viernes, julio 30, 2010

De mecánica y alquimia, Juan Jacinto Muñoz Rengel

Salto de Página, Madrid, 2010. 154 pp. 15,95 €

Ignacio Sanz

Juan Jacinto Muñoz Rengel
es uno de los cuentistas más acreditados del panorama. Sus cuentos son piezas de una relojería que tiende a la perfección. Domina las atmósferas en la misma medida que nos sorprende con finales inesperados y desconcertantes. Pero uno colige también que no será un autor que despierta el interés de las masas. Esos ambientes cerrados, asfixiantes, a ratos repulsivos no son un plato apetitoso para los devoradores de chocolatina.
A Muñoz Rengel le atrae el siglo XIX, ese siglo de los inventos inquietantes y los afanes que desembocarían en tantas invenciones novedosas. Pero me temo que también le atrae el XVIII con la misma pasión por su componente ilustrado. Y los ambientes medievales. Me temo que su mundo no es de este mundo rabiosamente ultramoderno de los internetes, sino que está varado en el universo de los mecanismos, las poleas, los engranajes, las alquimias, los autómatas, los golems. Como si fuera el maestro mayor de una logia masónica empeñado en descubrir la piedra filosofal. Hay una persistencia en Muñoz Rengel casi patológica en ese mundo que recuerda, al menos a mí me ha recordado, al Borges más ilustrado y complejo. Pero no solo por la temática, también por la factura formal de sus cuentos. Sí, a Borges, por un lado, pero también a Irene Gracias y a Pablo de Santis, autores de novelas misteriosas de personajes atormentados que viven ajenos a las pasiones comunes en las que se engolfa la masa.
Ese aprecio por lo exótico ya se aprecia en los títulos de algunos de sus cuentos: “El libro e los instrumentos incendiarios”, “El relojero de Praga”, “Lapis fhilosoforum”, “El sueño del monstruo”. Tiene, además, un regusto por lo metaliterio, de hecho en alguno de los cuentos aparecen referencias explícitas a autores a los que posiblemente admira, como Calvino.
A veces incurre en anacronías manifiestas posiblemente como una manera de establecer pequeños guiños con el lector de nuestros días y para sofocar, de paso, el peso de su erudición.
Los once cuentos del libro van rematados con un escolio final que no deja de ser otra vuelta de tuerca en la que pone e manifiesto su interés por la vanguardia. No se trata de una joven promesa sino de un autor fértil y consolidado que seguro que lleva mucho meditando sobre el cuento. Solo así se pueden dar unos frutos tan decantados.

jueves, julio 29, 2010

Hojas de Madrid con La galerna (1968-1977), Blas de Otero

Ed. Sabina de la Cruz / Prol. Mario Hernández. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2010. 400 pp. 22 €

José Luis Gómez Toré

Aunque no pocos de los poemas de este libro póstumo de Blas de Otero (Bilbao, 1919 -Madrid, 1979) habían visto la luz en antologías, lo cierto es que Hojas de Madrid como poemario había permanecido hasta ahora inédito. Gracias a la labor de la que fuera su última compañera, Sabina de la Cruz, podemos ahora leer en su totalidad el libro en que trabajaba el poeta vasco cuando le llegó la muerte que él había exorcizado tantas veces en sus versos.
Hojas de Madrid es, en buena medida, un diario poético (de hecho, esta edición nos ofrece un índice final con la fecha de composición de cada poema). En la elección de este subgénero, poco cultivado entre nosotros, radica gran parte del interés de la propuesta así como sus riesgos. Poco tienen que ver estas Hojas con el Diario juanramoniano, ya que mientras que el yo poético de este último tiende a esencializarse, a desdibujar las huellas del sujeto empírico, el de estos poemas juega a romper las barreras entre el yo poético y el yo biográfico. Por otra parte, si el mundo de Juan Ramón Jiménez es un mundo ensimismado, purificado de todo lo que pueda parecer accesorio, estas Hojas son una apuesta por una poesía decididamente impura. Todo cabe en el poema: las metáforas audaces y el coloquialismo que se nutre de lo cotidiano, el erotismo y la política, las preguntas existenciales y los episodios domésticos más nimios… Todo ello con el telón de fondo de ciudades como Bilbao, La Habana y, sobre todo, Madrid, «inefable Madrid infestado por el gasoil, los yanquis y la sociedad de consumo,/ ciudad donde Jorge Manrique acabaría por jodernos a todos».
Una escritura tan apegada al correr de los días, que quiere ser demorada conversación con uno mismo y con los otros, no persigue tanto la perfección del poema como la constitución de un espacio abierto, que hace del acto de escribir una constante afirmación de la vida frente a la muerte y de la palabra frente al silencio (sobre todo, frente al silencio nada metafísico de la censura franquista). De ahí que no todos los poemas están a la misma altura, al menos si buscamos en ellos la labor de orfebre que el excelente sonetista que fue Blas de Otero (y no faltan sonetos tampoco en este libro) supo cultivar con maestría. Hay que tener en cuenta que el autor de Ancia, que tanto revisaba sus versos, no pudo ver impreso este poemario, que tal vez, de haberse publicado en vida del poeta, hubiese modificado (y quizá incluso eliminado) más de un poema de los que aparecen aquí recogidos. No obstante, conviene juzgar el libro, aun en su forma inconclusa, como lo que Blas de Otero quiso que fuera, una suerte de diario en el que la factura impecable de cada poema importa menos que la impresión de espontaneidad del conjunto, un conjunto en el que afloran no pocos poemas memorables y en el que las casi inevitables caídas se compensan con la frescura de una auténtica opera aperta (una frescura que me recuerda en ocasiones al Goethe más jovial y espontáneo del Diván de Oriente y Occidente). La voz de Blas de Otero es aquí más que nunca una voz plural, que sabe contaminarse tanto de la tradición culta (Machado, fray Luis, Quevedo, Rosalía…) como del habla de la calle, y cuya apuesta por la libertad formal y compositiva se resuelve a menudo en un fascinante flujo de conciencia, donde aflora un yo radicalmente moderno (un yo más contradictorio, y por ello más complejo, que el que preside tanto su primera poesía existencial como su decisiva contribución a la poesía social de la posguerra).
Una estructura más cerrada como conjunto, pero no en el desarrollo de cada poema individual, nos la ofrece La galerna, nombre con el que el poeta conjura simbólicamente sus estados depresivos. Esa galerna que visita al escritor cuando menos lo espera es el reverso su vitalismo y, sin embargo, es también la ocasión para afrontar las sombras que le acechan: «pero hoy es domingo y por eso/ a lo lejos ya vuelve la galerna/ la espero a pecho descubierto». Ante la claustrofobia de la depresión, el poema se empeña en abrir horizontes porque «el mar se tiende de lado a lado de la costa/ con sus secuelas de espuma/ pero falta/ espacio». Espacio que quieren abrir, que crean en su libre despliegue estos poemas.

miércoles, julio 28, 2010

Lamentaciones de un prepucio, Shalom Auslander

Trad. Damià Alou. Blakie Books, Barcelona, 2010. 298 pp. 21 €

Ignacio Sanz

El prepucio es una marca identitaria para los judíos. Este libro trata de indagar en ciertos absurdos religiosos, especialmente judíos. Inevitablemente toma La Biblia como uno de los puntos de apoyo. El autor, que ha sido educado en el seno e una familia ortodoxa de Nueva York, trata de superar los traumas que le ha dejado la religión. Y lo hace con un tono desenfadado, a veces corrosivo. En ese sentido sería interesante que pusieran el libro como lectura obligatoria en la madrazas donde se educan los niños judíos.
Cada paja adolescente, recuerda Shalom apesadumbrado, suponía un asesinato en masa de tantos millones de espermatozoides como tres holocaustos.
Tampoco vendría mal que lo leyeran los musulmanes o los cristianos más integristas, aunque los cristianos llevemos algunos siglos practicando cierta disolvencia que relativiza la presiones más recalcitrantes de la alta jerarquía.
Y, sin embargo, pese a los absurdos religiosos y a las supersticiones que salpican cualquier creencia, ahí siguen Roma, Jerusalem o la Meca, atrayendo a riadas ingentes de devotos poseídos por esa verdad que par ellos emana de las religiones.
La lectura de estas lamentaciones me ha hecho recordar a José Saramago, un ateo obsesionado con la idea de Dios, pero al mismo tiempo empeñado de desmentirle. Está visto que a Dios no se le derriba fácilmente. Por algo es quién es, aunque a veces sus seguidores incurran en contradicciones chocarreras. Y en absurdos morrocotudos. La comida, por ejemplo, es una fuente infinita de normas disparatadas y contradictorias que Auslander pone en evidencia. Y lo hace a través del recuerdo de aquel niño que se saltaba las normas de espaldas a la familia. Aquellas trasgresiones le hacían vivir aterrorizado.
«No guardo el Sabbath ni rezo tres veces al día, ni espero seis horas para comer carne si he tomado leche. La gente que me crió dirá que no soy religioso. Se equivocan. Lo que no soy es practicante. Pero soy religioso de una manera dolorosa, agobiante, incurable, miserable, y últimamente he observado, perplejo y consternado, que por todo el mundo hay cada vez más gente que parece estar encontrando Dioses, cada uno de ellos con más odio y más sediento de sangre que el siguiente, mientras yo hago todo lo que puedo para perder el mío. Y fracaso miserablemente.»
«Creo en Dios.» (pag 68).
Esta confesión resulta desconcertante para el lector y es que, como decíamos, no debe ser tarea fácil vivir sin Dios. Por eso sigue ahí, pese a los absurdos que chocan contra la racionalidad, imantando la vida de millones de personas, algunas sólidamente formadas, determinando sus costumbres, es decir condicionando su manera de ser y de estar, aunque, como en el caso del autor del libro que nos ocupa, se muestre irreverente y trate de acentuar las contradicciones que pesan sobre aquel niño atribulado por el sentimiento de culpa.
El libro ha sido escrito a los 35 años, y además de los recuerdos de la niñez, marcados a fuego, el autor va salpicando las páginas con escenas cotidianas del presente familiar y laboral. Todo, eso sí, con la inteligencia de la que sólo son capaces de desplegar aquellos que están dispuestos a reírse de sí mismos.
Ahora bien, teniendo en cuenta que las religiones arrastran más normas e imposiciones que un código civil, algunas absolutamente disparatadas, no deja de ser un recurso fácil echar mano de esas contradicciones para hacer de ellas piedra de escándalo.
No sé si en una sociedad que soporta el azote de las religiones, tiene sentido traducir obras que ofrecen una visión superficial de los terrores que infunden las religiones en la cabeza de un niño, por más que éstos alcancen categoría de esperpento. Este lector echa menos reflexiones más profundas sobre el dolor, el odio, las guerras, el fanatismo y la alineación a la que nos arrastran las religiones. El prepucio es tan solo la parte anecdótica.

