viernes, mayo 30, 2008

Fiebre de guerra, J.G. Ballard

Trad. Javier Fernández y David Cruz. Berenice, Córdoba, 2008. 218 pp. 20 €

Julián Díez

La razón por la que creo que Ballard es uno de los más importantes escritores vivos no es su calidad literaria, que es indudable pero no única. Es por la pertinencia de su obra. Su capacidad, obvia tan pronto se pasa una docena de las páginas de uno de sus libros, de reflejar el signo de nuestros tiempos como nadie más lo ha conseguido.
El hecho de que lo haya logrado en un principio a través de la literatura que mal conocemos como “ciencia ficción” no es sino un excelente testimonio de la versatilidad de las herramientas que puede manejar este género, y que ahora con tanta frecuencia él mismo desdeña. Si hoy Cormac McCarthy, Kazuo Ishiguro o Michael Chabon recurren a su corpus temático no es por motivos caprichosos. Al extrapolar a partir de nuestra realidad de manera verosímil, la ciencia ficción se convierte en la versión contemporánea de la parábola, reforzada por la seriedad de la prospectiva. Y en un tiempo en que los problemas reales se conocen pero mejor se sepultan bajo toneladas de información banal, ese tipo de disección subrayada por el talento de la literatura se convierte en más necesaria que nunca. Aunque sea, por desgracia, tan poco relevante.
Casi desde el arranque de su carrera, Ballard se interesó por historias de un futuro próximo, cada vez más ligadas a nuestro presente; la práctica totalidad de las incluidas en esta antología tienen como escenario nuestro mundo, o como mucho en el de pasado mañana. Entroncan con la línea de novelas que arrancan con la extraordinaria Furia feroz, publicada de manera directa en bolsillo hace un par de años por Planeta, y continúan de forma algo irregular con su obra de los noventa, de la que puede destacarase Milenio negro. Se trata de historias, en resumen, que detectan síntomas del fin de la civilización que conocemos —que no de la raza humana— a partir de hechos triviales, pero significativos. Pinceladas del desastre; síntomas del vacío que muchos sentimos en los momentos en que podemos pararnos a pensar a qué conducirá cuanto nos rodea. Quienes vieran en su momento la adaptación cinematográfica de El club de la lucha pueden hacerse una idea del tipo de preocupaciones de Ballard, maestro incuestionado de la generación de escritores a la que pertenece Chuck Palahniuk, mejor que ellos pero menos conocido en España por el peso que en nuestro entorno tiene el etiquetado de “escritor de género”.
En “Fiebre de guerra”, que da título al volumen, Beirut se ha convertido en un parque temático de quienes necesitan la guerra como medio de vida. En “El desastre aéreo”, un fotógrafo busca a los fallecidos de una catástrofe de aviación y recibe una lección sobre en qué se ha convertido el periodismo. En “El espacio enorme”, el protagonista renuncia a la vida y se sumerge en el espacio interior para llegar a donde no se atrevió el protagonista de la austeriana El palacio de la luna. En “Memorias de la era espacial”, “El objeto del ataque” y “El hombre que caminó sobre la luna”, Ballard desarrolla su peculiar obsesión por transformar al astronauta en heroico paradigma de la soledad y el vacío contemporáneos.
El otro aspecto que destaca en este volumen es el de la experimentación en los formatos. Hay un cuento compuesto por respuestas a un cuestionario que no se incluye. Otro es un índice alfabético. Uno más está compuesto por una serie de informes. Ballard ha trabajado de forma casual con ese tipo de novedades desde hace cuarenta años, que no son caprichos o rarezas, sino puertas abiertas a formas de narrar útiles para historias puntuales.
En suma, un libro malsano, provocador, con cuentos a los que se debe hacer el favor de una lectura discontinua que permita pensar un poquito sobre lo que nos sugieren. Otra obra de un maestro, en suma; esperemos, deseemos, que Minotauro cumpla su anuncio largamente pospuesto —una década ya— de recopilar sus relatos completos como está haciendo con Philip K. Dick. Y si no, ya que Berenice ha tomado con buen pulso el relevo, que recupere otras de sus obras descatalogadas para que nuevos lectores se entreguen a la dolorosa tarea de mirarse reflejados en el espejo profético del niño de El imperio del sol.

jueves, mayo 29, 2008

El aliento del cielo, Carson McCullers

Trad. José Luis López Muñoz y María Campuzano. Seix Barral, Barcelona, 2007. 540 pp. 28 €

Nere Basabe

Este voluminoso libro recoge todos los cuentos de la escritora norteamericana Carson McCullers (algunos de ellos publicados por vez primera en español) y tres novelas cortas; es decir, casi sus obras completas, a excepción de El corazón es un cazador solitario, probablemente la novela más conocida de esta autora. Supone por lo tanto una ocasión única de acercarse y conocer a fondo la obra de esta escritora ineludible, y es además, he de decirlo, uno de los mejores libros que ha caído en mis manos en mucho tiempo.
Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1947) está considerada una de las principales representantes de la narrativa del Sur estadounidense, a la altura de autores como William Faulkner, Tennessee Williams, Truman Capote o Flannery O’Connor (amigos o enemigos suyos todos, según las circunstancias). Y es desde luego ese mundo sureño, con sus calles cubiertas de polvo, su calor que todo lo anestesia y sus anquilosantes costumbres sociales y raciales, el desolado escenario que mejor retrata la mirada inmisericorde de McCullers, y en el que destapa unas existencias atrapadas (atrapadas en el alcohol, en la enfermedad y las taras físicas, en un cuartel del ejército, en una infancia renuente, en unas expectativas imposibles de cumplir, entre un pasado y un futuro que se niega a abrirse y unos pequeños pueblos olvidados, aislados del mundo en un tiempo detenido en una mecedora) donde conviven la lúcida introspección en el alma humana con la crítica social —que le acarreó más de un problema.
Muchos son efectivamente los protagonistas que intentan escapar hacia el norte en estas distintas historias, y que sin embargo se ven abocados al regreso y la permanencia (desde el cuento “Los extranjeros” a la última novela corta “Frankie y la boda”). Otra constante que se repite en estos textos son las historias de iniciación críticas, una particular y acertadísima visión desasosegante de la infancia y la adolescencia que se enfrenta desconcertada a un mundo que se rige por reglas diferentes: así lo vemos en los relatos “Sucker”, “El aliento del cielo”, “El orfanato”, “Así”, “Wunderkind”, “Correspondencia”, “Un árbol. Una roca. Una nube”, o nuevamente, “Frankie y la boda”, imprimiendo a los acontecimientos más cotidianos un original y penetrante enfoque, que nos obliga a veces, a través de una emoción contenida, a la toma de consciencia de una realidad que se ve súbitamente desprovista de su belleza:
«Odiaba el desayuno; luego se quedaba como marcada. Prefería esperar y comprarse cuatro barras de chocolate con sus veinte centavos del almuerzo y comérselas durante la clase, sacándolas a pedacitos del bolsillo, debajo del pañuelo, y parándose en seco cada vez que el papel de plata hacía ruido. Pero aquella mañana su padre le había puesto un huevo frito en el plato, y sabía que, si se rompía y el amarillo viscoso se escurría sobre el blanco, lloraría. Y había pasado justamente eso».
Junto a esas infancias perplejas, McCullers despliega toda una galería de otros personajes igualmente en los márgenes: jorobados, enanos, retrasados mentales, alcohólicos, ex presidiarios, homosexuales que se nos presentan en su más profunda humanidad y que destilan a su vez algunos aspectos del alma torturada de la propia autora —y acaso de todos nosotros. La existencia de los protagonistas se ve a menudo turbada por un sutil y anodino acontecimiento que viene del exterior y que es sin embargo capaz de trastocar sus vidas (la visión de alguien al otro lado de la ventana, la noticia de la boda de un pariente, una lección de violín); la capacidad de crear atmósferas (en esos relatos en los que a veces no sucede nada, y sólo se retrata una tarde de verano) y de mantener la tensión irresuelta en historias en las que se nos ha anticipado desde el comienzo el trágico final (las fantásticas novelas Reflejos en un ojo dorado, llevada al cine por John Houston, o La balada del café triste), sumado a unos finales, unas últimas líneas que nos dejan muchas veces sin aliento por su belleza estilística (o que nos hacen partícipes de ese aliento del cielo con su sentido musical, herencia de sus estudios musicales), dan cuenta por su parte del magistral talento narrativo de esta autora, que se ha convertido —y debería serlo todavía más— en un clásico del siglo XX. La introducción y comentarios que Rodrigo Fresán añade a cada texto, contextualizando las circunstancias de su escritura y ayudándonos a conocer mejor el proceso creativo de Carson McCullers (las afinidades, las obsesiones, los motivos recurrentes, los relatos que le sirven de ensayo para escribir más tarde ese famoso El corazón es un cazador solitario), aporta un valor añadido a este libro imprescindible.

