viernes, agosto 29, 2008

Mi bruja estrafalaria quiere ser chef, Hiawyn Oram / Sarah Warburton

Trad. Estrella Borrego del Castillo. Beascoa, Barcelona, 2008. 96 pp. 7,95 €

Care Santos

Las aventuras de Horacio Conjurator Maúllez, el atribulado gato de Ágata Maga, la bruja que no quiere serlo, comenzaron para los lectores españoles hace algo más de un año, cuando Beascoa publicó el álbum ilustrado Las cartas de Horacio y su bruja estrafalaria. Las claves de estas historias posteriores se sentaron allí: Ágata es una bruja joven, inquieta y guapa, que no acaba de resignarse a las obligaciones de su trabajo. Horacio es un gato licenciado en acompañamiento de brujas que durante siete años, muy a su pesar, está unido profesionalmente a Ágata, a quien se encargará de hacer entrar en razón una y otra vez. Si en la primera —y deliciosa— entrega de la colección, ilustrada también por la estupenda mano de Sarah Warburton, Ágata se encaprichaba de un príncipe con quien deseaba asistir a un baile, en las nuevas aventuras —esta vez de pequeño formato—, la bruja mostrará sus inquietudes hacia actividades tan diversas como la danza, la canción o la gimnasia. En este cuarto título de la serie, recién aparecido, se convertirá por un día en una reputada chef de cocina que triunfa en televisión, mientras que en las dos próximas entregas, que Beascoa publicará en otoño, sentirá la necesidad de ser trapecista y supermodelo. Todos devaneos que Horacio, el sensato felino, se encargará de atajar con buena mano, utilizando la magia si es menester, como ha hecho en las anteriores ocasiones.
En la primera entrega, el gato desesperado pedía consejo a su tío Serafín —«Socorro. Mi bruja no quiere ser una bruja. No ríe con malicia. No se sube a una escoba ni por equivocación. (...) Se niega a asustar a los niños»—, dando pie así a un relato en forma epistolar, muy bien resuelto en las ilustraciones y enriquecido con diversas pestañas. Ahora, los nuevos libros recurren a la escritura diarística. El gato se desahoga escribiendo un cuaderno donde explica todas y cada una de sus cuitas diarias. A veces, el cansancio le vence, y se duerme en mitad de una frase, pero siempre logra retomar el hilo. Otras, debe interrumpir la explicación de sus aventuras para atender sus compromisos: «Te cuento más en cuanto pueda. Las ranas hambrientas están croando tanto que acabarán despertando a toda Villa Siniestra». Su existencia, en suma, es lo bastante trepidante y alocada para sustentar unas narraciones donde él siempre acaba metido en los líos que le correspondían a su bruja, a quien siempre libra de sanciones, castigos o ridículos. Es cierto que el menor formato resta vistosidad a la parte gráfica, pero el equilibrio entre texto e ilustraciones es mayor ahora. Texto y dibujo trabajan aunados en conseguir el dinamismo y el sentido del humor que forman parte del producto final, multiplicando así las cualidades que se apuntaban en el álbum.
La peripecia de esta cuarta entrega nos sitúa en el mundo de los humanos —«el otro lado» para Horacio, por el que su bruja siente predilección— donde Ágata descubre casualmente que puede ser una estrella televisiva de los fogones. Las Cuatro Arpías en persona están a punto de descubrir sus continuas negligencias, pero Horacio consigue gracias a su astucia y a una tele recién comprada que se distraigan de sus propósitos. Enm resumen, aventuras alocadas, cargadas de sentido del humor, para lectores de siete años en adelante. Y para aquellos que superáiteis esa edad hace tiempo, preparaos: después del éxito internacional de la colección —que ha seducido a muchos lectores en todo el mundo, de Estados Unidos a Japón—, la adaptación a la gran pantalla de la bruja sin vocación ya está en marcha. Sólo es cuestión de tiempo, y sentiréis a Ágata Maga como parte de la familia. Esa misma familia a la que también pertenecen Shrek, Baloo o Wall-E.

jueves, agosto 28, 2008

Poesía completa (1963-2003). Memoria y deseo, Manuel Vázquez Montalbán

Península, Barcelona. 2008. 496 pp. 18,5 €

Juan Gómez Espinosa

Simplemente: Vázquez Montalbán fue de lo mejor de su época. Y punto. Esto tal vez diga mucho de él. De su época… bastante poco dice su época de sí misma. Un poco más adelante, y también simplemente: Vázquez Montalbán fue un gran poeta, lo consiguió. Y punto. Su época, entonces, queda atrás. Me explico: el Mundo (y no digamos ya ese apéndice suyo llamado Arte) se divide en dos tipos de seres: siervos e inmortales. Coyunturales y trascendentales. Los primeros viven (si se le puede llamar vivir a eso que hacen) sometidos a los dictámenes de la Circunstancia; en sus corrientes son maleados y, finalmente, por ella actúan. Los segundos llegan a someterla, a usarla si llega el caso, y todo gracias a un previo y casi agotador proceso de auto-conocimiento, de búsqueda individual, de senderismo hacia la plenitud. Éstos tal vez no se vistan con el traje del triunfo pero, para ellos, esa vestimenta que los demás ansían no es otro que el traje falso del emperador. Los siervos se conforman con el Carnaval otorgado eventualmente. Los otros están solos pero saben cuál es el verdadero valor de la risa, y de una lágrima, y de un cuerpo. En Vázquez Montalbán apreciamos perfectamente algo al borde del milagro: la evolución desde un estado coyuntural hasta otro de plenitud. Esta edición de su poesía completa, ordenada cronológicamente, lo permite de manera eficaz. Sólo hay que leer.
Desde Una educación sentimental hasta Coplas a la muerte de mi tía Daniela la impronta de lo circunstancial es clara. La pleitesía rendida a la estética de la época obligaba a una inmersión en la cotidianeidad, tanto en el ámbito dramático (lo anecdótico) como en el lingüístico (lo coloquial). El primero se explica por la derrota: el siervo lo es en la medida en que abandona sus fuerzas (o sus cojones) y no le queda más que celebrar el credo impuesto por las autoridades o regodearse en su propio cieno, es decir, en el terreno de porqueriza que se le permite. La vía del regodeo no hace más que lustrar el régimen odiado, alimentarlo, pero paliando en el quejumbroso sus noches de remordimiento. No nos engañemos: el gallego estuvo cuarenta años en el trono hasta que murió anciano y hospitalizado. Todo esto gracias, en parte, a la ausencia de una oposición no sólo coordinada sino también con fuerza en las venas, aunque sólo fuera para vaciarlas (las venas) de forma masiva en el paredón. En vez de sacrificio, regodeo, limosneo en el mínimo y asfixiante espacio permitido. De hecho, no hay que olvidar que la inmensa mayoría intelectual mantenía sus talones en la más pura burguesía, por mucho que supiera pronunciar el nombre de Engels. El aspecto lingüístico no era más que reacción pro-marxista de salón ante las “pemaniadas” del régimen, desarrollada por escritores que habían estudiado en colegios de curas, es decir, con una buena formación humanista. De nuevo, el remordimiento social de los burgueses con picores. Ya vendrían las masas con espíritu poético pero sin formación ciceroniana para adoptar este credo de saldo. Vázquez Montalbán, sin embargo, siempre estuvo un paso por delante de todo esto, incluso en sus versos más deliberadamente prosaicos. Jamás se adscribió plenamente a canon estético alguno, aunque revoloteara cerca. Y esto se nota a la legua (y a la lengua): su libertad (inteligente, claro, de lo contrario no hay libertad) a la hora de malear las estructuras, los ritmos, incluso las citas anecdóticas. La memoria deja de ser alimento del vergonzante, aunque todavía consiste en un ejercicio de aislamiento. No lo voy a negar: la mayoría de estos poemas alcanzan cotas muy altas de emoción, te agarran por un momento y entras en comunión con el bueno de Manolo. Sin embargo, a partir de A la sombra de las muchachas sin flor la comunión se realiza ya con la poesía misma, es decir, con uno mismo, es decir, la catarsis. Vázquez Montalbán revienta (con humildad, porque nunca se le pudo acusar de divismo) y su entraña sale a la luz. Se quedaría solo, es cierto, pero se convertiría ya en un creador pleno. Se acabó Abril, el Abril circunstancial de los primeros tiempos, para dar paso al tiempo en su esencia. La memoria ya no dirige, sino que es dirigida. El lenguaje se retuerce cuanto le viene en gana, incluso en los elementos prosaicos que aparecen aquí y allá (son muchos años de uso, es natural). La imagen, la materia de la creación, se desata y corona el mundo. Praga es, sin duda alguna, uno de los mejores ejemplos de este nuevo estadio. Lo circunstancial, lo histórico, transcendido y vertido en esencia pura del dolor.
Debería haber existido más de un Vázquez Montalbán, humano y pleno, pleno por humano. Sin embargo, la constante general ha sido muy diferente. Desde Vallejo, Huidobro y Lorca parece que, en nuestra lengua, apenas ha existido una voluntad en la expresión, lo que se traduce en una voluntad en la actitud vital. Tal vez, parte del problema radique en que Gil de Biedma se murió, sus seguidores se murieron y no se han dado cuenta. Y ya no hablemos de los vanguardistas que repiten los mismos pies fosilizados de Salinas leyendo a Anacreonte.

