viernes, octubre 30, 2009

Los ángeles del infierno, Hunter S. Thompson

Trad. José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez. Anagrama, Barcelona, 2009. 360 pp. 18 €

Recaredo Veredas

La frase, casi una consigna, “I wouldn't recommend sex, drugs or insanity for everyone, but they've always worked for me” resume fielmente la filosofía de Hunter S. Thompson. El autor de Los ángeles del infierno. Una extraña y terrible saga” dedicó su vida a la búsqueda y práctica de una libertad inconcebible desde nuestros pacatos tiempos. Para mantenerla y exhibirla corrió importantes riesgos, tanto profesionales como físicos, culminados con intoxicaciones etílicas y lisérgicas, e incluso con palizas como la que cierra este libro. Mediante esa inmersión total en los hechos, personajes o trayectorias que pretendía investigar logró desvelar una verdad mucho más profunda, más cruda, que la conseguida mediante las habituales perspectivas distantes. Pero este libro no sería más que otra obra de investigación sobre una tribu urbana si Thompson no consiguiera convertirlo en una profunda reflexión sobre la manipulación mediática, la rebeldía y los verdaderos poderes que manejan su país (y cualquier otro).
Los ángeles del infierno nos enseña —siempre es necesario recordarlo, porque se olvida a diario— cómo la creación de un demonio, de un peligro público cuya sola mención escandalice a los bien pensantes, siempre resulta conveniente. Sobre todo para que las masas no piensen en lo que verdaderamente les afecta. Como afirma uno de los miembros de tan famoso club motorista, «cuando obramos bien, nadie se acuerda, cuando obramos mal, nadie lo olvida». Thompson realiza un análisis concienzudo de la sociedad norteamericana, sus miedos y las necesidades nacidas en esos temores. Lo hace sin detenerse en lo políticamente correcto. O, mejor dicho, sin siquiera tener conciencia de su existencia.
Thompson es, además, un notable narrador, y no deja de mostrar escenas claras y contundentes, que permiten al lector extraer su propia opinión sobre lo que contempla. Describe espacios y personajes con vigor, sin caer nunca en la delectación, ajustando el registro y el ritmo de su prosa al mensaje que desea transmitir en cada momento. Es decir, además de informar, sabe expresar. Su mirada resulta profunda y, al mismo tiempo, lacerante. Consigue que su análisis de la white trash, lecho donde nacieron los Ángeles del Infierno, divierta e interese incluso a quienes nunca conocieron nada de los amantes de las Harleys o los hippies de Palo Alto. No les halaga innecesariamente: sabe que son unos indeseables, carentes de esa épica que los intelectuales californianos les concedieron. No niega su condición de parásitos, de mugre de una sociedad enferma. Sabe que tras sus máscaras solo hay miseria, un baile de disfraces para niños locos. Sin embargo el rugido de su motos, sus melenas sucias quiebran el idílico mundo americano de chalets y sonrisas dentífricas. Son auténticos punks, conscientes al menos del inmenso decorado que les rodea: «Los forajidos no son coherentes respecto de las fuerzas y debilidades del mundo en el que se mueven, pero tienen un instinto maravillosamente afinado. Han aprendido por experiencia que algunos delitos pueden castigarse y otros no».
¿Por qué un libro como este puede resultar interesante en estos tiempos? Por las virtudes narrativas y periodísticas de Thompson, que aún sorprenden tantas décadas después y, sobre todo, por la épica de Estados Unidos, de una tierra que, como afirmó Wim Wenders, ha colonizado nuestro subconsciente y provoca que reconozcamos como propios territorios y héroes absolutamente ajenos.

jueves, octubre 29, 2009

Solo con invitación: Los vivos y los muertos, Edmundo Paz Soldán

Alfaguara, Madrid, 2009. 200 pp. 15,50 €

Eduardo Fariña Poveda

Impactante. En un breve lapso de tiempo suceden una serie de hechos estremecedores en un pueblo de Estados Unidos cerca de la frontera canadiense. Una cadena de crímenes y accidentes ocurren en Madison. Con una trama en tiempo real, Los vivos y los muertos podría dar carpetazo al Mientras agonizo de William Faulkner y además podría inspirar videoclips de bandas de Nu-metal, como Korn, Deftones o Linkin Park. Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) logra en esta octava novela demostrar, con eficacia conceptual, por qué es uno de los escritores hispanoamericanos actuales más interesantes. El gran choque emocional que convoca la novela, su decir directo cuyo artificio reside en la compleja psicología interior de unos personajes que, con crudeza y sin tapujos, van explayando su circunstancia, es una ejercicio narrativo que explora lúcidamente el devenir de las relaciones humanas en el umbral entre la adolescencia y la madurez.
Como ha señalado en variadas ocasiones Paz Soldán, la novela tiene un origen en una investigación periodístico-criminal que realizó sobre una serie de asesinatos que ocurrieron en Ithaca, la ciudad estadounidense donde reside el autor. En principio, la novela sería más bien policíaca pero con el tiempo se convierte en una “meditación sobre la pérdida”. Parentescos y lazos van surgiendo mientras uno se adentra en sus breves capítulos. La novela se compone de una serie de piezas semejantes a relatos, con poca relación entre sí, que posteriormente desvelarán una historia contada por personajes que a primera vista parecen carecer de apego a su cotidianeidad.. Nos hablan de la nieve y su presencia insobornable, de Cheerleaders, que son el símbolo de la popularidad rápida en Madison, de una continuidad de funerales sin términos… En palabras de Amanda, una de las protagonistas de la novela: «El cielo opresivo de Madison sólo es perfecto para los funerales amargos en cementerios con lápidas semienterradas en la nieve» (p. 129).
El arranque de la serie de monólogos lo hace Tim. Este y su hermano gemelo Jem intercambian roles según la circunstancias, llegando incluso a incluir los primeros amores de Jem. Amanda, hastiada desde el comienzo de la grisácea vida en Madison, alberga a una escritora en ciernes que mediante su blog irá construyendo otro Madison. Entre los diversos personajes de la obra destaca el perturbador señor Webb, militar retirado aficionado a los chistes de Playboy y con tendencias poco afortunadas para la tediosa vida social de la pequeña ciudad. Su intervención vendría a ser la del caballo en el complejo ajedrez de vivos y muertos. También encontramos al periodista que investiga los hechos, Daniel, obligado a recordar en el salón donde empezó su vida afectiva su reciente divorcio, y a Hannah, Yandira y Rhonda, unas chicas que no deberían por qué tener problemas para insertarse con éxito en la sociedad estadounidense pero que escogen un camino sin retorno donde experimentarán toda la fuerza del lado oscuro de la vida, sin titubeo alguno.
Esta es la primera novela de Paz Soldán ambientada en los Estados Unidos. Alberto Fuguet ya anunciaba en su blog, con bastante veracidad, que, a momentos, la novela parece estar escrita por uno de esos latinos nacidos en los Estados Unidos que no hablan en español. Esta observación tan interesante nos hace pensar en la dirección hacia la que se dirigirá la narrativa de Paz Soldán y, con ello, preguntarnos acerca de las nuevas facetas temáticas y escriturales que surjan en la narrativa hispanoamericana. Los vivos y los muertos podría llevar en sus genes el ADN de novelas como La ciudad y los perros, Juntacadáveres o Estrella distante. También nos podría recordar ciertas instancias de los relatos de Extinción de David Foster Wallace. Si ya teníamos a Edmundo Paz Soldán como autor de cabecera dentro de su generación, con Los vivos y los muertos entendemos que la consolidación de su trabajo narrativo en otros lugares y la mutación que cobre su obra tendrá cada vez mayor calado e influencia en las nuevas generaciones de escritores en español.


Edmundo Paz Soldán: "Me enorgullece que la novela haya sido reseñada en la revista Rolling Stone"

Durante los últimos años, Edmundo Paz Soldán ha construido una producción novelística que ha despertado con singularidad el interés de la crítica. Él mencionó en una ocasión la impresión generalizada que observó de ésta, la cual afirmó que sus historias eran “atemporales” y que podían ocurrir en cualquier lugar. Es por ello interesante observar este rasgo en los vivos y los muertos, poder ver mezcladas y por partes separadas las piezas de esa Norteamérica real e imaginaria. Autor de novelas ya conocidas como Río Fugitivo (1998), Sueños Digitales (2000), El delirio de Turing (2003) y Palacio Quemado (2006). También coordinador con Alberto Fuguet la antología de cuentos Se habla Español – Voces Latinas en U.SA (2000) y la compilación de ensayos Bolaño Salvaje, coordinada junto a Gustavo Faverón sobre la obra del escritor chileno. Acerca de la concepción de su nueva novela, los materiales literarios que utiliza, lecturas sobre escritores actuales hispanoamericanos y españoles, etc. Paz Soldán nos habla.