martes, julio 27, 2010

La noche sucks, Blanca Riestra

Alianza Editorial, Madrid, 2010. 256 pp. 16 €

Recaredo Veredas

El paisaje desolado de Nueva Mexico —y su noche, que parece más oscura que cualquier otra— son el muro de carga de La noche sucks. Tan sólido apoyo sirve a Riestra para ofrecer, gracias al continuo trasiego de sus personajes sobre ese espacio, una mirada lúcida, con frecuencia desesperanzada pero nunca cruel, sobre el extraño orden del mundo. Contempla lo cotidiano con el debido estupor —sabe que una de las obligaciones de un escritor es descifrar la extrañeza de lo cotidiano— y lo explica sin asegurar certezas pero con la necesaria valentía, empleando la imprescindible palabra justa: «El cáncer es así, el aprendizaje de algo oscuro. Como si tuviéramos dentro una carcasa negra y esa carcasa fuese, poco a poco, revelándose». Escoge a un narrador extraño, una voz que lentamente se configura como personaje. Parece empeñado en un propósito destinado al fracaso en el que, como todo buen poeta, no tiene otra opción que perseverar: «algunos muchachos se pierden en el mero desierto, caminando, buscan la respuesta cuando la verdadera respuesta es que no hay respuesta». La mezcla de desesperanza y comprensión ayuda a que el lector conozca que alguien, en un lugar muy lejano, alguien en apariencia muy distinto, posee las mismas debilidades y fortalezas que él mismo.
El paralelismo, reconocido, con 2666, se encuentra en la firmeza con que reconoce el espíritu fatídico, cabalístico, casi satánico del desierto, reflejo de un mundo regido por normas incomprensibles e inasequibles, que se nos escapan y se nos escaparán siempre. Un mundo cuya oscuridad cada día resulta más obvia y visible, incluso por quienes se empeñan en seguir creyendo en las viejas convenciones: «el mundo es así, un entramado de mensajes incomprensibles, y todo lo que uno expulsa acaba por volver y todo lo que uno rechaza lo acaba llevando dentro para siempre». Además del referido Bolaño, el estilizado modernismo de Djuna Barnes, el permanente calor de Lispector o la precisión implacable de Carson McCullers (por la persistencia de la mirada, aunque lo observado resulte casi inasumible), aparecen con más o menos obviedad influencias cinematográficas, desde Short Cuts (La noche Sucks es más Altman que Carver) a Fat City.
La noche que arrastra a los personajes («—¿Has pensado alguna vez en la noche?— Sí, pero pensar en algo que no conoces en absoluto no sirve para nada») persiste lejos de Alburquerque y crea un manto que crece con constancia y lentamente encadena a los personajes: «Una novela como un bosque donde las historias dibujen figuras solo perceptibles desde arriba. La estructura es figuración, la estructura traza círculos concéntricos que cercan poco a poco el sentido». Sin embargo Riestra no se desentiende de sus criaturas: aunque no dude en entrar sin falsa compasión en sus entrañas les llena de sentimientos complejos y comprensibles. Además consigue evitar la dispersión, mantener la verticalidad y la orientación de una obra que desafía con coraje a los límites.

lunes, julio 26, 2010

La vida que nos vive, Miguel Sánchez Robles

IX Premio Dionisia García. Universidad de Murcia, Murcia, 2010. 91 pp. 10 €

Rubén Castillo Gallego

La poesía de Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957) puede engañar a muchos lectores, porque les crea la sugestión de que está sustentada sobre la tristeza, el nihilismo o la amargura; y en realidad yo no creo que sea así. Ahora, con la publicación de su último volumen, La vida que nos vive, que obtuvo en 2009 el premio Dionisia García, convocado por la Universidad de Murcia, esta línea de investigación lírica que Miguel Sánchez lleva muchos años explorando se vuelve a poner de manifiesto en un texto de enorme altura literaria. Miguel escribe desde la melancolía y desde el fervor: la melancolía de contemplar lo que pudo haber sido y no fue; el fervor de gozar lo que sí ha sido, con plenitud extasiada. Y ambas vertientes (melancolía y fervor) son facetas, si lo pensamos bien, del gozo de vivir. El hombre que, en las tardes acechadas por la tristeza, conecta el ordenador y mira en Google fotografías de ciervos para detenerse en la dulzura de sus ojos (él mismo lo explica en uno de los poemas del libro) no es una persona desesperada o derrotista, sino alguien que cree. Lo que lo diferencia de los demás es que cree en cosas alternativas, profundas, otras. Sí que es verdad que, aparentemente, el nihilismo empapa sus líneas, pero ya digo que la impresión es engañosa: Miguel Sánchez Robles tiene una voracidad de vivir, un deseo de vivir con intensidad avariciosa, que empapa sus versos y contagia a los lectores más profundos. Le gustaría tener los mil ojos de Argos, para verlo todo; y los brazos de Shiva, para acariciarlo y tocarlo todo; y los 969 años de Matusalén, para que le diera tiempo de vivir con más plenitud, con más paisajes, con más nombres, con más martinis y con más muchachas. Entiendo que a Miguel Sánchez Robles le gustaría ser como lady Godiva, y salir a las calles desnudo de hipocresías y adherencias absurdas. Limpio en medio de la limpieza, poroso ante el viento y la luz del sol. Tiene una obsesión afirmativa de “vivir muchas veces mucho” (página 55). Y, obviamente, también está lo otro. La tristeza, que es omnipresente (su descripción se puede ver en las páginas 56 y 57) y que nos mancha con su vocación de negrura. Pero la energía del ser humano se mide precisamente por su resistencia ante esa tristeza, por el modo en que combate contra la extinción y contra la Nada.
Constructor de imágenes poderosas y de asociaciones líricas que dejan al lector asombrado (nos hablará de chicas que son “hermosas como el sueño de los pumas”, en la página 17; o de palabras que “tienen la rápida tristeza de un disparo en el agua”), Miguel es también un experimentador del idioma, de su sintaxis y de su lógica formal. Como el superhombre de Nietzsche, que era un bailarín y un niño (un bailarín porque hacía de cada pirueta un reto; un niño porque jugaba con la existencia de forma libre), Miguel Sánchez Robles coge el idioma y lo retuerce, lo lleva a sus límites, lo moltura, lo estira, le da la vuelta y, en muchas ocasiones, consigue unas imágenes que volverían locos a los apolíneos de la poesía (por poner un único ejemplo, cuando escribe que “cuervamente existiendo, nos sucumben las moscas”, en la página 21). Las páginas de La vida que nos vive servirán a muchos para continuar confiando en un poeta de altura indiscutible. Miguel Sánchez Robles se ha ganado ese respeto a pulso.

viernes, julio 23, 2010

El libro del voyeur, Pablo Gallo

Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 168 pp. 18 €

Ignacio Sanz

He aquí un libro leve, visual, personalísimo, travieso, juguetón, ligeramente pecaminoso e incitador, un libro que se ve con deleite y se lee con la sorpresa estimulante que deja la visión fugaz, pero intensa de los 69 autores que aportan un testículo corto, a veces divertido y trasgresor. Pequeñas trasgresiones. Por supuesto, el libro tiene en las viñetas de Pablo Gallo su hilo conductor. Ignoraba la existencia de Pablo Gallo, sus buenas mañas con el dibujo, su ensoñaciones de contorsionista, su delicadeza contenida para mostrar escenas eróticas con esa galanura deleitable.
Las viñetas tiene una forma circular, como si, efectivamente, el lector estuviera mirando a través del ojo de una cerradura ese universo secreto que se esconde dentro de una alcoba. Una parte de la escenas reflejan una pareja en diferentes posturas, mientras que en otras se muestra a un hombre o a una mujer exhibiendo la desnudez rotunda de unos cuerpos jóvenes. De estas viñetas han partido los autores para escribir su relato o su poema, que a veces se sustancia en unas pocas líneas, una página como mucho; sólo en un par de ocasiones se ha desbordado el texto hasta una página y media.
El resultado es un objeto precioso y manejable, un libro que se lee a trancos, pero sobre todo se mira, una de esas obras en las que forma y fondo casan a la perfección.
La nómina de autores es tan amplia que sería una desconsideración relacionarlos, como acaso también lo fuera hablar de unos pocos dejando a los otros muchos en el tintero. Pero, hablando de edad, andan entre los treinta y tantos y los cincuenta y tantos, es decir que forman parte de dos generaciones y uno sospecha la labor heroica de ingeniería que late detrás de un juguete como este para coordinar a tantos autores. Pero hay más. El afán de Pablo Gallo como dibujante no se limita a las viñetas eróticas que son la sustancia e hilo conductor del libro, sino que se prolonga en un retrato de corte realista de cada uno de los autores que va colocado al final, como un epígrafe que hermosea la buena factura del libro. Y es aquí donde uno descubre la maestría de Pablo, las muchas horas de rodaje, el acierto en su ejecución y el hermoso recorrido que ha de haberle llevado a hacer un viaje tan íntimo y tan hermoso que ahora Ediciones del Viento, con la exquisitez que acostumbra, pone al alcance de todos. Enhorabuena.