miércoles, mayo 28, 2008

Historia del llanto, Alan Pauls

Anagrama, Barcelona, 2007. 125 pp. 14 €

Elvira Navarro

Buena parte de la mejor literatura actual en castellano, e incluso de la literatura actual a secas, se escribe en Argentina, y Alan Pauls es, junto con Ricardo Piglia, César Aira, Fogwill, Rodrigo Fresán, Damián Tabarovsky o Martín Kohan, uno de los autores que ha llevado a este país al primer plano de la narrativa contemporánea. Conocido en España a raíz de su magnífica y monumental novela El pasado (XXI Premio Herralde), que motivó la recuperación de Wasabi y del ensayo El factor Borges, Pauls es autor de una decena de libros que sus lectores de este lado del charco codiciamos. Ojalá Anagrama, donde se han publicado los títulos mencionados, o alguna otra editorial, se anime a seguir rescatando su siempre sustanciosa obra.
Libro tras libro, Alan Pauls demuestra que lo decisivo en la escritura se juega (entre otros —no demasiados— lugares) en lo que se desenmascara, en las bombas que hacen estallar los lugares comunes. Con esta Historia del llanto que hoy reseñamos, el autor pela la cebolla hasta llegar al jugoso núcleo mediante lo que suele ser habitual en él, a saber: una tercera persona apoyada en la voz de un personaje, protagonista absoluto del libro, que escarba en sí mismo como si estuviera monologando, lo que da lugar a una narración torrencial.
Los temas aquí son el dolor y la felicidad, concebidos generalmente como contrarios y que, según afirma el protagonista cuyo nombre no sabremos, en realidad tienen una relación caníbal y unidireccional, pues la felicidad crece sobre el sufrimiento. Por suerte, él está dotado para el sufrimiento, o para descreer de la dicha y demostrarles a los que se recrean en ella que no son autosuficientes, que es mentira que no necesiten nada. El dolor, razona el innominado, está siempre más cerca del otro por ser un estado de necesidad, y esa cercanía ocupa el lugar más alto en la escala moral. Desde un punto de vista ontológico, el dolor también es más importante, ya que es anterior al estado feliz, que se alimenta de él como si fuera un parásito. El protagonista, siempre dispuesto a entender a los que lloran y a penar con ellos, se cree mejor que los demás.
La conclusión resulta demasiado fácil; sin embargo, él es un niño, y su padre le alienta esta creencia en su don. Sólo cuando llega a la adolescencia, y de la mano de quien comercia con el dolor colectivo, un cantautor político, exiliado y vuelto a la patria tras el fin del horror para vivir eternamente de la nostalgia de la lucha (no tiene desperdicio la caricatura del buenrollismo del cantautor y de ese ambiente de “arma cargada de futuro”), se da cuenta de hasta qué punto él ha rentabilizado su llanto para ser apreciado por su padre, y de cómo éste le ha chantajeado al alabarle para aplacar su mala conciencia por no hacerse cargo de él (su padre lo abandonó cuando tenía cuatro años). El buenrollismo de su padre es el mismo que el del cantautor: ambos sirven a unos fines perversos. Esta súbita toma de conciencia de sí mismo, de la máscara que los demás le han puesto para tenerlo a su servicio, es el primer acto político de su vida; la primera acción desde la que poder seguir actuando legítimamente para cambiar un estado de cosas injusto.
No obstante la momentánea determinación, el protagonista piensa que para él es demasiado tarde, ya que la estética del sufrimiento, la ideología del cantautor, lo ha atrapado en sus redes por su fuerza de seducción: he aquí la supremacía de lo verosímil, del entramado, de la costumbre o de lo que nos han enseñado a creer porque la realidad respira al compás, sobre la pobre verdad. Seducir es detentar el poder, y él no está dispuesto a renunciar al suyo. Por lo mismo, y a pesar de sus supuestas filiaciones comunistas, cuando ve en la televisión la caída de Salvador Allende y la quema del Palacio de La Moneda, no siente absolutamente nada: lo que lo ha mantenido al lado de los movimientos revolucionarios es la épica, y no la justicia. Darse cuenta de que no sabe lo que hay que saber; de que por sí mismo elige y siempre elegirá la máscara, lo sume en una sensación de derrota. Y ser consciente del mecanismo que le lleva a preferir la ignorancia no es ningún consuelo.

