martes, marzo 31, 2009

Con la soga al cuello, Flavia Company

Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 139 pp. 14 €

Rubén Castillo Gallego

Una de las dificultades, y de las magias, que tiene un volumen de relatos, es que la persona que lo compone debe cambiar de tono, de registro, de personajes y de tema varias veces, sin que el conjunto se resienta, se desnivele o resquebraje. Es un esfuerzo titánico, que pocas firmas consiguen. La escritora Flavia Company (de la cosecha bonaerense del 63) ha compuesto, en este libro que le acaba de publicar el perspicaz Juan Casamayor en Páginas de Espuma, una de esas raras piezas. Diecinueve composiciones, diecinueve malabarismos, diecinueve universos, condensados en un tomo de bellísima presentación y de enjundioso contenido, que captura a los lectores desde las primeras líneas. Tenemos allí, esperándonos, a las ancianas que conviven con la dignidad y con la pobreza en Una vida en común; la intrigante situación de Paqui, una sirvienta de la que su señora no puede tener más queja que el hermetismo que la envuelve (La criada); la historia de infidelidad de una abogada escrupulosa y ordenancista, que traiciona a su pareja con su nueva ginecóloga (Rodajas de limón); la anómala convivencia de un hijo que frisa los sesenta años y un padre que supera los ochenta, tan maniático como manipulador (Padre e hijo); el desasosiego que genera un hombre de mentalidad inestable en los miembros de su familia (La réplica); etc. Las ofertas y seducciones literarias que nos lanza Flavia Company son muy diversas, y todas construidas con finura, elegancia y sensibilidad. Además, hay algunos cuentos que habrían hecho las delicias de otros tantos maestros del género, y que parecen rendirles tributo. Así, el relato Con luz verde explora las posibilidades infernales de un taxi, de la misma forma que Cortázar había indagado las de un autobús; y Julio Equis, aparte de su intrínseco homenaje nominal, sin duda hubiera sido del agrado de quien escribió sobre las peripecias de Lucas o sobre las cosas que suceden cuando se da la vuelta al día en ochenta mundos... Pero es que la versátil Flavia Company (de la que se nos dice en la solapa del volumen que es licenciada en Filología Hispánica, traductora, periodista, profesora, patrona de yate y que toca el piano) no se conforma con regalarnos diecinueve argumentos sorprendentes, sino que postula otros tantos lenguajes, otras tantas piruetas estilísticas, para que el lector no se acomode nunca en una aproximación fácil y repetida: los cambios de voz narrativa, la sintaxis mutante y la movilidad de escenarios salpican el texto de mercurio, de fiebre, de alegría. Se nota que la escritora disfruta contando, y que lo desea hacer (y lo hace) de mil maneras distintas. Dice José Carlos Llop en uno de sus libros (El informe Stein) que el padre Cristino “sabía a la perfección a quién iba a suspender la vida, a quién iba a aprobarlo y a quién a darle un notable. Porque el padre Cristino sabía que la vida no regalaba jamás un sobresaliente”. Es una frase dura y quizá cierta. Pero no es arriesgado asegurar que el talento desplegado por Flavia Company en este volumen editado por Páginas de Espuma sí que se merece, cuando menos, un notable bien alto.

lunes, marzo 30, 2009

Corazones sagrados, Juan Pimentel

Ediciones de La Discreta, Madrid, 2007. 144 pp. 13 €

Juan Marqués

Del investigador Juan Pimentel (Madrid, 1962) ya son bien conocidos y admirados los ensayos que ha ido produciendo su carácter de apasionado historiador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En ellos, y entre otras muchas virtudes, se podían apreciar sus excelentes dotes para la lectura, y no era difícil sospechar que alguien tan hábil para descifrar textos ajenos debía tener un cajón lleno de intentos propios.
Esta actividad literaria, más o menos secreta, ha quedado ahora felizmente demostrada con la silenciosa aparición (en una editorial cuyo nombre parece una simpática declaración de intenciones) de Corazones sagrados, una colección de doce cuentos perfectamente independientes que, sin embargo (y como es habitual en los libros de relatos breves), tienen también voluntad y vocación unitarias y comparten intenciones, en este caso de forma muy clara. Son todos textos que tienen mucho de iniciático, como fragmentos o episodios de una pequeña bildungsroman particular, y en ellos late la retrospección autobiográfica. La contracubierta nos avisa de sus evidentes ecos memorialísticos, pero a la vez nos previene contra las apariencias, recomendándonos sabiamente no ser demasiado crédulos ante lo que se nos relata. Hay al menos tres cuentos protagonizados por un tal Juan, pero ni sabemos si en todos los casos es el mismo, ni —si así fuese— convendría identificarlo automáticamente con el autor, el cual sabe difuminar su yo, consiguiendo, más que un ajuste de cuentas con su infancia, unas narraciones donde subyace una gran complicidad consigo mismo. Tener razón antes de tiempo es una forma de equivocarse, decía no sé qué emperador romano, y no conozco mejor consejo a la hora de leer cualquier género de narrativa, sobre todo si viene teñida por la «realidad» o por el recuerdo íntimo.
Resulta especialmente sugerente ese pequeño cuento que va explorando a lo largo de los años la Plaza de Castilla (que es ya uno de los epicentros de cierta nueva mitología madrileña), cuyo último párrafo puede hacer pensar que no se nos habla tanto de la plaza como del propio relato que estamos terminando de leer, de todo lo que queda por encima y por debajo de nosotros y del texto, intuido y presente pero no visto, no dicho, en una suerte de versión de la teoría del iceberg de Hemingway. Pero también se disfruta del que abre el libro (donde al final hay una justa desmitificación de las drogas expuesta con cierto moralismo contenido y no molesto), o aquel en el que el bañador verde de una adolescente da forma y color al recuerdo (casi como una erótica magdalena proustiana) de un verano muy especial. Algo muy parecido sucede en “Mentiras sobre Ondarreta”, y también el “Primer paseo en bicicleta” supone un hito en la educación sentimental del narrador, invitado por su padre a la valentía vital (y ése es un regalo que, pasados los años, sabe agradecer más que el de la propia BH azul).
Un tono más melancólico y privado tienen las “Cuatro posdatas” que constituyen la segunda y última sección del libro, y que seguramente son también las piezas mejor escritas y las más emocionantes. Son cuentos especialmente breves y también valientes, porque Pimentel no tiene complejos ni prejuicios a la hora de terminar unas páginas preciosas con el deseo de “Que Dios bendiga tu vuelo” (p. 127). Los escritores «posmodernos» padecen un miedo atroz a resultar o parecer cursis o blandos, o a que les crean creyentes, y así renuncian a palabras y símbolos muy valiosos. Su aversión a lo espiritual (y no es lo mismo espiritual que religioso) les hace rechazar también muchas posibilidades de alcanzar cierta belleza o conmoción, que Pimentel aprovecha aquí incluso en el título general del libro. Se puede ser sentimental sin resultar ridículo, o delicado sin caer en lo lacrimógeno, y esto queda completamente demostrado en esas «posdatas»: las cartas que el narrador (o los narradores) envía a su hija Carmen, a su hijo Javier y a su pareja, y la evocación agridulce de su hermana Luisa. En ellas les dice cosas sabias y hermosas, les anima a vivir con intensidad y atención, y les desea felicidad y suerte en un mundo (tanto el «real» —este de aquí, tan nuestro— como el narrativo —ese de «allá», de papel y de tinta—) en el que, si se lee bien, «aún se escucha un silencio antiguo, el eco de una pena honda» (p. 123). Es ese eco del pasado, por encima de cualquier otra cosa, el protagonista verdadero de este inesperado y excelente libro. Un eco que rastrea palabras que nos salven. Un impulso que querría fundar un mundo que no duela.

viernes, marzo 27, 2009

Mendel el de los libros, Stefan Zweig

Trad. Berta Vias Mahou. Acantilado, Barcelona, 2009. 64 pp. 9 €

María Ruisánchez Ortega

Mendel el de los libros es un relato que ha permanecido inédito en castellano hasta este momento. Acantilado nos trae de nuevo a Stefan Zweig con una novela escrita en 1929, que versa sobre la exclusión, y retrata la Viena nazi, a través de un personaje, Jakob Mendel, extraño ser, librero de profesión, que vive ensimismado en una realidad diferente y opuesta a la de sus contemporáneos.
Cualquier librero querría tener esa memoria prodigiosa de la que hace gala Mendel para almacenar tantos datos, precios y detalles acerca de los libros que atesora. Cada tomo le cae en las manos como un regalo que escrupulosamente disecciona. Único en apreciar lo que hay detrás y entre las cosas. Capaz de encontrar cualquier ejemplar. El personaje de Mendel, no se narra a sí mismo, no piensa en párrafos, a penas habla, son los que le rodean los que lo describen. Pero a pesar de que tenemos un punto de vista externo, nos damos cuenta de cómo esto le confiere al personaje más profundidad, que si estuviésemos alojados en su cabeza, viendo por sus ojos a través de sus lentes gruesas, ya que sólo descifraríamos unas letras que se arremolinarían en valiosas hojas. Sería cómo estar dentro de una computadora, una base de datos llena de libros, precios, editoriales y tamaños. Por eso, paradójicamente, la visión externa del personaje, nos retrata a Mendel mejor, de lo que él mismo podría retratarse.
Tan importante como el personaje, es también en esta novela el lugar, un café Gluck en el que se ve la transición de una época, donde los viejos valores humanos van perdiendo potestad a favor del progreso, y un mundo más práctico, más productivo, con más beneficios, que deja de lado a las personas. En este sentido encontramos la metáfora en la propia remodelación del café, su cambio de dueño, y con ello, el cambio brutal de época histórica. No olvidemos, que ese lugar conforma todo el mundo de Mendel.
Stefan Zweig utiliza un lenguaje sencillo, conciso, elegante, salpicado de frases para la eternidad, demoledoras: «Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo». Este lenguaje sin artificios es perfecto para la fábula, para la alegoría. Al leer este relato he sentido la necesidad de extrapolarlo, arrebatarle las épocas y los tiempos, para confirmarme que también hoy, en el mundo que nos rodea existe una exclusión total hacia el diferente, hacia el que hace su vida en otro mundo, hacia el inteligente. A menudo pensamos que se premia una conducta intelectual, pero los medios de comunicación, la gente de a píe da constantemente bofetadas al saber, lo excluye de sus vidas, porque pensar, quizás, es demasiado doloroso. Y esto es lo que he visto en Mendel, como un hecho absurdo, como la ignorancia extrema, lleva a un hombre a la muerte.
No en vano, la novela concluye con estas líneas: «Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda la existencia: la fugacidad y el olvido».