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miércoles, octubre 28, 2009

La aldea de sal, Lêdo Ivo

Trad. Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre. Calambur, Madrid, 2009. 192 pp. 15 €

José Luis Gómez Toré

A pesar de la importante labor en la difusión de la literatura en lengua portuguesa llevado a cabo por Ángel Crespo y otros traductores, la poesía brasileña, que cuenta con una de las tradiciones poéticas más vigorosas de la lírica del siglo XX, parece condenada a llegar con cuentagotas a las editoriales españolas (resulta sintomática la escasa presencia entre nosotros de un poeta mayor como Haroldo de Campos, con notables excepciones como la reciente edición de Sánchez Robayna y la todavía más reciente y muy recomendable antología preparada por Andrés Fisher para Veintisieteletras). Por ello, es de agradecer que Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre, responsables de la selección y traducción de los poemas que componen este libro, nos acerquen en edición bilingüe los poemas de Lêdo Ivo (Alagons, Brasil, 1924), una de las voces más interesantes del país lusófono.
La ordenación cronológica que nos proponen los antólogos nos permite asistir a la evolución del poeta. Su inicial entusiasmo juvenil nunca deja de alimentar en la obra madura la confianza en los poderes de la imaginación, una fe que resiste incluso a los embates de la ironía y de las decepciones que van trayendo los años. El poeta sabe que la palabra reclama de él una actitud alerta, la exploración constante de territorios apenas explorados. Así, en "Oda al crepúsculo", la poesía encuentra su más pleno sentido como aventura del espíritu en «el descenso al país de los espejos, la conversación con las hadas, que no tienen el problema personal de la salvación,/ y el duelo entre la inspiración y el diccionario».
Lêdo Ivo, sin ser, pese a su capacidad visionaria, un poeta surrealista, coincide con el surrealismo en la ya citada defensa de la imaginación así como en la convicción de que no sólo la poesía necesita ser transformada por la creatividad humana, sino la vida en su conjunto. Y al hablar de la existencia, el escritor no olvida la dimensión social, política de nuestra realidad concreta. El poeta, a la vez ciudadano y vagabundo extranjero en la polis, deja oír su voz crítica, que toma ecos proféticos de denuncia en los poemas procedentes del libro Estaçâo central. Frente a un sistema económico y político que arroja como desperdicios a todo y a todos los que no pueden o no quieren o no saben integrarse en el sistema, el poeta se impone como deber ético recoger lo que queda en los márgenes y en los vertederos de la historia: «Pide los restos, las sobras, los desperdicios/ quemados sin piedad por el hielo/ en la hora en que el moho se convierte en lágrima. Reivindica la chatarra, la sobra exacta...».
Lêdo Ivo convierte una y otra vez en presencia actuante la virtualidad de lo que no existe: la poesía nos sitúa en un terreno que no es propiamente ni en el de la mentira ni en el de aquello que solemos llamar verdad. No revela así esa paradójica necesidad humana de vivir también en la esfera de lo que llamamos no existente pero que existe de alguna manera, a la manera que existen en nosotros los sueños. En ese sentido, es muy revelador el ensayo final "Conservar lo que se ha perdido" (cuya inclusión en esta antología supone todo un acierto). En este hermoso texto el poeta nos confiesa: «Ya que no me interesa la verdad y sí la suprema ficción humana, que es la de un animal creador —aquella pasión de la fabulación de la que habla Goethe— soy mi mentira, que es mi verdad, y mi verdad, que es mentira». Desde esa posición levanta una convicción que, en textos como el poema "La infancia redimida", obra el milagro de que lo imaginado actúe en los lectores, se haga a su manera real: «La alegría, la creo ahora en este poema». La alegría de la que no son capaces esos otros poetas que, según Lêdo Ivo, «son sepultureros que entierran palabras/ y se contentan con algunas migajas del diccionario». Ivo, en cambio, nos ofrece una poesía llena de vida, en la que dialogan palabra y mundo.

martes, octubre 27, 2009

Juegos para un taller de teatro, Alfredo Mantovani y Rosa Inés Morales

Artezblai, Bilbao, 2009. 207 pp. 18 €

Juan Pablo Heras

Desde hace más de 25 años Alfredo Mantovani y Rosa Inés Morales trabajan infatigables en la docencia del teatro, para niños, adolescentes y adultos. Artezblai reedita y distribuye, y ellos corrigen y amplían, un manual hasta ahora de difícil acceso que ellos mismos habían publicado hace seis años a través de Proexdra (Asociación de Profesores por la Expresión Dramática en España), vibrante colectivo ubicado en Morón de la Frontera, Sevilla.
Pero más que un manual, nos encontramos ante un recetario, un archivo, un vademécum de “más de doscientas propuestas para expresar y comunicar en la escuela”, una batería de juegos teatrales cuidadosamente organizados en fichas de una sola página. Éstas se distribuyen en cinco bloques (juegos para “empezar grupos”, “iniciar sesiones”, “expresar”, “dramatizar” y “terminar”) subdivididos a su vez en varias secciones (por ejemplo, “juegos de confianza”, “juegos de estatuas”, “juegos de objetos y disfraz”) que incluyen diez fichas cada una. Los autores son tan estrictos en esta especie de decamerón de los juegos dramáticos que en ocasiones deben apretar varios en una sola ficha, para no exceder las diez que corresponden a la sección, mientras que otras veces se repite en dos fichas distintas el mismo juego con leves variantes. En todo caso, es de agradecer el rigor con el que organizan un material tan diverso y heterogéneo. Alfredo Mantovani y Rosa Inés Morales han extraído estas propuestas de su propio caudal de inventiva y experiencia, de aquellos juegos de origen desconocido que se repiten invariablemente en todos los talleres de expresión dramática, y de la tradición lúdica popular. Sorprende ver el aprovechamiento dramático que puede obtenerse de juegos aparentemente tan alejados del teatro como la gallinita ciega y el escondite inglés: es mucho lo que todavía puede tomar el teatro y la pedagogía de las formas no escénicas pero radicalmente dramáticas mediante las que el ser humano se ha expresado —y divertido— durante siglos, y que hoy parecen en peligro de extinción por la excesiva tecnificación de lo lúdico, empeñados como parecemos en introducirnos por un cable y convertirnos en brillantes polígonos pixelados.
Juegos para un taller de teatro no es un manual, pero aporta ladrillos y argamasa para que todo profesor a cargo de un taller de teatro construya su propio método. No sólo ofrece un surtido amplísimo del que poder seleccionar lo que se desee, sino una serie de avisos y sugerencias fundadas en la experiencia y que apostillan cada juego de modo que el docente pueda aplicarlos con conocimiento de causa y adelantarse a las dificultades que de seguro se le presentarán.
El libro se cierra con una plantilla mediante la cual todo profesor puede crear sus propias fichas con el mismo planteamiento pedagógico que han utilizado Mantovani y Morales. Seduce la idea de imaginar un libro abierto que es ampliado hacia el infinito por una multitud de manos repartidas por el mundo, que añaden más y más juegos para explorar los espacios siempre abiertos de la enseñanza de la expresión dramática. ¿Quién se anima?

lunes, octubre 26, 2009

Juegos de familia, Ian Banks

Trad. Javier Fernández Córdoba. La Factoría de Ideas, Madrid, 2009. 349 pp. 20,95 €

Sofía Rhei

Quizá algunas obsesiones puedan ser una especie de apuesta contra uno mismo. Esta es una de las sensaciones que quedan al terminar de leer la historia de Alban, uno de los miembros de la última generación de la familia Wopuld, clan millonario dedicado a la explotación de un juego de mesa (y posteriores secuelas informáticas) inventado por el bisabuelo. Semejante a este juego de estrategia, el tejido que rige las relaciones entre los miembros de la familia mantiene el precario equilibrio de una tela de araña. El encargado de guiarnos a través de las arenas movedizas de sus parientes se alejó de la vida empresarial y familiar por motivos que permanecerán ocultos durante muchos capítulos, como debe ser; mientras tanto, consigue que sintamos cierta afinidad hacia su peculiar y peligroso modo de vida.
La trama amorosa, que al principio del libro pudiera parecer secundaria, va cobrando gradualmente una densidad inquietante. El orden de la narración tan sólo responde a la esquiva memoria de Alban, que va rescatando escenas de aquí y de allá, secuencias con una conexión relativamente floja pero que desvelan, según se acerca el final, cuales eran los dolorosos lugares del recuerdo que el protagonista estaba evitando a toda costa. El tiempo se convierte en algo fragmentario, tan extraño como las operaciones de cirugía estética sobre el rostro de aquellos a quienes se ama, en un puzzle o juego cuyas leyes, o al menos una de ellas, probablemente la más importante, permanecen ocultas hasta el final. Desamparado de una verdad que podría haberle evitado décadas de sufrimiento, Alban se mueve entre recuerdos interpretados a voluntad, revividos voluntariamente una vez tras otra, convocados como un mantra que pudiera erradicar la locura.
El personaje de la abuela Win, que no en vano se llama de ese modo, planea sobre los recuerdos de Alban como un ser casi omnisciente, que se dedica con una frialdad paradójicamente maternal a manejar todos los hilos, visibles y ocultos, de la complicada trama afectiva y política de los numerosos miembros de la familia. Se trata de un personaje digno de Iris Murdoch.
Sin ser tan malvado como ella, Banks nos proporciona una novela que se lee sola y que posee la agradable ventaja de no resultar tramposa (léanse truculencias gratuitas, golpes de efecto sin venir a cuento, señoritas amarradas en sótanos, psicópatas con un pequeño tic o religiones extravagantes). Como dijo Fellini de cierto libro (que, para mi gusto, no lo merecía, por eso no lo nombro), "emociona sin avergonzar". Pero sobre todo es un despliegue de técnicas narrativas de una sutileza, eficacia y originalidad sorprendentes, algo que la cuidada traducción ha sabido reproducir, y podría funcionar como manual de estilo para cualquier aspirante a escritor. Baste un botón:
«Ardía bien, el papel y la cuerda se oscurecían y desaparecían, permitiendo que el chaquetón de dentro, empapado en gasolina, se desenvolviera mientras la envoltura que lo contenía se deshacía en llamas, igual que una oscura flor ardiente.»