martes, mayo 27, 2008

La puerta oscura. El viajero, David Lozano Garbala

SM, Madrid, 2008. 653 pp. 19,95 €

Carmen Fernández Etreros

La puerta oscura es la última novedad editorial en el panorama de la literatura juvenil. Si Stephanie Meyer comenzó con Eclipse este viaje al mundo del averno y del más allá, David Lozano prosigue en nuestro país esta siniestra tendencia con El viajero, el primer título de la trilogía La puerta oscura. Su protagonista, Pascal, comienza un viaje iniciático al mundo de los muertos debido a una casualidad. En su trayecto este chico de dieciséis años y bastante tímido tendrá que enfrentarse no solo a peligros desconocidos, sino a sus propios miedos, sentimientos e inseguridades.
El autor zaragozano David Lozano logra mantener al lector con una tensión y un interés inimaginables, gracias a esa destreza narrativa heredada de la técnica cinematográfica que ya había ensayado con éxito en Donde surgen las sombras, Premio Gran Angular 2006. La acción, la aventura y los peligros persiguen inevitablemente a Pascal. La habilidad del autor hace subir en los momentos clave la tensión hasta los máximos límites que puede soportar el corazón del lector.
La gran aventura de Pascal nace de una casualidad: La noche de Halloween un grupo de estudiantes organiza una fiesta siniestra a la que deben acudir disfrazados y dos amigos, Pascal y Dominique, asisten a la fiesta para complacer a una amiga, Michelle por la que ambos sienten algo “especial”. Pascal, sin querer, cruzará en el desván de la casa donde se celebra la fiesta la puerta que comunica nuestro mundo con el de los muertos y se convertirá en El Viajero. A esta casualidad se suma otra de consecuencias imprevisibles: un espíritu maligno a su vez atraviesa la puerta oscura lo que le permitirá campar a sus anchas por París, sembrando en la ciudad muerte y terror. A lo largo de este viaje Pascal se debate entre los dos mundos, el real en el que asiste a clase y vive con sus padres y compañeros, y el de la muerte que puede visitar gracias a su condición de Viajero. El protagonista se verá arrastrado por paisajes oscuros, momentos históricos irrepetibles y sentirá la amenaza de criaturas inconcebibles como los espectros, los carroñeros, las sirenas o los espíritus errantes.
David Lozano logra combinar con destreza la intriga policíaca del mundo de los vivos en el que una intrépida policía, Marguerite, y un forense, Marcel Laville, intentan investigar los sorprendentes asesinatos que asolan París desde la noche de Halloween, con la epopeya del protagonista Pascal para rescatar a su amada Michelle al mundo de la muerte. Crea además un grupo extraño de personajes que se ayudan ante lo desconocido y son el apoyo de este héroe inseguro: Dominique un paralítico que solo piensa en chicas, Michelle una bella joven gótica, Daphne una vieja vidente entrometida, Jules un joven gótico y miedoso... El primer amor adolescente, la amistad juvenil, el compañerismo a ciegas, el suspense ante lo desconocido o la creencia en el más allá son elementos claves de la intriga.
Una de las grandes bazas de la obra es su descripción de los cementerios de París como Pére Lachaise o Montmartre con los extraños personajes que pululan entre sus tumbas y los espíritus errantes que vagan por la Tierra de la Espera. Ambos se convierten en los espacios y los momentos de comunicación entre los dos mundos. David Lozano logra crear un universo único de espacios y personajes.
En suma brillante, emocionante y prometedor en el panorama de la literatura juvenil. Y lo mejor el sorprendente final que abre la puerta al suspense del siguiente libro de la trilogía. Acción y suspense garantizados para los lectores.

lunes, mayo 26, 2008

Inopia, Juan Manuel Gil

El Gaviero, Almería, 2008. 130 pp. 14€

Fernando Sánchez Calvo

No es fácil advertirlo, pero a veces uno debería clasificar sus lecturas narrativas en dos grupos. En el primero incluiríamos las novelas centrípetas, o lo que es lo mismo: aquéllas que por su estructura, su temática o sus intenciones, tiran del lector hasta llevarlo al origen, al principio de todo (por nombrar clásicos, Crónica de una muerte anunciada, El corazón de las tinieblas o la tradicional novela de corte policíaco). En el segundo, sin embargo, reposan las novelas de fuerza centrífuga, o lo que es parecido: aquéllas que más que andar, buscar o perseguir, desaprenden, se autoexpulsan o escupen sobre su propio germen.
Inopia o la última novela del poeta almeriense Juan Manuel Gil, publicada por El Gaviero Ediciones en su colección más anfibia (Troquel) y con prólogo de Enrique Vila-Matas, responde (sin duda o con ella) a las novelas de fuerza centrífuga. Si tuviéramos que comparar, sería obvio entroncarla con todas las ficciones que se erigieron como herederas de Rayuela o Cortázar. Sin negar esta influencia como posible, sin embargo Inopia no es puzzle donde el lector encaje capítulos desordenados con el fin de llegar al sentido completo de la obra. Inopia es una desesperante puesta a punto, una cuenta atrás de cien minutos (o cien capítulos) tras la que el lector y los personajes del libro escaparán de tanta escasez, tanta pobreza y tanta indigencia.
Dichos estados, más espirituales que físicos, están estructurados en tres partes que bien podrían responder a tres preguntas vitales: Extinción (¿Qué pasa cuando uno ya no pinta nada?), Inopia (¿Qué pasa cuando uno se da cuenta de ello?) y Euforia (¿Qué siente uno cuando por fin puede escapar?). A la manera clásica, la parte central se ve arropada por las otros dos, que hacen las veces de prólogo y epílogo. Es en la segunda parte (la misma que da nombre a la novela y la misma donde autor, personajes y lector tomamos conciencia del estado en el que estamos) donde se cruzan todas las historias: un escrupuloso bibliotecario frustrado o un bibliotecario frustrado y escrupuloso vive con mamá y, por no saber valorar la literatura en su justa medida, acabará fracasando en su propia experiencia, en sus propias relaciones amorosas; un escribidor egoísta y con ínfulas de escritor intenta paliar su mediocridad en un viaje a Roma y su pareja, una mujer - diez venida a menos por estar pegada a él durante mucho tiempo, está empezando a darse cuenta de ello; los insípidos inspectores Naldini y Carano investigan el triste final del carismático ciclista Marco Pantani; juegos de amantes, de parejas, de razas, de últimas oportunidades; un asesinato.
Y sobre todo, y por encima de todas las opciones, siempre presente la huida, de la que no puede quedar rastro. Al fin y al cabo hay que estar preparado para no dejar huella alguna de la escasez que nosotros mismos nos propiciamos. Y tras la huida (sin duda o con ella) la novela y la región que nos propone Juan Manuel Gil para leer o vivir es el extrarradio, «el final de la periferia, la frontera con la zona inopia […] marcada a fuego por la imposibilidad de comunicarse mediante cualquier medio tecnológico de tercera o cuarta generación.» Zona con la que coquetean todos los escritores, todos los personajes de este libro y zona con la que coquetean, aunque sea de vez en cuando, todos los lectores.
Cuando uno siente que la sociedad le contamina y a la vez él supone una infección para la sociedad, debe marcharse al lugar más árido posible. No por nada, pero sí para que se produzca la simbiosis entre vacío espiritual y físico. El lugar más árido y propicio para esta empresa es la periferia de la periferia.
Si uno, por el contrario, decide permanecer en el sitio, tiene que ensuciarse, porque las relaciones y la buena literatura también tienen que oler a mierda y no a máquina de pulir los suelos. Parafraseo (permitiéndome la libertad en la cita) lo dicho por Lidia, la pareja ocasional del escrupuloso bibliotecario frustrado. Ella, como Lola, como P., como la inspectora Carano o como el mismísimo Marco Pantani deciden: o practicas la inopia en el centro o te vas a vivir a la inopia.
«Las posibilidades de salir indemne de una lectura, por suerte, son escasas».