jueves, marzo 26, 2009

Envidia, Yuri Olesha

Trad. Marta Rebón. Acantilado, Barcelona, 2009. 200 pp. 17 €

Carmen Fernández Etreros

Yuri Olesha es considerado como uno de los mejores escritores rusos del siglo XX y, sin embargo, es casi un desconocido para los lectores europeos. Yuri Olesha (Ucrania, 1899 - Moscú, 1960) presenta en esta novela Envidia una sátira original sobre la sociedad rusa de la época y sobre las consecuencias irreparables del asentamiento de un sentimiento tan básico como la envidia en el alma humana.
El escritor Yuri Olesha nació en el seno de una familia noble de origen polaco, estudió en la Universidad de Novoróssiya, sirvió en el Ejército Rojo y ejerció como periodista. En 1922 se instaló en Moscú y colaboró en el periódico Gudok, junto con Mijaíl Bulgákov e Ilf & Petrov. Entre sus obras destacan la novela Los tres gordinflones (1928) editada en España por Siruela en 1992 y la comedia La lista de las recompensas (1931).
Esta novela Envidia (1927) se considera su obra cumbre y, gracias a la Editorial Acantilado que la ha editado recientemente, podemos ahora disfrutar de su ironía y cinismo. Su argumento es sencillo: Un hombre Andréi Bábichev es considerado un ciudadano ejemplar para el sistema. Trabaja como director de una fábrica de alimentos cuya misión es proveer de salchichas al proletariado. El azar y la mala suerte le lleva una noche a encontrarse con Nikolái Kavalérov, que acaba de ser expulsado borracho de una taberna. Andréi lo invita a vivir en el sofá de su casa y, a trabajar para él a cambio corrigiendo pruebas. Pero este amable gesto no bastará para atemperar el odio teñido de envidia que se va asentando y creciendo en silencio hacia su benefactor. Ese único sentimiento «la envidia» se convertirá en el peor enemigo del “hombre admirable” para la sociedad, una vez que se instala definitivamente en el corazón de Nicolái:
«—...Sí, la envidia. Aquí se tiene que representar un drama, uno de esos grandiosos dramas del teatro de la historia que durante mucho tiempo suscitan en la humanidad el llanto, el éxtasis, la compasión y la ira. Usted aunque no lo comprenda es el portador de una misión histórica. Usted es, por decirlo así, un grumo. Un grumo de envidia de la época que perece. La época moribunda envidia lo que la desplaza» (p. 130).
Aunque la novela al principio parece un alegato a favor del sistema, y así paso desapercibida para la crítica de la época, a medida que avanzamos en la lectura nos damos cuenta del ataque velado y certero. Un papel destacado supone el personaje del hermano de Andréi, Iván, hombre excéntrico, vengativo e intrigante, que incitará y alimentará la envidia de Kavalerov en una «conspiración de los sentimientos», incluso hasta hacerle pensar en el asesinato del «hombre honorable».
De Envidia hay que valorar sin duda el análisis psicológico de los personajes, y sobretodo la descripción minuciosa del carácter dubitativo de su protagonista Nicolái Kavalerov a través de sus pensamientos, sus paseos por la ciudad o sus conversaciones con Iván. En estos reconocemos la crítica del autor, sus dudas y ataques al sistema.
Una novela diferente a las que nos encontramos en el panorama literario actual y que sorprende por esa defensa del poder de los sentimientos, «de una conspiración de sentimientos» como motor de cambios insospechados. Un simple sentimiento humano y natural como la envidia puede poner en peligro toda la maquinaria de la vida cotidiana, e incluso a veces puede herir de muerte una sociedad.

miércoles, marzo 25, 2009

La Gran Guerra, John H. Morrow Jr.

Trad. David León Gómez. Edhasa 2008. 764 pgs. 40,50 €

Alberto Luque Cortina

Es muy probable que en el futuro las dos guerras mundiales del siglo XX se estudien como un solo conflicto de treinta años de duración, un gran tsunami del que aún padecemos la última y más devastadora ola, la producida entre los años 1939 y 1945, Hitler, el exterminio judío, la bomba atómica, el «nuevo» orden mundial siempre igual de viejo. Aunque la Segunda Guerra Mundial ocupa un lugar destacado en el imaginario popular, su hermana mayor, la guerra del 14, la primera, la Gran Guerra, constituye en mi opinión uno de los momentos más trascendentales de la historia moderna de Occidente, como lo fue en su momento la colonización europea de América, por lo que supuso de quiebra de los principios y valores dominantes hasta la fecha.
Premonitoriamente, la noche en que Inglaterra declaró la guerra a Alemania, Sir Edward Grey, ministro británico de Asuntos Exteriores, afirmó: «Se están apagando las luces de toda Europa, y no vamos a volver a verlas brillar en nuestra vida». Aún hoy resulta difícil evaluar las consecuencias de este conflicto. La Gran Guerra, de John H. Morrow Jr., es un intento de ofrecer nuevas perspectivas a esta contienda, cuya historiografía, entre la que destaca la obra de Hew Strachan, no es muy abundante en el mercado español, si bien es cierto que la cultura occidental se ha hecho eco de la Primera Guerra a través de múltiples manifestaciones, muchas de ellas sobresalientes: desde la literatura autobiográfica –Adiós a todo eso (Robert Graves, 1929) –, a la novela basada en la experiencia personal –El fuego (Henry Barbusse, 1917), o Sin novedad en el Frente (Erich Maria Remarke, 1927) –, pasando por el cine –Senderos de Gloria (Stanley Kubrick, 1957) o Gallipoli (Peter Weir, 1981) – hasta los inquietantes grabados y pinturas de Otto Dix. Todas estas obras subrayan la barbarie de una guerra para la que, merced a los nuevos avances tecnológicos, ninguno de los bandos estaba preparado.
El estudio de Morrow, profesor de Historia de la Universidad de Georgia, es muy revelador en este sentido. En primer lugar, los importantes avances tecnológicos propiciaron las mejoras del armamento tradicional y la invención de nuevas armas, como los obuses y morteros, los lanzallamas o las ametralladoras, los tanques o las nubes de gas, frente a las cuales las viejas estrategias militares, como las cargas de caballería, resultaban inoperantes y por completo desastrosas. A esto debe sumarse una deficiente operatividad sustentada muchas veces en pésimas comunicaciones y rígidas cadenas de mando cuyas órdenes eran emitidas desde lugares alejados del campo de batalla.
Todos estos errores se pagaron con un elevado coste humano. Más de nueve millones de soldados perecieron en acciones, muchas de ellas suicidas, donde el honor nacional y un trasnochado sentido del deber se anteponían a la vida de los combatientes. Este espíritu parece reflejarse en la contundente respuesta del general alemán Von Falkenhayn al canciller Hollweg, tras conocer la entrada de los ingleses en la guerra: «Aún si perecemos, habrá sido una experiencia exquisita». Su epitafio, según los datos de Borrow: 2,3 millones de soldados rusos muertos; 2 millones de alemanes; casi 2 millones de soldados franceses; austrohúngaros: 1.000.000; británicos: 800.000; turcos: 770.000; 450.000 italianos; 126.000 estadounidenses; serbios: 125.000; australianos: 59.000; canadienses: 57.000; belgas: 40.000; senegaleses: 29.500. Esto sin contar otros pequeños contingentes y las víctimas civiles, entre las que se hallan cientos de miles de armenios.
Los datos aportados por el autor sobre la evolución de la guerra en los diversos frentes son muy significativos, y en el caso francés apelan directamente a la incompetencia del general Joffre y su nefasto sucesor Robert Nivelle, quien hizo famosa la frase, después utilizada en contextos bien distintos, «Ils ne passeront pas!» («¡No pasarán!»). El 21 de agosto de 1914, por ejemplo, en la batalla de Charleroi, los franceses sufrieron 130.000 bajas. De los dos millones de soldados galos muertos, 450.000 cayeron en los cuatro primeros meses de guerra. Estas cifras son extensibles al resto de contendientes. A modo de ejemplo, en el primer año de guerra, de los 1.100 combatientes del batallón de fusileros reales de Gales sólo sobrevivieron 86 tras tres semanas de combate en Ypres.
En contra de las intenciones alemanas, la invasión de Francia y Bélgica pronto se estancó, dando lugar a la guerra de trincheras y a una prolongación ruinosa del conflicto. Muchas posiciones, a veces sólo separadas por unas decenas de metros, apenas llegaron a moverse durante los tres años y medio siguientes y sólo a costa de numerosas vidas. La mortandad continuó en 1915. Las cuatro quintas partes de las tropas de la Entente apostadas en Tesalónica murieron de paludismo. En Gallipoli murieron casi medio millón de hombres, pero para los australianos constituye un hito clave en la creación del sentimiento de nación. 1915 fue también el año del exterminio del pueblo armenio a manos de los turcos. En 1916 llegaría la batalla de Verdún, la más larga de la guerra, sin consecuencias decisivas, aunque los franceses la consideraron como una victoria, pírrica si se considera el número de bajas galas –1,2 millones– frente a las alemanas –700.000–. Los británicos tuvieron su propio Verdún en el Somme: el 1 de julio de 1916 lanzaron un ataque en el que sufrieron, sólo ese día, 60.000 bajas y 20.000 muertos.
Estas cifras, no siempre pacíficas entre los historiadores, manifiestan la crudeza del enfrentamiento, pero no añade nada nuevo a los estudios previamente publicados. El interés de la obra de Morrow está en la visión panorámica de los diversos frentes, desde la guerra submarina hasta la aérea –donde aún «sobrevuelan» los nombres de los aviadores Oswald Boelcke, Manfred Freiherr von Richthofen, o Lanoe Hawker–, incluyendo la retaguardia civil, de especial importancia, donde se aborda, entre otros, el papel de la mano de obra femenina y sus consecuencias sociales en la lucha por la igualdad de sexos.
Por lo que se refiere a la crónica de los episodios bélicos, Morrow incluye las voces de los soldados anónimos gracias a su acceso a numerosa correspondencia, y repasa los diversos escenarios de la guerra, desde Bélgica hasta el África Oriental, donde tuvo lugar el enfrentamiento, glosado abundantemente por la épica belicista, entre el ejército colonial de Paul von Letow-Vorbeck, en su mayoría formado por nativos, y las tropas, superiores en número y pertrechos, de la Entente. Durante más de tres años el contingente de Letow-Vorbeck fue perseguido infructuosamente a través de selvas y montañas por todo el África Oriental. El militar alemán nunca fue derrotado y se rindió el 25 de noviembre de 1918, 14 días después del armisticio.
Aunque los combates e insurrecciones en las colonias fueron parciales y focalizados, los europeos lograron extender el conflicto «importando» combatientes nativos a los principales campos de batalla. A los regimientos indios reclutados por los británicos deben sumarse los más de 600.000 senegaleses que combatieron bajo bandera francesa. De los africanos se temía su promiscuidad sexual –de hecho fueron confinados, al igual que los indios, para que no se mezclaran con las mujeres blancas– y se admiraba su raza guerrera. Los senegaleses participaron en la vanguardia de los ataques más arriesgados con el objetivo expreso de evitar, en la medida de lo posible, «el derramamiento de sangre francesa». Clemenceau afirmó, refiriéndose a estos, que prefería «ver muertos a diez de ellos que a un solo francés». Esta suerte de racismo, no en vano hablamos de una guerra entre cuyas causas se encuentra la carrera colonialista, mostró su cara más áspera en el desprecio del gobierno y la sociedad civil estadounidense hacia los batallones de negros que lucharon en Europa. Mal equipados por sus superiores, algunos de estos regimientos tuvieron que combatir con cascos, pertrechos y armamento franceses.
Aunque en ocasiones el texto pueda pecar de efectista por lo que se refiere a las descripciones de los hechos bélicos, La Gran Guerra es una interesante introducción a una contienda donde casi todos perdieron a excepción, quizá, de Estados Unidos, cuya intervención resultó decisiva para la guerra y para su encumbramiento como primera potencia mundial militar y económica. Los abundantes datos incluidos y el enfoque amplio del estudio pueden servir de estimulante preámbulo para la reflexión sobre un conflicto desgraciadamente inacabado.