jueves, julio 22, 2010

El mes más cruel, Pilar Adón

Impedimenta, Madrid, 2010. 195 pp. 17,90 €

Emilio Ruiz Mateo

Es muy arriesgado elegir un gran título para un libro: nos exige estar a su altura. A Pilar Adón parece no haberle dado ningún miedo llamar a su segundo libro de cuentos El mes más cruel, uno de los títulos más bellos que un servidor ha visto en mucho tiempo. Han pasado ya cinco años desde que el primero, Viajes inocentes (Páginas de Espuma), hiciera a los amantes del género breve memorizar el nombre de esta madrileña nacida en 1971. En el intervalo hemos leído poemas y más cuentos suyos en numerosas antologías y revistas, así como traducciones de Edith Wharton y Henry James, entre otros. Pero es esto lo que esperábamos de ella, una nueva colección de relatos escritos con la precisión del artesano: el que sabe que la dejadez o el descuido pueden convertir su obra en un producto más del mercado. Un buen relato debe ser como esos relojes de esfera blanca, agujas finas y estilizados números romanos: sencillo en su apariencia, complejo y exacto en sus tripas, que sólo el relojero debe conocer.
El mes más cruel es un lugar habitado por personajes que se encuentran en situaciones desesperadas, al borde de una decisión esencial que no se atreven a tomar, a un paso de la verdad y sus metamorfosis. ¿Será casual que las protagonistas del primer relato del libro, “En materia de jardines” (de nuevo un maravilloso título), vivan junto a un acantilado? El mes más cruel es ese momento en el que alguien llega a nuestro paisaje y todo cambia radicalmente, es ese extranjero que nos desconcierta y hace saltar los cerrojos del secreto. Será por eso que los nombres de los personajes suenan a lejanía, a otros lugares, siempre más atractivos que el nuestro: Caterina, Flavia, Marcel, Olivia…
Una atmósfera de terror (intensa en casos como el de “Los cien caminos de las hormigas”) subyace en las historias que Pilar Adón nos cuenta. Del peor de los terrores: ese que toma el rostro de lo conocido. «Empezaría a comprender que, en realidad, las más terribles aberraciones anidan en el interior de los demás, en lo más indescifrable del voraz y sórdido comportamiento de los individuos que nos preparan un nutrido desayuno al amanecer, que se sientan a comer con nosotros y que por la noche nos arropan con ternura y dedicación.» Es por ello que muchos de sus personajes huyen, aunque no sepan hacia dónde, aunque sea hacia dentro, como ocurre en “Clara”. Escasean las descripciones físicas de personas y paisajes en estas historias: uno diría que el dibujo que Adón crea de sus personajes es casi en su totalidad psicológico: no veo a Olivia, ni a Marcel, pero puedo sentir su aliento entrecortado y el peso de sus temores, el cansancio de sus miedos.
Nos hemos acostumbrado tan pronto a la delicadeza de las ediciones de Impedimenta, que ya no apreciamos la calidad que nos regalan. Esa tipografía limpia, el delicioso tacto del papel, la falta de errores en el texto. Cuando un libro brilla por dentro y por fuera, el lector se siente querido. Es lo que ocurre en este caso: difícil escapar de la mirada incisiva de esa chica de la portada, obra de Dino Valls (www.dinovalls.com), del placer de pasar páginas. Que venga el libro electrónico y haga con nosotros lo que quiera, no vamos a negarnos a sus beneficios, pero que no perdamos el feliz hedonismo que supone siempre leer un Impedimenta.

miércoles, julio 21, 2010

Los voladores, Peter Stamm

Trad. José Aníbal Campos. Acantilado, Barcelona, 2010. 176 pp. 16 €

Guillermo Busutil

Hace tiempo que los escritores interpretan el lenguaje como un escarpelo. Esa herramienta que utilizan los carpinteros para limpiar y raspar las piezas de labor. También podríamos hablar de la palabra bisturí, que hace referencia a ese instrumento quirúrgico con el que se hacen incisiones en tejidos blandos. Los dos términos funcionan como sinónimos. Pero si los aplicamos a gran parte de la literatura actual resulta que el escarpelo sirve para pulir el lenguaje, para construir los rasgos de la psicología de los personajes, y que el bisturí permite, en cambio, diseccionar las vidas que se narran y a las que se les practica una autopsia. Da igual que sea una vida viva, en presente, o que se trate de una vida muerta, en pasado y a veces también en presente. La cuestión es que ambos instrumentos, el escarpelo y el bisturí, requieren de quién los usa que esté dotado para la precisión, la capacidad de construir un adjetivo invisible mediante el corte higiénico, letal a veces, de una palabra que no tiene correspondencia, que ha de ser exacta. Es necesario abrir la historia sin anestesia, sin que sangre, sin que huela a cadáver maquillado.
Uno de los maestros en utilizar el escarpelo y el bisturí con magia literaria fue Peter Handke. Otro escritor, al que se le nota el pulso firme y delicado de Handke, al igual que el minimalismo de Richard Ford, es Peter Stamm (Winterthur, 1963). Un hábil narrador en la novela y en el cuento que ya sorprendió con excelentes libros como Lluvia de Hielo, Paisaje aproximado y En jardines ajenos. Ahora lo hace con los doce nuevos relatos de Los voladores, publicados por Acantilado. Un libro exquisito, de un lenguaje de tiralíneas, escueto, frío, como un escarpelo, con el que Peter Stamm moldea la madera nudosa de sus personajes imperfectos (una educadora de guardería que íntima con un joven vecino al que convierte en objeto de su deseo; una madre que ama el dibujo y que trata de escapar de una matrimonio condenado a un probable y futuro fracaso y de una vida para la que no está hecha; dos chicas unidas por la dependencia emocional de una iniciación sexual...). Ese lenguaje con el que disecciona cada uno de estos espléndidos relatos es cortante, igual que un bisturí. Stamm lo utiliza para separar la piel de los huesos y mostrar al lector la indiferencia, la falta de objetivos, la soledad, la infidelidad, las vidas ordinarias de los héroes grises, en inmóvil fuga, en pensativo desencanto que aparecen en las habitaciones y en los paisajes, de cuentos como "La expectativa", "Cuerpos extraños", "Tres Hermanas", "Los voladores", "La carta" o "A los campos hay que acudir, que se parecen mucho, bastante, a los paisajes de Hoper".
Peter Stam escribe en uno de ellos «la frialdad de la mirada es una premisa. Si pretendes ver con claridad no puedes vibrar con lo que ves. De otro modo no es posible meterse en un paisaje o en una persona». En su caso es cierto y también un acierto. Stamm consigue mostrar las vidas sin aditivos, una realidad sin maquillaje y unas emociones desnutridas que conmueven al lector, que le hacen pensar que también el vacío es un espacio vital. Puede que el lector encuentre estas cualidades algo desoladoras. Nada más lejos de la realidad. Del aire interior que desprenden estas historias. Porque cada una de ellas, porque todas, rezuman una poesía existencialista, una pincelada de seda que consigue restarle drama a las pequeñas tragedias, a las mentiras aceptadas por inercia. Uno termina la lectura y piensa en lo que ha sentido. Siente en lo que ha pensado. Tal vez regrese más adelante a una nueva lectura de lo que ha dejado atrás. De lo que le ha provocado dentro. Estas son las cualidades de Peter Stamm. Además del regalo de ese lenguaje suyo. Un bisturí que nos desnuda; un escarpelo que pule la soledad, la extrañeza, el fracaso de las relaciones humanas.

martes, julio 20, 2010

Tal vez la lluvia, Juan Carlos Méndez Guédez

XL Premio Ciudad de Barbastro de Novela Corta. DVD Ediciones, Barcelona, 2009. 160 pp. 13 €

Doménico Chiappe

Méndez Guédez es un prestidigitador de la metáfora sutil. Hace magia con esos símiles que no recurren a imágenes cinematográficas, ni a estallidos de drama o de color. Ya había maravillado con la metáfora de las “hojas secas”, en Una tarde con campanas (Alianza, 2004), en la que, por medio de una acción, la del militar que ordena a los habitantes de un barrio barrer las hojas que ensucian el suelo y hacer montones en el suelo, a cambio de dinero en metálico que saca de su bolsillo, simboliza la manera en que los regímenes dictatoriales se relacionan con la gente bajo su yugo. Esta metáfora se reafirma en su final: durante la noche, las hojas se esparcen con el viento. Al día siguiente, regresa el militar y el ciclo se reinicia.
En esta nueva novela, Tal vez la lluvia, el autor utiliza, como ya es su estilo, estas acciones, en apariencia laxas, para dotar de fondo a su escritura. Dueño de un tema, el de la emigración –ya sea interior, ya sea físico-, y la extrañeza en los espacios que encuentra a través del viaje, ahora lo cruza con otro gran tema, el de la amistad. Adolfo, el protagonista y narrador de esta historia, regresa a Caracas, su ciudad natal, por pocos días. Proviene de España, a donde emigró. En un país en permanente deterioro, para muchos significa un éxito el solo hecho de no estar. Y revestido, sin querer, de esta aura triunfal, le recibe un viejo amigo, Federico; un gran amigo del pasado cuya relación se había deteriorado por el amor de una mujer arrebatada. Le recibe, ya casado y con hijos, desesperado en su miseria, con una propuesta: casarse con él. Con este matrimonio homosexual, podría emigrar también a España, con el asunto de los papeles resuelto, e iniciar una nueva vida, que presume mejor, para él y sus hijos.
A partir de este episodio inicial, Méndez Guédez sumerge, con ejercicios rítmicos de analepsis, al lector en la historia reciente de Venezuela, en esos años perdidos –para los que se fueron, para los que se quedaron- en los que el “malandro” (matón, narcotraficante, ladrón) vecino de su madre se convierte en líder comunitario para lograr la inmunidad de sus actividades ilícitas pero permitidas; en los que el destino de las mujeres amadas se tuerce o desvanece (Albertina, Miroslawa, Ivonne), en los que los días parecen irse sin más: «Uno de esos días intenté salir del cuarto, pero al llegar a la puerta me invadió el sueño. Me enterré en la cama varias horas; era grato permanecer así, detenido en mí mismo, como una cansada estatua que observa la manera en que la lluvia va cubriéndola con una película de musgo» (pp.107-108).
Rescato una de estas metáforas sutiles tan propias de Méndez Guédez, que encierra cómo se sella una amistad, ese pacto de silencio y confianza y apoyo mutuo: nada de puñetazos en una pelea callejera, nada de persecuciones vertiginosas, nada de salvamentos con riesgo de la vida propia. La complicidad entre Federico y Adolfo es más profunda, más espiritual, más piadosa. Se sostiene en la literatura. La abuela de Adolfo les leía historias a ambos niños («el libro amarillo de la abuela no se acababa nunca» (p.51) y hasta que aprendieron a leer nunca se cuestionaron cómo podían entrar tantas historias en “aquel delgado tomo”. Un día, la abuela puso el libro al revés y Adolfo se sintió traicionado y avergonzado, qué hacer antes de que Federico se diera cuenta de lo que ocurría. «Lo miré de reojo y él me devolvió la mirada: sereno, cómplice. Creo que en ese momento quise abrazar a Federico, creo que muchos años después quise seguir abrazándolo.» (p.52).