viernes, mayo 23, 2008

Poesías, Safo

Trad. Juan Manuel Macías. Estudio de Manuel Sanz Morales. DVD, Barcelona, 2007. 160 pp. 9,50 €

Ana Gorría

Juan Manuel Macías ha escrito un magnífico poema en español. Su material: los textos que la tradición ha legado de la poesía sáfica y un sano descreimiento hacia los excesos de la filología, como anuncia en un anti-prólogo —bajo el nombre de excusas— que bien hubiera podido firmar el Macedonio Fernández del Museo de la novela de la eterna dada la ironía y el descreimiento que lo sustenta: «el filólogo es una corrupción morbosa del bibliotecario, y también es una de las muchas pruebas de que no vivimos en el mejor de los mundos».
Al margen de la exégesis surge un texto, en consecuencia, limpio. Poesía frente a filología, pero poesía que sabe recoger los mejores frutos del arte de la palabra. Al texto le acompaña una detallada descripción de Manuel Sanz Morales sobre la recepción de Safo en la literatura española, una recepción que llega hasta el siglo XX y que desmiente que nos encontremos ante pura arqueología: «se llega al moderado convencimiento de que la poetisa de Lesbos no sólo lleva sus dos mil seiscientos años de edad con dignidad absoluta, sino que, permítaseme la expresión, aún está de muy buen ver.» Una buena constatación de ello es el libro de poemas Safo en Madrid de Rufa Sánchez Uría o el homenaje que en Hombres en sus horas libres le hace la poeta canadiense Anne Carson.
La Safo de Juan Manuel Macías viene, además, enriquecida —«de vez en cuanto la arqueología le trae alguna que otra satisfacción a la poesía de la lesbia»— por la traducción de un fragmento hallado en el ajuar de una momia egipcia que fue identificado en el 2004 por la Universidad de Colonia como parte de un rollo de poemas de Safo. En esta traducción, que por lo demás salvo excepciones no se aparta como reconoce su traductor de la edición Lobel-Page, se publica por primera vez este texto bajo el número 31.
Al margen de lecturas hagiográficas, morales o legendarias, la Safo que nos propone Juan Manuel Macías en su traducción es una poeta radicalmente contemporánea. Una poeta que leída por Horacio y por Catulo —hay que recordar que Safo ya era una poeta antigua en Roma— o Swinburne, lee a Pound en los homenajes que éste le hiciera:

Papyrus

Spring . . . . . . . .
Too long . . . . . .
Gongula . . . . . .

Para traducir a la poeta, Macías ha dejado atrás las reconstrucciones que hubieran podido traicionar la vigencia de los textos. Su traducción que prefiere la base endecasilábica y heptasilábica —un paisaje vagamente de silva— y renuncia a la estrofa sáfica, estrofa a la que únicamente se ciñe en el poema 6 fundando su elección en un «divertimento esporádico». Macias además, consciente de que presenta las ruinas de un cauce lírico sobre el que han intervenido el silencio y la violencia de la historia, no renuncia —tal vez orientado por el homenaje de Pound que refiere en el prólogo— a integrar esos silencios en el cauce de la recreación que supone esta traducción. Dentro de la tan traída y llevada y paseada cuestión de la poesía del fragmento, la Safo de Macías es casi una poeta más: «He preferido conservar las lagunas de los originales, siempre que me ha sido posible hilvanar un vacío, generalmente atendiendo a criterios más emocionales que lógicos. Muchas páginas de las ediciones críticas están plagadas de pasajes ininteligibles y entreverados por palabras perdidas. Ni he intentado su traducción ni, honestamente, creo que se deba perder el tiempo en traducirlos o, mejor dicho, transcribirlos en una enumeración vana: bastante emotivo ya de por sí es ver ese laberinto tipográfico de hermosas voces griegas en los libros eruditos y en el aparataje crítico.» Alegra que hoy Safo tenga tanto que ver con cierto Ashbery, Ungaretti o incluso Creeley —cito por la traducción de Pedazos de Marcos Canteli—:
«Claro que era hermosa, aquella/ Afrodita de la que había sabido y/ había alcanzado a ver como doncella—una/ apertura de niña—o conocido/ como una mujer vuelta de la luz/. Pero tal vez conociera a la otra/ aún mejor.»
A este respecto, Aníbal Núñez —un poeta que siempre podríamos estar leyendo— dice todo lo que yo querría poder decir de esta traducción en La belleza arrebata las palabras que intentan proclamarla: «De la mutilación de las estatuas/ a veces surge la belleza, de los/ capiteles truncados cuyo acanto/ cayera en la maleza entre el acanto: / perfección del azar que nada tiene/ que hacer para ser símbolo de todo/ lo que se quiera./ Triste/ belleza —nunca es triste/ la piedra en su lugar, nunca fue triste/ la maleza en el suyo —la del símbolo./ Pues el azar que rompe la voluta,/ cercena gestos imperecederos,/ es el mismo que quiebra la hermosura/ de edificios de sangre./ Sólo quise/ decirte —y me han salidos dos acantos/ y tres tristes— que nada/ hay para mí más bello que el ver que estás alegre/ y viva.»
Los poemas de Safo de Macías y los retales —aquellos textos que pueden suponerse los rescoldos del ingente edificio que supuso la poesía sáfica— son poemas que vuelven a constatar a Safo como fundadora —tal vez inventora— de la intimidad frente a los cantores de la cólera. «Una voz que se desmarcó del pensamiento y estética griegos, -como indica su traductor en otro momento- cuando afirma que “lo más bello es lo que uno ama”. El amor como invención más que como sentimiento». Los ochenta y seis poemas que expone Macías son, como vengo repitiendo, una magnífica confirmación de lo cerca que están creación y recreación. Textos fundamentales, esenciales: «Yo no aspiro a tocar la inmensidad del cielo» o «Pero yo amo la ternura;.../mi suerte es esto y la brillante/ ansia de sol y la belleza» sobre los que se ha trazado más que una cultura, una civilización. No es el momento de presentar a una Safo que posiblemente todos conocemos, sino de llamar la atención sobre una brillante traducción que un poeta, como es Macías, ha realizado y ha merecido una atención sobresaliente en distintas revistas de especialidad, superando todas la anteriores traducciones y ediciones de Safo, en palabras de Jesús de la Villa, profesor de Filología Griega en la Universidad Autónoma de Madrid. En mi caso, esta traducción, poesía de hoy, fragmentada y fragmentaria, descansa en la estantería de mi habitación justo entre El dolor y La alegría. De Ungaretti. «Heraldo de la primavera, ruiseñor de voz deliciosa». Qué más decir.