martes, marzo 24, 2009

Historia de las despedidas, Pedro Sorela

Alianza Editorial, Madrid, 2008. 299 pp. 18 €

Alba González Sanz

Un personaje de este libro se pregunta, como metafísica apertura, dónde empiezan los viajes. Sus respuestas van desde el control de pasaportes de un aeropuerto a su propia vida en el momento del relato, pero no dan una mejor que una vez escuché de alguien acostumbrado a estas lides: un viaje comienza en el asiento del avión, a punto de despegar, cuando todo son nervios porque uno está al borde de la aventura. Un viaje empieza en los despegues, en el último pitido del tren dentro de la estación, un instante breve en todo caso que pronto queda eclipsado por otros asuntos pero cuya emoción condensada es única. Así los cuentos.
Pedro Sorela (Bogotá, 1951) presenta y mantiene, en el conjunto de su obra narrativa, una de las propuestas más innovadoras y más sólidas con las que se va a enfrentar el lector. Opinión tal vez demasiado tajante pero que sostienen, a mi juicio, no sólo sus colecciones de cuentos como esta reciente Historia de las despedidas, sino novelas como Viajes de Niebla o Ya verás (publicadas ambas en Alfaguara). La innovación tiene, lo mismo en estos cuentos, diversos factores. Uno de las más notables es la fusión de tradiciones que distingue la creación de mundos de este escritor hijo de familia hispano-colombiana con una capacidad lectora y de conexión portentosa. También la muy bien entendida sensación de movimiento al encarar la acción, que en su última entrega de cuentos es fundamental y, en general, conecta con la presencia del viaje y sus implicaciones más estrechas en toda su obra previa. No falta tampoco una exploración de las capacidades del lenguaje para construir la ficción, un intento de ir más allá con las viejas fórmulas, empresa arriesgada para quien, por generación, bien podía estar a otros asuntos, a más cómodos realismos y menos disquisiciones sobre fronteras en la escritura, en los géneros o en los trayectos.
Y las tramas, claro. Historia de las despedidas es un viaje por muchos viajes, por muchas vidas y muchas geografías. Es una mirada sobre la India que no toma un tópico si no es para hacer que lo olvidemos bajo una nueva propuesta: léase entonces lo que le ocurre a un postmoderno Pigmalión en el breve Lo que cuelga de los ojos, dentro del segundo relato del libro Neura de tigre en Rantampoor. Son más los destinos y podemos pensar que estos cuentos se construyen sobre geografías íntimas, como el genial Aquí nos vemos de John Berger pero con una mayor distancia vivencial en la voz, en las voces, que nos van acompañando en cada relato. Así hay un París y una Venecia de postal que esconden en su apariencia plastificada para el viajero inexperto, secretos mucho más profundos. Están Barcelona y El Salvador, Ámsterdam y el Norte de África, todo lo que se esconde bajo el inquietante genérico con el que nos referimos a la Europa que queda entre Alemania y Rusia, marco intangible en el que puede darse un relato como “Nada que ver en Miskolc”: lo que parece una vuelta a los paisajes de la infancia adquiere al final giros de verdadera locura.
Las ciudades no son nada sin sus habitantes, esto es, sin los amantes (solos, en parejas, en extrañas y libres asociaciones) que dotan de literatura y fragor a las calles. Hay muchas parejas (o lo que antaño lo fueron o aún no lo son, potenciales andróginos) gastando suelas en estas ciudades. Podríamos decir que dotan de espesor al libro al hacer que estos viajes no sean meros catálogos de lugares, sino fogonazos de emociones de quienes en un momento de su vida, lejos de hipotéticos centros, se hallan sorprendidos o asustados, felices o tremendamente solos, en cualquier lugar del mundo. Si pensamos además que el viaje tiene todas las potencialidades de lo que no es pero podría ocurrir porque lejos de ese centro cambian las reglas, encontraremos una constante en algunos relatos: el sujeto que se descubre en el otro, en lo extraño, en las decisiones que de otro modo, en otro espacio, no habría tomado. En el riesgo de la fábula que decide vivirse y no sólo contarse.
Las historias de este libro están trazadas sabiendo muy bien cómo operan la casualidad y la concatenación de azares. Probablemente estén pensadas para que la extrañeza embargue al lector a la vez que lo obligue a asentir ante los sucesos extraños que puedan darse en ciertos momentos (los relatos hindúes, en este punto, son reveladores). Yuxtaposición y sorpresa en todo menos en el lenguaje, donde hay mucho más que oficio, hay toda la capacidad de no dejar escapar la morbidezza, de saber pintarla, como desea el aprendiz del taller veneciano en uno de los relatos.
Historia de las despedidas tiene más de una veintena de cuentos y es justo decir que por los muchos que sorprenden, que suenan tremendamente frescos y son apuesta de novedad para el relato, hay alguno que puede dejar la sensación de no haber llegado donde los otros. Así los viajes. Cara a repasar todos los cuadernos que los componen, no hay ataques radicales a la armonía general del libro, al mundo ficcional levantado. Como si esos finales “Efectos de la lluvia en Portugal” cayeran sobre los textos e hicieran que de todos ellos se elevase una tristeza extraña, me atrevería a decir que alegre, una tristeza fiera y animal, de sonrisa a gritos.

lunes, marzo 23, 2009

El libro negro de los secretos, E.F. Higgins

Trad. Mireia Terés Loriente. Puck, Barcelona, 2008. 253 pp. 13 €

Sofía Rhei

Es posible que, ante la gran cantidad de libros juveniles con portadas parecidas, llenas de elementos posiblemente mágicos, oscuros, intrigantes y anacrónicos, pueda ser difícil distinguir unos libros de otros, e identificar cuales son los más adecuados para cada lector o cada edad. Bien es verdad que la estela rowlingniana ha dejado una profunda huella en el diseño (no sólo gráfico) de los libros, y que esa presencia de elementos comunes puede dar lugar a error. Por ejemplo, ¿es El libro negro de los secretos un libro de fantasía o solo de ficción? ¿Trata elementos oscuros, satánicos, criminales? ¿Es una lectura de calidad o un nuevo golpe de efecto? ¿Se trata de un libro juvenil, como sugiere su aspecto?
Respuestas: no es un libro de fantasía, aunque lo pueda parecer. Tiene elementos criminales, pero poco oscuros, y desde luego no satánicos (aunque la trama incluya una pequeña reflexión acerca de las advertencias clericales). Su calidad literaria es alta, y el objetivo del autor es conseguir una escritura atemporal, con reminiscencias victorianas. Y solo se trata de un libro juvenil en la medida de que no contiene temas que habitualmente están poco recomendados para los jóvenes, pero tampoco es un libro modelado para adolescentes, de esos que persiguen satisfacerles a cualquier precio. De hecho, el libro sólo contiene en un grado muy pequeño la famosa «tensión sexual no resuelta» tan importante en esa franja de edad. Se trata de un buen libro, a secas; no busca los golpes de efecto, pero los encuentra gracias a la solidez de su trama. Absolutamente cualquier lector puede disfrutar mucho de él, pues el motor principal de la acción son los secretos privados de las personas, y esto quiere decir sus pasiones, sus errores, sus debilidades y sus crímenes.
En un entorno decimonónico y rural, en esa Inglaterra casi abstracta, un viajero aparentemente errante se instala en un pueblo perdido, y se anuncia como prestamista. Pero poco a poco sus habitantes van descubriendo que la verdadera mercancía que él compra no es otra que los secretos de las personas. Cada noche, una persona del pueblo se acerca a la casa del prestamista y le confiesa uno de sus secretos a cambio de dinero… y hasta ahí podemos contar. El narrador es el joven aprendiz del prestamista, un pequeño pícaro procedente de La Ciudad (versión algo expresionista de los barrios bajos del Londres de la época), que sufre una evolución personal al conocer al prestamista, y que también tiene sus propios secretos.
Esta reflexión sobre la naturaleza humana, sobre los tipos psicológicos y las situaciones extremas en las que las personas pueden verse forzadas a actuar en contra de su voluntad, sobre las desigualdades, las mentiras y las verdades, se deja leer estupendamente (gracias a la acertada traducción) y tiene algo de novela policíaca y psicológica envuelta en la bruma inglesa, algo de ese ambiente en el que cualquier cosa parece posible tan apreciado por los amantes de la fantasía y algo de aventura clásica en plan La isla del tesoro, tono proporcionado por el punto de vista del joven ayudante.
Para regalar y disfrutar.