lunes, julio 19, 2010

La curandera de Atenas, Isabel Martín

Temas de Hoy, Madrid, 2010. 352 pp. 21 €

Miguel Baquero

Hay odiseas —y pocas veces mejor dicho dada la época en que transcurre esta novela— que no sólo se convierten en el reflejo de un tiempo, sino que en gran medida constituyen la ilustración de un eterno afán humano, en este caso femenino, como es poder escapar al destino impuesto por las normas sociales. La curandera de Atenas, primera novela de la madrileña Isabel Martín, está ambientada en el glorioso siglo de Pericles, tiempos míticos de la excelencia en el pensamiento, en las artes, en la política, pero que, sin embargo, reservaba un duro destino para quienes no componían el cuerpo de los ciudadanos de la polis, en especial los esclavos, y quizás más duro aún para las mujeres, obligadas a cumplir un papel sumiso y callado. En ocasiones, y desilusionados los padres por que no hubiera nacido un varón, dejaban a las niñas abandonadas a su suerte.
La curandera de Atenas narra la historia de Helena, hija del filósofo Empédocles, una joven que tras una infancia distinta al común, por la cercanía de su padre que la introduce en el estudio de los fenómenos físicos y nociones religiosas avanzadas, se ve de pronto capturada, vendida como esclava y sumergida en el escalafón más bajo, por mujer y por sirvienta, de aquel mundo que hoy, siglos después, nos parece que debió de ser deslumbrante. Un brillo que, en su día, según se advierte en la novela, estuvo empañado por el auge de las supersticiones, a las que se entregaban las mentes más preclaras, y por la conspiración eterna de la envidia, la ambición, la maldad. No hubo nunca ningún Siglo de Oro, ni siquiera en aquella vieja Atenas de Pericles sobre la que susurra el aliento de la peste y al fondo se oye el paso de los espartanos que se acercan.
Sobre este fondo, magníficamente levantado y basado en una extraordinaria documentación, asistimos a la lucha de Helena por superar su condición de esclava, para lo cual, ciertamente, tiene pocas opciones: o convertirse en sacerdotisa, o convertirse en hetaira o ejercer la medicina tal como entonces se entendía, antes de que Hipócrates, otro de los grandes personajes que aparecen en esta novela, pergeñase una mínima base científica. Al mismo tiempo que trata de levantarse, la joven Helena pugna por descubrir la trama que la ha llevado a su condición, qué razones motivaron su secuestro y posterior venta, casi al mismo tiempo que la muerte de su padre; tras todo estos sucesos, sospecha, no se esconde la casualidad sino un plan premeditado.
La curandera de Atenas es una novela ágil, muy bien escrita y documentada, sobre la base de unos personajes sólidos y humanos, una trama envolvente y, sobre todo, una época, un siglo de esplendor como pocas veces ha conocido la Historia, pero que, como no podía ser de otra forma, también guardaba su rincón de sombras, pasiones oscuras y sentimientos viles.

viernes, julio 16, 2010

En Nadar-dos-pájaros, Flann O'Brien

Trad. José Manuel Álvarez Flórez. Nórdica, Madrid, 2010. 320 pp. 19,50 €

Martí Sales

Un pre-Italo Calvino. Un post-Tristram Shandy. Un no sé qué de una audacia literaria tremenda: En nadar-dos-pájaros, la obra maestra –dicen– de este escritorazo de varios nombres, que nació Brian O’Nolan, escribió novelas bajo el pseudónimo de Flann O’Brien, firmó artículos en los periódicos con el nombre de Myles na gCopaleen y bebió siempre con la misma sedienta e indistinta boca, situada apenas medio palmo por debajo de un cerebro maravillosamente desajustado para la literatura.
O’Brien, el tercero en el trio de mejores escritores irlandeses de todos los tiempos (los otros dos, James Joyce y Samuel Beckett –claro– eran, además, fervientes admiradores suyos), hizo esta novela extrañísima, laberíntica e hilarante a partes iguales, donde los personajes escriben sobre otros personajes que escriben sobre otros personajes y se conocen los unos con los otros, llegando incluso a tramar un motín para adormecer al autor y aprovecharse de su ausencia. Largas conversaciones de beodos intelectuales en tabernas, referencias a la literatura medieval irlandesa, demonios de tercera clase, duendes camorristas, situaciones estrambóticas e increíbles: una sacudida. Una sacudida electrizante para el lector desprevenido, un néctar de adicción incomparable para el seguidor de O’Brien (por estos lares antes no existían seguidores del escritor porque apenas se había publicado, pero un buen día, los locos de Nórdica Libros decidieron publicar, no una, sino –hurra!– todas, sus cinco novelas, una detrás de otra –ésta es la última). Yo me enganché con la primera que vio la luz en castellano, El Tercer Policía, una maravilla absoluta que se instaló para siempre en mi Top Ten. Y como suele pasar, el primer sorbo es el que se mantiene como impoluto en la memoria y marca las jerarquías: para mi, El Tercer Policía es su mejor libro (y el mejor para empezar a leerle), sin desmerecer su, digamos, libre continuación, el fantástico Crónicas de Dalkey, o la obra maestra del humor que es La boca pobre. Pero En nadar-dos-pájaros, por arrebatada y primeriza (fue su primera novela, ahí es nada), es quizás la más alta muestra de su talento y arrojo, de su visión inédita de las posibilidades que nos da la literatura. Una novela con tres comienzos. Sin ataduras, sin anclas, sin estructuras heredadas ni cuentas pendientes. Humor a perdigonadas. Libertad a bofetones. Una novela con un final memorable y cuerpo resbaladizo y multicolor de rana venenosa y alucinógena. Un libro de Flann O’Brien. Id a por él.

jueves, julio 15, 2010

Carnaval y otros cuentos, Isak Dinesen

Trad. Jaime Silva. Nórdica, Madrid, 2010. 333 pp. 20,95 €

José Manuel de la Huerga

Quienes hayan leído y releído El festín de Babette (también en una preciosa edición de Nórdica con ilustraciones de Noemí Villamuza), como le ha ocurrido al que escribe estas líneas, tendrán alimento para unos pocos días con esta nueva entrega. Si leen a la velocidad crucero de relato por día, tendrán para once.
Con El festín de Babette me ocurre una cosa curiosa, apasionante. Vuelvo a él como el aprendiz de mago que observa en primer plano los trucos de manos del maestro. Quiero sorprender las costuras, los saltos de un relato a todas luces disparatado en sus ideas, pero magistralmente tejido en la justificación de unos personajes extraordinarios. Mientras lo leo, creo tenerlo dominado, entendido, asumido. Pero cuando cierro la última página y en el paladar me queda ese sabor extraño e intenso de los vinos dormidos en barrica de roble, pero no terminados, abiertos, vuelvo a la zozobra del novato. Algo se me escapa. La fórmula magistral es marca de la casa y aunque la mismísima Isak Dinesen en persona se me pareciera y me dictara ese modo suyo irrepetible de unir lo dispar, lo estrafalario, lo imposible en una misma página y darle cuerpo y categoría de nobleza natural, estaría una vez más ronroneando mis desdichas de exiliado del secreto mejor guardado.
Carnaval y otros cuentos reúne once relatos estupendos, geniales, vibrantes, locos. Esta vez he intentado disfrutarlos, más adelante vendrá en segundas lecturas el análisis del pardillo que sigo siendo. Sólo esa elegante dama del frío escandinavo que sentó sus reales al pie de las colinas de Gnong es capaz de plantearnos historias tan disparatadas como La familia Cats. En ella, para que la desgracia y la inmoralidad no se ceben con una familia de probada reputación, un consejo familiar decide proponer a uno de sus miembros cargar, como chivo expiatorio, con los pecados de toda la saga. El miembro, como no puede ser de otra manera, exige una paga. O el Tío Theodore, cuento entre la falsedad y la verdad, territorio de burla donde la Dinesen se mueve como la verdadera trucha literaria que es. El tío de América al final existe, viene cargado de riquezas. La vieja hermana reaparece para que su primogénito no caiga en desgracia y sea juzgado como falsario: yo tengo un tío en América… O Carnaval, más que cuento novela corta. En ella todo se trasvierte. Hombres se visten de mujeres, mujeres de varones. Los empleados matan a sus señores y son acogidos por los ricos, para convertirse en su humilde sombra por un año. Por si las normas travestidas no fueran bastante, se somete la vida de los ocho participantes al puro azar: el que saque el papelito con la equis dispondrá de la fortuna y la vida de los otros siete jugadores. ¿No es maravilloso? La novelita tiene un aire de comedia intelectual, con brillantes diálogos y un control de la maquinaria de precisión que al lector le dejará sin aliento, siempre esperando una vuelta de tuerca más.
En El último día la autora nos vuelve a sorprender con preguntas delicadas. Su respuesta es un cuento trunco, roto voluntariamente. El seminarista que lleva el día de Pentecostés un perrito herido a la prostituta que le ha hecho hombre, a su regreso se encuentra con un amigo de la infancia que se lo lleva a su barco para contarle una rara historia, parte que nos quedaremos sin saber, parte la de un viejo rijoso que está al borde de la sabiduría. Sí, si, sorpréndase el lector con este carnaval de los humanos y de las moralidades de los humanos. En este relato encontré unas de esas líneas que marco con lapicero y luego pincho en mi corchera una temporada, para saborear antes y después de abrir y cerrar el ordenador. No me resisto a dedicársela. Tomen nota: «Morir no es difícil, es extrañamente esclarecedor, es como subirse al mástil de la existencia. Sobreviene la sabiduría y cuando uno no es un sabio, ni nunca antes lo ha sido, esto resulta muy sorprendente. Creo que la gente lo llama experiencia.»
No seguiré cuento por cuento, no por ganas, sino por decoro crítico. Pero el que quiera encontrarse con una nueva versión de un desamparado Jack el destripador, un Lord Byron a quien le vienen a pedir cuentas tras una segunda oportunidad en su vida, un delicioso cuento como El oso y el beso donde brujas y gigantes parecen salidos de Las mil y una noches, no debe dejar de recorrer estos territorios de la pura fábula y el puro azar. Dejo un cuento como una verdadera joyita para el final. Se titula Caballos fantasmas. Su personaje protagonista es una niña cansada de vivir, su tío el pintor se propone sacarla del trance de dejarse ir a buscar a su mejor amigo muerto. Y el lector estará con ellos, para descubrir el tesoro de las historias, de los cuentos que sirven para sanar y de los cuentos que nos meten de cabeza en el corazón de la oscuridad.