jueves, mayo 22, 2008

Una puta recorre Europa, Alberto Lema

Caballo de Troya, Madrid, 2008. 144 pp. 12,50 €

Marta Sanz

Alberto Lema es un licenciado gallego en filología inglesa que ha sido conductor de camión y emigrante en Canarias. La contraportada de su primera novela, Una puta recorre Europa, recoge algunos puntos fundamentales de su poética: su intención de «buscar las zonas oscuras del presunto lustre de las democracias occidentales», de «hacer visible lo visible» y, sobre todo, de poner al servicio de tales propósitos las estrategias de la literatura de masas. O sea, luchar contra el poder utilizando sus armas y convirtiendo al autor en una especie de buen terrorista de la literatura.
Una puta recorre Europa es un libro que se lee de un tirón, pero no por eso puede considerarse ligero. Al revés, la presunta frugalidad de sus capítulos invita a una reflexión que pasa revista a ciertas instancias de poder: las consellerías, los debates televisivos, los profesores universitarios, las comisarías, los despachos desde los que se traman las corruptelas y se amasan los grandes capitales. Las instancias de un poder real que invisibilizan o emborronan lo visible con sus discursos y también con sus actos. Lema escribe una novela sobre la prostitución desde una perspectiva en la que es imposible la coartada de la ternura: una novela sobre la prostitución en la que no aparece ni una sola puta; sólo sus clientes y un par de feministas radicales que se dedican a asesinarlos para reivindicar la abolición de la prostitución del mismo modo que se abolió la esclavitud. Sin querer entrar al trapo en el debate abolicionista ni en la posibilidad de la existencia de un buen terrorismo en el espacio de la vida y en el de la literatura —dos posibilidades que contempla una lectura rigurosa del texto—, el logro de este libro tiene que ver con el hecho de que Lema no cae en la trampa, regocijante para el lector, de penetrar en la intimidad de las prostitutas, mostrando un lado humano, común y corriente, que a veces apesta a piedad, a buen rollito normalizador o a reportaje del National Geographic; tampoco entra en el plano espectacular de la sordidez. Lema mira desde el lado de una tercera persona que centra su foco en dos feministas radicales, lesbianas y guapas, dos mujeres con causa que se alejan del estereotipo interesadamente fanático con el que a menudo se ridiculiza a las militantes de estos colectivos. Y, aunque las putas no se dignifiquen como materia narrativa a través de la estilización hacia arriba o hacia abajo con la que siempre se retrataron en la historia de la literatura y del arte, al final son materia de vida, lo que de verdad importa, tal como se deduce de la conversación entre Luz y Ada en el capítulo que cierra Una puta recorre Europa:
«¿Se referían a nosotras o a las putas?
A las putas. Luz lo piensa un rato.
Eso está bien.»
Un silencio respetuoso, quizá sobre lo que no se conoce, desde luego sobre lo que no se pretende suplantar, se ha transformado en presencia. También el autor, en una lograda síntesis, presenta un repertorio de clientes que constituye un completo muestrario de consumidores de prostitución: el rijoso, el perezoso, el experimental, el rutinario, el principiante, el patito feo, el inseguro, el que quiere mandar, el que considera que follar es algo parecido a fumarse un puro después de digerir una opípara comida. El repertorio de clientes es un catálogo de razones que, lejos de justificar la existencia de un oficio que sólo lo es hasta cierto punto, ponen de manifiesto su propia fragilidad, su machismo, su mercantilismo, su puerilidad, su asunción acrítica de las costumbres más arraigadas en una historia patriarcal. Lema da la vuelta al calcetín de la moralidad y de las supuestas causas de una izquierda blanda y de una derecha tolerante en materia moral pese a la vesania de los obispos —ser un poquito tolerante con la moralidad capta los votos de ese espacio alienígena que se llama “centro”—: con Una puta recorre Europa Lema desvela la demagogia de los unos y el cinismo de los otros a la hora de abordar la cuestión de la prostitución. Consigue su propósito de hacer visible lo visible y de hacerlo desde una postura, aparentemente aséptica en su enunciación, pero que en el fondo entraña una toma de partido; con ella se aspira a intervenir en la realidad y en el concepto mismo de esa literatura de masas que, en las páginas de Una puta recorre Europa, el autor adelgaza, minimiza, fractura en el dibujo de unos personajes, una trama, unos diálogos, una historia romántica entre el policía y Diana, la mamporrera de una clase política que ha olvidado incluso el significado de la polis... Lema, desde alguna de las convenciones del género negro, deja al descubierto los resortes de sus trampas y escribe un libro que es un brochazo sobre el imaginario de éxito de la literatura comercial; Lema no aspira hacer visible lo invisible a través de los mecanismos de la poesía órfica o de una prosa iluminada, sino a algo más difícil que coloca a la literatura en lugar en el que sirve para algo: hace visible lo visible con una caligrafía literaria que se burla de los procedimientos de una literatura canónica cada vez más mimética respecto al texto que se puede vender y que, en último término, se vende. No es extraño que una novela en la que las putas no son sensibles y típicas, las feministas no son feas, los diálogos no son chisposos, y el misterio y la pulsión por conocer el final no actúan como motor de la lectura, no haya recibido ningún premio. Enhorabuena, Alberto Lema.