viernes, marzo 20, 2009

Un poco de nostalgia, Wilhelm Genazino

Trad. Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008. 194 pp. 18 €

Mercedes Cebrián

Lo primero que a muchos sorprenderá de esta novela es que, en la página 10, Dieter, el protagonista pierda una oreja así, como quien no quiere la cosa, en medio de un bar donde proyectan el partido de fútbol Alemania-República Checa. Esta pérdida tan sorprendente (no se trata de una oreja cortada por nadie, sino de una que se cae al suelo sin más) funciona como metáfora del proceso vital que experimenta el cuarentón Dieter y, si bien podría tener más peso en el desarrollo de la trama y causarle más cuitas al hombre en cuestión, el autor ha decidido dejar el extravagante asunto en un segundo plano para alivio de ciertos lectores, que así podemos nuestra atención en otros aspectos del relato y, sobre todo, en las agudas observaciones en primera persona del protagonista.
Las observaciones de Dieter son como los golpes de un martillo de plástico colorido: al alcanzar su blanco emiten un sonido peculiar que, lejos de causar daño, resultan hasta divertidos para quien los recibe. Dieter se limita a hablarnos de sì mismo; de lo complicadas que son las relaciones con su exmujer Edith, la madre de su hija («Noté entonces una vez más que para Edith la necesidad de reducir gastos es algo tan ajeno como una enfermedad»); de Sonja, la mujer con la que sale temporalmente; de una compañera de trabajo que parece gustarle; de su ascenso laboral y de otros aspectos de una vida de clase media, convencional y carente de estímulos trepidantes, en la Centroeuropa de nuestros días. Hasta aquí, todo puede parecer algo anodino, pero a medida que avanzamos en la lectura nos damos cuenta de que el texto es un ejemplo excelente de una voz masculina exenta de los tics de lo muy afrancesado, de la guasa y, en ocasiones, solemnidad ibéricas que tan de memoria conocemos, y del humor irónico ampliamente exportado por los escritores anglosajones. ¿Podríamos atrevernos a afirmar entonces que estamos ante una voz «alemana»? Quizá sea exagerado, sobre todo porque nos obligaría a definir el adjetivo «alemana» en este contexto, pero lo que sí puedo asegurar es que se trata de una voz lúcida, con gran capacidad de autoanálisis y de espíritu crítico («Como tantas otras veces, mi vida afectiva está en el límite entre el acercamiento y la huida. A veces me intereso por otras personas, y luego ya nada, ni siquiera, lamentablemente, por quienes ya me interesaron alguna vez. Me gustaría ahogar (aquí, en la piscina) esos sentimientos poco serios, pero se aferran a mí con fuerza y no entran en negociaciones.»). Y lo más importante: le saca todo el jugo posible a una vida que muchos considerarían soporífera.
El mundo es una pequeña fiesta en la voz del protagonista de Un toque de nostalgia; pero una fiesta modesta, con sandwiches de jamón de York, refrescos, algún gorrito, serpentinas y dos o tres matasuegras. A lo largo de sus observaciones, Genazino, a través de su personaje, parece animarnos a seguir celebrándola, manteniendo despierta la curiosidad ante cualquier situación («Por la curiosa posición de su órgano sexual, el hombre está obligado a mirarlo desde arriba durante casi toda su vida. Envidio a las mujeres, que están liberadas de esa eterna monotonía.»), que es lo mismo que animarnos a seguir viviendo.

jueves, marzo 19, 2009

Doble Mirada: Los cuentos más breves del mundo: De Esopo a Kafka, Edición de Eduardo Berti

Páginas de Espuma, Madrid, 2008. 280 pp. 19 €

1. Elia Barceló

Creo que la primera vez que me encontré con un microrrelato (o hiperbreve o minificción, como también se les llama) fue hace muchos años en un texto ensayístico de Cortázar donde, para ejemplificar el punto de vista en un relato, usaba una breve historia que no era suya, pero no indicaba procedencia y hasta ahora no he averiguado de quién es, aunque por el tema podría ser de M. R. James. Lo cuento de memoria:
Un matrimonio quiere comprar un castillo inglés (o escocés) que acaba de ponerse en venta y, mientras el marido habla de las condiciones con la empleada de la inmobiliaria, la mujer va entrando y saliendo de distintas habitaciones. Al llegar a un pasillo, se encuentra con un caballero que, al parecer, también está interesado en la compra del castillo, empiezan a charlar y la mujer le comenta: «He oído decir que este castillo tiene fantasma. ¿Usted cree que es cierto?»
El caballero le contesta: «No sabría decirle, señora. Yo hace quinientos años que vivo aquí y no lo he visto nunca.» Y desaparece.
El minicuento me pareció tan estimulante, tan curioso, tan lleno de sugerencias que desde ese momento empecé a buscar microrrelatos conscientemente, lo que me llevó, como era de esperar, a Monterroso y su dinosaurio, y de ahí a muchos otros autores pasados y presentes que utilizaron la extensión hiperbreve para plasmar sus historias. Debo de haber leído cientos, pero todos ellos eran modernos, entendiendo por moderno lo producido, sobre todo, a lo largo del siglo XX.
Los ensayos sobre la ficción hiperbreve también suelen dedicarse a lo contemporáneo y hasta la lectura de Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kafka apenas si había tenido ocasión de leer textos que hubieran sido escritos mucho antes del siglo XIX.
Por eso he encontrado muy satisfactorio este volumen: porque me ha abierto un campo que yo sabía que tenía que existir, pero nunca había encontrado, y me ha proporcionado muchos momentos de placer de lectura porque, si algo tienen los microrrelatos, es que —igual que su equivalente en poesía, el haiku— ofrecen un máximo de placer junto a un mínimo de tiempo de lectura y un eco interior larguísimo.
El proceso de reunir los textos que nos regala esta obra ha debido de ser largo y difícil, casi detectivesco, porque nos encontramos con microrrelatos de 157 autores que van desde el más antiguo (Esopo, 620-560 a.C) al más reciente (Franz Kafka (1883-1924), pasando por los autores griegos, chinos y romanos de antes de Cristo, para continuar cronológicamente recorriendo la cuentística árabe, persa, india, china, europea de distintos países y estadounidense.
El compilador —Eduardo Berti— nos informa en el prólogo de que ha estructurado su selección partiendo de tres criterios: los textos elegidos debían ser muy breves (un máximo de 350 palabras, aunque la mayor parte tiene muchas menos); debían ser anteriores al siglo XX (o de principios del siglo XX como mucho) y debía tratarse de textos escritos en cualquier lengua salvo la castellana.
Esto ha tenido que aumentar considerablemente la dificultad de compilar la antología porque las lenguas originales son tantas y tan variadas que no resulta posible que un solo antologista las domine todas y esté en posición de ofrecernos una traducción propia. Para eso se han encargado traducciones a varios profesionales que constan en el elenco del final del libro.
El lector aficionado a la ficción ultrabreve descubrirá en esta obra una gran cantidad de textos que, estoy casi segura, no conocía y que le proporcionarán esas breves chispas de ingenio que suelen incendiar la estopa de nuestra imaginación.
De todas formas, es conveniente avisar de que los lectores acostumbrados a textos contemporáneos, que suelen poner el énfasis en la sorpresa, pueden encontrar muy diferentes los microrrelatos más antiguos: algunos son, para nuestro gusto actual algo «lentos»; otros nos parecen ya conocidos —porque ha habido generaciones de escritores posteriores que han bebido de estas fuentes sin informarnos de ello y los lectores pensábamos que eran originales—; otros son —lamento tener que confesar mis dificultades con el pensamiento chino— algo crípticos; otros son fuertemente didácticos —cosa a la que los lectores actuales ya no estamos acostumbrados—, pero en conjunto se trata de un libro apasionante que vale la pena tener siempre a mano porque, a diferencia de las gordísimas novelas que están de moda hoy en día, esta obra tiene la ventaja de que con dos minutos de lectura hemos incorporado a nuestra mente un texto completo que nos hará sonreír o reflexionar durante mucho tiempo.
Es muy de agradecer también la estructuración cronológica de los microrrelatos, la existencia de un índice de autores con un poco de información sobre cada uno de ellos —ya que los hay auténticamente desconocidos para un público occidental— y las referencias a los traductores.
Eduardo Berti y Páginas de Espuma nos han hecho un gran regalo y, a riesgo de parecer una niña mimada y desagradecida que, nada más recibir un juguete ya está pidiendo el siguiente, me gustaría que ambos continuaran colaborando para ofrecer a los lectores más libros como éste.