viernes, octubre 23, 2009

Las experiencias del deseo. Eros y misos, Jesús Ferrero

Premio Anagrama de Ensayo. Anagrama, Barcelona, 2009. 224 pp. 17 €

Fernando Sánchez Calvo

Eros y Misos son dos hermanos gemelos que se aman y se odian irremediablemente porque significan lo mismo que sienten entre ellos. Son las dos caras del deseo y del último Premio Anagrama de Ensayo, ganado este año por el novelista Jesús Ferrero. A modo de diccionario sentimental, el autor define y explora en la multitud de impulsos que derivan de los dos hermanos. Así, gula y celos, narcisismo y temeridad, sexo y guerra, entre otros, cubren cualquier pasión o enfermedad (si es que no es lo mismo) en la que puede incurrir cualquier ser humano con dos dedos de deseo y con una historia emocional más o menos redonda, es decir, pendular.
El deseo, motor del mismo universo y por descontado de su manifestación más concreta, el hombre, se parte literalmente en amor (Eros) y en odio (Misos), dos fuerzas que oscilan del yo al vosotros con la misma rapidez que los hermanos gemelos se cambian la identidad. La división entre el individuo y su componente social terminan de estructurar el libro en cuatro bloques donde prácticamente cualquier movimiento del corazón y de la mente (también suelen ser lo mismo) queda clasificado.
No es por lo tanto esta obra un ensayo, o sí, pero también su hermano gemelo, el estudio, ya que la disposición del libro en entradas revela una intención ambiciosa y enciclopédica por parte del autor: analizar con espíritu científico, con precisión de cirujano, algo tan impreciso como un sentimiento y, lo que es peor, algo tan experiencial como una pasión.
Por otra parte, es evidente que dicha empresa y objetivo no son nuevos. Como en casi todo y al menos dentro de la cultura occidental, un griego (Empédocles) se adelantó y un británico (Oscar Wilde) rizó el rizo: «Amarse a sí mismo es el comienzo de un romance que dura toda la vida». Y más que amarse, amarse y odiarse, y si queremos ir todavía más lejos, desearse en el sentido más amplio, valiente y entregado de la palabra. Quien ama, odia. Quien admira, desprecia. Todo anoréxico sufre un ataque de gula cada dos segundos y cualquier egoísta puede incurrir en un sentimiento de culpa. Son experiencias, es decir, contradicciones, pasiones hechas carne, tornadas en materia, que conviven dentro del individuo sí o sí hasta su fin. Si a lo largo de la vida no se “padece” alguna de ellas, es que ese individuo está enfermo, o al menos incompleto.

jueves, octubre 22, 2009

Viva voz de vida, Marina Tsvietáieva

Trad. Selma Ancira. Minúscula, Barcelona, 2008. 131 pp. 14 €

Martí Sales

Minúscula es una editorial independiente que hace bueno el dicho catalán: “al pot petit hi ha la bona confitura” (en el bote pequeño está la buena confitura). Sus libros son escogidos con ojo certero e igual de escrupuloso es su tratamiento del lenguaje y del propio objeto: así, uno a uno, reúnen los tres ingredientes necesarios parar calificar de excelente a una editorial. Editan libros minis, como pequeñas brújulas, cajas de cerillas o linternas de bolsillo para no ir a ciegas por este siglo xx al que tantas veces se le quemaron los fusibles. No está sola, que también están Impedimenta, 1984, Club Editor, Nórdica, Sexto Piso: hay que hablar de su gran labor y enaltecerla porque se lo merecen, impenitentes luchadoras todas ellas por la literatura en mayúsculas.
Entre 1911 y 1917 Marina Tsvietáieva, importantísima poeta rusa de estilo único y trágica suerte, vive con intensidad su amistad con el también poeta Maximilián Voloshin –parecida a la que la unió a Bolk, Pasternak, Mandelstam o Rilke: Tsvietáieva era una apasionada y se volcaba en su gente, a menudo escritores, a menudo amantes y pocas veces gente anodina. Tsvietáieva era adolescente cuando lo conoció y por eso toda su relación está teñida del color de lo edénico –de lo primigenio y feliz. Koktebel, “la colina azul” donde residía el poeta, se me antoja como una especie de jardín de Ardis, la finca nabokoviana de Ada o el Ardor: allí donde todo nace y nada es corrupto, un locus amoenus alejado del “sound and the fury” mundano, un refugio de poetas, artistas y escritores –“allí empezó la inspiración”, escribiría Viktoria Schweitzer. Voloshin es descrito como un ser inmenso en su bondad, rizos y túnicas, el pacifismo encarnado, la sabiduría de la tierra más que de la humanidad –su perfil podía ser visto en unas rocas enormes que se adentraban en el mar. La poeta dedica más del noventa por ciento del libro a intentar que nos enamoremos de Voloshin y todo lo que representa –y creo que lo consigue–: el libro es una píldora dorada con mucho cariño y dulzura, una especie de oasis de pura poesía, conversaciones, amistad y, en resumen, felicidad que rezuma por todos sus párrafos. En el último diez por ciento la realidad irrumpe a tiros y desbarata la escena idílica –y las vidas de tantos. Mucho más tarde, en 1932, años ominosos para Europa –Joseph Roth tiene cartas espeluznantes de aquella época–, en su exilio parisiense la poeta escribe un retrato del Voloshin, Viva voz de vida. Por aquel entonces Tsvietáieva ya ha sufrido en sus carnes los desvaríos de un continente sacudido y enrabiado y parece encontrar, recordando aquel tiempo pretérito, una bolsa de aire fresco que la ayuda a soportar un presente plagado de penurias. Este abismo entre felicidad pasada y porvenir atroz es determinante para entender Viva voz de vida, esa oculta pulsión de urgencia y necesidad que da gran interés y calado a un texto que no es ni más ni menos que un bellísimo agarradero ante la destrucción total. Tsvietáieva en un cuartucho de París invocando otro mundo, construyendo un mito y huyendo, todo a la vez, a través de su escritura en plena forma. Quizás no es la mejor retratista de todos los tiempos (¿deberían darle este título a Lytton Strachey, tal vez?), y, sin embargo, qué maravilla su estilo, su uso de los guiones largos para esponjar el texto, su prosa que evita lo prosaico pero nunca no cae en lo poético –en lo poético mal entendido, claro está. Hay anécdotas memorables –poetas que se regalan unos a los otros; excursiones por la nieve que acaban en chozas campesinas y conversaciones alucinantes; cabezas acariciadas, torres mágicas y alfombras nocturnas de perros–, la descripción del personaje es magnífica, pero nada supera su gracia, su altísimo rango como escritora y el simple gusto de leer un texto tan libre, potente, personal. He aquí Tsvietáieva sacudiéndose a plumazos el peso de la historia con la que siempre –y por siempre– será vinculada –el peso que la aplastó y configuró; he aquí Tsvietáieva estatua ecuestre –la fuga inmóvil de la literatura– resistiendo encaramada al caballo de su gran escritura.

miércoles, octubre 21, 2009

Kafka y el Holocausto, Álvaro de la Rica

Prólogo de Claudio Magris. Trotta, Madrid, 2009. 144 pp. 13 €

José Luis Gómez Toré

Resulta difícil pensar que se pueda escribir a estas alturas algo nuevo sobre Kafka, cuya enigmática obra ha dado pie a todo tipo de interpretaciones y lecturas. Sin embargo, Álvaro de la Rica consigue arrojar nueva luz sobre la escritura imprescindible del autor de La metamorfosis en las páginas de una obra valiente, esclarecedora a pesar de sus ocasionales excesos interpretativos y, sobre todo, excelentemente documentada. El título del ensayo, con todo, puede llevar a engaño: si bien la cuestión del Holocausto no deja de ocupar un lugar importante en este estudio, creo que resulta a la postre más determinante la interpretación de un tema esencial en el escritor judío como es el misterio de la Ley, en especial tal como se presenta este motivo en esos textos capitales que son El proceso (en especial en la parábola Ante la ley) y En la colonia penitenciaria.
No constituye ninguna novedad el intento de vincular la obra de Kafka, que murió antes de la Shoah, y el Holocausto, del que fueron víctimas las hermanas del escritor, todas asesinadas por la barbarie nazi. De hecho, han sido numerosas las interpretaciones que han ido en esa dirección, a pesar del riesgo que supone leer las narraciones de Kafka de modo anacrónico como un presagio de lo que iba a venir, lo que puede llevarnos a una forzada profecia ex eventu. Con todo, el autor de este ensayo nos ofrece nuevas perspectivas al situar precisamente la cuestión de la Shoah en el contexto de la ya citada cuestión de la Ley y de su ambiguo significado en el escritor checo.
De la Rica insiste en la necesidad de mantener separadas en la intepretación la esfera política y la esfera religiosa, si bien el contexto tanto judío como cristiano con los que dialoga Kafka invitan a una constante, y en ocasiones peligrosa, aproximación entre ambas esferas (otro judío, Spinoza, varios siglos antes fue capaz de ver en su Tratado teológico-político, en mi opinión uno de los textos fundadores de la Modernidad, la dificultad de separar dichos ámbitos en la tradición de las religiones del Libro). Echando mano no sólo de la obra estrictamente literaria de Kafka sino también de sus diarios y cartas así como de los testimonios de sus contemporános, Álvaro de la Rica nos invita a reconocer la complejidad de ese estar situado ante la Ley. Para el autor de este libro la Ley no es una instancia puramente negativa, un mero instrumento de represión, sino también la ambigua promesa de una legalidad, de un sentido. Si bien la interpretación del autor, influido sin duda por sus propias creencias religiosas, lleva en ocasiones a un énfasis excesivo en ese aspecto positivo de la Ley, en su conjunto hay que reconocer el mérito del estudioso para situar la obra de Kafka más allá de la mera constatación del absurdo. Si Kafka es uno de los grandes nombres del siglo XX, su valía no puede reducirse a ser un eco del sinsentido que atenaza al ser humano. La promesa de la Ley habla así tanto de una nostalgia de sentido, nostalgia ante la cual la lucidez de Kafka no admite ningún sucedáneo, como de la hybris que supone que un hombre o una sociedad pretenda ser la encarnación de esa Ley con mayúsculas. En esa ambivalencia de la Ley es probablemente lícito leer el Holocausto con los ojos de Kafka, cuya escritura resulta profética más en el sentido bíblico del término como revelación de lo oculto que en su significado, más habitual actualmente, de predicción del futuro: la Shoah se nos presenta así a la vez como el resultado del acto de soberbia consistente en identificar la promesa de una Ley absoluta con la pesadilla de un mundo completamente administrado y, paradójicamente al mismo tiempo, como la renuncia a la Ley como promesa de una auténtica dignidad humana, una renuncia que sólo puede resolverse en barbarie.
Resulta de especial interés el análisis de la relación conflictiva que siempre existió para Kafka entre el arte y la vida. El escritor checo, que carecía de convicciones religiosas, tiene una vivencia sin embargo casi sagrada de la escritura, sentida a la vez como un deber y como una culpa, como un pecado que quizá no le es dado expiar. En una estremecedora carta dirigida a Max Brod, recogida en este libro, escribe Kafka: «La creación es una recompensa dulce y maravillosa, pero ¿por qué? Esta noche lo he visto claramente, con la nitidez de una lección infantil, que se trata de un salario por haber servido al diablo». Santa y pecadora a un tiempo, la escritura de Kafka se nos revela, gracias a libros como éste, como una constante interrogación sobre nuestra realidad. La puerta de la Ley está abierta para cada lector, como una promesa tal vez inalcanzable, que nos condena a la frustración, pero que no pierde nunca, a pesar del vértigo que nos produce, la virtualidad de tal promesa.