miércoles, mayo 21, 2008

Derrumbe, Ricardo Menéndez Salmón

Seix Barral, Barcelona, 2008. 192 pp. 16,63 €

Chus Fernández

Ricardo es un buen amigo. Dicho esto, puedo decir lo que quiera. Y lo que quiero decir es lo siguiente: herida es separación y fusión. La quiebra de un límite, la fisura de una frontera. Herida es derrame. Con la brecha, lo primero que hace la sangre es expandirse sin rumbo, con urgencia y hacia delante, dejando atrás el cuerpo dañado. Hasta que el jugo, falto de cauce, posibilidad de retorno, porte o depuración, ve interrumpido su curso y pierde su brillo, su alcance, el carácter líquido que en cierto modo favorecía su movilidad. La ofensa: una reacción individual, de piel afuera. El mal en ese caso es un mal cuya huella se puede ir a buscar. Su rastro (aunque no su origen) es localizable. Pertenece a un tiempo, a un escenario: el dolor es un centímetro en un mapa bajo la yema de un dedo. Derrumbe: una reacción doble: personal y colectiva, de piel adentro: el mal está en nuestro alrededor más próximo; el dolor, igualmente concentrado en la yema de un dedo, pero en este caso, en la memoria que esa piel guarda de otra superficie: la casa, la ciudad, los nuestros. El edificio es albergue básico y máxima expresión de la comunidad y por tanto la destrucción de sus muros supone la reducción del individuo a la corta dimensión de su propia existencia: la violencia extrema, esa fuerza que arranca lo nuestro de nuestro lado trae consigo el desamparo original, la regresión a una forma inmediatamente posterior al nacimiento. A algunos niños, en su primer encuentro con el mundo, les hacen reaccionar mediante una agresión. Y cuando reaccionan, gritan. La principal potencia de la demolición reside en la promesa de aquello que ocupará el lugar de lo que demolemos. El derrumbe es una fuerza eminentemente destructiva y asombrosamente consciente de sí misma: todas las energías concentradas en colaborar con la agresión, con la insaciable infección que devora los cimientos, poner fin. Se derrumbó, solemos decir. Se derrumbó. Quien se derrumba es un sujeto que se tiene a sí mismo como objeto: empleo las fuerzas que me quedan en hacer más grande la carga bajo la que me hundo. En mi derrota no encontrarás tu victoria sino mi dignidad, pero también mi egoísmo: no esperes nada mío estando como estoy; haz por mí lo que yo no puedo hacer por ti. El terror tiende a poner algo en movimiento, aunque sólo sea el firme propósito de la más firme quietud. Lo que la explosión tiene de espantoso es que sólo ofrece dos alternativas: la desaparición o la mutilación. Dos formas de separación. Distancia. Orden es equilibrio y ley. En la autoría está la autoridad del escritor. «No me refiero con esto», dice John Berger, «al trabajo que entraña la escritura de un poema, sino a la labor realizada por el propio poema escrito. Todos los poemas auténticos contribuyen al trabajo de la poesía. Y el objetivo de este trabajo incesante es unir lo que la vida ha separado o lo que la violencia ha desgarrado. Generalmente el dolor físico sólo se puede aliviar o detener mediante la acción. Todos los demás dolores humanos, sin embargo, se deben a una forma u otra de separación. Y aquí el alivio es menos directo. La poesía no puede reparar ninguna pérdida, pero desafía al espacio que separa. Y lo hace con su trabajo continuo de reunir todo lo que ha quedado desperdigado.» Derrumbe. Derrame. Hemorragia. Pero siempre interna. Hacia abajo. Hacia el fondo. Pregúntate por qué. Sé. Comparte con los personajes tu cuota de responsabilidad para que así entre todos podáis repartiros el peso de vuestra aflicción. Construir es reconstruir. Un paso por delante es el material habitual de la narración. Un paso a un lado es el vivero propio de la escritura, de lo otro, de algo que probablemente tenga mucho que ver con lo que se piensa, pero que probablemente tenga mucho más que ver con lo que se siente. «Sin embargo», asegura Carson McCullers, «escribir no es totalmente amorfo y antiintelectual. Algunas de las mejores novelas y escritos en prosa son tan precisos como un número de teléfono, pero pocos prosistas lo logran, debido al refinamiento que es necesario alcanzar en la pasión y en la poesía. No me gusta la palabra prosa; es demasiado prosaica. La buena prosa debe estar fundida con la luz de la poesía; la prosa debe ser como la poesía; la poesía debe ser tan inteligible como la prosa.» Así la escritura de Derrumbe. Los hechos, las figuras, las líneas, cuando más que representaciones son contenedores que al dialogar con el lector le revelan lo que éste contiene, exigen la máxima precisión: y entonces pude ver con toda claridad todo aquello de lo que me hablaba. Una representación, por muy lograda que esté, es desde su origen y por tratarse de una meta en sí misma, un poder limitado, un hermoso corazón inmóvil. Cuando la figura es profundidad del trazo y no sólo parecido, se revela como algo autónomo a pesar de su vinculación primera, unido al modelo referencial por aquello que lo constituye y no por aquello que lo representa: la elaborada pieza de un puzzle que en lugar de cerrar un trabajo lo abre, un elemento que en vez de completar una imagen ofrece muchas otras. Quien describe sigue el dictado de su espíritu, no de sus ojos; el horror, debido a su negativa a ser explicado, puede y debe ser, al igual que la armonía más tranquilizadora, descrito a partir de su fisonomía evidente, pero siempre atento al pulso de las emociones que su contemplación despierta. Así se desata el estremecimiento compasivo y temeroso ante el horror repentino, pero también otro tipo de estremecimiento, gozoso y en parte redentor, ante la forma en que ese horror es descrito. La oposición es el fundamento de la permanencia. Y quizá, por extensión, de la belleza. «Desde siempre», dice Kundera, «odio profunda, violentamente a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa, etc) en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar éste o aquel aspecto de la realidad. La música, antes de Stravinski, nunca supo dar una forma grande a los ritos bárbaros. No se sabía imaginarlos musicalmente. Lo cual quiere decir: no se sabía imaginar la belleza de la barbarie. Sin su belleza, esa barbarie seguiría siendo incomprensible. (Señalo: para conocer a fondo este o aquel fenómeno hay que comprender su belleza, real o potencial.) Decir que un rito sangriento posee belleza es un escándalo, insoportable, inaceptable. Sin embargo, sin comprender este escándalo, sin ir hasta el final en este escándalo, poca cosa puede comprenderse del hombre. Stravinski otorga al rito bárbaro una forma musical fuerte, convincente, pero que no miente: escuchemos la última consecuencia de la Consagración, la danza del sacrificio: no se escamotea el horror. Está ahí. ¿Que tan sólo se muestra? ¿Que no se denuncia? Pero es que si se denunciara, es decir, si se le privara de su belleza, si se mostrara en su fealdad, sería un engaño, una simplificación, una “propaganda”. Es porque es bello por lo que el asesinato de la joven es tan horrible.» En el inicio latigazos. Un ataque ejecutado desde diferentes flancos. Si el horror se revela en las acciones que un personaje lleva a cabo, que no haya nada más entre unas acciones y otras. Y. Y. Y. No tiene fin. ¿Acaso no ha sido ya suficiente? Cada una de las frases del comienzo es un escorzo brusco con el que el animal intenta rebelarse ante la herida nueva y con el que no hace más que mostrar su indefensión ante la novedad del dolor. Todo ataque, aunque esperado, termina siendo nuevo porque produce un daño recién nacido y por ello un dolor, un grito, una música, una respuesta igualmente nueva y siempre repetida, ajena a su insuficiencia. Nos cogemos un dedo al cerrar una puerta. Dolor es una superficie atrapada entre la colisión de dos superficies. Comprendemos lo que ha pasado a partir del sonido que hace la puerta al cerrarse. Pero el sonido sigue al momento en el que una superficie entra en contacto con las otras. El canto es siempre posterior. Puede guardar una relativa simultaneidad con el sufrimiento, pero no con el daño. Contra el derrumbe moral la construcción estética. «La mecánica», afirmaba Quique Sánchez Flores en una entrevista reciente, «forma parte de lo defensivo y la creatividad de lo ofensivo.» Trinchera y canto. Esfuerzo y misterio. Derrumbe: cuando pronunciamos esa palabra no nos aborda una imagen sino un sonido. Un ruido que localizamos en el vientre. La colisión, ése es el origen de ruido, pero también puede ser el origen de la música. Decepción es desaparición del suelo: revelación: qué poco importa de repente todo cuanto nos importaba. O: qué importante se ha vuelto de pronto todo lo que no nos parecía importar. Imposible soportar sobre nuestras espaldas la ligereza de nuestras manos. El derrumbe tiene lugar cuando el asombro hiere. Por el contrario, cuando el asombro consuela, asistimos a la manifestación inesperada de la belleza. El goce estético frente al terror cercano. «Quizá todo placer sea alivio», dijo Burroughs; y tal vez, se me ocurre ahora, todo alivio sea resistencia. Quien explora, en su búsqueda, abandona. Obra es rechazo y vínculo. En cuanto al estilo: si el cambio trae consigo metamorfosis estamos hablando de desarrollo (por ese motivo siempre preferí La transformación en vez de La metamorfosis como título para la prodigiosa obra de Kafka); cuando el tanteo es necesidad de un camino en lugar de lúdica revisión de lo conocido, se trata y sólo entonces, de exploración. Se tantea en la oscuridad y es la piel la que nos informa del lugar donde nos encontramos. Tantear consiste más que nada en reconocer. Reconocer y descartar todo aquello que ponga en peligro nuestro único objetivo: alcanzar la claridad. La musculatura del lenguaje en un principio hincha, en una mezcla de expansión y ego, pero luego, con el tiempo se define, fruto de la contracción y el ideal noble de la sustancia. Médula es consecuencia del despojamiento. Forma es fibra y no feria. Fijación y grabado del calambre y no simple exhibición virtuosa. «Mi trabajo», dice uno de los personajes de Peter Handke, «consiste fundamentalmente en eliminar, quitar. Dejar huecos, no sólo en las estanterías sino también en los cuerpos. Dejar huecos y abrir cauces para los ríos. Y evidentemente, señores, si ustedes se empeñan, en mi farmacia hay de todo. (Por la noche aquel quiosco, lleno de rejas, de candados, rodeado de barricadas, tenía algo de búnquer, «al que habría que hacer saltar por los aires para entrar dentro).» Epifanía: y aquella lumbre repentina fundió en una sola todas las cosas hasta entonces alejadas entre sí y oscurecidas en su significado literal. Los artefactos engrasados por la savia intelectual no sólo funcionan sino que confirman que el mecanismo es arquitectura sensible. Alusiones lúcidas y sofisticadas a los códigos internos del texto, a los conflictos técnicos y por tanto morales simultáneos a su redacción: el polvo acumulado en las dobleces del plano, un polvo al que hace visible la luz. La vida y la escritura. La una reflejo de la otra. La figura, sutil y poderosa, del doble: no tema ni personaje sino sentido, profundidad: y el libro, en ese momento, comenzó a hablarme de sí mismo, quiso compartir conmigo su propia historia. La vida y la escritura. Una simetría fundamentada en lo motriz y no en lo visible. Escritura y vida, sí, pero también lo contrario. Escritura y muerte: se construye una obra igual que se construye una bomba: un artefacto engendrado por la fiebre: la precisión como consecuencia del arrebato; la pasión como cultivo de la voluntad. Escritura y vida. Escritura y muerte. Creación. Una respuesta al vacío. Alegoría: después de indicarles a los demás el lugar en el que nos habíamos perdido, el humo siguió su curso en el cielo. Elipsis contundentes: el tiempo es la información por el lector añadida. Los cortes. Los cabos. Entre la última palabra de un pasaje y la primera del pasaje siguiente puedes oír el murmullo de la sangre desplazándose desde el corazón del autor hasta su mano, la misma mano con la que, en la penumbra que envuelve al ciudadano que era y trata de seguir siendo, en esa nueva realidad que reemplaza a la realidad hasta entonces conocida por él, tantea. Su búsqueda es su cobijo y muy de vez en cuando, como sucede a lo largo de la lectura de esta obra, el resultado de esa búsqueda es un hallazgo para los otros. Ricardo se sirve de un género concreto y codificado de la única manera que debe hacerse: como si éste fuese un puente que hay que diseñar y construir con tenacidad y esmero, pero sin olvidar en ningún momento que lo que le da sentido a un puente son siempre las orillas que une. Por decirlo de otro modo, Ricardo nos recuerda que lo que debe importarnos de los crímenes son los huecos dejados por las víctimas, la cotidianidad de los asesinos, la soledad de los cazadores. La autoría del delito, las pesquisas, el ansiado enfrentamiento final, son simples condimentos literarios, rutina de los personajes y en muchos casos rutina del autor. Elementos que conducen. Avivan. Mantienen. Pero por sí solos no sostienen. Un giro es válido si es consecuencia y antesala para que lo que primero es sorpresa sea inmediatamente rigor, coherencia, afirmación. La sorpresa, por sí misma es tan solo efecto. Durante su tanteo, el autor no aparta la mirada de los escombros sino que pone todo su empeño en alzar con ellos la base de su propia edificación: historia: los ojos y las manos: la vista marca la posición que las cosas guardan respecto a nosotros; el tacto marca la posición que nosotros guardamos respecto a las cosas. De alguna manera, mientras que la vista va siempre unida a la distancia, el tacto está invariablemente ligado a la proximidad. Porque lo sentimos lejos le ponemos nombre a todo lo que vemos. La piel es el comienzo del mundo. Lo que reconcilia a un escritor con su trabajo es la obra de otro escritor. Es decir, al autor, al menos en mi caso, se le recupera a través del lector que es. Creo que fue Stevenson quien dijo que todo aquello a lo que un escritor debe aspirar es al respeto callado de sus compañeros de profesión. Ricardo ya contaba con ese respeto. Un respeto que con esta nueva obra no sólo conservará sino que verá convertido en admiración.