2. Ignacio Sanz

Los relatos cortos o microrrelatos no son una moda de nuestro tiempo acelerado. Ya encontraron asiento en la antigüedad entre autores célebres. No hay más que echar un vistazo a este libro recogido por Eduardo Berti para percatarnos del largo camino que llevan trazado. Es verdad que, en la mayoría de los casos, son piezas sueltas en la obra de sus autores, es decir que el género carecía de la patente de corso que goza en la actualidad donde grandes autores de novelas o de relatos han entregado también libros de microrrelatos. Acaso al rebufo de esta nueva corriente, Eduardo Berti, mira al pasado para descubrirnos que también los clásicos habían hollado este camino. Es una manera sutil de hacernos saber que no hay nada nuevo bajo el sol.
¿Pero qué es un microrrelato o un relato breve? Berti lo define en la introducción al este libro como aquel que no ocupa más de una página. Dicho en palabras, los que no superan las 350 palabras. Los relatos por él elegidos oscilan entre las tres líneas y la página, es decir, son relatos cortos. Otra particularidad del libro es que se trata en todos los casos de relatos traducidos, es decir no escritos por autores en español. Ningún autor está representado con más de dos cuentos. Y otra característica más es que Berti se adentra tanto en la cultura occidental, incluyendo a los árabes, como en la oriental, rescatando autores chinos o japoneses con los que el lector occidental no suele estar muy familiarizado.
Leyendo esta antología uno descubre que los autores, antes que hijos de unos padres concretos son, sobre todo, hijos de una época. Quiero decir que el lector se va a encontrar aquí los cuentos moralizantes propios del medievo que recuerdan a nuestro don Juan Manuel; también se topará con nombres legendarios, nunca mejor dicho como el italiano Santiago de la Vogágine, autor de la Leyenda aúrea, junto a los clásicos griegos y latinos. Y muchos autores célebres como Leonardo, Voltaire, Marqués de Sade, Baudelaire, Tolstói, Stenvenson, Rimbaud, Chéjov, Bierce, Wilde, Mark Twain, Jules Renard, Svevo o Kafka que cierra la lista. Es decir, el libro se cierra en los albores del siglo XX.
La amenidad del libro radica en la brevedad de sus relatos. Leyendo estas páginas uno tiene la sensación de haber hecho un recorrido por la historia de la literatura. Es verdad que se trata en ocasiones de apuntes, escorzos llenos de gracia e ironía en los que el quiebro final acaba dando al relato esa esferecidad de la que hablaba Cortázar y de la que se apropió después Antonio Pereira, uno de nuestros grandes cultivadores de relatos breves.
Es posible que el lector contemporáneo se sienta más atraído por aquellos autores más cercanos en el tiempo, pero no se va a sentir decepcionado con los escritores precristianos ni tampoco con los orientales. Al fin, las preocupaciones del hombre son constantes en lo esencial.
Y, para muestra un botón, elegido por su brevedad: Frenesí de William Drummond:
«Una dama sentía tal frenesí por cierto predicador llamado Mr. Dod, que le pidió a su marido que le permitiese acostarse con él a fin de procrear un ángel o un santo; el permiso fue dado, pero el parto fue normal.»

miércoles, marzo 18, 2009

Moleskine. (Selección de relatos, 1999-2006), Guillermo Busutil

Prólogo Héctor Márquez. Las 4 estaciones, Málaga, 2009. 156 pp. 10 €.

Marta Sanz

Guillermo Busutil ha hecho casi de todo en ese circo de tres pistas que llamamos espacio cultural. En el ámbito del periodismo habrá sido a menudo domador de leones y encantador de serpientes; en la gestión cultural, un eficiente maestro de ceremonias; y, en la creación literaria, que es por lo que hoy estamos aquí, yo veo a Busutil como un funámbulo sobre la delgadez del alambre, quizá como un trapecista que dibuja tres mortales consecutivos en el precipicio del aire sin que, debajo de su cuerpo, se extiendan redes que puedan amortiguar la caída y salvarlo de morir.
En una época en el que se dice que el cuento es un género ninguneado por las editoriales —no por los lectores ni por los críticos: nadie se enzarza en discusiones bizantinas para establecer jerarquías absurdas entre los movedizos géneros literarios—, Busutil recoge algunos de los relatos escritos entre 1999 y 2006, y en su selección, deja claro que, más allá del lugar que ocupe el cuento en el campo de la literatura actual, dentro de la habitación de los cuentistas, la tradición con la que él entronca poco tiene que ver con ese realismo minimalista de Carver que durante décadas ha sido marca de prestigio en el código genético de los autores de relatos.
Podemos imaginar muy bien a Busutil tomando notas en su cuaderno Moleskine, releyéndolas, cambiando una palabra por otra que exprese una textura o una sonoridad distintas, otro concepto u otras asociaciones. La radicalidad de los relatos de Busutil reside en una extrema preocupación por el lenguaje que posiblemente se relaciona con el hecho de que este escritor polifacético es también poeta. Por eso, en el punto concreto de la habitación de los cuentistas situada en algún lugar específico del campo de la literatura española actual, en la habitación donde Busutil escribe en su cuadernito Moleskine, yo he visto una colección de retratos del modernismo, de un lado y de otro del océano Atlántico, y he escuchado una música que me hacía recordar esos textos de Azul donde la supuesta saturación naturalista desemboca en una preocupación por el lenguaje y por la sensorialidad que no deja de ser profundamente ética.
Moleskine incluye, además del prólogo de Héctor Márquez que con tino se titula “El novelista condensado”, nueve cuentos: “El asesino del Atlántic” se remonta a uno de esos agujeros oscuros en los que se construye la culpa y habla de los modos diferentes de ver a una misma persona y quizá también a nosotros mismos; “Manos de plata” es una estampa, castiza y decadente, incluso bohemia, de una realidad estilizada por la literatura –una estilización subrayada que nos obliga a su inmediata interpretación- donde los dos dualistas de la historia son un carterista y un inspector muy guapo; “El puente del arquitecto” son palabras alrededor del vórtice de una hermosa escena homoerótica y, como todos los cuentos de vampiros, una historia de amor, de muerte y posesión, que se remata con una economía y una lucidez, con una imagen que es igual a la ausencia de la misma; en “Un paraguas amarillo” escuchamos la música de Los paraguas de Cherburgo —yo aún recuerdo la carátula del single que se editó en España, con Catherine Deneuve, menos rubia que de costumbre, bajo la lluvia— ambientando un encuentro sentimental, fantasmagórico y feliz en el ómnibus; un limpiabotas lleva la voz cantante en “Maurice”: con ella desgrana una historia de amor-pasión en la que cada zapato es una metonimia de la identidad porque es bastante evidente que el trabajo hace al hombre; “La despedida danesa” es casi un homenaje a Andersen no exento de humor de negro: pérdidas, rencores, traumas y accidentes en el nudo, siempre complicado, de las relaciones paterno-filiales. Dejo, para el final, el comentario de tres relatos, en mi opinión, exquisitos: en “Golpe de sol sobre el tapete de hule de azul” la elocución pictórica se conecta con una precisión que tiene que ver con el detallismo y no tanto con la economía de medios; un cuento en el que Busutil se rebela contra un canon reduccionista y pinta un sangriento bodegón, una colección simultánea de naturalezas muertas, según los parámetros del cubismo pero con los colores de los artistas fauve. “El salto del ángel” es la pieza elegíaca de Moleskine: en él un personaje le pide a otro que le recuerde siempre el que fue el momento más feliz de su vida. Por si acaso él llegara a olvidarlo... Por último, “Melville” se atreve con un final climático como feliz colofón a una metáfora sobre el aburrimiento sexual. “Melville” cierra orgasmáticamemte la colección: cuando lean el libro de Busutil, se darán cuenta de que el adverbio “orgasmaticamente” no es una voluta retórica.
Hay que tener mucho arrojo para escribir como un escritor, saltándose las normas que configuran la ortodoxia respecto al cuento instaurada por algunos suplementos literarios y por ciertos talleres de escritura creativa. Eso es exactamente lo que el trapecista Busutil lleva a cabo con los triples mortales que encierra su Moleskine.

martes, marzo 17, 2009

Aunque seamos malditas, Eugenia Rico

Suma de Letras, Madrid, 2008. 400 pp. 18 €

Luis García

Eugenia Rico es un valor seguro. Literario, como no. Y Aunque seamos malditas, su reciente novela, está llamada a conformar ese necesario fondo de armario que todo lector exigente precisa. La historia se desarrolla en un inhóspito territorio irreconocible pero con guiños a la Asturias profunda, la de nuestros ancestros, un mundo en el que el tiempo parece haberse detenido. Mágica donde las haya, nos envuelve desde el comienzo en un halo de misterio, en un triangulo del que parecen no poder salir ni Ainur, ni Selena, las dos protagonistas principales. Dos voces para un mismo personaje. Dos voces que se reencuentran con idéntico estigma pero con un margen de siglos. Una única persona que sufre el mismo desprecio.
La historia, que es caprichosa, tiene la virtud de repetirse, y las personas, que somos crueles, de ser la mano ejecutora de dicha virtud. Porque Ainur y Selena son la misma persona pero viviendo la misma tragedia desde sus respectivos orígenes. «Antes preferiría ser la hija del Diablo» dicen Selena y Ainur con cuatro siglos de diferencia. Dos mujeres odiadas y envidiadas por la misma razón. Dos mujeres que son una.
La novela esta plagada de referencias y frases que la justifican por si sola. «Cuando se tiene dinero (dice Ainur) el dinero es como un colchón de plumas. No cambia la realidad, la acolcha». (Pag. 36). Y es que el dinero «no puede borrar los recuerdos». Unos recuerdos que la arrastran desde su Barcelona adoptiva, el acoso laboral y sexual, los repetidos insultos (bruja, bruja….) hasta su Asturias natal, esa aldea mágica en la que nació y creció y fue perseguida Selena, su doble, su abuela, ella misma.
El paralelismo entre Selena y Ainur no acaba aquí. En los aquelarres, la víctima era extendida desnuda sobre el ara de piedra para satisfacción de los sacerdotes, y desnuda, era poseída y torturada cruelmente. Ainur, por su parte, es acusada de haber propiciado una orgia en su oficina y de haber satisfecho los mas bajos instintos de sus compañeros, después (o antes, que mas da) de haber sufrido un intento de violación por parte de su jefe. Y digo que da igual, después o antes, porque Ainur, como Selena ya era una violada y ultrajada en vida, ya era una bruja. Ambas estaban malditas, y lo sabían.
Uno de los personajes más enigmáticos de la novela, pero a la vez más entrañables, es el farero, que intenta con su luz alumbrar el camino a ambas, que a su vez también se ha visto injustamente condenado por una sociedad cruel. El farero resulta imprescindible porque como ellas, también fue quemado en la hoguera. Por eso se entienden tan bien, por eso Ainur se oculta en su regazo. Por eso.
La novela avanza fragmentariamente, algo que no debe extrañar a los lectores de Eugenia Rico (resulta interesante que la propia autora se convierta en personaje colateral del libro) y lo mas importante, la historia nos envuelve como lo hicieron en su momento las novelas de las hermanas Brontë, las mágicas historias de aquellos que supieron darle cuerpo de verosimilitud y realidad a territorios mágicos como Rulfo, Faulkner o Luis Mateo Díez, y nos recuerda a poco que nos fijemos que por encima de la denuncia social imperante, por encima de aquellas falsas acusaciones que todos podemos sufrir en algún momento de nuestras vidas, se encuentra la verdad, y como no, una escritora valiente, de raza, capaz de entender la literatura como pocos autores en este país.
No estoy de acuerdo con quien dice que Aunque seamos malditas es una novela oscura. Todo lo contrario. Creo que es una obra en la que impera la luz, una luz mágica que alumbra a Selena, a Ainur, al farero, a Casilda, a Consuelo, a Eugenia... Una gran novela para unos tiempos de crisis e indecisión.