miércoles, agosto 27, 2008

Sólo de lo perdido, Carlos Castán

Destino, Barcelona, 2008. 256 pp. 19 €

Nere Basabe

Quien diga que los cuentos de Carlos Castán hablan de amores truncados que se ahogan en la barra de un bar, como en una canción de Sabina o un poema de la experiencia, se está quedando sólo con la parte más superficial de estos relatos, dieciocho para ser más exactos. Castán, en Sólo de lo perdido, como ya hiciera en su anterior libro Museo de la soledad (2000, 2007), sigue persiguiendo el rastro de lo que fuimos, obsesionado por esa búsqueda de una identidad que sólo se nos presenta entre brumas; y así su interés por los heterónimos, por habitar otros cuartos improbables, o por mostrar desnudas las trampas del recuerdo que nos abofetea irónico al confrontarse con el presente: «un hombre nunca sabe qué pasado le espera», tal y como reza una de las citas (de Benjamín Prado) que encabeza un relato, y que parece toda una declaración de intenciones en la escritura de Carlos Castán. ¿Y qué es aquello que, por encima de todo, nos identifica? Una «sed de intensidad» (se repite en distintos relatos), un anhelo o pasión que es más nosotros mismos que la sucesión de anodinas jornadas laborales o rutinas conyugales, y sobre todo la ausencia, las cicatrices que deja lo perdido: «La felicidad se divide a partes iguales entre las vísperas y el recuerdo: las cosas mismas, las horas presentes vienen siempre desnudas de esa película de sueño y de esa bruma que las recubría en el deseo y que volverá a envolverlas, con el tiempo, una vez se almacenen en la memoria».
Pero Carlos Castán se muestra insobornable por esa memoria revestida de nostalgia, y así las evocaciones de los veranos de la infancia en el pueblo con sus primeros amores, o los años universitarios marcados por utopías sentimentales y políticas, adornadas con discos y cojines por el suelo, un póster del Che y un amor que iba a ser para siempre, desgarran las páginas con precisa crueldad; crueldad también con la que trata a sus personajes femeninos, aquellos oscuros objetos del deseo que dejaron estos lodos en que se ahoga hoy el narrador, y que fueron abandonadas a su suerte: en un andén, en un cuarto de hotel, abandonadas a la noche y la prostitución, el alcohol y la soledad, la locura, el fondo de un pozo oscuro, la trituradora de un camión de la basura, una silla de ruedas o en manos del violador de su infancia (y aquí estoy mezclando argumentos de Sólo de lo perdido como de Museo de la soledad, porque el motivo se repite bajo diversos disfraces). Tampoco él, la voz narradora que recuerda, sale mejor parado, y el olvido se convierte en un crimen del que a duras penas se resucita, en medio de una ciudad poblada ya de cadáveres: «El recuerdo de lo que fuimos desciende en el cerebro de los demás hasta los pliegues más recónditos, a los más oscuros baúles de la última bodega de su archivo. Y todo eso cuando nuestros huesos aún caminan: mientras nuestra carne, mal que bien, todavía palpita». En la distancia que media entre el pasado y el presente, que es como decir entre el deseo y la realidad, se debate un títere arrepentido que acaba desmembrado, naufragado en una soledad que es, en palabras del autor, «habitar más que nadie la memoria y el deseo y, en cambio, haber desaparecido hace tiempo de los recuerdos y las ganas de los demás».
Contrasta la amargura y el sarcasmo de estas historias con la belleza exquisita de la prosa en la que están contadas, tal vez no una prosa depurada, ni una técnica narrativa perfecta como de taller, pero sí un estilo riquísimo, desbordante y luminoso, enormemente lírico, que se paladea como un buen vino cuando parece deslizarse, al final de cada cuento, en su última línea, hacia el ritmo de un poema («la amarga saliva de los tiempos que se fueron»; «saborear a conciencia mi ración de desdén»; «se emborracha de absenta la parte que me falta»; «quizá no sólo fieras acechan en la niebla»...). Pero el lirismo sublime se entrecorta también con inesperados coloquialismos abruptos que nos vuelven a poner los pies en la tierra; forma y contenido se armonizan así, basculando ambos (el estilo, las historias) entre las caricias y la dentellada del recuerdo (tantas veces tergiversado) de lo extinto.
No sé si Carlos Castán tenía en mente o no el poema de Borges “Posesión del ayer” cuando buscó un título para su obra, pero hay en él un verso que podría resumir bien el sentido de este libro: «Sólo es nuestro lo que perdimos...»

martes, agosto 26, 2008

Tatami, Alberto Olmos

Lengua de Trapo, Madrd, 2008. 126 pp. 15,60 €.

Miguel Baquero

Una de las propuestas literarias más arriesgadas y, por lo tanto, más valiosas de las que circulan actualmente dentro del panorama español es este Tatami, de Alberto Olmos. El juego que propone Olmos es un juego sin concesiones: un espacio cerrado, tan cerrado como el interior de un avión en el que dos personas viajan rumbo hacia Tokio, y tan cerrado asimismo como las 123 páginas que componen esta novela; una única acción, sin salidas tangenciales ni amplias digresiones sobre tal o cual aspecto; y un lenguaje conciso, directo, tajante, hermoso en su efectividad y enemigo de las florituras, un lenguaje que ya dejó un magnífico sabor de boca en otras novelas del autor, como Trenes hacia Tokio o El talento de los demás. En este espacio reducido y despresurizado, Olmos hace coincidir a dos personajes: una mujer y un hombre. Y sin mayores preámbulos (sin ningún preámbulo, de hecho) el avión despega y comienza a volar.
Al lado de una pasajera, un tipo extraño y de modales bruscos. Un tipo, pronto nos damos cuenta, para el que no están hechos los modales ni todas esas pequeñas convenciones. Un personaje crudo, conectado con la esencia de las cosas. Antipático, hosco, grosero, es un tipo que habla de las relaciones de dominio de unas personas sobre otras, de la humillación, de la esperanza, del deseo. Un sujeto poco recomendable que, sin embargo, tiene una historia que contar, y pese a lo desagradable, e incluso asqueroso, que pueda llegar a parecerle, la pasajera acaba escuchando su historia.
Y del mismo modo en que, dicen, las presas de la serpiente quedan fascinadas e inmovilizadas por su mirada, así la protagonista (y los lectores) quedamos suspensos por la historia que nos cuenta el pasajero de al lado. Toda la novela está estructurada en torno a eso: el extraño deseo que nos hace apetecible algo que, en rigor, deberíamos rechazar, estamos educados para rechazarlo. Sin embargo, ese deseo (que va mucho más allá del simple morbo), esa pulsión degenerada, nos lleva a permanecer en el asiento, a seguir pasando páginas, a desear que el avión no aterrice y podamos conocer el final. De igual manera que al pasajero del asiento de al lado ese deseo, hace años, le llevó a dar un paso más allá, todavía un paso más allá, de lo conveniente, de lo permitido, incluso de lo legal. En todos nosotros palpita una rara atracción por el abismo, y es esa atracción lo que a lo largo de estas pocas pero intensas páginas Olmos nos trae una y otra vez a la boca.
Tatami es una magnífica novela en varios sentidos. Magnífica por su argumento pero, sobre todo, magnífica por el ritmo cómo está contada, el modo como el autor se detiene en los momentos culminantes, se acelera en los superfluos, el modo como nos da pista sobre lo que va a suceder y, cuando esto parece que va a llegar, nos mantiene todavía unas páginas en vilo. Olmos se ha sabido retirar a un segundo, seguidísimo plano, pero controla en todo momento el vuelo y el avión, como en una larga travesía transcontinental, se mantiene en todo momento en el aire sin sacudidas ni turbulencias ni caídas de nivel. Y todo ello sin el apoyo impostado de un lenguaje artificial, sino mediante una palabra limpia y unos diálogos naturales y creíbles.

lunes, agosto 25, 2008

Mascarones de proa, Ignacio Sanz

Multiversa, Valladolid, 2008. 103 pp. 23€.

José Manuel de la Huerga

La idea en germen era un hallazgo; la ejecución, una obra de arte. El escritor y contador de historias, Ignacio Sanz acaba de ver publicada su rara avis recopilatoria de historias, sueños y premoniciones de este mar de secano interior. ¿Ah, pero Castilla fue un mar atravesado por imponentes cetáceos? Sí, lo prueban los fósiles de caracola que aún resuenan en la recámara de nuestros sueños, cuando aplicamos la oreja a la almohada y nos vemos niños por primera vez frente al mar. Sólo el editor Rafa Vega, que aquí saca a relucir también su faceta de pintor en pura esencia, podía sentirse apelado por la provocación, cuando el manuscrito cayó en sus manos.
El resultado, como dije, una delicia. Un lujo de edición en papel ahuesado, con cuerpo de letra elegante y respirable; unos dibujos a lápiz, apenas insinuación de esos hermosos y enigmáticos mascarones de piedra o madera petrificada que Ignacio ha ido coleccionado a lo largo y ancho de la geografía mesetaria de Castilla. (Y entiende Castilla, y eso nos interesa, más allá de sus lindes autonómicas oficiales. Atienza y Guadalajara, rayanas a Segovia también se dan cita.) Hasta el logotipo de la editorial Multiversa, su caracola o nautilus, aciertan a identificarse con el contenido de este libro extraño que no sabemos calificar (tampoco nos importa) si como recopilación de leyendas marineras de interior, historias desconcertantes en el límite de los sueños de secano, poemas en prosa sobre nuestra pérdida más querida, la emoción infantil del mar, o catálogo de mascarones de proa, de cuando esta llanura era mar, y nosotros peces.
Yo necesitaba un libro así. Si la Castilla vetusta y reseca encuentra fiel referente en las prosas de Azorín; si la Castilla recogida en pequeñas almunias de sosiego para letraheridos como Fray Luis, está certeramente reseñada en la Guía espiritual de Castilla de Jiménez Lozano, nos faltaba la pirueta en el agua salada que es Mascarones de proa de Ignacio Sanz.
Las piruetas frescas nos hacen volver al punto de partida fundacional de la literatura: contamos historias porque soñamos, soñamos porque amamos vivir, y escribiendo recordamos cuando vimos el mar por vez primera. Los gallegos tuvieron su contador de fábulas, Cunqueiro, que reunió a magos, caballeros medievales, meigas y demás seres de fraga en sus colecciones inolvidables. También los vascos tienen a su contador de resonancias de caserío, de lagartos que se meten por la oreja y niños que se enamoran de un recuerdo inventado por su padre. Me refiero a Obabakoak de Bernardo Atxaga. Por último, las tierras astures del bosque, de tesoros de ultramar, de huellas de osos, son únicas en la voz de Xoan Bello, en su Historia universal de Paniceiros.
Esta recopilación de Ignacio Sanz debería formar parte de nuestro patrimonio de emociones por dos razones creo que bien fundamentadas. Primero, la devoción por la historia bien contada, amasada muy despacio en las tardes de sobremesa, en la vigilia del aparentemente desaparecido en la charla insustancial. Todas son noticias de una vida, de amigos que cuentan, de rumores que llegan unas veces por el boca oreja, otras por los sueños leídos en cualquier parte, siempre en continua actitud de recepción. El autor, contra la moda, no se ha precipitado en componer un catálogo de curiosidades marineras que ofrecer a la estampa y cubrir el expediente. Lejos de ello, ha aguardado al momento oportuno de tener las historias bien armadas y mejor ensambladas. Y segundo, porque el libro es un libro de amigos, de gente que ama la palabra contada como vehículo de amor entre iguales. Ahí está la sordera del genial Pereira, la soledad del almirante Joaquín Díaz en su buque insignia de Urueña, el mascarón de Isla Negra que le llegó a Neruda desde Peñafiel, la incrédula Care Santos que no se imaginaba sirenas de cola partida en nuestros capiteles románicos...
No creo que sea mucho exagerar si dejo escrito que Mascarones de proa nos recuerda que fuimos niños de secano que miraban el mar como lo más bello del planeta. De verdad, si alguien desea reconciliarse con lo mejor de la palabra contada, que lea estas cosmicómicas del mar de Castilla. Italo Calvino lo tendría en su mesilla de noche una buena temporada, para ahuyentar pesadillas y convocar sueños húmedos de agua salada.

viernes, agosto 22, 2008

La historia del Rainbow Warrior, Rocío Martínez

Kalandraka, Pontevedra, 2008, 36 pp. 15 €.