Miradas sobre Franz Kafka en la Tormenta:
-Cuando Kafka vino a mí
-Kafka va al cine

martes, octubre 20, 2009

España, aparta de mí estos premios, Fernando Iwasaki

Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 160 pp. 15 €

Rubén Castillo Gallego

Muchos lectores (y críticos literarios, y profesores) de España almacenan, enquistado en sus mentes, un difuso prejuicio contra el humor, al que son capaces de tolerar, aplaudir o incluso buscar en libros y revistas, pero al que niegan con vehemencia todo atisbo de profundidad. Así, maravillosos escritores como Hipólito G. Navarro o Juan José Millás son tildados de ingeniosos, lúdicos, chispeantes o rateros (“autores para pasar el rato”); pero cuesta muchísimo que se les reconozca la genialidad o la brillantez que se regala casi al instante a todos aquellos que, llenando folios con cara de vinagre o mostrándose renuentes a los peines, se instalan en la zona noble de los suplementos literarios. El sello Páginas de Espuma, lejos de transigir con esta tendencia general, se rebela de forma ostensible contra ella en una de sus últimas publicaciones: el tomo España, aparta de mí estos premios, una colección de relatos que firma Fernando Iwasaki (Lima, 1961) y que tienen en común el hecho de haber sido “premiados” en una serie de certámenes a cuál más extravagante, donde los escritores deben idear cuentos que glorifiquen al Sevilla F.C., ensalcen la gastronomía vasca, transcurran en la cueva de la Pileta, glosen el papel de la nueva mujer catalana o aludan a los héroes del Alcázar de Toledo (en un singular concurso patrocinado al alimón por Izquierda Unida Los Verdes y Falange Auténtica, ahí es nada). Situándose en estos disparatados cauces, el escritor que quiera conquistar premios literarios (indica Iwasaki) tendrá que amañar sus relatos con sutiles retoques para que el mismo texto, «refrito varias bases según las veces y viceversa» (p.13), tenga opciones de alzarse con el triunfo. Así, nos encontraremos con Makino Yoneyama, un brigadista nipón que sale de una cueva e interrumpe un programa televisivo, sin saber que la guerra civil acabó hace 70 años; o con Makoto Komatsubara, quien emerge de las catacumbas del Alcázar de Toledo, ignorando la misma circunstancia; o con Michiko Arakaki, una antigua lanzadora de cuchillos y amante de Picasso, quien lleva décadas viviendo de incógnito como trabajadora en el ayuntamiento de Barcelona; o con... No creo que haga falta añadir más nombres para que los lectores se hagan una idea del contenido de este volumen. Un relato que actúa como “célula madre” es clonado con sutiles diferencias, para adaptarse a las exigencias más peregrinas de los ayuntamientos, cajas de ahorros y demás organismos convocantes de concursos de cuentos. Zumbón como él solo, didáctico, explosivo, iconoclasta, irreverente y disparatado, Fernando Iwasaki construye siete cuentos que son siete mecanos, siete estrategias, siete carcajadas, siete provocaciones, siete desplantes con los que todos los lectores disfrutarán. Y, como colofón para el libro, incluye un Decálogo del concursante consuetudinario, en el que, entre otras cosas, aconseja a los novatos que firmen con seudónimos femeninos, que no aborden jamás el tema de los templarios (que funciona en las novelas, pero no en relatos cortos) y que, en la medida de lo posible, ambienten sus creaciones en Nueva York, porque “nunca falla”. En suma, una obra irónica, muy bien escrita y que garantiza sonrientes horas de lectura a sus usuarios.

lunes, octubre 19, 2009

La noche del diablo, Miguel Dalmau

Anagrama, Barcelona, 2009. 336 pp. 19 €

Jorge Díaz

Hay veces que uno no entiende un libro. Avanza y no entra, vuelve atrás, relee lo leído, pero nada, no hay manera. La culpa probablemente no sea del libro sino del lector. A mí me ha pasado con La noche del Diablo de Miguel Dalmau. Y lo siento, porque tengo el convencimiento de que es una buena novela. Trata un tema interesante, parece muy documentado, está bien escrito… Pero en ningún momento me he sentido cómodo leyendo. Sé lo que me pasa, son los personajes, tanto el narrador como el protagonista, soy incapaz de ver el mundo a través de sus ojos por mucho que me esfuerce. Aún así soy consciente de que está todo ahí, que la labor de creación es irreprochable.
El narrador es un joven sacerdote mallorquín que cuenta su experiencia durante la guerra civil como traductor y asistente del Conde Rossi, un militar enviado por Mussolini a la isla con dos dobles objetivos: el principal, ayudar a expulsar, en realidad exterminar, a los republicanos, y el secundario, divulgar el fascismo, en realidad sondear la posibilidad de anexionar las Baleares al nuevo imperio italiano.
La guerra civil en Mallorca, según lo que leo en el libro porque no tenía ningún conocimiento previo, apenas tuvo importancia militar: los rebeldes triunfaron de inmediato y apenas hubo un pequeño desembarco de tropas republicanas en la zona de Manacor y Son Cervera que fueron inmediatamente reducidas. Por mucho que Julián Alcover, el pusilánime sacerdote, nos presente al italiano como un gran militar, el león de Son Cervera, no parece más que una pasión exagerada por su compañero. Lo importante e interesante es ver cómo en una isla se concentra el odio y la represión es desmedida, sin ninguna relación con las posibles afrentas anteriores. Y en ella participan todos: nobles, propietarios, falangistas, vecinos con antiguas disputas…
En esa represión, el italiano es un tipo endiablado: asesinatos, violaciones, torturas… El tal Conde Rossi, Arconovaldo Bonacorsi, es un tipo francamente desagradable. El problema es que su único objetivo parece escandalizar a su pazguato acompañante. No mata por matar o viola por violar, sólo para que se asuste el narrador. Tras cada acción tiene una frase o una blasfemia para herir la inocencia de su cronista.
El curita que nos lo cuenta, no es un término despectivo contra los religiosos, sólo contra él, se escandaliza, justifica, se vuelve a escandalizar, se fascina, se vuelve a escandalizar, se persigna y se siente mal mientras reza en el convento… Nada más. Se hace extraño, y sin duda hay que calificarlo como una habilidad del autor, que nos estén contando la historia de alguien a quien se presenta como un asesino que se ampara en una guerra para matar y el que resulte verdaderamente inmoral sea el cura que lo narra, justificando su comportamiento cada pocas líneas.
Así que los personajes son negativos. Pero eso no es malo, me he identificado a lo largo de mi vida de lector con tipos con los que no me tomaría un café ni loco. Con Alcover y Bonacorsi tampoco me lo tomaría, casi menos con el cura que con el fascista. Lo que me gustaría es compartir durante unas horas su forma de ver el mundo y entender su peripecia vital. Pero no lo consigo. Ni en la ideología ni en el miedo veo necesidad a su comportamiento. No les veo entrar en la espiral del odio y el terror sino acumular desmanes. Es el motivo por lo que creo no haberlo entendido, estoy seguro de que existe un hilo que llevaba de una acción a otra y que yo, simplemente, no supe encontrarlo.
Pese a todo, La noche del Diablo es una novela ágil y llena de momentos espléndidos: la visita al burdel de Madame Elena, la llegada de los alemanes a la Catedral y su descubrimiento de una estrella de David en uno de los vitrales, la descripción del verdadero pasado del conde… Quizá sea necesario volver atrás otra vez, hasta disfrutarla.