lunes, marzo 16, 2009

Vidas y muertes de Luis Martín Santos, José Lázaro

Tusquets, Barcelona, 2009. 449 pp. 25 €

Pedro M. Domene

El lamentable accidente que acabó con la carrera literaria de Luis Martín Santos (1924-1964) y la abundante bibliografía que durante estos casi cincuenta años se ha publicado en torno a Tiempo de silencio (1962), ha oscurecido de alguna manera la vida y la personalidad del escritor-psiquiatra que ya entonces gozaba de una insólita reputación como médico, militante antifranquista e intelectual comprometido y que ahora, de alguna manera, se completa con la extraordinaria biografía Vidas y muertes de Luis Martín Santos, de José Lázaro, profesor de Humanidades Médicas en la Universidad Autónoma de Madrid. La obra ha recibido el prestigioso XXI Premio Comillas de Biografía, e indaga y profundiza, de una manera pormenorizada, en la vida privada y pública del escritor, cotejando documentos y testimonios, destacando las múltiples facetas de la personalidad del autor de Tiempo de destrucción (1975). Tiempo y memoria se funden en esta obra para ofrecer una diversidad de miradas en la compleja e interesante vida y obra de Luis Martín Santos.
Lo primero que nos llama la atención del presente libro, además de ser una extraordinaria biografía, en un país donde no existe tradición para el género, es el propio título puesto que en un escritor podemos vislumbrar una multiplicidad de vidas, aunque ignoramos si puede haber otras tantas de una misma muerte, aunque en el caso de Martín Santos, su desaparición coincide con un accidente de tráfico con el que, entonces, no se dejaron de conjeturar hipótesis como las de un suicidio o un crimen, posibilidades que ahora se despejan en Vidas y muertes de Luis Martín Santos, episodio que José Lázaro documenta sobradamente. La vida del escritor no podría discurrir por mejores senderos: estaba casado felizmente, tenía tres hijos, era un notable psiquiatra y director del Sanatorio de San Sebastián, había publicado con mucho éxito Tiempo de silencio y estaba acabando su segunda novela, Tiempo de destrucción, en realidad, por el propio título, una sombría mueca del destino porque nunca llegaría a verla publicada. Sin embargo, en marzo de 1963 moría su esposa en extrañas circunstancias, y unos meses más tarde, en enero de 1964 él mismo. El índice del libro ofrece una pormenorizada visión del escritor, reconstruyendo su muerte: viaje, accidente, entierro, para seguir con aspectos significativos: el hombre y las peculiaridades en torno a esa figura paterna, una infancia aislada, los estudios universitarios, ciertas peculiaridades vascas o, desde un punto más humanista, la realidad literaria del momento. El buen trabajo realizado por Lázaro se sustenta en los testimonios de las personas que conocieron al escritor muy de cerca, compartieron su vida privada y profesional, el relato de sus hijos, de su hermano, algunos amigos íntimos y colegas en el ámbito profesional y literario. Conocemos de primera mano, su vinculación socialista, con las detenciones, los interrogatorios y posterior ingreso en la cárcel, la memoria de la guerra civil y, finalmente, cierto desencanto político. Otra faceta interesante es la del «escritor» y en cierto modo, entrecomillo la palabra, porque quizá es una de las facetas que habría que destacar después del sobresaliente tratamiento de su novela, Tiempo de silencio, en una época, además, en la que España resurgía tras una dura postguerra y literariamente había que reconstruirlo todo, a lo que él contribuyó notoriamente. Cuando apareció su novela, autores de la talla de Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Jaime Gil de Biedma, el propio Carlos Barral y Carmen Martín Gaite, defendieron sus valores, aunque también hubo voces disidentes; en los apéndices se publica la primera reseña que José Luis Torres Murillo escribió sobre la novela, así como notas de prensa sobre la muerte, textos psiquiátricos inéditos y una correspondencia editorial sobre su obra; los nombres de Benedetti y Castilla del Pino, sobresalen en este apartado.
Cuando uno termina de leer los capítulos y los apartados de algunos silencios notables en la biografía de Martín Santos, la imagen completa del escritor resulta de lo más nítido, un hombre de una personalidad tan arrolladora como sorprendente, de una inusitada vitalidad y actividad social, muy analítico por su profesión y por su vocación literaria; la imagen real que proyecta la presente biografía es la de un líder nato de frustada proyección por su temprana desaparición. En cuanto a la técnica utilizada por el autor, se refiere a los personajes que va convocando en tercera persona, lo que hace del texto una lectura seudonarrativa que para nada favorece, en algunos aspectos, su lectura. Hay una necesidad de establecer unos claros criterios entre la oralidad de las transcripciones grabadas, las entrevistas reproducidas, y lo que realmente aporta el autor con su propia prosa, deslindando claramente los procedimientos de cada uno de ellos. Es un simple detalle de estilo y nada más. Sin embargo, el resultado de Vidas y muertes de Luis Martín Santos, convierte al libro en un espléndido acercamiento a la vida de este singular hombre, permite conocer al curioso aspectos biográficos desconocidos, de un autor de culto, referencia hoy inexcusable de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX.

viernes, marzo 13, 2009

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, Stieg Larsson

Trad. Martin Lexell / J. J. Ortega Román. Destino, Barcelona, 2008. 749 pp. 22,50 €

Care Santos

La leyenda acompaña a la trilogía Millenium, de la que ésta es la segunda entrega. Cuentan de su autor, un periodista comprometido en la persecución de viejos nazis de apenas 50 años, que murió en la escalera de su editor cuando salía de entregarle el tercer volumen de la serie, que aún no ha visto la luz en nuestro país. Sus libros, revelación de las letras suecas, fasto de las letras europeas, celebración para la novela de género negro, han causado una verdadera revolución en toda Europa. Ya hay agencias de viajes que organizan «tours Larsson» para conocer los escenarios de sus novelas. La versión cinematográfica de la primera entrega —Los hombres que no amaban a las mujeres— se estrenó en Suecia el pasado 27 de febrero y promete otro tsunami de desbordada pasión por parte de los espectadores de todo el mundo. La reclamación de los sustanciosos derechos enfrenta en los tribunales de su país a los padres y la pareja de hecho del autor. Y lo mejor de todo es que los libros merecen tanto revuelo. Qué gusto da escribir algo así.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina es el segundo caso protagonizado por Mikael Blomkvist y —sobre todo, sobre todo— Lisbeth Salander, la pareja que ya centró la primera novela. Para quienes no estén familiarizados con el asunto, procedo a las presentaciones. Él es un periodista noblote, mujeriego y muy comprometido con la persecución de los antiguos capos nazis. Se parece tanto al propio Stieg Larsson que lo más probable es que sea mucho menos él de lo que deseamos creer sus lectores. Lisbeth es una muchacha de pasado turbulento, casi anoréxica, que en la primera novela conocíamos llena de tatuajes y piercings, insuperable hacker e investigadora astuta. Y al mismo tiempo es uno de los personajes femeninos más logrados que he conocido jamás en mi vida de lectora. Ella sola justifica la lectura de estas novelas. Cuando ella desaparece del escenario —y en esta segunda novela lo hace durante casi 300 páginas— el lector se queda desconsolado, huérfano, esperando su regreso. Qué gran logro el de su autor. Con esta pareja tan heterogénea, que cumplen del todo aquella premisa de Wilde de ser una mujer con pasado y un hombre con futuro, urde Larsson esta segunda entrega, en la que continúa con la vida de los personajes en el punto en que la dejó la primera novela para plantear otra trama que nos llevará a bucear en aquello que estamos deseando desde la página 47 de la primera entrega: el pasado de Lisbeh.
Como curiosidad, se repite también el título largo y difícil de digerir y la portada (con perdón) horrorosa. Algunos editores ya utilizan estos libros como ejemplo de hasta qué punto un mal título y una cubierta feísima no importan en absoluto a la hora de decantar el gusto de los lectores. Desde luego, no les falta razón. El título es tan horroroso que muchos son los países que han optado por cambiarlo. En Inglaterra, por ejemplo, la primera entrega —publicada por Quercus Publishing— se llamó The Girl With the Dragoon Tatoo (La chica con el tatuaje del dragón), mientras que los editores italianos (Marsilio) optaron por acortar y vulnerar el título de la segunda entrega llamándola La ragazza che giocava con il fuoco. Para ser justos, también los españoles se tomaron alguna licencia, porque en verdad la primera novela se llama Los hombres que odiaban a las mujeres, un verbo —odiar— que debió de sonarles demasiado fuerte.
En este libro, la historia vuelve a lo suyo, a las mayores preocupaciones de su autor: la denuncia de la violencia contra las mujeres en la que algún crítico han visto, con cierta estrechez de horizontes, no sé qué feminismo combativo; los personajes de pasado repugnante; la reflexión sobre los límites de la moral en relación con lo legal, como también ocurría en la primera novela. Aquí Lisbeth ya no es la criatura extrema de la primera entrega, aunque sigue siendo una chica rara. Y Blomkvist es el de siempre, pero tocado por las flechas de un amor que deseamos ver florecer —qué cursilada, Larsson me odiaría. O tal vez no me amaría— en la tercera entrega.
Hay bruscos cambios de ritmo, como ocurría en la primera, que el autor compensa con unos diálogos brillantes y unos personajes secundarios tan complejos que deseamos saber más de ellos. Y, sobre todo, hay suspense, ganas de saber qué ocurre después, maestría para contar una historia compleja que engancha de la primera a la última página y que se lee como si fuera una novela breve (y, desde luego, no lo es en absoluto).
A quienes aún no formáis parte de este extenso club de admiradores rendidos a los pies de Larsson (o de Salander, puesto que parece más agradable rendirse a los pies de un personaje de ficción que a los de un muerto), sólo cabe envidiaros: tenéis aún la posibilidad de maravillaros con los dos primeros libros, y de terminar siendo como nosotros. Y a quienes ya lo habéis hecho, consolaos: la tercera entrega, La reina en el palacio de las corrientes de aire, está al caer (en junio llegará a librerías). Y está también, para unos y otros, la versión cinematográfica, que firma Niels Arden Oplev. Qué festín.