miércoles, julio 14, 2010

El otro fuego, Inés Mendoza

Páginas de espuma, Madrid, 2010. 103 pp 13 €

Matías Candeira

Encuentro este libro. Lo leo. Me emociono. Pienso en Pierre Reverdy y en su famoso verso: “Ya no se puede volver a dormir cuando se han abierto los ojos”.
Inés Mendoza (Caracas, 1970), es la apuesta novel de Páginas de Espuma para el ecuador de este año. Conviene añadir que este crítico no puede glosar o ampliar sin resultar torpe lo dicho por Eloy Tizón en el hermoso prólogo, primera invitación y acierto de estas páginas; y apéndice vivo que dialoga de forma inteligente con las propuestas incendiadas de El otro fuego a través de razones más que justas. Entiendo que un libro se la juega con su prólogo. Ha de estar a la altura para aumentar exponencialmente su potencia de significado, o bien ha de salvarlo y excusarlo. Se llama a la autora “la perseguidora”, con razón.
Mi baremo, prejuicioso quizás, es lo que disculpa esa rémora que los autores recién germinados cargan a la espalda: “Un debut más que…”. “Un primer libro que anuncia…”. Lejos de maximalismos, este libro de Inés Mendoza no anuncia nada más que un fuego socavador del deseo en la mayoría de las doce historias del conjunto, en un libro pleno de razones extraliterarias (una extensión breve, a modo de triple destilación; además de un prólogo espectacular) y un contenido justamente salpimentado con densidad y trascendencia. Prefiero no entrar en las más que conocidas y estúpidas reservas de suplemento cultural (“un conjunto de cuentos desigual que…”); y sí hacerlo con los ejes del sentido.
El otro fuego es un debut que, en su conjunto, nos invita a despertar, a no reproducir mecánicamente los sonidos de la naturaleza como en aquella película de Fellini y sus reflexiones sobre los burgueses –una vez más, Tizón se me adelanta en el prólogo- y sí a abrir la puerta y emerger a una vida verdadera, eso que preconizaban los surrealistas, o que tan bien escribió Machen en Un fragmento de vida, uno de sus mejores y más desconocidos libros. He aquí el eje, la programática de los cuentos más importantes del conjunto: elevar una protesta, dibujar rebeldías.
En cuanto a su topografía referencial, y puestos a ubicarnos, las fuentes tienden a separarse en dos territorios combinados con equilibrio, desde una tradición seminalmente latinoamericana (ambos Fernández: Macedonio y Felisberto; a quienes podría sumarse Cortázar) y el angst elevado, a medio camino entre lo siniestro, lo surreal y lo romántico, de autoras más que notables como Ana Blandiana (Recuerdos del pasado fue uno de los bombazos más interesantes lanzados por Periférica el pasado año), May Sinclair y su fabulosa Vida y muerte de Harriet Frean, Leonora Carrington o el siempre interesante Villiers de L'isle Adam. Sin desmerecer la raigambre mal llamada realistamágica, este segundo territorio de exploración es el más interesante del libro, pues da medida de un difícil equilibrio entre la belleza formal, hechuras poéticas y trepidaciones de lo siniestro o lo extraño. No dejen de echar un vistazo a Rosas amarillas, La estrella nocturna (deliciosa serie B, que arrincona el mecanismo del género postnuclear para extraer poesía de la historia de un perro que ha sufrido radiación atómica); o Mutaciones, el que es el cuento más espectacular del conjunto y se entronca con artefactos mainstream como El sexto sentido, esto es: un infierno helado en la propia tierra, una miseria hecha vida de la que no nos apercibimos hasta que es demasiado tarde.
Cabe reprocharle a Mendoza el que, en ocasiones, algunos relatos gocen de cierta vena demasiado convencional –Motivos del sábado, otro cuento sobre parejas-, o, más especialmente, que algunos cierres puedan tender a un parecido excesivo. Esquema, repetido hasta en tres ocasiones, en el que se ha forjado una orfandad completamente nueva para los protagonistas, pero más importante aún, una búsqueda que arrastra consigo desarraigo, alegría festiva, temblor, miedo y movimiento hacia un estado de conciencia que repudie la doxa, lo dado o la narcosis de una vida acomodada. Se avanza, por ejemplo, en Origami, con un hombre que ha sido infectado por la capacidad de retar y desconcertar a los transeúntes, sospechar que ha tenido otra vida y que, en esa estela de iluminación, ha de echar de menos ese lado que no conoce de su existencia. Lectura bellísima, por cierto.
Si entendemos que la literatura es discurso, es el verbo interno de estos relatos otro de sus méritos más interesantes; pues antes que historias (sin embargo, el estilismo sombrío y exhuberante no se descuida en ningún momento) pueden entenderse también como catalizadores. Confieso que me ha gustado leerlos así, articulaciones de una protesta o el mecanismo perfectamente narrado de una rebeldía que impele a no volver la vista atrás. Pienso en Estación del destierro, un texto que no ha dejado de antojárseme como una versión alternativa de Casa tomada, pero, en este caso, con una invasión de doble dirección, ya que el cambio no se produce en los invadidos sino en uno de los invasores.
No sé si queda mucho más por decir. Me gusta esta literatura de Mendoza, que me arenga con elegancia, que puedo leer como si atravesara los diferentes cortinajes de una habitación desconocida, que me proporciona un fuego del que aprendo algo: siendo importante que queme, lo es más que no pueda ser apagado.
Felicidades a la autora y a la editorial.

martes, julio 13, 2010

Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol, Javier Marías

Alfaguara, Madrid, 2010. 320 pp. 17,50 €

Luís García

Que el fútbol mueve pasiones, lo saben muy bien los jugadores y aficionados, dirigentes y todos aquellos que aún no mostrando especial interés por el deporte, deben sufrirlo semana tras semana tanto en la programación televisiva como en sus respectivos trabajos. (Baste recordar que un Club como el Real Madrid mueve tanto presupuesto como una ciudad de doscientos mil habitantes). Pero también lo saben los periodistas, deportivos o no, como es el caso de Enric González, autor en su día de Historias del calcio. Ahora, cuatro años después del último fracaso mundialista y dos de la última gran alegría europeísta, termina el Mundial de Futbol 2010 de Sudáfrica, y podemos decir que termina el que sin duda ha sido el mes por excelencia para olvidar la crisis económica (si es que podemos. Sic). El país se encuentra adormecido, aletargado, no en vano las encuestas aseguraban que los ciudadanos estarían dispuestos (sic) a desembolsar cien euros cada uno con tal de que su selección resultase campeona del mundo (sic). Y con el Mundial han aflorado los libros con el fútbol como excusa literaria. Uno de los mejores, sin duda, es Salvajes y sentimentales, de Javier Marías, reeditado y ampliado para la ocasión. Conocidos son, al menos por algunos, sus artículos “futboleros” (y su devoción por el Real Madrid. ¡Qué tiempos aquellos en que cruzaba sus crónicas con las del “culé” Montalbán!). Por eso no me he podido resistir a adquirir esta nueva edición a pesar de tener la original, por eso y porque siempre es de agradecer que alguien se tome en serio un espectáculo excesivamente vilipendiado y en el que los periodistas deportivos acostumbran a abusar del sofisma. Bienvenidos sean, pues, estas crónicas de cabecera de Javier Marías. Cuenta Marías que para él el futbol es ante todo "la recuperación semanal de la infancia"; y también es temor y temblor, dramaticidad y zozobra, una mezcla de sentimentalidad y salvajismo, una escuela de comportamiento y nostalgia, y la escenificación de la épica al alcance de todo el mundo. ¿Es posible que haya llegado la hora de separar el viejo mito que relacionaba el deporte rey con el opio del pueblo? No en vano lo practicó Camus en su juventud, y Nabokov, y el propio Javier Marías convertido en extremo izquierda en su infancia. (Izquierda tenia que ser). Por eso sus crónicas de Salvajes y sentimentales no desmerecen para nada las que pueda escribir sobre política. Por eso Javier Marías escriba sobre lo que escriba siempre lo es en estado puro. Por eso.

lunes, julio 12, 2010

Mi gran novela sobre La Vaguada, Fernando San Basilio

Caballo de Troya, Madrid, 2010. 134 pp. 12,90 €

Coradino Vega

Está la cosa de escribir la gran novela del presente, esa novela que refleje el espíritu del tiempo que nos ha tocado vivir, con la carga de vanidad que tal empeño supone. Fernando San Basilio se burla de ese propósito mientras, de camino, se burla de todo lo que nos pilla a mano. Pero no lo hace de la forma cínica y despreciativa de quien cree que posee una verdad, sino de la mucho más difícil de observar el mundo con humor empezando por uno mismo. El objetivo del narrador de este libro es escribir una novela cosmos sobre La Vaguada, ese templo del consumo madrileño, o lo que es igual, del modo de vida contemporáneo. Y mientras persiste vagamente en su borrador, nos cuenta sus desventuras de trabajo en trabajo, de amor en amor, de amigo en amigo, con una ciudad de fondo que queda retratada con una precisión de Google Map.
Mi gran novela sobre la Vaguada trata de muchas cosas. Es una novela del Madrid actual, una novela sobre la precariedad laboral, una novela existencial que se mofa del existencialismo, un correctivo a la vacuidad de cierto mundillo artístico o literario, una crítica social, y una minuciosa observación del yo y de la ilusión de su libre albedrío. Pero, sobre todo, Mi gran novela sobre la Vaguada es una divertidísima obra humorística. De la difícil tarea de escribir con humor, Fernando San Basilio se ha convertido en un maestro. Hacía tiempo que no me reía tanto con un libro. La sonrisa comienza desde la primera página pero, cada dos por tres, desemboca en la carcajada. El secreto está en lo que el narrador de la novela llamaría «cosmovisión» y en el lenguaje que utiliza. A medio camino entre Gila y Mark Twain, las pinceladas líricas y melancólicas recuerdan también a Bryce Echenique. Es un estilo sin ostentosa pretensión, una escritura natural, y sin embargo su elaboración es notoria, singular: de una concisión poética administrada con ironía e inteligencia. Porque detrás de este despliegue de humor, y lección de vida y de literatura, late una enorme inteligencia. No una inteligencia de esas que, confundidas con supuesta audacia, son tan a menudo invocadas como exigencia de artisticidad o validación intelectual. No. La inteligencia de Fernando San Basilio es la que subyace a todo gran sentido del humor, aquella que ha descubierto que el mejor método contra la infelicidad es algo tan accesible como la risoterapia. No se la pierdan.