martes, mayo 20, 2008

ABC diario, PablOtero

Texto e ilustraciones de Pablo Otero. Fotografías de Javier Álvarez. Kalandraka, Pontevedra, 2007. 68 pp. 17 €

Carmen Fernández Etreros

Con esta nueva propuesta de la colección «Alfabetos» la editorial Kalandraka nos confirma su nuevo apoyo al álbum ilustrado, en este caso dirigido a adultos. Una propuesta un poco inusual en nuestro panorama editorial. Un libro en el que la ilustración es esencial y en el que el texto está ausente, por lo que podría entrar en la categoría de libro de imágenes, libro de arte o libro de autor.
Pablo Otero, artista gallego e ilustrador de libros infantiles, proyecta en ABC diario un camino a la experimentación artística en el que se combinan la fotografía, la escultura en metal, la dramatización y una compleja escenografía. El autor gallego en este juego multidisciplinar nos invita a un paseo por un día en la vida de un «artista payaso» muy original. Desde que se despierta hasta que se acuesta, desde A a la Z. El artista se despereza, se lava los dientes, se afeita y se lanza a su labor diaria acompañado de las complejas letras de bronce.
Con este libro quizás solo se pretende sugerir, sorprender o divertir a un lector en busca de nuevos caminos expresivos. Una cómica aventura según explica el propio autor en la primera página.
Las ideas, los sueños y los letras se convierten en símbolos en las páginas de ABC Diario como en las de la primera entrega de la colección Al pie de la letra del consagrado artista Miguel Calatayud en las que la acuarela jugaba al escondite con las letras y la geometría.
Resulta menos claro en este caso, a mi modo de ver, su papel para los pequeños lectores, debido a algunas imágenes en las que muestra al original artista fumando. Eso no significa que no sea una original apuesta y la apertura de un camino a la experimentación y como modelo para la combinación de las diferentes disciplinas artísticas trabajadas en el aula, tales como el dibujo o la fotografía.
Una original colección que ha sido creada por la editorial Kalandraka como un capricho necesario después de diez años de andadura y de éxitos constantes. Un apoyo necesario a la belleza del álbum ilustrado que está situándose cada vez más con fuerza en el panorama de la Literatura Infantil.