viernes, octubre 16, 2009

El cuento de siempre acabar, Medardo Fraile

Pre-Textos, Valencia, 2009. 620 pp. 28 €

Miguel Sanfeliu

En el libro Entre paréntesis, recopilación de artículos de Medardo Fraile, se encuentra un texto titulado “Hablar de uno mismo”. En él se dice lo siguiente: «Hablar de uno mismo es, irremediablemente, hablar de los demás». Y más adelante, añade: «Contar lo que sólo se sabe a medias o de lejos es, generalmente, flaco servicio. Callar lo que se sabe, sea lo que sea, es faltar a un deber». Y yo creo que estas memorias de Medardo Fraile se ajustan fielmente a esos dos principios.
Medardo Fraile es uno de los más importantes escritores de relatos que ha dado nuestro país. Sus libros se han reeditado en varias ocasiones, siendo la edición más completa la que llevó a cabo la editorial Páginas de Espuma con el titulo Escritura y verdad en marzo de 2004. Los cuentos de Medardo Fraile se caracterizan, entre otras cosas, por la mirada compasiva y analítica con la que nos brinda definitivos detalles sobre sus personajes, delimitándolos certeramente.
La autobiografía de un escritor que ha sido coetáneo de Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio y toda esa generación de excelentes autores que se agrupan bajo la denominación de “escritores de posguerra”, es sin duda, un acontecimiento editorial de primera magnitud. Y una de las primeras cosas que uno quiere comprobar es cómo enfoca el narrador la mirada sobre sí mismo. Medardo se observa con distancia, para lo bueno y para lo menos bueno, nos muestra la trayectoria de una vida, con sus curvas, sus baches, sus remansos, sus días soleados y los que aparecen grises. No en balde nos advierte que en el teatro y en la vida, he sido mal actor siempre. Es cierto que se presenta como lo que es, que repasa sus victorias, que recuerda las buenas críticas y los elogios, pero también es cierto que no oculta ni sus errores ni sus remordimientos. No se esfuerza por caer simpático ni por aparentar lo que no es, sino por reflejar lo más fielmente posible la realidad.
“La novela” de los cuentistas es siempre su único “cuento” sin acabar, nos dice Medardo en estas páginas; y la vida, sin embargo, sabemos que siempre acaba, antes o después. Pero este libro se centra en la niñez y juventud del autor, nos cuenta la mitad de su vida y termina en el momento en que marcha a Southampton, primera escala antes de llegar a Glasgow, donde reside actualmente.
Nos cuenta su infancia, la muerte de su madre, la vida durante la guerra civil en Madrid, la posguerra, la descripción de los ambientes literarios, de las tertulias, su experiencia teatral en Arte Nuevo, su papel en la importante publicación “Cuadernos de Ágora”, su trato con quienes le animaron a seguir escribiendo y con quienes se olvidaron de él. Páginas que se van devorando con un interés creciente, narradas con un estilo impecable y vigoroso. Los capítulos sobre la guerra civil justificarían por sí solos la lectura de este libro. Y resulta impagable la descripción de la vida literaria de ese Madrid de posguerra, que se crece ante la pobreza y resurge de sus cenizas con orgullo y determinación.
«Mi casa fue una alegoría de las dos Españas y estaba dividida en dos zonas», nos confiesa; y tal vez por ello muestra un cierto descreimiento político, distanciado de unos y otros.
Una de las cosas que más curiosas me han resultado es el esfuerzo que realiza por bucear en sus ficciones, para traerlas a colación en el momento exacto en que se produce aquello que las inspiró, el detalle que luego fue recreado, el momento en que la realidad pasó a formar parte del territorio imaginado.
Los pequeños detalles, decía Nabokov, son lo más importantes de una narración, y Fraile no olvida los pequeños detalles, como buen narrador y buen observador. De hecho, sorprende cómo a veces interrumpe el episodio que está contando para describir algo que le llamó la atención en ese momento, generalmente alguna persona, no en balde Fraile es, sobre todo, un humanista.
Y ante el ejercicio de memoria que lleva a cabo el autor en este libro, también hay tiempo para sorprenderse por las cosas intrascendentes que no se olvidan. Así, en un momento dado, tras narrar una anécdota poco significativa, dice: «Y eso tan leve y tan estúpido ha permanecido en mi memoria hasta hoy, ¿por qué?»
Es Medardo un escritor de grandes aptitudes que, sin embargo, al marchar a Inglaterra contempla impotente cómo su nombre se va esfumando paulatinamente «por falta de reediciones, por mi ausencia, por olvido —o algo así— de mis compañeros de pluma y por la afluencia de escritores jóvenes en una España que, una vez más, era distinta». Un cierto regusto amargo que no se oculta ni se disfraza. Repasa Medardo Fraile a la gente con la que se codeó, los grandes nombres que le animaron y respetaron, los amigos que trató de igual a igual y que luego se alejaron en la distancia, aquellos que, inesperadamente, resultaron ser los más generosos con él, como Carmen Martín Gaite.
Medardo Fraile va desgranando anécdotas curiosas, nos las confía como un amigo al que hace tiempo que no vemos. Destaca su fino humor, su sonrisa cómplice y traviesa; y, sobre todo, su forma de mirar las cosas de frente, sin tapujos. Así, nos cuenta su entrevista con Dámaso Alonso, su relación con Menéndez Pidal o con Concha Lagos, su encuentro con Carmen Polo de Franco. Vemos desfilar por estas páginas a Aldecoa, a Alfonso Paso, a Sánchez Ferlosio, a Alfonso Sastre, a Camilo José Cela, a Antonio Gala, a José Hierro, a Azorín, a Buero Vallejo, a Jesús Fernández Santos, a Castillo Puche… Testigo de excepción de una época en la que dedicarse al arte era algo poco menos que heroico. Así eran las cosas, y así nos las cuenta, sin ambages ni dobles interpretaciones.
Sin duda, un libro importante, valioso testimonio de una época y fidedigno retrato de un gran escritor, en una edición bien cuidada que incluye interesantes fotografías.



Medardo Fraile: "La constancia en España, siempre tan distraída, se necesita más que en otros países".

—¿Cómo se enfrenta uno a la redacción de un libro de memorias?
—Con mucha desgana. Con la convicción de que va a darle a uno muchos disgustos. No había pensado nunca en escribirlas pero, como he contado alguna vez, José María Merino se empeñó en que las hiciera, porque él me había oído contar cosas que le parecieron interesantes en nuestros cursos de narrativa de Santander, Pontevedra y El Escorial. Cuando las empecé me fui animando y me prometí que serían un ejercicio de sinceridad con los demás y conmigo mismo.


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jueves, octubre 15, 2009

Indignación, Philip Roth

Trad. Jordi Fibla. Mondadori, Barcelona, 2009. 165 pp. 18 €.

Coradino Vega

Por más que una de sus muchas genialidades sea la del camuflaje, a veces da la sensación de que, como Saul Bellow, Philip Roth siempre está hablando de sí mismo. Es un maestro de convertir la biografía en ficción. Reviste de capas el origen de un personaje en crisis, que suele coincidir con el suyo, en una concatenación de variaciones como si fuera una fuga (véanse La contravida o Mi vida como hombre) o mediante una serie de álter egos que aumentan la sensación de ficción (Tornapol, Kepesh, Portnoy, pero sobre todo, Nathan Zuckerman). De este modo si uno lee su libro más endeble, Los hechos. Autobiografía de un novelista, comprende que se trata de un innecesario pliego de descarga, una autorreferencial manera de recordar: «¡Oigan ustedes, por más que lo parezca, yo no soy Zuckerman!».
Son varias las novelas de Roth en las que aparece un joven nacido en Newark, excelente alumno y responsable hijo de familia, atenazado por el exceso de moral judía de unos padres honrados, amorosos y obtusos, que marcha a una universidad de provincias para tomar distancias con el hogar, dispuesto a realizar un autodiseñado plan de mejora que mezcla el estudio académico con la formación de escritor de una manera liberadora y plácida, hasta que surge un problema sexual ―el cómico aprieto que surge del intento repetido de huir de ese cómico aprieto― u otro conflicto moral, que reverdece la culpa surgida de la emancipación, y todo acaba con un acto de rebelión que a menudo deviene en colapso, poniendo de manifiesto cuál es la fuente del talento de Roth para la tragedia y para el humor: un personaje que se toma demasiado en serio a sí mismo ―la queja de la penosa existencia que supone la experiencia profana para quien ve su vocación como algo sagrado― o, como diría Malamud, uno de esos judíos que sufren más de lo que les corresponde por su mera condición de hombres.
En Indignación, ese personaje es Marcus Messner, hijo de un esforzado carnicero kosher que parece haber perdido el juicio, loco de temor por lo que la vida adulta pueda deparar a su querido hijo. De fondo, está la guerra de Corea de principios de los cincuenta, en la que terminan todos los jóvenes que no puedan justificar su condición de universitario. Por eso Marcus acaba en la puritana Universidad de Winesburg, en Ohio, para esquivar la guerra, realizarse como individuo pero, sobre todo, para huir de su paranoico padre. Nadie como Roth sabe representar mejor la dialéctica sentimental del universitario lejos de la familia: ese joven que comienza a comprender pero cuyo orgullo hace que se relacione con sus progenitores de una manera irónica y altiva, de difícil comunicación, pues la culpa queda repartida con equidad mientras la ternura subyacente impide cualquier tipo de desprecio, cinismo o humillación inmerecida. Nadie como Roth sabe representar esos diálogos entre madre e hijo, mantener mejor la intensidad emocional en las escenas en que se contraponen las dos voluntades. Uno de los momentos álgidos de la novela es la conversación que tiene Marcus con la suya, en la que se plantean el noviazgo del joven con una chica gentil y las dudas de la madre por abandonar a un padre completamente enajenado. El otro momento culmen son las disputas entre el joven Messner y el decano de la universidad, un ex colegial fanatizado que trata por todos los medios de reconducir a Marcus por el camino de la religión y lo políticamente correcto. De ese choque surge el título de la novela. Porque toda la narrativa de Roth parece tener como fuente una ira, una cólera: la indignación que producen las fuerzas de la sociedad (ya sean la comunidad judía, el puritanismo o el mccarthysmo) empeñadas en doblegar la libertad del individuo. De ahí que la obra de Roth sea también un minucioso análisis de la traición del sueño americano (su trilogía compuesta por Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana es la mejor muestra de ello), de la vulnerabilidad del individuo en el marco de la historia reciente de un país concreto: «Porque la historia no es el telón de fondo ―dice el presidente Lanz en la página 156 del libro―… ¡la historia es el escenario!». Y el escenario de Indignación no es otro que los jóvenes estadounidenses que morían en la guerra de Corea en 1951.
Philip Roth es una fuerza torrencial que narra y narra con pautas realistas sin ser sólo un escritor realista. Su feracidad discursiva es tal, que poco le importa cumplir con las reglas que se le presumen al narrador clásico. No desvelaremos aquí la trampa epistemológica dispuesta en el desenlace de Indignación; sólo diremos que el tour de force que supone toda novela de Roth deja ese detalle a la altura de la insignificancia. Porque la obra de este autor nacido en Newark, en 1933, no deja de crecer con el paso de los años. En una de las entrevistas recientemente publicadas en España en el volumen Lecturas de mí mismo, Philip Roth habla de su método de escritura, de su tenacidad en el trabajo, de la dedicación a tiempo completo y de la depuración del texto hasta quedarse únicamente con las páginas que tengan vida. Dice también que entregarse por entero al arte es otra forma de vivir, otra manera de sentirse con intensidad vivo. De esta forma, hasta sus novelas que no aparentan el nivel de grandeza de otros de sus títulos, alcanzan el grado de absoluta obra maestra. Cuando le preguntan de dónde siguen saliendo las nuevas historias, él responde: «Del trabajo».
Pero a Philip Roth no le han concedido aún el Premio Nobel... ¿A qué están esperando?