Carmen Fernández Etreros

Cada vez tenemos más claro que nuestro planeta está en peligro y por ello más libros infantiles y juveniles tratan de temas como la biodiversidad, la ecología, la educación ambiental... No sólo se trata de libros útiles para que los niños intenten mantener prácticas ecológicas en la vida cotidiana que ayuden a salvar el planeta en un futuro —como ideas para aprender a reciclar o consejos ecológicos— sino libros como en éste, que muestran un ejemplo práctico de uno de esos esfuerzos de algunas organizaciones por conservar el planeta.
Se trata del álbum ilustrado La historia del Rainbow Warrior, con el que su autora e ilustradora Rocío Martínez, logra un doble reto: el primero dar a conocer una página de la historia mundial y de la lucha por el planeta, y lo segundo crear un conmovedor cuento que llegue al corazón de los niños. Para ello Rocío Martínez muestra con sus dibujos imágenes de gran plasticidad, exhibe un manejo elegante del color y una gran delicadeza con sus trazos minuciosos. En cuanto al texto destaca por su interés en contar una sensible y sencilla historia que ayude a comprender a los niños la importancia de la vida de los animales marinos y su aportación al ecosistema del planeta. Un álbum ilustrado publicado por Kalandraka que ha sido posible gracias a que Greenpeace aprobó la realización de la obra y certificó que cumple con los requisitos del proyecto «Libro Amigo de los Bosques», porque en su elaboración se utilizó papel fabricado a partir de madera procedente de plantaciones ambientalmente sostenibles.
La autora intenta contar la historia del Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace, y su lucha para proteger la vida de las ballenas y de las focas en peligro por la acción humana. Como fue una historia rodeada de matices políticos y de luchas en ocasiones cruentas, la autora e ilustradora utiliza la metáfora de una madre ballena y su hijo: «Por eso dibujo dos ballenas que nadaban en un mar helado. La más pequeña remoloneaba. No quería hacer un viaje que con toda seguridad sería largo. La más grande la empujaba suavemente y le cantaba una historia: "Hace años, cuando los hombres comenzaron a construir barcos de corazón mecánico, un día crearon el primero para proteger a nuestra especie…».
En 1978 un barco, el Rainbow Warrior de Greenpeace, comenzó a surcar los océanos del planeta para denunciar prácticas como la caza indiscriminada de ballenas y focas, la contaminación con los residuos tóxicos y radiactivos o el uso de redes mortíferas para especies marinas indefensas. Algunos países fueron sensibles a esas protestas y aprobaron leyes que contribuyeron a que el mundo fuera más habitable. Han pasado 21 años desde que aquel primer barco fue hundido en el fondo de las aguas y convertido en arrecife artificial, pero su réplica actual sigue surcando los océanos manteniendo su misma causa.
Rocío Martínez se dedica profesionalmente a la ilustración de libros infantiles y juveniles para editoriales de varios países y ha recibido diversas distinciones, como el Premio del X Concurso de Álbum Ilustrado «A la orilla del viento» 2006 con De cómo nació la memoria del bosque, y en 1999 y 2001 sendos accésit del Premio Lazarillo de Ilustración. Entre sus obras destaca el álbum Gato Guille y los monstruos y el más reciente La rana Rony, de Antonio Muñoz Puelles (MacMillan).
En suma, un álbum ilustrado que cuenta con sencillez una página de la historia centrada en la lucha por el planeta, desconocida para muchos niños. Las ilustraciones de Rocío Martínez aportan un nuevo enfoque al fomento de la ecología y la educación ambiental.

jueves, agosto 21, 2008

Descortesía del suicida, Carlos Vitale

Prólogo de José María Merino. Candaya, Barcelona, 2008. 113 pp. 12 €

Doménico Chiappe

La microficción, como toda prosa narrativa, necesita una estructura. La diferencia es que aquí se escriben sólo los eslabones esenciales de la trama. Todo lo demás se sugiere. “Sugerencia”, podría ser la microdefinición del microcuento. Una palabra que aparece, con énfasis, en la introducción de un libro magnífico, Los males menores (colección Austral) de Luis Mateo Díez, maestro de este género antiquísimo que ahora se revalúa, quizás por la influencia de la pantalla y el ritmo frenético de vida actual.
Carlos Vitale, poeta, traductor y narrador, ha recopilado una cantidad de textos breves en Descortesía del suicida. Algunos de estos textos son aforismos (“Viejo verde” y “Delitos y faltas”) y juegos de palabra (“Recibir su merecido” y “Microeconomía”); otros se limitan a la metáfora (como “Borrador”); otras líneas encajan mejor bajo la categoría de poesía (ya Vitale ha demostrado en sobradas ocasiones lo bien que se le da el género). Ahora bien, en gran parte de sus páginas se puede leer una historia, más sugerida que visible. Es decir, este libro no es una compilación de narrativa brevísima; o no solamente; aunque sí se encuentran cuentos con ese entramado invisible que juega tanto con la imaginación del lector y sus posibilidades creativas (delebles y olvidables). Me refiero a “La puerta condenada”, donde se deja a cargo del lector a veces el desenlace, otras el planteamiento; otras el desarrollo y el desenlace (“Il pensiero debole”), con notable eficacia.
Vitale también goza de una facilidad para cambiar de registro, para darle a cada narrador una entidad propia. Para ensayar en cada capítulo (cada cuento) un estilo. Cito “Un lugar para cada cosa”, sobre la crianza de animales de granja en los pisos de Barcelona, que parece extraído de una publicación de cordel; o escrito, todavía antes, por un contemporáneo de Cervantes. En el caso de los aforismos, se disfruta la reproducción de cosas oídas y memorizadas, certezas populares que Vitale ha guardado en el fondo de un cajón de la memoria y rescatado, al estilo Último Round de Cortázar, líneas escuchadas en su hogar o en la calle, o leídas en alguna parte (“¡Quién fuera abeja reina!” y “Grados de autoestima”, por ejemplo).
En la presentación del libro, José María Merino, otro mago de la sugerencia, resalta un rasgo de Vitale que no pasa desapercibido: ironía, “un humor que no puedo calificar sino de instantáneo, que suele ser la energía misma del género”. Merino señala un cuento, “el más significativo” del conjunto, que ciertamente está entre los más inquietantes. Lo reproduzco aquí:
“En el reloj de la esquina del correo son siempre las doce. A veces es demasiado temprano y a veces demasiado tarde”.
Porque inquietud es otra palabra que debería sumarse a la minidefinición del microcuento: La ficción brevísima debe sugerir e inquietar, tareas que cumple a cabalidad Carlos Vitale en este conjunto de prosas cortas.

miércoles, agosto 20, 2008

Las baladas del ajo, Mo Yan

Trad. Carlos Ossés. Kailas, Madrid, 2008. 489 pp. 19,90 €

Elena Medel

El gobierno de China anima a los campesinos a ocupar sus tierras con plantaciones de ajo. La obediencia es tal que la idea, a priori positiva, desemboca en catástrofe: no existe demanda que cubra el altísimo nivel de producción, y ni siquiera los almacenes poseen capacidad para semejante marea. Esta pobreza añadida a la pobreza ya existente, las quejas de los agricultores afectados —reflexionen: ¿en qué país se desarrolla la acción?— y las odiseas personales de los cultivadores Gao Yang y Gao Ma constituyen el motor de Las baladas del ajo, un apabullante y muy recomendable —por su realismo, y por su sugerente escritura— fresco sobre la China oculta para atletas y turistas.
El texto de solapa cita a Kundera y García Márquez, los titulares señalan a Mo Yan como primo asiático de Kafka, pero estas Baladas del ajo nos suenan a la épica rural de Faulkner y, por el infortunio que padecen —sin poder evitarlo: nada poseen, a nada aspiran— sus personajes, a un crucero por la tragedia griega. Enlazada por fragmentos de las baladas que —en alusión al cultivo como motor secundario, y al eterno conflicto entre sus personajes como mecha principal— entona el rapsoda ciego Zhang Kou como apertura de capítulo, también se diría que al otro lado del papel nos topamos con un hijo ilegítimo de Homero y Eurípides. Prometedor árbol genealógico el de Mo Yan...
Novela coral, en Las baladas del ajo se entretejen —con una prosa que apela a los sentidos— pequeñas historias igual que en una labor de miniatura, cuentos fascinantes que nacen de la tradición y nos enganchan bien por su exotismo, bien por el fuste narrativo del autor. Sin embargo, esta sencillez formal contrasta con la bomba de relojería de su argumento: Las baladas del ajo es —sobre todo— un libro de meditado amor a China, no a una historia de revoluciones u opresiones, sino de respeto por su origen, por sus paisajes, por quienes la habitan, fruto de una reflexión y un posicionamiento que no debe resultar fácil a su autor. «Los novelistas siempre tratan de alejarse de la política, pero la novela en sí gira en torno a la política. A los novelistas les preocupa tanto el “destino del hombre” que suelen perder de vista su propio destino. Y ahí radica su tragedia». Las baladas del ajo se abre con esta cita de Stalin; aun así, obviémosla y acerquémonos a esta novela libres de prejuicios, sin ideologías que nos predispongan a favor o en contra.
La literatura de Mo Yan es, al menos en este libro, y en el sentido más puro del adjetivo, profundamente política. Nada, sin embargo, de panfletos ni programas: en esta obra late el pueblo, pues Las baladas del ajo nos habla de los chinos, de quienes no deciden, sino que se limitan a soportar. Novela coral, he escrito antes, pero también novela río, inagotable, cuyo dibujo firme compite con la Gran Muralla, aquí Mo Yan nos descubre la China más atípica gracias a las historias de la gente normal. Déjense llevar por la corriente...