viernes, julio 09, 2010

Nocturnos, Kazuo Ishiguro

Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama, Barcelona, 2010. 256 pp. 17 €

Guillermo Busutil

La música es tiempo. La literatura también. De hecho un escritor ha de tener buen oído, saber moldear el sonido, construir campos de resonancia y componer con cierto ritmo lírico. Siempre ha sido así: Al menos cuando hablamos de buena literatura. Y si hacemos memoria es fácil encontrar la antigüedad de esta relación, más estrecha, más habitual, si se trata de la poesía y de la música. Los Cancioneros del medievo son un excelente ejemplo. Igual que la música popular es un largo venero de inspiración que atraviesa la poesía de los Machado o de Federico García Lorca. También hay novelas en las que la música forma parte del lenguaje. Igual que si fuese una atmósfera interior o el pentagrama sobre que el se sucede la historia. Ahí están las obras de Proust y de Henry James para dar testimonio. Tampoco hay que olvidar magistrales novelas como La consagración de la primavera de Alejo Carpentier, algún que otro relato de Borges, los famosos cuentos El Perseguidor y Las Ménades de Julio Cortázar, donde el concierto de Stravinsky, el tango, el jazz de de Charlie Parker o la música barroca son los personajes de la historia o la estructura que sujeta el argumento. Más recientemente podemos citar a Alejandro Baricco con su ensayo El alma de Hegel o la nouvelle Novecento, la leyenda del pianista del océano.
Con estos referentes, que no excluyen la amplia documentación que existe entres ambas disciplinas que se alimentan, es más fácil adentrarse en un exquisito volumen de cuentos. El primero del japonés Kazuo Ishiguro, el reconocido autor de novelas como Pálida luz de las colinas o Un artista del mundo flotante. Ishiguro demuestra ahora que en el cuento también se mueve como un pez azul. Nocturnos, cinco historias de música y crepúsculo, publicado por Anagrama, lo certifica. También demuestra que la sensibilidad si es oriental es más sensibilidad. Al menos, en el caso de Kazuo Ishiguro, un auténtico maestro de la melancolía como también lo son Baricco, Tabucci o Ian McEwan. Que curioso, escritores del mismo sello editorial. La cuestión es que el autor japonés ha compuesto un hermoso libro. Cinco pequeñas historias que enhebran la romántica voz de un crooner, la magia de la guitarra, la penumbra del saxo y la fragilidad poética del violencelo. Cinco instrumentos, cinco tipos de música, cinco personajes. Cinco conciertos de cámara en los que la música es tiempo y la vida, también. Cada una de estas piezas exige al lector que las escuche despacio, que se recree en sus atmósferas, en la melodía que suena entre líneas. En la sonoridad exterior de las historias aparece la comedia, un humor inteligente, escenarios que van desde una plaza veneciana a un hospital, pasando por la casa de unos yupies o un refugio en las montañas. Pero lo importante, la música que llega al corazón, es la que Ishiguro ejecuta dentro de la historia y que vienen a ser fugas, esfumatos, adagios acerca del paso del tiempo, de la juventud pasada, del racismo, de la infidelidad, de la exploración del éxito y del fracaso en el amor, en el matrimonio, en la amistad y en el sueño de alcanzar la perfección. Sus protagonistas son hombres en el ocaso de sus carreras o que sobreviven entre la aceptación de la derrota y la frontera de la libertad. Hay relatos de exquisita sentimentalidad como El cantante melódico, protagonizado por un croner fuera de época dispuesto a regalar un canto del cisne con el que renunciar a una amor. Junto a él un músico ambulante, un admirador del cantante que salvó a su madre del desamor. Ambos aprenderán qué significa el paso del tiempo, la renuncia, la derrota que sólo se acepta como sacrificio. Hay también otros excelentes relatos sobre la reinvención y la belleza de las apariencias como Nocturno. Es el relato más divertido, con algunos pespuntes de crueldad acerca del amor, de la necesidad de reflejarse en los ojos de los demás con la esperanza de ser aceptados. En cada uno de estos relatos, el amor, la soledad, el desengaño, conllevan un pellizco intimista. Sin duda, Nocturnos, es un bello libro que debería ser redondo, que girase bajo el sutil peso de una vieja aguja y escucharse con ese crujido peculiar de los vinilos que salvaban a otras generaciones de la melancolía que se transformaba en una curativa serenata.

jueves, julio 08, 2010

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco, Joseph Boruwlaski

Trad. Verónica Fernández Camarero. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 140 pp. 16,50 €

Miguel Baquero

En las cortes y los salones del Antiguo Régimen era muy habitual la presencia de fenómenos de la Naturaleza. En una costumbre que data posiblemente de los viejos bufones medievales, condes, marqueses, príncipes y, desde luego, monarcas gustaban en aquellas época de mantener a seres anormales, “monstruos de la Naturaleza” como signo de exclusividad y distinción. Desde gigantes a adefesios (como la famosa Maribárbola de Las meninas, sirvienta que cumplía el papel de divertir a las infantas), las “curiosidades” sin duda más valoradas en aquellos ambientes eran los enanos, cuanto más si estaban bien proporcionados.
“Recolectados” entre siervos y aldeanos, los enanos eran apartados de sus padres y pasaban a ser criados por los aristócratas. Sin más función que la de resultar decorativos y reunir modales agradables, los enanos del Antiguo Régimen se paseaban por los salones señoriales y trataban con los principales personajes de la época, llevando con ello una vida de lujos y recibiendo a cambio diversos regalos y prebendas.
Uno de los más célebres personajes de aquella época fue el enano polaco Joseph Boruwlaski, mantenido por una pudiente condesa y que fue presentado ante emperadores, reyes y demás personalidades del gran mundo de Centroeuropa. Su fama se debe tanto a lo escaso de su estatura y lo proporcionado de sus formas como al hecho de que, en la última etapa de su vida, escribiera estas memorias que hoy se publican por primera vez en castellano, después de diversas ediciones en inglés, francés y alemán.
Las Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski tienen un especial interés porque a través de ellas encontramos una visión muy peculiar de cómo y cuán traumático fue el cambio de época, del Antiguo Régimen al mundo burgués del que derivamos. Criado, como se ha visto, en los mejores salones, sentado en las rodillas de la emperatriz de Austria y acariciado por personajes como la pequeña Maria Antonieta, Boruwlaski pasará, en unos pocos años, de vivir entre regalos y lujos a tener que ganarse el sustento exhibiéndose por Inglaterra ante auditorios bastante menos refinados. Una trayectoria humana que constituye un ejemplo significativo del fin de una época, de unas costumbres y de un modo de vida y el comienzo de otra radicalmente distinta.
A lo largo de sus memorias, Boruwlaski, como no podía ser de otro modo, lamenta este cambio de los tiempos y, en especial, la pérdida de favores que le obliga a ganarse la vida de manera mucho más prosaica; sin embargo, se aprecia en él también un crecimiento en su dignidad, un orgullo de poder ser valorado como persona y no como juguete o como capricho de los poderosos. Es precisamente este hecho de vivir en el puente de los siglos y observar los acontecimientos desde una posición peculiar y privilegiada, lo que confiere a estas memorias un gran valor, como testimonio excepcional.

miércoles, julio 07, 2010

El drama del lavaplatos, Eugenio Tisselli

Editorial Delirio, Salamanca, 2010. 90 pp. 7 €

Doménico Chiappe

Intoxicados los cerebros de los poetas de metáforas usuales, de lecturas de grandes maestros, de ambientes compartidos: ciudades, series de televisión, tiendas y marcas, el poemario de Eugenio Tisselli constituye una rebelión. Una rebelión armada con software de última generación. Porque El drama del lavaplatos se escribió en coautoría con PAC -Poesía Asistida por Computadora (http://www.motorhueso.net/pac/), un programa construido por el propio Tisselli que permite que el autor elabore versos con la ayuda de un buscador autómata, y sorpresivo, que oletea por diccionarios de internet.
El factor humano no permite, sin embargo, que la escritura sea un proceso automático: el poeta puede determinar qué palabra o palabras cambiar, aceptar o no las sugerencias del programa, rebuscar en el significado y significante y encontrar así esas imágenes que el cerebro abotargado por su época es incapaz de hallar. Un aparente abandono que no es más que resistencia y ataque de guerrilla a la tradición y su evolución aparente.

ráfaga
de la columna hueca
en mi alguien
(De “Choque de trenes en mi alma”, p. 54)

De entre los distintos procesos que un poeta puede elegir para crear con PAC, Tisselli optó por un método idéntico para todos los poemas: tecleó un verso “semilla” en PAC, que se tradujo al inglés, idioma en que cada palabra se cambió por un sinónimo. Esa frase retornó al español, donde comenzaron los ajustes manuales y cerebrales. Resultado probable, un verso como:

la doble o del cordero de dios no revolotea
(De “La mirada de Cristo no tiembla”, p.67)

Luego, el verso resultante se utilizó como nuevo germen para la elaboración de otro verso. Y así hasta que el autor se declaró satisfecho y reseteó a su colaborador para prepararlo para una nueva misión (nada semántica). Este ejercicio, lejano al surrealismo (y sus escrituras automáticas), en ocasiones arrojó resultados nebulosos, que deben rasgarse como si fuera una pared gelatinosa que impide el paso (al significado).

tome pacientemente la lluvia
corte sin inmutar la caída
apuñale por delante
(De “Se aguanta el agua”, p.38)

En otras ocasiones arroja maravillosas líneas que de otra manera quizás jamás hubieran nacido.

el trabalenguas del cuento
es el vibrante soplo
es la emanación que chispea
las tonterías de la certeza
la virgen de la curva
la insensatez de la cosa segura
el holgazán de la cámara
el gandul de la sesión ejecutiva
el teleadicto en la toma de decisiones
el entusiasta del guardián
el aficionado al perro
(“Qué dulce es el sonido del viento”, p.47)