miércoles, octubre 14, 2009

Los anillos de Saturno, W. G. Sebald

Trad. Carmen Gómez García y Georg Pichler. Anagrama, Barcelona, 2008. 330 pp. 19,50 €

Eduardo Fariña Poveda

Sucesos que conforman una mixtura. El proceso específico en donde el deseo abandona su condición para transformarse en un sueño. En Los Anillos de Saturno, narración en primera persona, Sebald nos guía en un viaje donde ese sueño de mezclas y situaciones nos ofrece una rica posibilidad de abordar diversos temas humanísticos que parecieran hallar sus orígenes en los diversos lugares y construcciones que observa el narrador. Publicada originalmente en 1995, Los Anillos de Saturno ha sido observada como un ejemplo paradigmático de narración capaz de extraer su energía de una condición fragmentaria y que logra huir del lugar destinado a la ficción. El escritor alemán, que residió en Inglaterra desde los 21 años, ha sido comparado reiteradamente con otros escritores europeos como Claudio Magris, Peter Handke y Enrique Vila-Matas.
El protagonista, que, como en la mayoría de sus historias, es el mismo Sebald, decide realizar un viaje al condado de Suffolk. En esta localidad de la costa este de Inglaterra Sebald inicia extensas caminatas en las que, de alguna forma, busca reposo ya que ha concluido hace poco un trabajo importante. Dando lugar a varias historias y personajes que emergen de la Literatura, la Historia, la Ciencia, etc. el autor fusiona con audacia y vertiginosidad la autobiografía, el ensayo, el reportaje periodístico, el artículo científico, la poesía y el relato breve. La historia nos hace cómplices de auténticas multiplicidades documentales donde los recuerdos y los datos son siempre acompañados de una cuota astuta de misterio.
De manera discreta pero decisiva, encontramos algunos escritores que figuran como personajes. El arranque se lo adjudica Thomas Browne, el célebre médico al cual Borges consideró el mejor prosista en lengua inglesa. Browne estuvo influido por las ideas de Francis Bacon y vio probablemente en los muertos el estético fracaso humano por superar al tiempo: «El médico, que ve cómo las enfermedades crecen y devastan los cuerpos, comprende mejor la mortalidad que el florecimiento de la vida (…) contra el opio del tiempo que transcurre, escribe (Browne) no ha crecido hierba alguna» (p. 33). Aparece un pequeño Joseph Conrad que en su infancia observa como su familia utiliza los salones de su casa para las reuniones del comité nacional ilegal polaco que, años más tarde, tendría momentos decisivos en la selva congoleña con un cónsul británico que revelará los crímenes que sufre la población autóctona: «Ante los ojos de quien navegue por la parte superior del Congo río arriba (…) se revela la agonía de un pueblo entero en todos sus pormenores que desgarran el corazón y dejan sumidas en las sombras las historias bíblicas del sufrimiento» (p. 144). También figuran Flaubert, Chautebriand, Swiburne y Borges, del cual Sebald realiza una cuidada observación del relato Tlön, Uqbar, Orbis tertius.
Para Sebald, el mundo parece ser una suma de elementos que conforman sugestivas alianzas. La narración nunca parece detenerse, por eso, de pronto le vemos caminando por la playa de Lowestof hablando de los arenques, que pueden mantener la luminosidad de su cuerpo después de muertos, o rememorando las leyendas funerarias que oyó a los trabajadores de una agencia, para finalmente recordar la salvación de todo un anfiteatro, sucedida en Tlön Uqbar Orbis tertius, gracias a dos pájaros. Los anillos saturninos que rodean al individuo son inversamente proporcionales a los anillos que se encuentran en la corteza de un árbol. Por eso Sebald no intenta abrumarnos con toneladas de situaciones y descripciones supuestamente hechas al azar. El narrador alemán consigue transmitir datos y hechos concretos de interés gracias al fraseo de su sintaxis y la delicada melancolía impregnada en ellos. Se nos adhiere todo lo que sucede en el espacio y en el tiempo y es ahí donde Sebald entiende la grandeza de las cosas simples y duraderas: recuerdos que giran a través de los anillos que nos rodean y nos hacen encarnar el milagro que veía Browne en los seres vivos, lo increíble que le parecía que los organismos pudieran mantenerse en pie un día.
Rodrigo Fresán ofreció 7 razones en un ensayo que explicaban el éxito de “El caso Sebald”, cuando el autor alemán moría en 2001 en pleno auge de su trayectoria. La quinta de éstas explicaba que Sebald había inventado un novedoso método donde combinaba lo plástico de las fotos (unas 70 fotos en Los Anillos de Saturno) con otra sensación heredada del documental: —"ficción-no-ficción”— Un método donde se funde lo autobiográfico con lo biográfico —con fotos, mapas, dibujos, etc.— en el que se podía competir y ganar con una libre asociación de ideas, que genera un aparente compendio documental rígido pero que, atención, estaba lleno de erratas adrede para el placer narcisista de connaisseurs y happy few con la educación necesaria para detectarlas”.
Al igual que Roberto Bolaño, comenzó a publicar tardíamente y el éxito le llegó poco antes de la muerte. Circunstancia que propicia que una serie de incondicionales construyan en el escritor muerto un absolutismo que sólo busca ver el punto final de la literatura, algo que Fresán crítica en el mismo ensayo respecto a cierto culto surgido en la figura de Sebald. Los anillos de Saturno es, ante todo, una invitación a librar una aventura en el interior de la memoria gracias a una oficiosa mezcla de géneros, algo que el autor, evidentemente, no inventó pero realizó de una manera interesantísima. Esta novela es una gran parada en el trayecto de una obra de uno de los escritores contemporáneos más influyentes.

martes, octubre 13, 2009

Azken Bala / La última bala, Hasier Larretxea

Trad. Ángel Erro. Point de Lunettes, Sevilla, 2008. 104 pp. 12 €

Ana Gorría

En el canto XIX de la Iliada, Aquiles se dirige a Agamenón con el fin de promover el diálogo y la deposición de las armas: «—¡Atrida! Mejor hubiera sido para entrambos continuar unidos que sostener, con el corazón angustiado, roedora disputa por una muchacha». Sin ceder un ápice en sus exigencias, dispuesto para el combate, el pélida opta por el diálogo con los que responsables de la ofensa antes que continuar con una guerra que sólo ha generado pérdidas, muerte, tristezas y mutilaciones: «Desde ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre irritado».
Azken bala/ La última bala en la traducción al español del poeta en lengua eusquera Ángel Erro, mantiene la fe en la palabra contra la violencia que dio lugar a uno de los cantos fundamentales de la civilización occidental. Cuestionando los resortes de la violencia, su poemario se pone a disposición de los versos arestianos, fundacionales de la poesía en lengua vasca: «Defenderé la casa de mí padre (Nire aitaren etxea/defendituko dut.)»
Con este primer libro, publicado en edición bilingüe euskera-español, Larretxea se sitúa en una tradición que no sólo compete a Aresti sino a autores que se han acogido al dictum de la poesía para interpelar desde la rabia la realidad de lo circundante: Dalton, Rosario Castellanos, Celaya, Ajmátova. Más allá de las inevitables connotaciones sociopolíticas que un libro como Azken bala pueda generar, los poemas que constituyen la última bala, la última disposición para el combate, la posibilidad de una dialéctica salvaje pero lógica, los poemas escritos por Hasier Larretxea, encierran un universo en el que el lenguaje de la poesía asume ironías, monólogos, parodias que rozan lo contrahímnico, discursos en que también se observa el paulatino desarrollo de la formación íntima de su autor.
Sobrio en la construcción de sus poemas, atendiendo a los referentes que escoge para su poesía: Adrianne Rich, Ariadna G. García, Azken bala/ La última bala no es sólo la disposición ética y estética de la rabia, sino un propio mirar al sí mismo. La inquisición de los propios fundamentos de la identidad, ligada a la lengua, ligada a los sentidos y sentimientos, conciencia de la perdurabilidad y el valor de la palabra: «provecho mi última oportunidad. / Porque la palabra tiene tanta fuerza como una bala. / Ahora es tu turno.»
Un lenguaje plagado de paralelismos, de imprecaciones a un tú siempre presente, de desencantos. Reducción al absurdo de los fanatismos y, sobre todo, de una categoría tan extraña como conflictiva como resulta ser la identidad en el tenso diálogo entre la universalidad y la diferencia: «Piensa por un momento/ que todos los que pasan ante ti/ van desnudos. / Completamente desnudos. / Si somos algo, / si tenemos algo, / ese algo, es nuestro cuerpo. / En su integridad. / Nos parecemos en mucho, al fin y al cabo. / En el fondo.»