(Mo Yan entrevistado por ADN)



MÁS CHINA EN LA TORMENTA:
Los buenos deseos, de Yiyun Li. Reseña de Leah Bohnín. Para leerla haz click AQUÍ.

martes, agosto 19, 2008

Pasajera del silencio. Diez años de iniciación en China, Fabienne Verdier

Trad. Rosa Alapont Calderaro. Salamandra, Barcelona, 2007. 253 pp. 16 €

Care Santos

En 1983 Fabienne Verdier tenía veinte años cuando terminó sus estudios de Bellas Artes en la Universidad de Toulouse. Poco sedimento dejó en ella esta escuela, en la que «el psicoanálisis había causado estragos» y donde los profesores se limitaban a repetir «¡Enciérrese en una habitación y exprésese!», sin antes profundizar en la enseñanza de las técnicas pictóricas. Sin embargo, en esa escuela la joven e inquieta pintora tropezó por vez primera con la que sería su verdadera vocación: la caligrafía. Un profesor francés, Bernard Arin, la introdujo en la enseñanza de una materia que en Europa había dejado pràcticamente de enseñarse, y que a ella la subyugó:

«Se estudiaban diferentes estilos: la rústica, la gótica textura "quadrata", por la que sentía debilidad, la capital romana, la uncial latina primitiva, la cursiva romana de los siglos VI-VII, la merovinga, la visigótica. Desde la cancilleresca del siglo XV y la bastarda hasta la didona y la alineal del siglo XX, revisitábamos la historia de la escritura.»

Fue ese profesor quien le recomendó aprender de los grandes maestros orientales. Hokusai, el pintor japonés de la escuela Ukiyo-e*, le emocionaba mucho más que los maestros italianos y flamencos a quienes admiraban sus compañeros. «En la época de la fogosa juventud, uno busca expresiones que conmuevan y no una retahíla de nombres y fechas.» En ese instante, Verdier decidió poner rumbo a China. Una China idealizada, que poco tenía que ver con la que encontraría al llegar. A pesar de todo, se adaptó a su nueva vida y desarrolló su sueño. El libro es la crónica de ese proceso. Pero también la pormenorizada historia de un aprendizaje fabuloso, que no sólo tiene que ver con la pintura.

La Revolución Cultural había hecho estragos en la Universidad. La de Chongqing, en la provincia de Sichuan, no era una excepción: muchos profesores apartados de la docencia, alumnos adocenados, organización castrense en las aulas y, por supuesto, mil ojos observando todos los movimientos, especialmente los de "la extranjera" que había conseguido una beca para estudiar en un lugar remoto. Sólo por eso, y por su interés tan difícilmente explicable a los ojos de los responsables del nuevo régimen, Verdier estaba siempre bajo sospecha. Sus años de estancia en esa Universidad resultaron, entre otras cosas, una lucha contra la muralla invisible que pretendían levantar a su alrededor. Aprendió chino de forma autodidacta y logró al fin prescindir de los servicios de una traductora que ejercía también de informadora del Partido. Sólo entonces se dio cuenta de lo que se leía en un cartel que las autoridades habían colgado en su puerta: «Está prohibido molestar a la extranjera. El estudiante que infrinja este reglamento será expulsado de la Universidad». Esa batalla por integrarse, que terminó venciendo, fue su primer gran reto.
El segundo consistió en lograr que uno de los profesores calígrafos que habían sufrido el retiro forzoso de las aulas impuesto por el régimen de Mao —la caligrafía se consideraba una antigualla inútil que convenía erradicar— se convirtiera en su maestro. El modo en que lo consiguió recuerda a esos actos de paciencia oriental que engrosan el tópico. Después de un año de insistencia, la francesa se convirtió en la única mujer y la única occidental que aprendía las técnicas de caligrafía china. Tinta negra, tintero de piedra, pinceles de cerdas animales y toneladas de paciencia para hacerse con los secretos de una técnica que va mucho más allá del uso de los pinceles: es un modo de mirar, de estar en el mundo. Invirtió más de un año para conseguir la perfección en un solo trazo vertical. Más de cinco antes de comenzar a emplear más colores que el negro. Un largo proceso encaminado a sintetizar el mundo entero en una sola mancha de tinta. Eso fue lo que su maestro le transmitió a lo largo de más de seis años. El relato de ese aprendizaje paciente, lento, insistente y meticuloso, es lo mejor del libro.
Aunque el aprendizaje de la estudiante francesa en la tierra del Dragón comprendió mucho más que las técnicas artísticas que ella deseaba aprender. Hubo infinidad de materias "exracurriculares" que llegaron por añadidura: la soledad, la tozudez, la austeridad, el silencio, el aislamiento... todo ello le ayudaron a forjar un nuevo carácter, como ella misma afirma en las páginas finales de su relato autobiográfico, y modificaron su modo de ver el mundo y, en consecuencia, también de reflejarlo en su obra.

Por lo demás, éste podría ser también el libro de viajes de alguien profundamente enamorado de la tierra que visita. Verdier describe con profusión sus excursiones a rincones de la China remota, esa que pocas veces han visto ojos occidentales, partidas de ma-jong en la casa de té del pueblo y una huida precipitada del país después de la matanza de Tiananmen. Conmueve el relato de esa despedida, igual que ha conmovido unas páginas atrás la visita al pueblo de los yi, anclados en sus tradiciones ancestrales que el Régimen comunista se encargó de borrar de un plumazo. La China del terror también aflora, pero lo malo se diluye siempre en la mirada benevolente de la visitante. Parece como si Verdier no se atreviera a profundizar. Se horroriza, pero no juzga. Y sólo se enoja cuando, unos años después, regresa en calidad de diplomática.
Después de su vuelta definitiva a Europa, la pintora se instaló en una granja a treinta kilómetros de París, donde vive en la actualidad (a pesar de que por su relato parece mayor, apenas tiene 46 años). Allí pinta y vive con la austeridad y la serenidad que aprendió de sus maestros orientales. Desde allí reflexiona sobre la creación y continúa creando y exponiendo, no sólo en Francia, también en China. Y mientras sedimenta lo aprendido, continúa considerándose "una apreniza". «La calidad de una obra» —dice— «no depende del talento innato de su creador, aun cuando sea necesario al principio (...). La diferencia reside en la perseverancia, en la encarnizada voluntad de proseguir.»

* Algunos de los grabados de Hokusai —incluyendo su famoso La gran ola de Kanagawa— y de Hiroshige pueden verse en Barcelona hasta el próximo 15 de septiembre en la exposición Ukiyo-e. Imágenes de un mundo efímero. Se trata de la magnífica colección de la Bibliotèque Nationale de France. Además de la obra de estos dos nombres de referencia, la serie de retratos femeninos y la de estampas eróticas son estupendas. (Obra Social de Caixa de Catalunya, La Pedrera, calle Provença, 265, bajos).

Imágenes: (1) Fabianne Verdier en su estudio de la Universidad de Chongqing. (2) Bourasques, Una de sus obras.



lunes, agosto 18, 2008

China para hipocondríacos, De Nanjing a Kunming, José Ovejero

Punto de Lectura, Madrid, 2008. 300 pp. 15,63 €.