Cada poema es como visionar un movimiento fotografiado con la ayuda de luces estreboscópicas. La poesía parece fluir en cámara lenta, pero en realidad el movimiento mantiene su rapidez, y conforma un helicoide, un movimiento cuyos extremos parecen tocarse, aunque el contacto no es más que efecto óptico.

calenté hardware
aso plomería
sonido de razz
entero de broma
no tocado en el costilla-recordatorio de vencimiento
no acariciando en el conmemorativo singular de la muerte
el celebratorio inconcebible de la eutanasia
suicidio asistido
seppuku es un huésped
(“Joya ardiente”, p.26)

La lectura de esta reunión de poemas también contiene, en su conjunto, una historia metanarrativa. A lo largo del libro se escucha, como ruido de fondo, como asomo indeleble, el diálogo entre Tisselli y PAC, aunque sólo en algunos poemas se permita el autor (humano) mostrarlo, como en aquellos en que la “máquina” es protagonista (“Duerme la máquina enferma” y “La máquina que canta y ríe”). Complace, así, como el domador que lanza un bocado de carne al león, a esta autómata que bien podría imponerse a un poeta con pulso débil, e imponer el sinsentido de la selección impertinente en los diccionarios. Pero a Tisselli, bastante entrenado en los enfrentamientos con robots, no logra avasallarlo, con lo que este poemario mantiene gran coherencia y unidad, además de belleza.

martes, julio 06, 2010

Los asesinos lentos, Rafael Balanzá

Siruela, Madrid, 2010. 160 pp. 15.90 €

Rubén Castillo Gallego

Durante el verano de 1879 el periódico Le Temps reprodujo en forma de folletín una curiosa historia de Jules Verne: el chino Kin-Fo es un hombre rico que vive en Shanghai, pero cuando se entera de que todos sus negocios se están yendo a pique y que, por tanto, se va a arruinar estrepitosamente, decide pedirle a su gran maestro Wang que, sin aviso previo, le quite la vida. El venerable amigo, con un profundo dolor y un profundo sentido de la responsabilidad, acepta. Pero una vez que Wang asume el papel de verdugo, la situación experimenta un giro inesperado: los negocios de Kin-Fo vuelven a revitalizarse y lo convierten en un hombre mucho más rico que al principio de la novela. Éste busca entonces a Wang para exonerarlo de su tarea homicida... y se lleva la espeluznante sorpresa de que el maestro ha desaparecido. Para mejor cumplir su misión, se ha diluido en las sombras. De tal modo que cualquier día o cualquier noche, pronto o tarde, en esta ciudad o en otra, el fiel amigo terminará por cumplir su encargo, segándole la vida.
Esa trepidación angustiosa es la que acompaña también al protagonista de Los asesinos lentos, la narración con la que Rafael Balanzá obtuvo el último premio Café Gijón y que ahora le publica la editorial Siruela. Leemos en sus páginas cómo Valle, un antiguo músico que ha ido navegando de frustración en frustración, se reúne en un café con su antiguo amigo Juan y, tras departir sobre los recuerdos comunes, le espeta sin mover un músculo de la cara que ha decidido poner fin a su vida. Dado que no puede atribuir su naufragio existencial a nadie en concreto, ni tampoco a nada en concreto, ¿qué mejor solución que permitir que la arbitrariedad presida sus decisiones? («No es que te eche a ti la culpa de todo, Juan. Ni mucho menos. Lo que me desespera es saber que nadie tiene la culpa. Eso es precisamente lo que me vuelve loco, y me enfurece. He llegado a la conclusión de que si no hay verdaderos culpables, entonces hay que inventárselos, hay que designar a alguien, ni más ni menos. Es inevitable», asegura en la página 30). La primera reacción de Juan, como resulta fácil suponer, es la burla; pero pronto sobrevienen el estupor y el miedo, cuando comprende que Valle le está diciendo la verdad.
A la vez, su situación laboral está complicándose a marchas forzadas. La tienda que posee en una galería comercial se ha convertido en objeto de acoso del nuevo gerente, Alberto Maños, que no ve con buenos ojos el tipo de negocio que Juan dirige («Dos locos me perseguían. Uno intentaba acabar con mi negocio; el otro –al menos era lo que él juraba– se proponía acabar con mi vida», indica el protagonista en la página 82).
De esa manera tan inquietante vamos buceando por el interior de Juan y vamos descubriendo las mil complejas facetas de su carácter, aunque también muchas cosas más, sobre el ser humano y sobre el mundo en que vivimos. Porque, en su esencia, Los asesinos lentos se antoja una fábula terrible, en la que Kafka, Dostoievski y los maestros del absurdo se dan la mano de una manera inequívoca. ¿Qué somos (parece decirnos el autor, por debajo de sus líneas angustiosas), sino criaturas cuyo destino puede verse alterado dramáticamente en cuestión de horas y aun de minutos? Todos somos conscientes de que basta un terremoto o un tsunami para aniquilarnos, que podemos depender de un virus o de un trocito de metal escupido por una pistola; pero Rafael Balanzá nos susurra en sus páginas que también puede bastar con la decisión de un loco, que podemos experimentar la zozobra de mil maneras ásperas, sin que la prevención o la cordura nos sirvan de auxilio.
¿La moraleja? Tendrá que fabricársela el propio lector, una vez que haya terminado las líneas del libro. Es probable que entonces surja en su mente un desasosiego nuevo, un perfil desconocido de la angustia, un vértigo de saliva amarga. Celebré con alegría la primera colección de cuentos de Rafael Balanzá y hago lo mismo con su primera novela. Es su pecho anida un escritor.

lunes, julio 05, 2010

Lola Dinamita, Rebeca Le Rumeur

Prol.Javier Fernández Rubio y Mada Martínez García. El Desvelo Ediciones, Santander, 2010. 72 pp. 15 €

Elvira Navarro

Se escucha todavía demasiado a menudo la cantinela de que el cuento es la antesala de la novela, lo que no es raro en un país donde, por un lado, el grueso de los consumidores de libros asocia el género con la literatura infantil, y por otro, lo visible es una cuestión de mercadotecnia y de periodismo cultural. En manos de los periodistas culturales, el cuento puede caer en dos tipos de discurso. Están los que preguntan al joven que acaba de estrenarse con un libro de relatos que para cuándo el “salto” a la novela (lo cual parece justificarse porque el único libro de cuentos que escriben algunos escritores es el de su bautismo). También están los que, desde luego con una intención loable, escriben un artículo con un titular que suele aludir a que el cuento ha superado su etapa de maricomplejines. Esto es así porque en España, a despecho de los escritores y los críticos (o al menos de ciertos escritores y de ciertos críticos), parece que la existencia de Chéjov, de Poe, de Katherine Mansfield o de Borges sea la excepción que confirma la regla de que la mejor literatura se encuentra en la novela. El periodista, claro está, se ve obligado a combatir el prejuicio, y la consecuencia de ello es la misma que la de la discriminación positiva y la denuncia de los males del machismo en la prensa: que a quien se le presenta siempre como víctima le cuesta el doble empoderarse. Se acaba dando la impresión de la única excusa para hablar del cuento es su condición de sexo débil, como si no bastara con escribir un buen libro de cuentos. Tal vez la solución a este reiterado mal sea tan simple como la de evitar preámbulos como el que yo estoy haciendo aquí.
Ignoro si Rebeca Le Rumeur (Santander, 1981) perseverará en el género breve, se entregará al mestizaje o terminará dedicándose al haiku. Lo que si sé es que su primer, cortísimo e impactante libro de relatos, Lola Dinamita, no es la antesala de ninguna otra cosa, excepto, por supuesto, de su escritura (que huele ya a propia). Estos relatos lo son por eso tan viejo de que cada obra genera su norma, que en este caso es la brevedad. Compuesto por diez piezas que basculan entre un registro realista con voluntario toque naif (a lo Miranda July) y la fantasía onírica y metafórica, Lola Dinamita es un libro que se instala en un territorio muy español, muy Cela y muy Goya, a saber, el tremendismo, aunque Le Rumeur no tenga nada que ver con el difunto premio Nobel. Sí me la imagino, en cambio, dibujando aquelarres y entierros de la sardina. El tremendismo es siempre molesto para una sentimentalidad equilibrada por la desproporción de la respuesta, y trasladado al plano de la narrativa, suscita no pocas veces la objeción de que ciertos giros no se justifican. Digo esto porque aquellos a quienes su equilibrio anímico les lleva a abominar de suicidios adolescentes y ataques terroristas (o para ser más clara: aquellos que no sólo se quejan de la gratuidad de, por ejemplo, Lars von Trier, sino que proclaman su inverosimilitud como muestra de que el producto está mal construido), lo mejor que pueden hacer es pasar de largo. No van a entender la propuesta de Lola Dinamita, y encima se van a cabrear.
Para los que sí entran en el juego perverso, que no quiere decir gratuito, tal vez les sirva imaginarse a las protagonistas de los cuentos de Le Rumeur como una versión actualizada de aquellas hermanas Izquierdo, encerradas en el mal familiar, y que huían en el tren mientras sus pares mataban a medio Puerto Hurraco. El lector cae pronto en la cuenta de que la desproporción, lo tremendo, tiene un sentido: el dolor enquistado. Si bien aquí las mujeres son urbanas, tienen estudios y una mediana consciencia de sí mismas, sus nombres de sello almodovariano (Lola Dinamita suena a Kika, o a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón) nos alertan de que lo que domina es la pasión, que se torna destructiva. Como si no fuera posible deshacerse del puertohurraquismo anímico. Así pues, cuando estos seres responden con brutalidad a agresiones mínimas, no lo hacen de forma gratuita, sino porque dichas agresiones son las gotas que colman unos vasos antiguos y negros. Y es que los protagonistas viven instalados en un limbo de dolor que no se cuenta, pero que el libro destila entre líneas.
Rebeca Le Rumeur es hija de madre francesa, y eso se nota en la prosa, que, si bien es correctísima, a veces suena extraña. Ello no supone merma alguna. Al contrario: se trata de una particularidad que aumenta lo insólito (que, ojo, no es estructural, sino que está en lo pequeño: voz, metáforas, diálogos, ritmo) de la propuesta. Y es que éste es un libro para paladares raros, que auna una sentimentalidad absolutamente ibérica (por lo visceral) con la ejecución extranjera. Por otra parte, no hay nada en Le Rumeur que huela a casticismo, lo que refuerza la hipótesis de que su español viene de otro sitio. La escritora santanderina domina los giros rápidos, imprevistos y crueles, y sus relatos me han recordado a esa negrura de apariencia despreocupada de los Pequeños cuentos misóginos, de Patricia Highsmith. También está hermanada con Dirección noche, de Cristina Grande, en la medida en que construye historias-estampa, en la sencillez de la frase y en la precisión en el detalle, así como en una libertad magnífica que rompe, con modestia, la convención de redondear el argumento. Cuentos como “La conjura de los niños” y “Cuerda”, dos de los más sobresalientes, recuerdan, por la propiedad con la que se inserta cierta jerga filosófica y la capacidad de alzar una ficción puramente metafórica, al excepcional Proyectos de pasado, de la escritora rumana Ana Blandiana. En líneas generales, Le Rumeur es más eficaz cuando se sale del realismo, que obliga siempre a dar demasiadas explicaciones, y se desliza a un territorio pseudofantasioso, donde es posible, por ejemplo, ir quemando lentamente la propia casa, como ocurre en “Materia”, a mi juicio el más logrado de los cuentos.
La verdad es que yo he leído este libro con fascinación. Y lo he leído así porque rezuma, como dice Coradino Vega, “el latido de una interioridad especial”. Sólo me resta decir que ojalá Rebeca Le Rumeur nos regale muchos más libros, y que ese latido se convierta algún día en algo esplendoroso. Tiene, desde luego, capacidad para ello.