* Existe edición en catalán, en Columna y también en Círculo de lectores / Cercle de Lectors.

jueves, marzo 12, 2009

Solo con invitación: El mapa del tiempo. Félix J. Palma

XL Premio de Novela Ateneo de Sevilla. Algaida, Sevilla, 2008. 628 pp. 22 €

Julián Díez

El hecho de que esta novela haya conseguido un premio de prestigio supone una excelente noticia, y merece mucho la pena abrir una reseña literaria de un libro español con buenas noticias. Quizá ese movimiento sutil pero innegable que se va respirando en el ambiente, la cristalización desde diferentes procedencias de una generación literaria “argumentista” amante de los géneros que pueda terminar, o al menos poner en su sitio –interpreten esto como quieran-, a la asfixiante hegemonía de la “literatura del yo” en el panorama nacional. Son individuos que, en contra de las preferencias de los inseguros necesitados de suplementos culturales, buscan entretener con sus historias. Gente que, además, entiende que una narración no puede disfrutarse si el escritor considera que el lector es estúpido, o si no hace los deberes correspondientes a un buen trabajo literario. Brillantes artesanos del buen contar que nos son muy necesarios en un panorama desde hace décadas infestado de aspirantes a artistas.
A diferencia de las novelas galardonadas anteriormente de José Carlos Somoza o Lorenzo Silva, que cultivaban géneros que empiezan a estar pasablemente bien vistos como el terrorífico o el policial, Félix Palma entra con El mapa del tiempo vagamente en el de la ciencia ficción, donde dio sus primeros pasos literarios hace más de tres lustros. Félix negó, con todo, que la novela sea cf en su presentación. Desde entonces, he oído al maestro César Mallorquí decir que ésta quizá sea la mejor novela española de cf de la historia. Por otra parte, nuestra anfitriona creyó oportuno que yo reseñara esta obra a su lado en mi calidad de supuesto experto en ese campo. Pero no tengo una respuesta al respecto: la propia novela confirma y desmiente con el paso de sus páginas su militancia en ese género, y no han faltado en los últimos años literatos relevantes que han empleado la iconografía o el corpus temático de la cf para hacer otras cosas, seguramente vecinas, pero quizá no directamente emparentadas.
Dicho todo esto, lo que sí es sin duda El mapa del tiempo es una novela amena, y un homenaje incondicional a la época de oro del narrador puro: la del final del siglo XIX en lengua inglesa. La era de Conrad, Stevenson, Conan Doyle, Stoker, y el H.G. Wells al que aquí se concede el protagonismo de la historia. También es una parábola sobre el propio hecho literario: Palma reflexiona de la mano de Wells sobre la conveniencia de escribir con el horizonte de buscar el prestigio o de satisfacer al lector.
La novela opta por esto último con un dinamismo narrativo en el que no faltan emociones y giros, y con un estilo que hace la lectura agradecida. Este factor resulta especialmente reseñable, por cuanto supone una evolución decisiva en la obra de Palma. Autor de relatos memorables, joyas de maquinaria exquisita que recomiendo incondicionalmente, los dos intentos previos de Palma en el territorio de la novela se veían precisamente lastrados por el mismo estilo miniaturista que resulta tan satisfactorio en piezas de 15 páginas. En El mapa del tiempo ha encontrado una voz propia pero no intrusiva –pese a que, curiosamente, como narrador se da el capricho de intervenir libérrimamente en el relato-, que dosifica las ocurrencias y aciertos formales para permitir antes que nada el desarrollo de las historias.
La novela se articula en tres partes complementarias, un poco a lo Tarantino, en las que Wells es personaje común, y la obsesión por la posibilidad del viaje en el tiempo hilo vertebrador. Personalmente, mi favorita es sin duda la segunda, una historia de amor bastante singular, en la que brilla un personaje femenino inicialmente algo tópico pero que con su posterior desarrollo termina por resultar cautivador. La primera, de estilo algo más recargado, supone un arranque lento en comparación, claramente sobrado de páginas; y la tercera, en la que las paradojas temporales se enrevesan y se pretende ofrecer unas conclusiones, se me antoja algo oscura; sospecho que existe un mensaje en las últimas páginas, pero admito que no lo percibo con claridad. Aunque El mapa del tiempo no es la novela redentora que la cf española ansía –y que, tal vez, no reciba nunca-, sí supone un avance en muchos sentidos por conseguir reconocimiento para su temática y por elevar otro poco el abanico de públicos a los que puede llegar la muy recomendable obra de Palma. Además, y seguramente en lo que supone su auténtico objetivo cumplido, es una novela que se lee con interés durante una caudalosa cantidad de páginas, y se cierra con expectativas futuras.



Félix J. Palma: «Me siento con la madurez suficiente para hacer frente a lo que venga»

—Su novela es una reivindicación de los altos vuelos que puede alcanzar la novela de género. ¿Algo que añadir a las muchas páginas de la novela?
—Supongo que como se suele decir, lo he demostrado con hechos. En mi opinión, las historias de género -¿cuál no lo es?- no tienen por qué excluir los valores de la literatura con mayúsculas. Yo empecé escribiendo cuentos de ciencia ficción, e intenté hacerlo siempre con una prosa de calidad porque independientemente al amor que pueda sentir por el género, también amo la literatura, la musicalidad del lenguaje, la potencialidad de las palabras… En El mapa del tiempo he adaptado mi escritura porque tenía que trabajar con una historia más dinámica que las que generalmente alumbran mis cuentos, pero intentando que pese a ello también tuviera un valor en si mismo, que ofreciera un placer estético.


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miércoles, marzo 11, 2009

El silencio de Dios y otras metáforas. Una correspondencia entre África y Nueva York, Alfonso Armada y Gonzalo Sánchez-Terán

Trotta, Madrid, 2008. 136 pp. 12 €

José Luis Gómez Toré

El presente volumen recoge las cartas que se fueron cruzando en las páginas del suplemento dominical de ABC y de otros diarios del grupo Vocento, entre 2002 y 2005, el periodista y escritor Alfonso Armada (Vigo, 1958), desde un Nueva York que había conocido ya el 11 de septiembre, y Gonzalo Sánchez Terán (Madrid, 1971), escritor y cooperante, desde Guinea Conakry, Liberia o Costa de Marfil.
Dos peligros tienen este tipo de libros recopilatorios: uno de ellos es, evidentemente, el riesgo de que, dado su origen periodístico, el material recopilado sea tan dependiente de su contexto inmediato que, al perder su actualidad, pierda asimismo su interés y su capacidad de interperlarnos. El otro es la casi inevitable reiteración de temas y argumentos, que tal vez no moleste al lector de un periódico, pero que, en una lectura continua de textos no concebidos en su origen para formar parte de un libro, puede acabar convirtiéndose en un lastre. Afortunada o desgraciadamente, los textos conservan toda su fuerza a pesar de su evidente vinculación con la fecha de escritura. Y digo desgraciadamente, porque gran parte de estas cartas, si obviamos los nombres y las fechas, podrían haberse escrito hoy mismo: África sigue presentándonos como la misma dolorosa interrogación que aquí se hace una y otra vez Sánchez Terán y Nueva York continua siendo, en buena medida, el reverso de esa realidad africana. La ciudad norteamericana, en la que se dan cita múltiples realidades (los barrios pobres, Wall Street, la sede de la ONU a la que Armada acude como corresponsal...), funciona a la vez como un espacio concreto y como el símbolo recurrente de un sistema económico y político. Ese mismo sistema que ahora soporta los embates de la crisis financiera pero que ha ignorado durante años esas otras crisis permanentes que tan bien conocen los pueblos africanos. De igual manera, la repetición de temas, de personajes, de lugares... nos ponen una y otra vez ante una historia que no deja de dar vueltas en el mismo tiovivo de ruido y de furia.
Si mirarse en el otro es a menudo también aprender a mirarse uno mismo, Armada no sólo cuestiona la actitud de su propio país y de las grandes potencias sino también el papel que los periodistas cumplen en el mantenimiento del statu quo: Rsyzard Kapuscinski metió el dedo en una llaga que supura: «Los medios han difundido la consigna: la lucha no da resultados». Y en contra de esa consigna de resignación, Sánchez Terán convierte sus cartas en una constante denuncia de la pobreza, de las terribles desigualdades de nuestro mundo, de la complicidad de las potencias occidentales con los dictadores, convertidos en socios del expolio, o la complicidad, aun más lacerante, en las guerras que asolan el continente africano.... Con todo, mucho más importante que esa imprescindible labor crítica es su testimonio de todos aquellos (cooperantes extranjeros pero sobre todo, africanos) que desobedecen esa consigna. África es también el rostro de quienes optan por la lucha cotidiana, de quienes deciden poner palos en las ruedas de ese carro de los vencedores al que gusta de subirse la historia. Escribe Sánchez Terán: «Cuando la noche dura tanto, la única dignidad posible es permanecer insomne» y él, desde luego, mantiene los ojos muy abiertos, no sólo ante horrores que apenas sospechó el Kurtz de Conrad sino también ante la humanidad de gentes como Kolouma. Es difícil no conmoverse ante la iniciativa de este jefe de una aldea de Guinea Conakry que pregunta al español, después del 11 de marzo, si quiere que sacrifique dos gallinas para que los muertos en el atentado "según su creencia, hallen pronto la dicha junto a sus ancestros".
Me atrevería a proponer como lectura obligatoria en nuestros institutos la carta «Antonio Machado cruza a pie la selva de Liberia». En ella, Sánchez Terán pone en paralelo la indiferencia que nos acaban causando las hambrunas y las guerras de África con la actitud del director de un periódico que, en plena Guerra Civil española, recrimina a un periodista por seguir ocupándose de un tema (nuestra contienda incivil) que ya no interesaba a sus lectores. Como dice Aurelio Arteta, que prologa este libro, mucho más urgente que dilucidar la cuestión del silencio de Dios a la que alude el título es preguntarnos por nuestro propio silencio ante la injusticia y el sufrimiento de otros seres humanos, a los que, en teoría, consideramos nuestros congéneres.

martes, marzo 10, 2009

Bitch, Miguelángel Martín

La Cúpula, Barcelona, 2008. 124 pp. 20 €.