Pedro M. Domene

Trazar el mapa exhaustivo de un país como China o elaborar un itinerario mínimo de consulta puede resultarle a cualquier viajero una tarea casi impensable cuando hablamos de miles de kilómetros de distancia en un imperio milenario, cargado de historia y de cultura tan ajena y extraña a los occidentales pese a las conocidas crónicas de extraordinarios visitantes y la abundante información reciente que, sin embargo, nos descubre un lugar tan desconocido como inquietante. Por eso, un libro como China para hipocondríacos, de José Ovejero, que obtuvo el Premio Grandes Viajeros en el año 1998, se puede leer, diez años más tarde, con el mismo interés y la misma fruición de entonces, pensando que transcurrido este tiempo, la China descrita por el madrileño haya cambiado, al menos, en los aspectos más negativos señalados entonces puesto que Ovejero realizaba una perfecta radiografía del lugar, de sus gentes, de su cultura, de sus costumbres, así como de sus miserias y de sus grandezas. Este libro no es el resultado de un viaje al uso, todo habrá que decirlo porque la aventura del escritor en los años noventa resultó ser un recorrido personal por la China más desconocida, concretamente por la provincia de Yunnan, lugar que años más tarde ha resultado ser uno de los lugares más visitados y hermosos del país asiático.
Las razones del viajero, además de las explicaciones de las primeras páginas, justifican como Ovejero, alguien descastado, incapaz de guardar ausencias, cuya fidelidad no se prolonga mucho más allá de esa presencia y del tiempo invertido, un buen día decide que quiere visitar China, lugar con el que no tenía la menor relación ni sabía gran cosa acerca de sus costumbres, su historia e incluso el idioma. Como cualquier otro posible visitante, compró algún libro, elaboró itinerarios y, puesto que la lengua iba a ser el gran problema, escribió a algunas universidades de la República Popular China para aprender el idioma durante algún tiempo, así el viaje se iniciaba en Bruselas, vía Hong Kong hasta Nanjing, en cuya universidad pasaría el primer mes estudiando. Durante el segundo recorrería el país por cuenta propia.
Cuando uno inicia la lectura de China para hipocondríacos debe olvidar que en el país se están celebrando los Juegos Olímpicos y que una visita para disfrutar de semejante espectáculo universal nada tendría que ver con lo narrado en el libro. La de Ovejero es una China desconocida, donde el autoritarismo planea sobre una población anclada, en ocasiones, en sus tradiciones milenarias, la miseria se extiende por casi todo su territorio, la religión, en cualquiera de sus variantes, sigue siendo importante y donde el socialismo no ha conseguido eliminar la pobreza. Quizá por eso, en este libro, eminentemente literario, cobran vida los paisajes y las ciudades visitadas, sus mercados populares y sus barrios, se muestra una China cautiva y a medida que vamos pasando sus páginas descubrimos, un inusual viaje donde lo inesperado es la principal fuente de información para el escritor. La visita a Nanjing, con abundantes referencias a su historia y posterior desarrollo, convertida en una importante referencia cultural e universitaria en la actualidad, la relación del viajero con Cheng, la profesora y las vivencias que esta impone a su alumno, la visita a Hong Kong, donde, donde Ovejero, que viaja solo —en su búsqueda de un absurdo que resulta difícil de compartir: encontrarse a sí mismo en algún otro lugar del mundo, como si fuese el personaje de un cuento de Borges— espera a Renate, su compañera de los últimos tiempos; y a partir de ese momento, China para hipocondríacos se convierte en una crónica compartida desde Hong Kong a Guilin, Chengdu, con parada en Guiyang, hasta Leshan para visitar la monumental escultura de Buda, labrada sobre la roca, y cuya obra se prolongó durante noventa años.
Anécdotas, curiosidades, referencias históricas, abundantes manifestaciones culinarias que no dejan de sorprender a un hipocondríaco como el viajero, se suceden a lo largo de estas páginas donde, además, se percibe, y después se transcribe, la excesiva amabilidad o la animadversión de sus gentes, campesinos que intentan engañar al visitante en sus compras y cambios de moneda, la visita a Xichang habitada por una minoría Yi e Hi, de quienes se habla en algunos documentos con dos mil años de antigüedad; una ciudad perdida en el tiempo, franqueada por una antigua muralla y un curioso mercado atestado de gente y por donde ningún otro blanco pasea; no menos curiosos son los abundantes viajes en tren y en autocar que deben realizar los viajeros hasta llegar a Kunmimg, muy cerca ya de la frontera birmana, sin antes dejar de visitar Lijiang, cuna de uno de los pocos matriarcados de la China contemporánea, y admirar las sorprendentes mujeres Naxi con unas prerrogativas que envidiarían muchas occidentales, un pueblo de origen tibetano, con su propia escritura jeroglífica y cultivadores de la religión dongba.
Parada y fonda en Dali, habitada por la minoría Bai, aunque por su ubicación, en la remota provincia de Yunnan y tan alejada de Beijing, siempre se ha visto envuelta en revueltas y luchas por su independencia. El largo viaje concluirá en Kunming, la ciudad descrita por Marco Polo, calificada por el veneciano de «grande y noble, donde viven muchos mercaderes y artesanos», entre la fascinación e intimidación por los lugares visitados, aunque al final, todo viajero a lugares lejanos sufre lo que suele denominarse "el síndrome del National Geographic", cuando este tiende a fijarse únicamente en lo exótico.
El escritor, al final, se permite un último apunte premonitorio: Cuándo vuelva, ¿iré a una China que ya no es la descrita porque el país ha cambiado vertiginosamente en pocos años, porque hay más coches en las calles de las grandes ciudades, la gente lleva móviles, muchos chinos se han comprado un televisor...? Una década después, indudablemente, sería la descripción de una China diferente porque nunca es posible volver a donde uno ya ha estado.

MÁS CHINA EN LA TORMENTA:
-Un lugar llamado nada, de Amy Tan. Reseña de Leah Bonnín. Para leerla haz click AQUÍ.

viernes, agosto 15, 2008

Viaje a una guerra, Christopher Isherwood y W.H. Auden

Trad. Eduardo Iriarte (poemas de Auden) y Raquel Vázquez Ramil (textos de Isherwood). Ediciones del Viento, A Coruña, 2008. 334 pp. 21 €

Óscar Esquivias

La primera noticia que recuerdo haber tenido sobre la guerra entre China y Japón la encontré, cómo no, en la lectura de una de las aventuras de Tintín, El loto azul, álbum en el que Hergé recreaba el Shanghái populoso y colorista inmediatamente anterior al conflicto. Allí, aparte de la abigarrada zona china de la ciudad (con sus rickshaws, fumaderos de opio y calles repletas de coloridas banderolas) también se recreaban los barrios administrados —y defendidos militarmente— por las potencias extranjeras (las llamadas «concesiones internacionales») y estaba siempre presente la amenaza del imperialismo japonés. Hace pocos años reencontré ese mismo escenario y parecido momento histórico en una novela de Kazuo Ishiguro, Cuando fuimos huérfanos (Anagrama, 2001), que me impresionó vivamente (es inolvidable su parte final, de una desolación abrumadora). Y ahora, de nuevo, he vuelto al Shanghái bélico gracias al Viaje a una guerra de Isherwood y Auden, quienes fueron a China en febrero de 1938 para contar sus impresiones sobre la contienda que desde medio año antes enfrentaba a este país con Japón, que había invadido militarmente parte de China. Esta guerra no terminaría hasta la derrota nipona en la Segunda Guerra Mundial.
Viaje a una guerra está conformado por varias partes: una —la más extensa— es la escrita por Christopher Isherwood con forma de diario. Esta crónica se inicia en Hong Kong el 28 de febrero de 1938 y termina en Shanghái el 12 de junio de ese mismo año. Flanqueando el texto de Isherwood hay dos series de poemas de Auden: una primera en la que evoca el viaje en barco que les llevó a China (se titula “Entre Londres y Hong Kong”) y otra final con veintisiete sonetos y un largo comentario en verso donde da forma poética a sus pensamientos e impresiones sobre la guerra. Además, los autores incluyeron una selección de las fotografías que fueron tomando a lo largo de aquellos meses. Son imágenes de gran valor testimonial en las que se ven hospitales, ciudades bombardeadas, trincheras (en una de ellas se retrata el propio Auden), diplomáticos, políticos o generales (entre otros, el propio presidente del gobierno chino, el generalísimo Chiang Kai-shek); también aparecen algunos de los personajes del libro (como el criado Chiang o el vehemente doctor Mooser, por ejemplo) e incluso el fotógrafo Robert Capa (quien añoraba volver a nuestra Guerra Civil porque, según aseguraba, los españoles eran mas fotogénicos que los chinos). Viaje a una guerra fue el resultado de un encargo de las editoriales Random House y Faber&Faber, que encomendaron a Isherwood y a Auden un libro de viajes sobre Oriente, sin que les especificaran el itinerario o el destino. Seguramente las ideas políticas izquierdistas de los autores les llevaron a elegir precisamente China, que no sólo se defendía de la agresión de Japón (país que desde 1936 tenía una alianza con Alemania: Isherwood y Auden estaban muy concienciados contra el nazismo y el totalitarismo, cuyos efectos conocían de primera mano), sino que también asistía en su seno al desarrollo de la revolución comunista que finalmente triunfaría en 1949. Junto con la Guerra Civil Española, la Guerra Chino-Japonesa era el gran conflicto bélico que acaparaba la atención internacional del momento. Las observaciones de Isherwood en su relato suelen ser siempre prochinas (y procomunistas), aunque no es precisamente la beligerancia política lo que caracteriza su relato, sino más bien un desenfadado —que no frívolo— tono novelero. Isherwood reconoce que sus conocimientos sobre Oriente eran muy escasos y se pinta a sí mismo como un excursionista o un exótico personaje de Julio Verne que da tumbos por China en compañía del atildado y flemático poeta Auden y de un sirviente chino (Chiang, quien se lleva algún sopapo por sus descuidos, como si fuera un personaje de comedia). Las idas y venidas de este trío están narradas con la agilidad y brillantez propias del estilo de Isherwood, cuyas dotes de observación eran extraordinarias: en sus páginas aparece retratado el mundo de los corresponsales extranjeros, la acomodada vida de los diplomáticos en las concesiones internacionales (aquella era una época en la que los periodistas viajaban a la guerra con esmoquin para asistir a las fiestas), la labor de los médicos y misioneros, las penalidades de la vanguardia, los bombardeos sobre ciudades e infraestructuras y, en fin, todo aquello que iba conociendo según se desplazaba por el país. Isherwood hace descripciones vivacísimas de ciudades (Cantón, Hankou, Chenzhou, Xian, Shanghái), de personas (su entrevista con «Madame», la mujer de Chiang Kai-shek, es memorable) y de paisajes. También, por supuesto, refleja el sufrimiento del pueblo chino y no esconde las consecuencias terribles de la guerra sobre la población civil. Las dotes literarias de Isherwood (ingenio, amenidad, inteligencia, humanidad) brillan en este relato de circunstancias. Auden, por su parte, se aleja de lo descriptivo o de lo meramente narrativo y muestra en sus versos una voz mucho más dramática, severa y alegórica que la de su compañero (los poemas se publican también en su versión original inglesa). Los traductores (Eduardo Iriarte con Auden, Raquel Vázquez Ramil con Isherwood) me da la impresión de que han hecho un excelente trabajo.
Sorprende que este Viaje a la guerra se publique ahora por primera vez en España, casi setenta años después de editarse en los Estados Unidos. No puedo dejar de recomendar vivamente su lectura, aunque sé que los que ya aman la obra de Auden o de Isherwood no necesitan ningún estímulo y no dudo de que correrán a buscar el libro. Por su parte, los que leyeron emocionados El loto azul o Cuando fuimos huérfanos harán bien en acercarse a este Viaje a la guerra: aunque pertenezcan a géneros muy distintos y no sea justo compararlas, hay una intensa familiaridad entre estas tres sorprendentes y maravillosas obras.

