá, y así poder comprobar, cómo se interpretan las de aquí, sin duda allí, y cómo las de allí, se vislumbran aquí, y una vez leído, disipar, de una vez por todas, sutilezas que, más que alejarnos, nos acercan al menos en un lenguaje común.

martes, septiembre 07, 2010

Temperatura voz, Mariano Peyrou

Pre-Textos, Valencia, 2010. 56 pp. 8 €

José Luis Gómez Toré

Autor de libros como La sal y Estudio de lo visible, Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) ha hecho de su escritura, y Temperatura voz es un buen ejemplo de ello, un ejercicio de constante indagación en el lenguaje como ejercicio de cultivada perplejidad ante lo real. El brillante uso de la elipsis y las asociaciones inesperadas dejan entrever un cierto aire ashberiano, que Peyrou comparte con otros poetas coetáneos. Sin embargo, lo importante no son aquí los parecidos de familia, sino la forma en que el poeta sabe inscribir una mirada propia en lo que podríamos llamar parafraseando al propio autor, su particular estudio de lo visible, un juego de espejos en el que el propio acto de percibir es sometido a examen. El flujo de conciencia que parece arrastrar la marcha de estos versos prescinde de los signos de puntuación y juega a borrar los límites de la autonomía de cada poema dentro del poemario. Así, la percepción se convierte en una especie de “work in progress”, en el frágil andamio sobre el que sostener la apropiación del instante. A la conciencia de lo inconcluso y lo fragmentario contribuye asimismo el recurso, ocasional pero significativo, de que el último verso de algunos textos lo constituya una frase inacabada, que el lector puede jugar a acabar (o no) con el inicio del siguiente poema o fragmento.
“Y aquí los nombres son lo más real”, escribe el poeta, y sin embargo no hay en su propuesta un asomo de platonismo. Los nombres no son las esencias secretas de las cosas, al modo de Juan Ramón o cierto Jorge Guillén, sino la precaria condensación de una experiencia, el punto de ebullición de una realidad siempre cambiante. De ahí también la renuncia a un yo poético demasiado fuerte, la persecución de una cierta impersonalidad en el decir. El tono propio del poeta, que desde luego existe, no constituye la ocasión para una orgullosa proclamación del sujeto y de una experiencia supuestamente privilegiada. Es en el correr cotidiano de los días donde el tono de la escritura se revela, como nos sugiere el título, como la temperatura de un lenguaje en su comercio diario con las cosas. Porque la palabra no se empeña en congelar el movimiento de la existencia, porque ella misma se sabe tiempo, la poesía de Peyrou acoge el fluir de lo real. De esa realidad apresada en su dinamismo forma parte también lo imaginario, ya que la mirada se reconoce creadora y funda espacios, señala trayectorias, tiende “una cuerda tan larga que sólo tiene un cabo”.

lunes, septiembre 06, 2010

Compañeras de viaje, Soledad Puértolas

Anagrama, Barcelona, 2010. 217 pp. 18 €

Amadeo Cobas

Todo libro es un viaje; toda historia es contada como un tránsito desde un punto de partida y hasta desembocar en un final. Es indiferente que se trate de una novela, un relato, una biografía… El orden en la narración requiere situar al lector en el origen de lo que va a recibir por parte del escritor. Tal que aquí. Soledad Puértolas principia este periplo literario precisamente con el inicio de un viaje vacacional; uno que tiene la playa como destino y despertar el interés de sus lectores como objetivo. Se nota el oficio de la autora, porque logra, en las seis páginas que dura el relato primero, sentarnos ávidos de saber más.
Se trata de relatos muy introspectivos, en los que la protagonista de turno viaja al mismo tiempo que reflexiona sobre su vida, girando el cuello hacia el pasado o tendiendo la vista para atisbar el futuro. Concluyendo: realiza la duplicidad del viaje, así físico como interior.
Seúl, Londres, Abelleira, Noruega, París…, no importa la distancia o el lugar en el que finaliza el trayecto. Aquí la clave es la placidez del desplazamiento, contado con pausa y acomodo; son viajes bebidos cual humeante café, puede usted servirse un té si lo prefiere, con dilación muy conseguida, exhalados igual que si fueran las vaharadas de un secreto que se comparte y que por su importancia debe ser digerido con calma.
La autora es amiga del detalle, huelga decirlo, «Nos llevábamos la comida a la boca, masticábamos, tragábamos», le gusta la demora que conlleva una digestión lenta de sus relatos, son viajes que no hay prisa en rematar, antes impera la decoración que requiere un vistazo calmo de sus pormenores, desperezando al lector sus sentidos, sumergiéndose en unas aguas aquietadas y mansas. Y son relatos que no acaban, sino que se desvanecen cual suspiro aunque es indudable que su aroma se mantendrá, es más: volverán las olas de lo narrado a acariciar los pies del lector, refrescándole doblemente el recuerdo de la historia inacabada con la que ha disfrutado.
Mención aparte merecen los personajes que surcan estos cuentos. Son cotidianos, son tan cercanos que hablan de nosotros mismos, les suceden cosas que nos han sucedido o podrían sucedernos. En algún caso, deberían sucedernos. Y esa cercanía les da viveza, los hace importantes dentro de su aparente sencillez. Algo equivalente a almorzar una comida casera después de semanas de comer en un restaurante. Así de ricas son estas historias, así de fundamentales quienes participan en las mismas, esbozados en ocasiones con cuatro certeros y suficientes trazos para volverlos como de nuestra familia.
Y luego está el amor. No en un segundo plano, ni muchísimo menos, sino como es en la vida real: su dinamizador. El motivo que nos mueve a hacer cosas con aparente sinsentido, a bailar sin más música que la que suena en el corazón, porque «…pese a todo…el amor merece la pena. Sobre todo, cuando no se espera, cuando no se busca». En estos relatos se aprende que el amor insufla aliento a quien osa exponerse a su influjo para dejarse llevar a párpado plegado.
Eso sí. Aquí hay desgarro también. El amor no siempre se posa. Lo que pudo haber sido y no fue grava las vidas de quienes deambulan por las respectivas suyas, dejados, abandonados, indecisos, inertes frente al momento en que han de dar un giro a su existencia… y no lo hacen. Ay, el remordimiento convivirá para siempre con ellos.
Hay que ser valiente.
Aunque dé miedo ser valiente…