viernes, julio 02, 2010

El menor espectáculo del mundo, Félix J. Palma

Páginas de Espuma, Madrid, 2010. 204 pp. 15 €

Julián Díez

No se me ocurre logros más significativo para un escritor de 40 años que el de haber consolidado una voz propia. Es bueno que Félix J. Palma parezca haber dejado atrás su etapa de concursante en premios de relatos, puesto que estoy seguro de que cualquier jurado mínimamente atento a lo que pasa de interesante en la literatura española ya podría detectar el peculiar regusto de sus historias a distancia. Ese empleo de la ironía como arma para la ternura en el tono, en particular, así como sus construcciones siempre al borde del abismo —a una palabra de la sobreadjetivación, a una subordinada del exceso— construyen párrafos bellos y reconocibles, extrañamente precisos en su barroquismo.
También sus temáticas son —siempre en injusta generalización— coherentes, con personajes dolidos en su mediocridad a los que la súbita llegada del elemento fantástico hace cambiar sus perspectivas vitales. En el caso del volumen que nos ocupa, es recurrente el tema del amor, «el menor espectáculo del mundo, porque sólo puede ser visto por dos espectadores al mismo tiempo». Lo que hace a varios de los relatos presentes en este libro memorables es precisamente la combinación sabia de estos factores, aderezados con un condimento adicional según el guiso que iremos conociendo a lo largo de su degustación: la pesadumbre cotidiana de “El país de las muñecas”, la experimentación con ucronías mínimas en “Las siete vidas (o así) de Sebastián Mingorance”, el humor sobrenatural de “Margabarismos”, unas gotas ambiguas del cuento tradicional de fantasmas en “Bibelot”.
Los citados son, a mi juicio, los sobresalientes del volumen, con especial mención para “El país de las muñecas” y “Bibelot”, potenciales clásicos en su extensión perfecta y su sabiduría en la dosificación argumental. Como es natural, a cambio también hay alguna pieza de fondo de armario, como el bienintencionado y predecible “Un ascenso a los infiernos”, pero incluso en esos argumentos más trillados es capaz Palma de aportar satisfacciones al lector en forma de punteos ingeniosos, de saber hacer.
Tras la decepción que para mí supuso la exitosa novela El mapa del tiempo —sé que estoy sólo al respecto, quizá sea una tara de viejo aficionado a la ciencia ficción—, El menor espectáculo del mundo viene a reafirmar las emociones que me ha producido la carrera de Palma desde sus inicios. Estamos ante un cuentista mayúsculo, de talentos únicos, que además lleva más de una década ofreciendo un camino viable de mixtura entre las exigencias de la literatura española tradicional y la innovación procedente del campo de la literatura fantástica. Un escritor necesario, pero también, y sobre todo, disfrutable.

jueves, julio 01, 2010

El azor en el páramo, Ted Hughes

Trad. y sel. Xoán Abeleira. Bartleby, Madrid, 2010. 425 pp. 22 €

José Luis Gómez Toré

La presente antología de Ted Hughes (Mytholmroyd, 1930- Londres, 1998), llevada a cabo por Xoán Abeleira (que tradujo recientemente para la misma editorial la poesía reunida de Sylvia Plath) se abre significativamente con el poema "El pensamiento-zorro". Dicho texto, que rememora una suerte de aparición totémica en un sueño que Hughes se tomó muy en serio (hasta el punto de que se sintió obligado a cambiar sus estudios de Literatura Inglesa por los de Arqueología y Antropología), nos sitúa de lleno en el mundo del poeta, un mundo en el que una voz chamánica despierta las fuerzas de la naturaleza, fuerzas que pueden ser destructivas, pero a las que no cabe dar la espalda.
Como señala Abeleira en la introducción a este volumen, pese a notables excepciones (como la traducción de su imprescindible Cuervo llevada a cabo por Jordi Doce) la poesía de Hughes no ha gozado en España de todo el reconocimiento que merece, a pesar de tratarse de una de las grandes voces de la poesía del XX. Y ello se ha debido en parte a la propia originalidad de Hughes dentro del canon de la poesía en lengua inglesa de su tiempo (con todo, es posible encontrar paralelismos con voces como la de D. H. Lawrence, cierto Robert Graves, Dylan Thomas, Seamus Heaney o Derek Walcott). No obstante, buena parte de los malentendidos y distorsiones que ha sufrido la recepción crítica del poeta se deben no a razones estrictamente literarias, sino a la leyenda negra en torno al suicidio de su esposa. Hace tiempo José Emilio Pacheco constataba la paradoja de una contemporaneidad a la que "cada día le interesan más los poetas; la poesía, cada vez menos", como si el arte fuera un pasatiempo, sólo una excusa para hacer de los artistas los nuevos bufones que demanda la sociedad del espectáculo. Sin embargo, tanto para Plath como para Hughes la poesía no fue un pasatiempo. Al contrario, se convirtió para ellos en una tarea que exigía lo mejor de sí mismos, una vocación imperiosa que no podía desoírse a pesar del riesgo de convocar fantasmas.
Pocos poetas contemporáneos ofrecen una lectura tan convincente de la naturaleza como Ted Hughes. Tan alejado del tono irónico y distanciado de esa mirada urbana tan frecuente en la poesía actual como del bucolismo que persigue nuevas Arcadias, en Hughes la naturaleza rara vez es paisaje. Y no lo puede ser, porque el yo poético se encuentra inmerso en ese mundo natural, hasta el punto de que éste habita en su propio interior. El abundante bestiario que inunda las páginas de Hugues nos hablan de una cercanía entre el ser humano y el animal, en medio de una naturaleza a la vez creadora y destructora, violenta y fertil. La poesía obliga así a una especie de vértigo: «Perder el habla/ Cesar/ Sumirse en los destellos linfáticos/ Como si la creación fuese una herida/ Como si este flujo fuese un plasma sanador/ Ser suplantado por el cieno y las hojas y los guijarros» ("Ir a pescar"). La naturaleza se nos revela con toda la ambivalencia de lo sagrado, un mundo de terror y asombro que es también el mundo inexplorado descubierto en la infancia.
Si Hughes es una rara avis en la poesía inglesa, todavía resulta más difícil buscar correspondencias con tradición española. Si bien algunos pasajes de Hughes recuerdan el mundo aleixandriano de La destrucción o el amor, nada tiene que ver el tono en ocasiones duro, casi áspero de Hughes, con la música verbal, menos audaz, del poeta del 27. La vivencia sagrada de la naturaleza puede hacérnoslo cercano a nuestro Claudio Rodríguez, pero el mundo del poeta británico es más violento y sombrío que el del autor de Don de la ebriedad. Hughes parece evocar las fuerzas oscuras del duende lorquiano, pero aun cuando tanto él como Lorca muestren una atracción semejante por lo mítico, el creador de Cuervo se aleja de la visión romántica de la voz del pueblo para acercarse a las inflexiones de la lengua coloquial. Algunos rasgos lo aproximan a Gamoneda (la importancia del mundo rural, la fusión entre lo biográfico y lo simbólico...). Con todo, en estos poemas, por mucho que lo real se nos llene de símbolos, la contemplación directa de la realidad exige sus derechos de manera más imperiosa que en Gamoneda.
Y es que Hughes es ante todo un poeta de mirada. Sus poemas nos obligan a recuperar la idea de la poesía como visión, y ello en un doble sentido: su obra da muestras de esa asombrosa capacidad de observación, de fascinación por lo concreto, que tantas veces nos ha dado la mejor poesía inglesa, pero al mismo tiempo Ted Hughes es un poeta visionario, que sin dejar de dar testimonio de lo que le muestran sus ojos, quiere obligarnos a mirar más allá. Claudio Rodríguez dejó escrito que «El soñar es sencillo, pero no el contemplar». Hughes nos demuestra que no es fácil ni una cosa ni otra, sobre todo cuando se trata de aunar contemplación y vocación de vidente.
En el actual panorama de la poesía española, que parece haber redescubierto con retraso y cierta fascinación de nuevo rico la condición postmoderna, puede parecer anticuado un poeta que nos obliga a mancharnos las botas de barro y, dejar de lado los paisajes urbanos y los paseos virtuales, para volver a mirar con ojos nuevos la naturaleza. Quien sabe, sin embargo, si en la era del cambio climático, un poeta como Hughes, que ni idealiza la naturaleza pero tampoco cae en la soberbia de ignorarla, es quizá no una voz del pasado, sino de nuestro presente y de pasado mañana. Y lo será probablemente, más allá de temas y motivos, por su voz inconfundible, magníficamente recreada por la traducción de Abeleira, quien además nos ofrece, en su estudio preliminar, no pocas de las claves de una escritura que remueve el subsuelo del lenguaje para ofrecernos una visión novedosa y salvaje de la existencia: «Pues nacer es lo único que importa» ("Huevos de salmón").