MÁS CHINA EN LA TORMENTA:

-Historias de Pekín, de David Kidd. Reseña de Care Santos. Para leerla haz click AQUÍ.

jueves, agosto 14, 2008

El pabellón de las peonías, Lisa See

Trad. Gemma Rovira Ortega. Salamandra, Barcelona, 2008. 350 pp. 20 €

Ángeles López

Aquello de «es difícil vivir sin amor pero más difícil es amar» le viene como anillo a este libro, semillero de angustia, nostalgia y vía crucis emocional que provoca las enigmáticas reverberaciones de un gong. La sinopsis sus páginas sería algo así como: joven china del siglo XVII (ajena al cataclismo político de que los manchúes se hayan alzado con el poder tras derrocar al mítica dinastía Ming) regresa del más allá para cumplir su destino. En medio, claro está, hay amor, deber e idealización. La autora de El abanico de seda, se convierte en una touroperadora histórico-emocional para un occidental ávido de relatos exóticos. Es Lisa See, narradora irremediablemente sensitiva, turgente y hasta carnal; pero sobre todo melancólica en su más puro estado. Cada página huele a jengibre, anís estrellado e hinojo y rezuma la luminosidad con ambages, propia del mítico Imperio del Sol Naciente: obediencia a las tradiciones, la poesía de la ópera, costumbrismo, rituales, leyendas ancestrales...
De caudal sincero, esta americana de ascendencia china, buena sabedora de la historia y versada en el corazón de las mujeres, sabe encajar las piezas del tetris amatorio oriental, en un “menú degustación” para profanos. Una lástima, no obstante, comprobar que si hay algo parecido al amor, solo puede tratarse de la pérdida del amor...Sea en la cultura que fuere.
Se intuye que la literatura de Lisa See sirve para decir “yo soy” o “yo sé quien soy”, en una revisión constante de su raíces. Shakespeare dijo que todo autor se emplea siempre en escribir la misma historia y, fiel a sus palabras, la novelista de El pabellón de las peonías, ha encontrado su espacio narrativo en un triángulo muy aquilatado: mujer, emociones y oriente. Pero, a diferencia de otros autores que se han sumado al rebufo de Memorias de una geisha, la autora sí conoce el tiempo y el espacio que relata, y no es una impostora literaria que chupe rueda narrativa de nadie.
No son páginas escritas para nutrir y aleccionar conciencias, ni para que reverenciemos a la antigua Catay o veneremos su poderosísima historia, sino que están escritas en el ecuménico idioma de la melancolía con el fin de acariciarnos y provocar que llovamos lágrimas. Novela galante, costumbrista, nostálgica, atmosférica, con la mirada puesta en la melodía y el ritmo íntimo de la propia historia. Dotada de buen instinto narrativo y magnífico archivo de fragancias, descripciones –en ocasiones excesivas- y sensaciones que acunan al lector. Prosa, en definitiva que, cuando es preciso, sabe convertirse en ascua para hablar del ardor del alma. Instantes atrapados en esa sensual atmósfera de ámbar que es el verbo cuando debe lidiar con la historia eterna e inmutable del corazón.
Así, El pabellón de las peonías se lee con gusto, pues con placer parece haber sido escrita. Me atrevería a decir que está contada desde la embriaguez que produce envolver de palabras el choque de trenes que supone el la idealización de una piel hacia otra. Por todo ello, el decir de Lisa See —en esta, su quinta novela— resulta cada vez más franco, intimista, bello y, por qué no decirlo, de un delicioso catastrofismo sensitivo.


MÁS CHINA EN LA TORMENTA:

-La buena tierra, de Pearl S. Buck. Reseña de Leah Bonnín. Para leerla haz click AQUÍ.

miércoles, agosto 13, 2008

El perfume del cardamomo. Cuentos chinos, Andrés Ibáñez

Prólogo de Félix Romeo. Impedimenta, Madrid, 2008. 154 pp. 16,95 €

Amadeo Cobas

Cuando alguien nos está colocando un «cuento chino» ya sabemos a qué atenernos, por eso no le otorgamos verosimilitud ni al cuento ni al embustero que intenta engañarnos. Bien es verdad que es un dicho, y como tal está sujeto a discrepancias sobre su infalibilidad. Una prueba está en el interior de este compendio firmado por Andrés Ibáñez. Aclara éste que él no es ningún experto en literatura china, lo que nos lleva a concluir, en un principio, que si él se considera a sí mismo como un simple aprendiz, le concedemos el beneficio de esta duda.
Hay historias de lo más variopintas aquí; así en contenido, intensidad y longitud, de tiro muy corto, un suspiro de duración, hasta las que abarcan vidas enteras; hay historias evocadoras, historias de ensueño, como por ejemplo aquella en la que la prosopopeya vence y más de uno nos sentimos identificados con los animales que, embarcados buscan su edén particular: la plena libertad. Ay, quién pudiera. Hay historias de piratas legendarios, con nombres de colores y méritos indudables para volverlos héroes sin parangón, como es el caso de Rosa Fucsia, quien «no hablaba nunca, porque cuando abría la boca se le escapaban flores y mariposas, trozos de blanca carne de tiburón y páginas amarillentas de libros antiguos».
Tienen estos relatos un ritmo suave, una cadencia detallista que los encamina con dulzura en ocasiones hacia un final abrupto, acaso inesperado. Son obras escritas con trazo suelto, sin ambages, a guisa del pintor que capta un paisaje con pinceladas breves, dispuestas de modo que no abrumen en un abigarramiento de color, sino que muestren lo diáfano, lo sencillo, lo natural. Eso sí, aquí habita la sugerencia más tierna: «A Rama de Cerezo, la hija más joven del juez Song Ling, le gustaba contemplar las marcas que los insectos dejan sobre la superficie de los charcos de la lluvia. Le gustaba contemplar los círculos que las lluvias de primavera crean sobre la superficie rectangular del estanque de los lotos. Le gustaba contemplar la forma en que el río poderoso arrastra los círculos transparentes de la lluvia».
La conclusión nos la da el propio autor: leamos, porque hasta los más fieros piratas sucumben «poseídos por la comezón y la delicia de la lectura» cuando por error asaltan un bajel que resulta ser una biblioteca flotante, abandonando su vida de pillaje, sangre, fuego y muerte para verse «atrapados por siempre por el perfume del cardamomo». Delicioso y aromático epitafio para esta delicada selección de cuentos chinos firmados por un experto (le conferimos merecidamente este título) en la literatura de China.

MÁS CHINA EN LA TORMENTA:

-El ojo de Jade, Diane Wei Lang. Doble mirada de Carmen Fernández Etreros y Miguel Baquero. Para leerla haz click AQUÍ.

martes, agosto 12, 2008

En el gallo de hierro. Viajes en tren por China, Paul Theroux

Trad. Margarita Covándoli. Punto de Lectura, Madrid, 2008. 746 pp. 11,75 €

Sofía Rhei

«-Si en China no hubiese habido una revolución, su vida habría sido muy distinta.
-Puede que mejor, puede que peor –respondió.
-¿Ni siquiera puede decir que ha vivido un periodo histórico interesante[1]?
-Sólo un poquitín. La historia China es enorme. La Revolución Cultural casi no cuenta.»
El viajero se asombra de lo global y completa que es la percepción que tienen los chinos de sus cuarenta y seis siglos de historia, de esa conciencia que relativiza los periodos temporales por comparación a su larga tradición de dinastías y crisis entre dinastías. Esto sucede casi al principio de viaje.
Más adelante, según se va adentrando en diferentes regiones, y visita tanto zonas rurales como los diferentes estratos sociales de las ciudades:

«Nueva York es vertical, una ciudad de interiores… y de secretos, pero Shanghai es sus calles. De puertas para adentro no hay espacio suficiente para tantos habitantes, y por eso la gente trabaja, habla, cocina, juega y hace negocios en las calles.»

Es un observador privilegiado, porque gracias a su fama como escritor es invitado a recepciones diplomáticas, y gracias a que va aprendiendo chino a lo largo de su viaje y a su facilidad para pegar la hebra con todo aquel que se le ponga delante (asíatico u occidental), es capaz de entrevistar a gente de todo tipo. Estas entrevistas, en las que toca sin pudor temas políticos, religiosos e incluso sexuales, configuran una especie de fresco sociológico de la china de aquel momento (1987).
El libro es una narración bastante exhaustiva de este largo y lento viaje, de un año de duración, a bordo del tren llamado "El gallo de hierro".

«Explicó que la frase gallo de hierro (Tie Gongji) aludía a la tacañería, porque "el avaro no regala siquiera una pluma… como el gallo de hierro". También significaba inútil y formaba parte de un proverbio que incluía una grulla de porcelana, una rata de cristal y un gato esmaltado (ciqi her, boli haozi, liuli mao). Aunque la lista no incluía un elefante blanco[2], también se refería a una carga gravosa. También existía un juego de palabras con gallo de hierro porque contenía un retruécano con los términos "ingeniería" y "locomotora».

Este párrafo basta para ilustrar la abrumadora riqueza del idioma y el sistema de conectividad de la cultura china, pues en tan sólo una expresión popular caben cuatro o cinco referencias. Quizá esta capacidad de relación, este entrecruzamiento, sea uno de los factores de adhesión que hacen de la cultura china un tejido homogéneo, un terreno estable a través de los siglos y las diferentes revoluciones, en el que las mismas palabras, grafismos y expresiones de hace muchos siglos conviven con otras nuevas.
Las locomotoras chinas del viaje de Theroux se fabrican prácticamente a mano, pieza por pieza:

«Es la última fábrica del mundo que aún produce locomotoras de vapor. […] Todo se hace a mano, sobre la base de martillear el hierro, desde las inmensas calderas hasta los pequeños silbatos de bronce.[…] La fábrica de Datong parecía una inmensa herrería, el tipo de fábrica ruidosa, sucia y peligrosa que existía en Estados Unidos en los años veinte. Es indestructible porque nada está automatizado: si hoy cayera una bomba, mañana volvería a estar en funcionamiento. […] millares de obreros frágiles pero ágiles, dispersos entre montones de hierro humeante al son de "El coro de los yunques". […] El diseño no estaba mal, simplemente parecía anticuado. Y (este tipo de locomotoras) eran muy económicas en un país productor de carbón. […] A la mayoría de los occidentales les parece cómico e incluso absurdo, pero no es una broma, no lo es en una sociedad en la que en los ríos aún se pesca con redes creadas hace dos mil años. China ha padecido más cataclismos que cualquier otro país de la tierra. Pero resiste e incluso prospera. Empecé a pensar de que mucho tiempo después de que estallaran los ordenadores, reventaran los satélites, se estrellaran los jumbos y despertáramos del sueño de la alta tecnología, China seguiría avanzando con trenes traqueteantes, arando las antiguas terrazas, viviendo satisfecha en cuevas, sumergiendo las plumas en tinteros y escribiendo su historia.»