Guillermo Ruiz Villagordo

La experiencia de leer a Miguelángel Martín es una de las más impactantes que como lector se puede tener. Uno se acerca, pongamos por ejemplo, a Brian the Brain pensando que se tratará simplemente de la dulce y triste historia de un niño solitario y se topa con una serie de las mayores barbaridades que es capaz de pergeñar mente humana. Sin embargo, pese a su deprimente atmósfera, no es nada comparado con la dureza, gracias a sus abundantes dosis de violencia y sexo explícito, de Rubber Flesh o, sobre todo, Psychopathia sexualis, obra de principios de los 90 que constituye una buena muestra de hasta dónde es capaz de llegar la mente de Martín y que llegó incluso a ser secuestrada en imprenta en Italia, lo que no extraña teniendo en cuenta su tema: las conductas sexuales más desviadas, tanto reconocidas, como el orgasmo por asfixia, como inventadas ex professo para sus retorcidas historias.
En Bitch Martín nos sitúa en un futuro cercano marcado por las mismas injustas guerras de hoy contra las que se manifiestan a su manera una pandilla de jóvenes: Bitch, una artista del grafitti; Blondi, una punky trasnochada; y Amin, un dj gay saharahui. Pero Martín, fiel a su convicción de que nadie o casi nadie es inocente, no los presenta como adalides de la verdad absoluta, y así, en breves capítulos, a través de ellos y de su encuentro con otros personajes (un freak profesional, un grupo musical terrorista palestino, un misterioso grafitero que compite con Bitch en su afán de adueñarse de la ciudad mediante sus pinturas), se encarga de desvelar sus dobles perspectivas, sus mentiras, sus contradicciones tras esa apariencia de anarquistas contraculturales. Todos se debaten entre múltiples opciones entre las que son incapaces de elegir, por lo que se vuelcan en un pacifismo que acaban usando como una moda más a la que son arrastrados sin percatarse.
Un rasgo muy peculiar de los personajes de Martín es que, a pesar de su cierto encanto de dibujito infantil, debido su trazo claro y limpio, carecen de expresión. Casi nunca ríen ni se enfadan ni se muestran tristes. Viven en un estado de semicatarsis que les permite observar y juzgar lo que creen que es justo e injusto, tener inquietudes, pero no revelarlo físicamente. Es como si la sociedad les hubiese ganado la partida de antemano y asistiesen a un espectáculo en el que no pueden actuar más que como comentaristas (de esta manera se podrían entender las explicaciones bienintencionadas de sus respectivas causas que se dan entre sí a modo de pequeños discursos, intentando inútilmente autoconvencerse, más que convencer al otro, con meras justificaciones de actitudes que no tienen justificación), aunque crean que participan en él y están cambiando algo, que es lo más descorazonador de todo. Quién sabe si nosotros…

lunes, marzo 09, 2009

El día en que callamos las palabras, Antonia Cortés

Ediciones Soubriet, Ciudad Real, 2009. 73 pp.

Sofía Rhei

"No es justo que conviertas tu inquietud en mi ansiedad", dice uno de los poemas de este libro de textos lúcidos, con los que resulta imposible no identificarse. Al trasluz de los poemas se adivinan situaciones cotidianas que han quedado marcadas por la amargura que una carencia de comunicación ha dejado impresa en ellas. A menudo, el hecho de no decir supone un mensaje muchas veces más dañino que absolutamente cualquier palabra:

"Cuéntame, si es que en tu olvido hay una luz,
cuándo tus ojos perdieron el brillo de la verdad"

Al presentar el libro, Luis Alberto de Cuenca, autor del prólogo, explicó cómo, a su parecer, casi toda la poesía es triste, porque la poesía es un sustituto de la alegría. Esto tiene mucho que ver con este libro, en el que el tono melancólico es un vehículo del sentido, un refuerzo de la añoranza por ese mundo posible y cercano en el que las palabras serían todo lo que pueden llegar a ser.
El prologuista escribe que "el silencio desempeña el papel de villano" en esta colección de textos sobre la presión atmosférica de la incomunicación y su omnipresencia, sobre cómo el no saber o no querer decir puede ahogar, acerca del abrumador océano de palabras en el que tratamos de flotar y la falta de sentido de la mayor parte de ellas.
La poesía de Antonia Cortés tiene una voluntad semántica. Tras varios años de silencio, la poeta sólo habla para decir cosas que merece la pena decir, para poner la palabra en la llaga de las oportunidades perdidas, de las trampas de la memoria, de la cobardía como fuente de sufrimiento, de los diferentes colores de la pérdida, de la ciudad como trampa para las soledades y los alejamientos. Como causa y efecto de todo, en el centro de todo, están las carencias comunicativas, los silencios que sustituyen a esas palabras clave que deberían ser pronunciadas en los momentos precisos, y la falta de conciencia acerca de la importancia de esa amputación del sentido, de esa discapacidad. A menudo habría bastado con una palabra, pero como dice Antonia, "no estamos acostumbrados a pronunciarla".
La edición, cuidadísma y excepcionalmente lujosa dentro el panorama de la poesía, demuestra una vez más el cuidado que muchas pequeñas editoriales ponen en sus obras.
Este libro (que sólo pueden encontrarse en librerías pequeñas, de esas en las que los libreros se preocupan por mantener la calidad de sus existencias) está cuidadosamente ilustrado por el artista Eduardo Barco a razón de una limpia imagen por poema. Cada par de páginas contiene un texto y un grafismo, pero lejos de repetir estructura, en cada caso particular la disposición gráfica varía, en un ejercicio de diseño del que se aprecian incluso las leves transparencias de unas imágenes sobre espacios en blanco. Las ilustraciones, de una abstracción reflexiva, sugieren en su roma geometría mecanismos de protección y relaciones fallidas, enlazando de una interesante y sugestiva manera con una autora heredera de las mismas fuentes que la poesía de la experiencia.

viernes, marzo 06, 2009

Modelos de mujer, Almudena Grandes

Tusquets, Barcelona, 2009. 256 pp. 13,50 €

Inés Matute

No diré que el prólogo con el que Almudena Grandes nos presenta la obra es lo mejor de ella, pero sí diré que ayuda enormemente a comprender por qué la autora, siendo una de las más sólidas narradoras del panorama actual y una de las de mayor proyección internacional, no cultiva el cuento de modo habitual: se le queda corto. Se le queda corto dado que, cuando la Grandes empieza a tirar del hilo de la historia, percibe que el trabajo se está excediendo de sus límites, y es embargada por una inconcreta nostalgia fruto de los días en que ya no podrá seguir viviendo en compañía de los personajes, dejándose llevar por sus peripecias. En otras palabras: se frustra por no poder seguir dándoles cuerda. También nos explica que los relatos que conforman este libro no fueron escritos con la expresa voluntad de ser integrados en un volumen, pero que todos ellos están, de una u otra manera, vinculados a los conflictos que han inspirado sus obras anteriores, una condición que les presta una unidad inevitable. A la autora de Las edades de Lulú, Malena es un nombre de tango, Atlas de la geografía humana, Los aires difíciles o El corazón helado, su novela más reciente, le gusta deambular por un mundo sencillo y muy personal, cuyas fronteras coinciden con los límites de su memoria.
El libro que hoy comento se compone de siete cuentos, cuyos títulos nos ofrecen una pista más que fiable acerca de su contenido. “Los ojos rotos” trata sobre los amores de una cuarentona mongólica con una fantasma, desventuras que la llevarán a rasgarse los ojos para así recuperar los rasgos de un rostro que sólo es percibido por su espectral amado.
"Malena, una vida hervida”, recoge la increíble historia de una mujer atada de por vida a un régimen, una dieta que presumiblemente la hará más deseable a ojos de su amor, un perfecto imbécil cuya imagen ha sido idealizada a través de los años. La peculiar relación sensorial que la protagonista establece con la comida —fascinación, embrutecimiento, lujuria— me ha llevado a releer la historia varias veces, disfrutándola cada vez más, encontrando los hilos que, inevitablemente, nos remiten a Las edades de Lulú, donde la mirada del amante modifica y determina la imagen que el amado tiene de sí mismo. A mi juicio, se trata de un relato sobresaliente. “Bárbara contra la muerte”, trata sobre la lucha de una adolescente contra un horrible anuncio o premonición que sale de la boca de una monja de clausura. La arrolladora juventud y las ganas de vivir de la protagonista conseguirán, a modo de moraleja, que la vida se imponga a la muerte. (Sonreirán todas las lectoras que, como yo, hayan estudiado en un colegio de monjas). “Amor de madre” es la loca historia de una madre alcohólica que retiene a su hija a su lado utilizando las drogas, y también a su yerno a punta de pistola, inmerso todo ello en el discurso desquiciante de una mujer que desconoce los conceptos de libertad y escrúpulo. Una madre que sólo “sabe” ser madre, aún a costa de aniquilar a su única hija. “El vocabulario de los balcones” es la minuciosa descripción de un amor que ha crecido en la distancia, en el cruce de miradas, donde la lejanía y los deseos ocultos moldean la historia. ”Modelos de mujer” profundiza en el viaje profesional de dos mujeres, una espectacular e incompetente actriz y una traductora inteligente y divertida, pero también gorda. ¿Adivináis cuál de ellas se convertirá en objeto de deseo del hombre más interesante que aparece en todo el libro?. Por último, “La buena hija” trata sobre el drama de una mujer que ha sido criada por una chica de pueblo, la chacha de la casa, a la que adora. Años más tarde, la infeliz se verá obligada a cuidar de su madre cuando ésta enferma y se convierte en una perfecta tirana. No desvelaré el final de la historia por no cerrar la puerta a la sorpresa, pero sí diré que todos estos cuentos son un canto a la vida y al esfuerzo.
Modelos de mujer es un libro adictivo, que se lee muy rápido, que nos deja con ganas de más, más modelos y más mujeres, más de una Almudena Grandes que hace honor a su apellido y que, con un lenguaje fresco, coloquial sin ser vulgar, nos envuelve en un torbellino de sensaciones. No, no es un libro de mujeres escrito para mujeres, pues ni los argumentos son menores ni los personajes son de rango menor ni es menor la ambición de la autora al escribirlos. Tonto sería pensar, además, que Almudena Grandes sólo ha pretendido ofrecer una visión caleidoscópica de una vida estrecha que va del fogón al pasillo. Leedlo y descubrid que lo atípico cabe dentro de lo cotidiano, y que las cosas no siempre son lo que parecen. El deseo es el motor de la voluntad; es él quien nos ayuda a torcer el destino. Y ese es, precisamente, el hilo conductor de este magnífico libro.