lunes, octubre 12, 2009

El gusto del cloro, Bastien Vivès

Trad. Diego Álvarez Álvarez. Diabolo Ediciones, Madrid, 2009. 144 pp. 17,95 €

Ricardo Triviño

A pesar de que cuando abres el tomo de El gusto del cloro el título ya te ha dejado un regusto áspero, un sabor a traducción disonante, y pese a que la editorial obvia tanta información acerca del libro como necesaria pueda ser (título y lengua original, traductor, rotulador, diseñador de la colección, maquetador, número de edición, fecha de impresión), en contra de todo pronóstico, este cómic es lo más absorbente que uno puede tener entre las manos.
Diábolo Ediciones no está dispuesta siquiera a añadir un pequeño esbozo biográfico del autor. Porque, ¿quién es Bastien Vivès? Bastien Vivès es un parisino de apenas 25 años que ya ha publicado seis obras en su país natal y se ha hecho, justamente gracias a este cómic, con el Premio Esencial Revelación del Festival de Angoulême de 2009. Sólo hay que rastrear su nombre en Google para ver la cara de crío que aún conserva. ¿Y de qué va El gusto del cloro para que atrape tanto? Pues de un chaval con escoliosis que tiene que ir a la piscina. Va y nada y se va y vuelve a ir y va al fisio y nada y piscina arriba y piscina abajo.
¡Dios! Yo odiaba tanto ir a la piscina en invierno para corregir mi columna vertebral, parecida a un interrogante, que mi madre tuvo que obligarme a ir con amenazas. Era lo peor sobre lo que podrían haberme escrito una historieta. Y, sin embargo, estuve ahí enganchado, como si fuera morfina, a este tebeo sin diálogos apenas donde sólo nadan y nadan, nada más, en ese espacio azul y algo penumbroso que son las piscinas cubiertas. La capacidad de atracción de sus páginas es comparable a Espera... de Jason (Astiberri), donde aparentemente no pasa nada y se explica tanto, tantísimo; como en un relato de Salinger donde late ese arte que cuenta sin decir, ese virtuosismo de crear textos invisibles y salvajes que desbrozan a través del interior de las páginas.
En el agua clorada para matar el orín de los niños y de los mayores, el protagonista se pregunta y nos pregunta por qué estaríamos dispuestos a morir o qué no abandonaríamos nunca. Habla de decisiones, de prioridades, de vida pura aunque no excesivamente dura, sin héroes pero con una pizca de heroísmo cotidiano. Hay amor también, por supuesto, cómo no, pero no es una historia romántica. Vivès centra su interés en la existencia, en el movimiento del cuerpo, en el movimiento de la muñeca en la brazada, de los dorsales, de los pectorales, de las clavículas, de los omóplatos. Horas enteras se habrá pasado dibujando nadadores haciendo estiramientos, cruzando a crol, de espalda. Debía de ser el “raro” del club de natación. «Ya está ahí el raro con el bloc de notas.»
Usa el lápiz, no entinta. Lo hace a mano alzada, apenas esboza unos detalles certeros, sus líneas rectas son de gelatina, es descuidado haciendo manos. Pero transmite al lector tal nivel de empatía a través de la expresividad pasmosa de sus personajes que perdura hasta debajo del agua, donde los contornos desaparecen. Cuando se sumergen, lo único que sobreviven son el color y las formas; no obstante, puedes ver (y sentir) cómo el protagonista frunce el ceño extrañado. Vivès juega y disfruta con gran variedad de perspectivas y puntos de vista, una riqueza muda como la impagable mirada subjetiva del nadador de espalda que observa ese techo enorme y lejano lleno de vigas que todos hemos contemplado y creído capaz de no acabar jamás. ¿Se acerca ya la meta? ¿Me giro ya? ¿Me golpearé la cabeza?
El gusto del cloro son viñetas inundadas de un aguamarina apagado que guarda silencio pero no calla, un azul que se rompe en el color de los cuerpos que hablan de introspección, de cierta tristeza suave pero persistente. A través de sus páginas, se propaga la melancolía perenne de este lugar dominado por el eco donde, en un carril lleno de viejos, nadan solos los jóvenes sin saber todavía demasiado qué les depara la vida.

viernes, octubre 09, 2009

El material humano, Rodrigo Rey Rosa

Anagrama, Barcelona, 2009. 179 pp. 16 €

Ignacio Sanz

¿Una novela con forma de diario o un diario con apariencia de novela? Nunca sabremos cuanto hay de verdad entre las ficciones que el autor nos cuela, como tampoco sabremos en qué proporción conviven las verdades y las mentiras. Pero qué más da. Toda ficción funda una verdad. Ahí está El Quijote para atestiguarlo. ¿A cuento de qué vienen estas reflexiones sobre la verdad y la mentira antes de entrar propiamente en materia? Es muy posible que el lector no se hiciera estas preguntas si El material humano tratara sobre tormentas de verano o sobre carreras de coches. Es más, el autor mismo es consciente del terreno resbaladizo y sensible que está pisando, no en cuanto al género, novela o diario, sino en cuanto al tema, la desaparición de personas a lo largo de más de treinta años de guerra larvada en Guatemala. Acaso por ello nos advierte en una cita que encabeza la novela «Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción». Pero el lector sospecha que tampoco aquí dice la verdad, teniendo en cuenta que el libro contiene una irónica y escueta nota final que dice: «Algunos personajes pidieron ser rebautizados». Es decir no quisieron que figuraran su nombre.
De modo que tanto el género como el contenido resultan equívocos y están sometidos a un permanente juego de espejos cervantinos en el que se cuelan fragmentos de la biografía del autor suficientemente conocidos como sus relaciones con Paul Bowles, sus estancias en Tánger, Francia o Nueva York. Pero todo ello no deja de resultar anecdótico frente al asunto central de este libro, es decir sobre las desapariciones de personas y la impunidad subsiguiente. Y, como consecuencia de ese estado de cosas, el miedo, las corrupciones, los secuestros o el ultraje al que se ha visto sometida la sociedad en su conjunto y especialmente las comunidades aborígenes. Asquea comprobar el paralelismo que existe entre el Ejército y la guerrilla y la sombra sospechosa de Estados Unidos manipulando el tinglado.
Pero esta historia ya la sabíamos o al menos nos sonaba su música. ¿Cuál es el mérito añadido de este libro? Posiblemente su tratamiento indagatorio, una cierta ligereza, lejos de dramatismos que sin embargo nos muestra parte del tumor. El autor acude a los archivos de la policía y trata de investigar que ha quedado de tanto horror como se ha sufrido. No siempre le franquean el camino, pero tampoco se lo cierran, porque los tiempos han cambiado. Vuelva usted mañana; la semana que viene nos vemos. En definitiva frases dilatorias. Pero el autor acude a la cita. Y le dan plantón. Una vez y otra vez, pero no importa porque el libro avanza al tiempo que nos va mostrando los intestinos, el submundo de una sociedad llena de cráteres aparentemente adormecidos pero que siguen echando humo. Y esos plantones terminan por ser parte esencial de la trama que Rodrigo Rey Rosa va salpicando con historias terribles, algunas conocidas pero olvidadas por el lector desmemoriado pese a que fueron en su día portada de periódicos.
En fin, estamos ante un ejercicio de virtuosismo literario que pone de manifiesto la fragilidad de la vida en ciertas partes del mundo, en este caso en Guatemala, el país de Rigoberta Menchú o el de Augusto Monterroso, el país del que Monterroso tuvo que salir huyendo y al que prácticamente ya no regresó. También el narrador de este libro se pregunta al final si no ha sido una equivocación volver y si no sería conveniente marcharse. Porque el miedo le empuja.
Tanto si se queda en Guatemala como si se marcha, Rey Rosa ha contribuido con El material humano a coger un delicado toro por los cuernos, no pasando por alto sobre una herida tan profunda y desgarradora. Y esta es una manera de apuntalar la democracia. En este sentido el libro contribuye tomar conciencia de tanto disparate y, a partir de ahí, a mormalizar la vida.

jueves, octubre 08, 2009

Parerga y Paralipómena, Arthur Schopenhauer

Trad. J. R. Hernández Arias, L. F. Moreno Claros y A. Izquierdo. Madrid, Valdemar, 2009. 1.120 pp. 40 €