A bordo de esa locomotora "hecha para durar", el viajero Theroux va descubriendo una China que conoce profundamente (en un momento dado, hace una recensión de todos los inventos y descubrimientos que tuvieron lugar mucho antes en China que en Europa, y al leerla da la impresión, probablemente cierta, de que los chinos lo inventaron prácticamente todo) y que admira, pero que nunca llega a fascinarle, pues es consciente de sus numerosas contradicciones. Sin embargo, al finalizar su viaje y descubrir el Tibet, padece una especie de epifanía y queda cautivado por el lugar.
Cualquiera que haya leído alguno de los numerosos libros de Theroux se habrá dado cuenta de que posee el don de la narración. Tiene una especie de instinto para separar los materiales interesantes per se de aquellos que sólo lo son coyunturalmente, y el talento de transmitir su meollo en párrafos que despiertan la curiosidad.
La narración de los viajes siempre acaba siendo una forma profunda de autobiografía:

«Cada vez que oía la palabra china que significa ferrocarril pensaba que mencionaban mi nombre. Tielu ("camino de hierro") suena como si un chino intentara la pronunciación francesa de mi nombre. Siempre acababa volviendo la cabeza. ¿qué decían de mí?»

Esto sucede especialmente cuando los interrogados vuelven sus preguntas contra el entrevistador.

«-¿Cuándo se sintió viejo por primera vez? –me preguntó una joven.
-Cuando tenía seis o siete años, durante el primer curso –dije verazmente-. Y cuando terminé la escuela secundaria. Y cuando cumplí los treinta años. Desde entonces me he sentido muy joven… hasta que me hizo esta pregunta».

El fluir del tiempo se entreteje con la idea de viaje hasta un punto en que se confunden. Todo el libro da una impresión de que la vida es siempre el viaje, y el viaje nada más que la vida. La subjetividad, la imposibilidad de la narración enfrentada al terrible deseo de contarlo y de retenerlo todo, y la subjetividad como fábrica de sorpresas o de hastío.

«En cualquier tipo de viaje existen sobradas razones para regresar y comprobar tus impresiones. ¿Tal vez te apresuraste a juzgar el sitio? ¿Quizá lo visitaste en un buen mes? ¿Alguna característica del clima dulcificó tu disposición? Sea como fuere, a menudo un viaje consiste en aprovechar el momento. Es muy personal. Por mucho que yo viajara contigo, tu viaje no sería el mío. Nuestros relatos serían diferentes. Repararías en que provoqué a la gente con preguntas, en que me entretuve en el mercado y en que mi desconfianza del agua china equivale casi a la hidrofobia. Yo podría mencionar tu impaciencia, tu debilidad por los buñuelos o la forma en que el calor te agobió. Tú escribirías sobre las variedades de la comida china y yo sobre el modo en que se la zampan.»

[1] Al emplear esta palabra, no da la impresión de que Theroux esté jugando con la famosa expresión china "Tiempos interesantes", que da título al excelente libro de Terry Pratchett, absolutamente recomendable en su fascinante caricatura cultural.
[2] La expresión "elefante blanco" es frecuente en inglés, y se refiere una posesión valiosa que no produce ningún beneficio a su poseedor, sino más bien una carga por tener que mantenerlo. Por eso muchos mercadillos de segunda mano, y un juego de intercambio de regalos que se lleva a cabo en fiestas, llevan este nombre.


MÁS CHINA EN LA TORMENTA:
-Lo mejor de la poesía amorosa china, edición de Guonjian Chen, reseña de Ana Gorría. Para leerla haz click AQUI

lunes, agosto 11, 2008

El Dragón y los demonios extranjeros, Harry G. Gelber

Trad. de Francisco Martín. RBA, Barcelona, 2008. 488 pp. 27 €.

Alberto Luque Cortina

Es curioso, pero a pesar del creciente protagonismo de China en el mundo actual, el gigante asiático sigue siendo para muchos un gran, y nunca mejor dicho, misterio. Buena parte de los objetos de uso doméstico que habitualmente utilizamos —desde una simple arandela a esa camisa que tanto nos gusta pasando por los múltiples productos electrónicos o los prontamente olvidados juguetes de nuestros hijos— han sido fabricados allí. Y eso por no hablar del instrumental científico o de las máquinas industriales. Volamos en aerolíneas occidentales con repuestos chinos y, entre otros destinos, viajamos a China, de donde regresamos con numerosas imitaciones de objetos y prendas de lujo europeas y la misma ignorancia sobre el país con la que partimos al iniciar el viaje.
Resulta contradictorio, pero a pesar de su importancia como potencia económica mundial, la imagen de China, desde la perspectiva occidental, no ha variado sensiblemente desde los tiempos de Marco Polo. Quizá uno de los ejemplos más esperpénticos de este mutuo desconocimiento, que ya cité hace dos años en estas mismas páginas, sea el recogido en el interesante libro de Manel Ollé, La empresa de China, donde se explica cómo el español Hernando Riquel, en 1574, escribió una carta a Felipe II solicitando fondos para la conquista de China, empresa viable, según Riquel, con «menos de sesenta buenos soldados españoles». Desconocemos la respuesta de Felipe II. ¿Cuál es el origen de esta mutua y secular incomprensión?
Los occidentales solemos resolver este enigma aduciendo que la suya es una cultura extraña y hermética. Decimos de China que es un país encerrado en sus fronteras, pero olvidamos la vastedad de su geografía. Suponemos su desinterés y un cierto menosprecio por nuestra cultura, pero lo cierto es que, revisando la Historia, esta acusación se vuelve contra nosotros. Contemplamos un futuro dominado por China con aprensión, casi con miedo, pero no nos esforzamos en comprender a nuestro compañero de viaje. ¿Cómo será el mundo dentro de treinta años? Nadie lo sabe, pero es seguro que China jugará un papel muy importante.
El Dragón y los demonios extranjeros intenta aportar luz sobre estas cuestiones. En este sentido, puede incluirse dentro de la categoría de libros, cada vez más numerosa, que intentan acercar la cultura china al lector medio, pero en este caso no a través de la relación cronológica de sus principales hechos históricos, sino a través de sus relaciones con el resto del mundo a lo largo de los siglos, como la expansión fronteriza de los primeros imperios, las misiones comerciales en la Baja Edad Media —de gran impacto en Occidente gracias a la narración de Marco Polo pero poco más que anecdóticas desde la perspectiva del país asiático—, las casi siempre conflictivas relaciones chino-rusas, las guerras del opio, o las relaciones Oriente-Occidente durante y tras la Guerra Fría. Estos pasajes no sólo son una sugerente introducción al pasado de China, sino también una puerta abierta a su futuro, a nuestro futuro, que el propio autor, el periodista Harry G. Gelber, se atreve a esbozar en el último capítulo.
Además del acierto del planteamiento de partida, El Dragón y los demonios extranjeros cuenta con la prosa ágil y eficaz de Gelber, quien realiza, por otro lado, un portentoso esfuerzo de simplificación, para hacer la obra accesible a cualquier lector; y de condensación. El propósito de compendiar de forma sistemática cinco mil años de historia en cuatrocientas páginas ha de producir por fuerza resultados desiguales que no hacen perder el interés general del libro. Quizá se eche de menos una visión más “oriental” de los sucesos relatados; en este sentido sería más apropiado titular el libro “Los demonios extranjeros y el Dragón”, ya que el acercamiento es básicamente occidental, y así, pasajes como las guerras del opio son explicados desde un planteamiento anglosajón, muy parcial, casi en las antípodas del clásico La guerra del opio, de Jack Beeching, cuya edición en español presumo descatalogada, mas de lectura igualmente recomendable por numerosas razones, una de ellas la descripción de un imperio en decadencia aferrado a sus viejas tradiciones, incapaces de intuir el potencial de la tecnología militar de un minúsculo y lejano país de bárbaros llamado Inglaterra.
En todo caso, y a pesar de estas circunstancias, El Dragón y los demonios extranjeros puede ser una forma accesible y entretenida de adentrarse en la singular historia e idiosincrasia China, y al mismo tiempo servir de preludio a otras lecturas, por qué no, de libros de viajes, todos ellos escritos por occidentales, como El libro de las maravillas, de Marco Polo —una descripción plena de prodigios, reales o ficticios—; el irónico y elegante Tras un biombo chino, de Somerset Maugham; o el clásico contemporáneo y por ello doblemente recomendable En el gallo de Hierro, de Paul Theroux, entre otros muchos.


MÁS CHINA EN LA TORMENTA:

-Segunda antología de poesía china, de Marcela de Juan. Reseña de Alejandro Luque. Para leerla haz click AQUI.

viernes, agosto 08, 2008

Yo, Ming, Clotilde Bernos (texto) y Nathalie Novi (ilustraciones)

Trad. Esther Rubio, Kókinos, Madrid, 2006. 30 pp. 14 €

Villar Arellano

China, un marco atractivo, sugerente y exótico, encuadra a la perfección esta amorosa ensoñación, la fantasía emocionada de un abuelo que se sabe la persona más afortunada del mundo.
Podría haber nacido reina de Inglaterra o cocodrilo egipcio, vivir como un rico emir o una horrible bruja, seducir como un toro semental, dirigir un ejército de soldaditos de plomo o gobernar a todos como emperador del mundo... nada de eso podría compararse a ser Ming, porque si cualquiera de esos personajes hubiera sido Ming tendría la manita de Nam apretando su mano y sería el abuelo más feliz del mundo.
Con este sencillo argumento, Clotilde Bernos elabora un texto poético, que emana ternura y musicalidad. La autora se sirve de un esquema repetitivo para crear una cadencia rítmica, enunciando una serie de situaciones extraordinarias que nos transportan a un evocador mundo fantástico. A partir de ahí, el relato trasciende los símbolos y estereotipos del poder en los cuentos para componer un conjunto de situaciones disparatadas que las ilustraciones envuelven en una atmósfera onírica y absurda

«Habría podido, incluso, nacer Toro.
Hermoso, fuerte y seductor.
Le haría la corte
a todas las vacas de los alrededores
y las llevaría de luna de miel
al norte de China,
una tras otra.»