viernes, septiembre 03, 2010

La tierra sin alma, James Stern

Trad. Sonia Fernández Ordás. Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 184 pp. 18 €

Óscar Esquivias

Christopher Isherwood, en su obra autobiográfica Christopher y su gente, dedica el siguiente párrafo a James Stern:

Christopher encontraba simpático a Jimmy Stern porque era un hipocondríaco como él [...]; porque era gruñón, un humorista flaco irlandés; porque su rostro despierto y preocupado era extrañamente atractivo; porque había sido jinete de carreras en Irlanda, camarero en Alemania y granjero en el páramo surafricano; porque sentía un pánico mortal a las serpientes y en cierta ocasión había recibido el mordisco de una [...]; porque había escrito un extraordinario libro de cuentos titulado «The Heartless Land».

Cualquier obra que Isherwood recomiende, me interesa, y más tras un apunte tan simpático de la personalidad y la vida de su autor. Pero The Heartless Land era un libro inencontrable, que había desaparecido por completo de la circulación. En inglés, no se había reeditado desde su aparición en los años 30 y jamás se había traducido al castellano, así que tuve que resignarme a quedarme sin conocer estos cuentos del escritor de rostro atractivo que tenía pánico a las serpientes. Hasta hoy.
La tierra sin alma es el título con el que Sonia Fernández Ordás ha traducido un libro realmente desalmado y descorazonador, pero tan apasionante y bien escrito que ningún lector será capaz de borrarlo de su memoria. El autor transmite sus impresiones sobre África del Sur, territorio donde se ambientan todos los relatos. El mundo literario de Stern está a medio camino entre el de Somerset Maugham (con sus jovencitos virginales que abandonan la metrópoli para instalarse en los territorios extremos del Imperio británico) y el de Joseph Conrad (su paso a la madurez se convierte en un proceso de degradación). En la sociedad colonial descrita por Stern no hay lugar para la justicia, las emociones puras o la alegría. Domina un ambiente opresivo lleno de violencia, aburrimiento, suciedad y racismo. Estos jóvenes se enfrentan al mal absoluto, se ven obligados a madurar en un infierno donde están solos, a merced de lo peor de la condición humana. Quizá no por casualidad, en uno de los cuentos un muchacho lleva a África Moby Dick: los protagonistas de La tierra sin alma vienen a ser los equivalentes modernos del grumete Ismael. Todos se enfrentan con una bestia poderosa que está a punto de matarlos.
Stern no sólo pinta con colores oscuros. En su prosa –sobria, certera, poderosa– abundan los destellos de emoción y de simpatía. Describe de forma vivaz, con gran inmediatez, no sólo los sentimientos de sus protagonistas –es un gran creador de personajes–, sino el paisaje, los olores, el clima, las sensaciones más pequeñas. Una fiesta en la ciudad (en la que una orquestilla toca El Danubio azul y el público baila), un viaje en el tren correo, el croar de las ranas durante el atardecer africano, la vida cotidiana en las granjas... todo esto está narrado con una naturalidad, persuasión y encanto maravillosos. Y, desde luego, uno acaba comprendiendo el pánico del autor por las serpientes.
Yo he terminado la lectura de La tierra sin alma muy conmovido, casi tan perturbado como los personajes de Stern, quienes tras su larga navegación desde Europa hasta Ciudad del Cabo no acaban de acostumbrase a pisar tierra firme. Así estoy yo, un poco aturdido, sin atreverme a escoger otro libro, temeroso de que cualquiera que venga después me decepcione.