Luis Manuel Ruiz

A inicios del siglo XIX, Fichte enunció que el tipo de filosofía que se hace depende del tipo de hombre que se es. Apenas treinta o cuarenta años más tarde, la vida sorprendente y lastimosa de Arthur Schopenhauer, que odiaba a Fichte, vendría a dar la razón a su aforismo. Un hipocondríaco que podía pasar dos meses seguidos sin abandonar su habitación, que consideraba que las mujeres no deberían salir jamás del jardín de infancia, que confesaba amor a su caniche Butz (conocido en medio Frankfurt por el apodo de “el pequeño Schopenhauer”) por encima del grueso de la humanidad, que detestaba el más mínimo ruido ambiental hasta el punto de rechinar los dientes ante los pasos de un vecino en el rellano, que se consideraba a sí mismo un genio explosivo y anónimo no podía sino generar una filosofía a su imagen y semejanza: uno de los mayores monumentos a la amargura, la lucidez y el nervio que ha alumbrado la civilización occidental. Conforme a su carácter, el universo de Schopenhauer es un lugar sin sentido donde reina una fuerza ciega llamada voluntad; el amor del hombre por la mujer, por muchos poemas que segregue, es sólo una excusa para el coito; el arte constituye la única válvula de escape en un mundo despreciable por su fealdad, su absurdo y sus molestias; el verdadero sabio, si no termina por ahorcarse, elegirá el mal menor del “suicidio metafísico de la voluntad” o la inacción absoluta, como una piedra o un funcionario. El mayor mérito de Schopenhauer radica en haber trenzado con dichos mimbres (desesperación, angustia, derrotismo y miedo) una obra que, paradójicamente, supone un canto a la curiosidad de conocer y un desafío a la inteligencia para que recorra las esquinas más oscuras y reveladoras de sí misma.
Todo ese entramado de clarividencia y asco figura de manera pormenorizada en la que se considera la obra capital del autor, El mundo como voluntad y representación, publicada cuando él contaba la edad de treinta y un tiernos añitos. En cuanto le puso el punto final, se declaró convencido de haber escrito la obra maestra de la Historia del Pensamiento (así, en mayúsculas). Pensó en encargar a su joyero una sortija en la que apareciera la Esfinge arrojándose de la cima de un peñasco, después de que alguien (él) hubiera logrado por fin resolver todos los enigmas habidos y por haber que plantea el destino, y en su cuaderno de apuntes se sinceró con la posteridad en los siguientes términos: «Sujeta a las limitaciones del conocimiento humano, mi filosofía es la solución real del enigma del mundo. En ese sentido puede ser llamada una revelación. Está inspirada por el espíritu de la verdad: en el cuarto libro hay incluso algunos párrafos que pueden ser considerados como dictados por el Espíritu Santo». Por tanto, se comprenderá la combinación de desolación y furia con que Schopenhauer recibió el índice de ventas de una obra destinada a competir con el mismísimo Evangelio: 230 ejemplares de una primera edición de 800 (1819) y 750 de una segunda edición ampliada (1844) que el editor Brockhaus, con el que el filósofo acabó por enemistarse, se vio obligado a saldar para que le cuadrasen las cuentas. Pero el silencio creado a su alrededor no arredró a Schopenhauer: por desgracia para él, en los años siguientes emprendería diversas tentativas de convertirse en traductor o profesor de universidad que se estrellarían unánimemente contra la indiferencia de sus contemporáneos. Lo cual, según era de prever, no hizo más que dar la razón a su teoría: el universo es un lugar imbécil y nauseabundo donde las almas de valor, si son realmente tales, pasan por completo desapercibidas.
Vista su hoja de servicios, no es de extrañar que el editor Brockhaus, cuya paciencia debió de ser sin duda meritoria, recibiera con recelo una nueva proposición de Schopenhauer: publicar un título inédito, revolucionario, nada de tratados de difícil digestión, una obra dirigida al gran público de la que sin duda se extraerían pingües dividendos. Tras la negativa de Brockhaus, la obra en cuestión conocería su primera luz en las imprentas berlinesas de A. W. Hayn. Se trataba de Parerga y Paralipómena, aparecida en 1851 y rápidamente elevada (para sorpresa de propios y ajenos) a la categoría de best-seller. De la noche a la mañana, aquel viejito antipático y quejoso se vio cercado por la fama; recibía cartas de admiradores, jóvenes deseosos de imitarle llamaban a su puerta, graves intelectuales peregrinaban hasta Frankfurt para presenciar cómo conversaba con su perro. Pero el vino de la gloria, que en otros estómagos habría terminado en borrachera, no intoxicó el suyo: «Después de que uno ha conocido durante su larga vida la indiferencia y la insignificancia, te llegan al fin con tambores y trompetas y creen que ya está», escribió.
Parega y Paralipómena, cuyo título, traducido, quiere decir algo así como “fragmentos y añadidos”, ha sido, de las obras de su autor, la que ha gozado de mayor fortuna y, a la vez, la que más ha sufrido la tiranía de los editores. Su estructura, una miscelánea de ensayitos sobre temas sin relación y baterías de aforismos alrededor de cuestiones diversas, se prestaba que ni pintada para el troceo, el revuelto y la dispersión, que es lo que las editoriales han hecho con ella, al menos en España, durante los últimos cien años. La inmensa mayoría de los libros más conocidos de Schopenhauer para el público nacional se titulan del tenor de El arte de saber vivir, El amor, las mujeres y la muerte, El arte de tener razón y similares, y proceden todos, sin falta, del fondo común de los Parerga. La iniciativa de la editorial Valdemar a la hora de ofrecer esta versión íntegra resulta, pues, valiosa en varios aspectos: en primer lugar, se suma a las escasas ediciones completas en castellano (la prehistórica traducción de Edmundo González Blanco y Antonio Zozaya de 1908 reciclada por Ágora, la pulcra y académica de Pilar López de Santamaría para Trotta, concluida muy recientemente con un segundo volumen); y luego, lo hace en un formato cómodo y manejable (tomo único, traslación a un idioma fresco, espontáneo y de fácil acceso) que sin duda ayudará a aproximar la figura del filósofo a quienes todavía no la conozcan de cerca.
En este sentido, Parerga constituye, sin discusión, la puerta idónea para penetrar en el orbe de Schopenhauer por vez primera. Si bien sus pensamientos más maduros y mejor trabados forman parte de El mundo…, el libro que nos ocupa (no en vano fue superventas en su día) se esfuerza más por interesar al lector medio, por provocarlo o distraerlo mediante el abordaje de cuestiones varias que todavía no han perdido, a pesar de los ciento cincuenta años transcurridos, su vigencia. “Sobre la filosofía universitaria” servirá de acicate a todos quienes piensen que el trabajo intelectual honesto y los despachos de las facultades son términos incompatibles, por motivos que saltan a la vista; los “Aforismos sobre el arte de saber vivir”, la parte más explotada del centón, contiene un recetario del que servirse contra los inconvenientes y contra las esperanzas, que forzosamente conducen a nuevos inconvenientes; el “Ensayo sobre las visiones de fantasmas”, tal vez mi favorito, desarrolla una personalísima teoría, me atrevería a decir que única en su género, sobre el espiritismo, la hipnosis, la adivinación y otras artes ocultas muy en boga en la época y a las que Schopenhauer concedía un ferviente crédito (en 1831, cuando se declaró en Berlín la epidemia de cólera a la que sucumbiría, entre otros muchos, el propio Hegel, huyó de la ciudad alertado por un sueño premonitorio). La segunda parte de los Parerga es aún más miscelánea y errabunda que la primera; con la excusa de abordar asuntos como el suicidio (altamente recomendable), la fama (no tanto), el matrimonio (nada en absoluto) o la vida en el más allá (tonterías), el filósofo amargado y entrañable va ofreciéndonos su autorretrato a pequeñas pinceladas: el de un individuo tan insoportable como imprescindible que consideraba que el pensamiento, como el talento para el dibujo o la melodía, es una vocación que no llama a todas las personas y de la que debería desalojarse a los intrusos. «Una ciencia —escribió— puede aprenderla cualquiera; tal vez a uno le costará más esfuerzo, y a otro, menos. Pero del arte cada uno recibe sólo lo que estaba latente en él… Porque el arte no se ocupa, como la ciencia, de los poderes meramente razonantes, sino de la naturaleza íntima del hombre, donde cada uno debe contar sólo por lo que realmente es. Bien, pues tal es el caso de mi filosofía, pues lo que se propone es ser filosofía como arte».

miércoles, octubre 07, 2009

Tiempo y materiales, Robert Hass

Trad. Jaime Priede. Bartleby, Madrid, 2008. 144 pp. 13 €

Ana Gorría

Poeta de escasa prodigación en publicaciones, responsable de la publicación de un libro por década y pródigo traductor de la poesía europea de autores como Milosz o Tranströmer, el californiano Robert Hass ha recibido diversos honores en Estados Unidos, entre ellos, el de ser poeta laureado de San Francisco y merecedor de reconocimientos como el National Book Award o el Premio Pulitzer de poesía en el año 2008 por su poemario Tiempo y materiales, un poemario que aparece por primera vez el mismo año en lengua española en la versión de Jaime Priede aunque ya viera la luz en lengua española a través de la publicación de la antología de poetas norteamericanos La diferencia entre Pepsi y Coca-Cola en la traducción de Julio Mas Alcaraz.
«All the new thinking is about loss. / In this it resembles all the old thinking (Todos los pensamientos nuevos tratan de la pérdida. / En esto se parecen a todos los pensamientos antiguos)» afirma su autor en el poema Meditation at Lagunitas, perteneciente al libro Praise publicado en el año 1979. En esa línea, atenta a la pérdida y a la desaparición y fractura del mundo, se mueve el poemario Tiempo y materiales. Un poemario en el que la conciencia cívica, el fino análisis de las relaciones humanas, contempladas en su fractura, el compromiso ético aparecen enfocadas desde el dolor de la desaparición. No obstante, Hass no es un poeta elegíaco. Esquivando el elogio de la ruina, la propia mirada de la desaparición se convierte en una fiesta, en un juguete lírico que afirma la posición de la imaginación creadora frente a esa precariedad del lenguaje frente a un mundo, a una naturaleza de difícil asimilación.
Así, el lenguaje poético de Hass, desordena, parodia, participa al mismo tiempo del entusiasmo de la posibilidad imaginativa que de la certificación de la debilidad del propio lenguaje, tal y como nos sugiere el muy acertado poema action painting, action paining, donde el autor acosa y subvierte —y tal vez supera— el lema y la acción Pollockiana. El doloroso entusiasmo del presente, la fe en el valor de la palabra, aunque caduca, le lleva también a tratar temas tan dolorosos como la injusticia de los estados, la violencia abordando el poema político en piezas como La guerra de Bush, en el que la propia rabia se modula, como en el resto de la poética de Hass, bajo el esfuerzo por la comprensión a través del lenguaje poético de la injusticia: Tecleo el escueto sintagma «La guerra de Bush”/ A la cabecera de un folio de papel blanco, /Con el impulso no muy firme de que un poema/Me ayude a esclarecer, /Aunque no estén a mi alcance,/Los hechos de forma ordenada.»
Ordenar, intervenir a través de la sensación en la historia, en la política, en la disparidad, actuar sobre los desastres es desde la célebre sentencia deleuziana, el propósito de la intuición artística. Acogido a la metáfora, que en ocasiones tiende a callarse frente al misterio de la naturaleza, Hass emprende con totalizador ánimo esta aventura, una aventura que parte de la tensión entre tiempo y materiales, una tensión que pudiendo, como he advertido, inclinarse a la elegía, se convierte en un canto a la capacidad de la voluntad creadora, falible sí, pero rendida ante el misterio del mundo, tal y como nos recuerda con cierta ironía en los poemas La dificultad de describir los árboles o La boca ligeramente abierta: «Donde estaba el pájaro que creías/ Ver, creyeras haberlo visto o/ No, y luego no estaba, se había/ocultado, dejando tras sí el vacío/ Que ahora zumba ligeramente en ti, lo cual no es malo,/Ni triste, sólo que se asemeja a un temor reverente, al miedo./ El pájaro está ahora en otra parte y tú estás aquí.»
En ese diálogo que atañe a la totalidad, Hass, como ya advirtieran los poemas de los primeros versos de Meditation in Lagunitas, no desdeña ningún material a la hora de disponer sus herramientas creativas: Lucrecio, Shopenhauer, Pollock, recuerdos y diarios de un soldado de la primera guerra mundial. Formas que subvertidas se mantienen en el empeño del sentido y atentas a la capacidad transformadora que puede llegar, tal y como nos demuestra con sus constantes juegos con el lenguaje en poemas tan lúdicamente lucrecianos, sostenidos sobre la di-versión y la diversidad que encierra la creación, como “Poema con un pepino dentro”, a remover el mundo, a re-crearlo.