En definitiva, un amplio despliegue de recursos que muestra al lector el poderío de los más grandiosos personajes, todo aquello aparentemente digno de envidia. Sin embargo, el relato da aquí un giro para situarnos en el plano real:

«Pero heme aquí, soy Ming. Y nadie más.
Vivo en el interior de China,
junto al lago Kokonor»

Pasa a continuación a describirnos su vida cotidiana, los pequeños gestos y rutinas que componen sus días. Como el paseo diario hasta el pueblo con la pequeña Nam.

«Así es nuestra vida.
Cada día.
Tan sólo cambia el color de los arrozales
y el aroma de las cajas de té»

Sencillez y calma frente a la opulencia de los sueños. Eso parecen decirnos también las ilustraciones, que aquí recrean con naturalismo el paisaje chino, el colorido de los cerezos en flor, el perfil de las montañas sobre el lago y también el ajetreo de las calles comerciales...
El trabajo de Nathalie Novi se caracteriza por una gran vistosidad, sobre todo con la presencia de motivos vegetales. El uso de tonos pastel se enriquece con una pintura densa y empastada, que desarrolla texturas variadas, sirviéndose del rayado para marcar pequeños detalles o como elemento ornamental.
Finalmente, como en un zoom, sus dibujos nos acercan hasta el rostro de la niña para mostrar un primer plano de su sonrisa y reforzar así la ternura del texto:

«Su risa zigzaguea en la noche
que va cayendo delicadamente»

Y con ella nos quedamos en la última página, admirando la paz de su imagen dormida y la explosión de color de los estampados florales mientras Ming escribe en su cuaderno:

«Nam, mi ángel, te quiero»

Esta dulce pasión llega envuelta en un álbum estético, de los de disfrutar a toda página; alegre y divertido, sin cursilería. El acierto de las autoras es su capacidad para transmitir la emoción y el cariño y hacerlo explícito sin endulzar en exceso. La clave está en una inspirada combinación de costumbrismo (en un contexto exótico) y sentimiento, con el preciso contrapunto del humor.
Una delicia para aproximarse a China en estos días olímpicos, acompañados por el eco de lejanos sueños de infancia o de la mano de algún pequeño que nos haga sentir verdaderamente afortunados.

Otros títulos sobre China, muy recomendables para lectores infantiles son:
-La bella mandarina, de Laura Pons Vega (texto) y Elena Odriozola (ilustraciones), editado por ItsImagical.
-El caballo mágico de Han-Gam, de Chen Jiang Hong (texto e ilustraciones), editorial Corimbo (traducido por Rafael Ros Sierra).
-China, de Arthur Cotterell (texto) y Geoff Brightling, Alan Hills (fotografías), editorial Pearson Educación / Alhambra (traducido por Alquimia Ediciones)
-El deseo de Ruby, de Shirin Yim Bridges (texto) y Sophie Blackall (ilustraciones), editorial Serres (adaptado por Marta Ansón).
-Una dulce historia de mariposas y libélulas, de Jordi Sierra i Fabra (texto) y Pep Monserrat (ilustraciones), editorial Siruela.
-Tras la mirada del dragón, de Alexia Sabatier (texto) y Xavier Besse (ilustraciones, editorial Edelvives (traducido por P. Rozarena).

jueves, agosto 07, 2008

Doble mirada: La marca de Creta, Óscar Esquivias

Ediciones del Viento, A Coruña, 2008. 172 pp. 15 €

1.
Ignacio Sanz


La carrera literaria de Óscar Esquivias, todavía incipiente por edad, pero tenaz y fulgurante, está orlada de premios. Y no sólo comerciales. A estas alturas puede considerarse uno de los valores más firmes de la joven narrativa española. Aunque no ocupe el centro ni se haya convertido en uno de esos escritores mediáticos que envían por delante al personaje antes que al escritor. Pero ha fidelizado a muchos lectores que le siguen con devoción. Algunos ilustres colegas que no se cansan de ponderar la fuerza magnética de su estilo. Esa tenacidad le arrastró desde muy joven a llevar una vida de renuncias, propia de un cartujo, para dedicarse por entero a su pasión, la escritura. Y hoy, con cuatro novelas para adultos y otras tantas juveniles, un libro de ensayo sobre Burgos, su ciudad, y un proyecto muy adelantado de llevar al cine su novela Inquietud en el paraíso, puede considerarse que los propósitos del artista se están cumpliendo. Aunque, como sabemos, la escritura sea un espacio de arenas movedizas.
La marca de Creta es su primer libro de cuentos. En la nota final explica el autor que los cuentos aquí seleccionado fueron saliendo en diversas revistas en la que él fue musculando su estilo, desde El mono de la tinta, que codirigió, o Calamar, que dirigió, ambas burgalesas, hasta El Extramundi o Renacimiento.
A quienes hemos seguido de cerca su carrera no nos ha sorprendido por tanto este volumen, aunque, en algunos casos, se hayan visto parcialmente corregidos. Pese a todo, ha resultado muy gratificante leerlos de nuevo formando un haz. Y ello porque se descubre que, más allá de ciertos homenajes entrañables como en “La reina del puré” o de ciertos divertimentos fantásticos de inspiración rabeleniana, como “Expedición a las cavernas del bacilo de Koch”, gravita en estos cuentos, al menos en muchos de ellos, un afán por dar consistencia a un espacio, el de los páramos burgaleses, por retratarlo aunque no sea más que de soslayo, por vivificar este territorio y romper su quietud secular colocando en estos pueblos tranquilos de vida mortecina personajes inquietantes, de vocación marginal. Para ello se sirve del nombre de los pueblos como Sasamón o Villandiego, que aparecen una y otra vez en varios de los cuentos. Es decir, ha conseguido recrear un espacio como hace, por ejemplo, Luis Mateo Díez en Celama.
El cuento que mejor resume este espacio es, sin duda, el que da título al libro, el más largo de todos, en el que Óscar Esquivias hace un retrato de un personaje marginal y extravagante y, al mismo tiempo, sugestivo y extraordinario. Se trata de un profesor y poeta ya mayor, especializado en el mundo clásico, retirado a vivir en la vieja casona de sus antepasados.
Un verdadero placer emboscarse en esta colección de cuentos que nos descubren a un escritor sólido y consolidado que acaso vuelva sobre el espacio geográfico para darnos una historia de largo aliento, aunque sea difícil que de mayor intensidad.


2. Care Santos

De la literatura de Óscar Esquivias me gustan, sobre todo, sus personajes. Se nota que el autor los mima como a verdaderos hijos. La mayoría están solos, son indecisos, lacónicos o adolecen de una falta de convicción casi patológica. Muchos obran por impulsos cuando menos te lo esperas. Se largan de la fiesta, insultan al hijo con el que viven, esconden una bomba de relojerí entre ceja y ceja que el lector adivina pero el resto de los personajes desconocen. Todo ellos se expresan a través de pequeños indicios —tienen «gesto de planta mustia» o sólo se acuestan con gente «de otro signo (salvo Tauro), de otra raza, de otro país»— o de hábiles diálogos que consiguen encarnarlos, traerlos a nuestro mundo del modo en que lo están nuestros vecinos o los comerciantes de la calle por la que paseamos. Esta habilidad de Esquivias por crear personajes verosímiles, tiernos, contradictorios, tan de la propia vida que más que construcciones literarias parecen apuntes del natural, es la razón por la que más alegría me produjo tener entre las manos esta colección de dieciséis de sus cuentos. Sabía que el placer lector estaba garantizado. Y así fue.
Del mismo modo en que los personajes son la columna vertebral de la obra del autor burgalés, tanta o más importancia reviste el paisaje por el que transitan. Y no sólo me refiero al territorio físico, perfectamente delimitado, sino el otro, el del alma.
En estos cuentos, el espacio físico tiene su epicentro en Burgos, ciudad natal de Ésquivias, como ocurre con el resto de su obra. El autor hace que sus personajes habiten los escenarios de su memoria: del barrio burgalés de Gamonal al pueblo de Villandiego, con alguna excursión a las playas de Santander. Como en su propia experiencia, hay un puñado de personajes que llegan a Madrid desde su capital de provincias, un proceso, por cierto, que se narra con la intensidad de lo vivido, a pesar de que el autor se vale del disfraz de sus criaturas de ficción.
En lo que al otro paisaje, el interior, se refiere, se narra la separación, el alejamiento, el miedo. También la consciencia de pertenencia a un lugar, la mirada del que regresa, la pérdida que implica la distancia. La familia está presente en muchos de estos cuentos, casi nunca como un marco idílico, sino como una fuente de incomprensión y de conflictos. Los personajes huyen de sus nucleos familiares, que muy raras veces les cobijaron, para caer en otras relaciones conflictiva: el amor, o la amistad. Buscan su felicidad, pero casi nunca encuentran más que fracaso. Para ellos «vivir no es más que correr detrás de una pelota de colores» (página 123) como afirma el narrador de "Un dios cruel".
Hay un relato muy breve, "La reina del puré", que sintetiza a la perfección todo ello, y que a mi modo de ver es de los mejores del volumen. En él, una pequeña anécdota familiar se vive como el anuncio de una gran catátrofe. Hay ironía, pero también dramatismo. Y, sobre todo, ese sordo devenir de los acontecimientos más horribles que en los cuentos de Óscar Esquivias siempre parece imparable. Los personajes pueden parecer felices en su ignorancia, pero el lector está acongojado porque sabe. Por último, destaco algunos relatos más: "La fiesta más divertida", que narra un solitario viaje de iniciación; "El origen de las especies", amarga mirada sobre las relaciones de pareja y "La marca de Creta", el extenso cuento que da nombre el volumen, en el que la sola construcción del estupendo personaje principal justifica el libro completo.
Óscar Esquivias es uno de los mejores escritores de su generación. Un autor cuya obra discurre por propia voluntad al margen de los sellos más comerciales y de los fastos de los premios literarios, y que avanza con paso muy firme. Para quien aún no le conozca, la lectura de estos cuentos será uno de esos descubrimientos luminosos que se dan de vez en cuando en la vida de un lector.