lunes, mayo 19, 2008

El guardián del tiempo, Jeanette Winterson

Trad. Estrella Borrego del Castillo. Montena, Barcelona, 2007. 330 pp. 18,95 €

Sofía Rhei

Las premisas argumentales de El guardián del tiempo son, por una parte, la existencia de dos figuras semejantes pero diferentes, las dos caras de un mismo problema caracterizadas mediante la obesidad y la delgadez (igual que las hermanas Brisalinda en Los hijos del vidriero, de Maria Gripe, o los dos hechiceros protagonistas de El ponche de los deseos, de Michael Ende), que desean controlar la gestión absoluta del tiempo a lo largo de la historia. Ambas figuras tienen un lado malvado, pero la trama siempre deja abierta la posibilidad de que en realidad el éxito de uno o de otro suponga un mal menor respecto a lo inevitable, y respecto al éxito de su rival. Es decir, que los personajes malvados poseen cierta dualidad moral. No así los protagonistas.
Silver es una chica huérfana cuidada por un personaje que la maltrata (sí, como en Dickens, Rowling, Dahl, Snickety, etcétera), y sin embargo es avispada, despierta y resolutiva, aunque acusa las dificultades es capaz de superarlas sola, y además está sometida a una serie de dilemas morales más sutiles e interesantes de lo normal.
Gabriel, perteneciente a una ancestral comunidad subterránea (como en la maravillosa Neverwhere, de Gaiman, o la excelente serie de Artemis Fowl), a pesar de considerarse a sí mismo un outsider dentro de ella, es en realidad una personificación de todas las nobles virtudes de su pueblo, longevo y telépata. Uno de los capítulos más interesantes del libro es aquel en el que Silver y Gabriel conversan acerca de las diferencias culturales de sus realidades.
En cuanto al género, la novela empieza con un tono casi gótico, que se convierte en algo un poco steam-punk en cuanto pisan Londres, para irse deslizando luego hacia la ciencia ficción pura. El pretexto del robo de tiempo ya fue desarrollado por Ende en Momo, de manera más poética que cientificista, e incluso en Cristal Oscuro, la película de Jim Henson en la que se “exprimía” a ciertas criaturas para darle vitalidad a otras (como sucede en este libro). También hay una importante similitud con la serie más famosa de Phillip Pullman, especialmente en cuanto a los personajes (y al manicomio del futuro, donde se “experimenta” con lo más preciado de los niños).
Regalia Mason, la bellísima, fascinante y todopoderosa científica, está descrita siguiendo en línea recta la tradición que empieza con las malvadas madrastras de los cuentos de hadas, atraviesa La reina de las nieves de Andersen (y la de C. S. Lewis), pero recuerda, sobre todo, a la señora Coulter. Abel Darkwater también nos recuerda a muchos malvados egocéntricos y sin embargo excéntricos, brutalmente creativos, como los doctores Moreau y Frankenstein, por poner un ejemplo.
Hay una rica, cuidadosa y significativa caracterización de los lugares donde se desarrolla la acción, como la casa familiar de la protagonista (una mansión con voluntad propia que se convierte en uno más de los protagonistas, en una trama en la que dos esbirros gañanes son vapuleados a base de bien por el edificio que recuerda inevitablemente a Solo en casa) , la tienda de relojes de Abel Darkwater, el manicomio de Bedlam (en sus diferentes estratos temporales), el barrio de Spitalfields, las galerías subterráneas de los Arcaicos, el Vaticano de mentira, el Camino de las Estrellas y los demás lugares del futuro. La gran importancia que tiene la narración de los lugares siempre está entretejida con la trama, y con relación tanto de lo uno como de lo otro con el tiempo. De hecho, algunos de los lugares sólo existen en una de las líneas temporales, ya que han sido generados por ella.
Existe una función pedagógica referente a la física, y de hecho, en la novela aparecen como personajes científicos eminentes como Penrose y Hawking, e incluso el gato del famosísimo experimento de Schrödinger. Winterson trata de dar a entender de una manera ejemplificada algunos conceptos, como la idea de agujero negro, la posibilidad de viajar en el tiempo si se consigue superar la velocidad de la luz, e incluso inventa una serie de parámetros de su propia cosecha. En realidad, con todo el jaleo de viajes en el tiempo y realidades paralelas muy difícil habría sido que el libro no cayera en algunas incoherencias (por ejemplo, por qué sólo existe un reloj si los universos paralelos se desdoblan millones de veces cada día, página 317, etcétera).
Quizá parezca un libro difícil por los muchos elementos que contiene, pero en realidad no lo es tanto. Su complejidad argumental está adaptada a la capacidad de jóvenes lectores, aunque bien es verdad que acaso ciertos conceptos de la física teórica pueden sobrepasar la capacidad de comprensión de un niño. Sin embargo, libros con escollos parecidos (como, entre otros, El misterio de la isla de Tökland, de Joan Manuel Gisbert, cuyo final raramente es asimilado por los menores de dieciocho años) han obtenido una enorme popularidad gracias a la gran calidad del conjunto. Este es un libro que puede abrir muchas puertas: ya me hubiera gustado a mí leerlo con once años.

viernes, mayo 16, 2008

Lo mejor de la poesía amorosa china, AA.VV.

Selección y traducción de Guonjian Chen. Calambur, Madrid, 2007. 208 pp. 16.01 €

Ana Gorría

Ya en el principio, una tiende a observar ciertas muestras de entusiasmo conmovedor desde el título del libro: Lo mejor de la poesía amorosa china. Tal y como nos indica su editor, traductor y responsable de la selección de los poemas, el propósito de este libro es el de llegar a un lector universal —no necesariamente habitual—. Para ello, como nos refiere en la nota preliminar ha decidido «evitar las alusiones y metáforas muy propias de la lengua y de la literatura china, difíciles de entender para el lector español a causa de la enorme diferencia de cultura, y expresar al mismo tiempo, en una forma u otra, la idea que el autor quiere sugerir en cada circunstancia concreta, reduciendo así las notas en la medida de lo posible».
El libro tiene dos prólogos, uno en el que Luis María Ansón canta las bondades de la poesía y otro en el que el autor, hispanista y profesor de formación, nos da una somera visión de la historia de la poesía china con el fin de justificar los criterios de su selección y al mismo tiempo rebatir algunos lugares comunes en el ars belli que supone cualquier filología (también la sinóloga). Los poemas que encierra el libro abarcan desde los albores de la documentación de la escritura china hasta autores prácticamente contemporáneos como Gu Cheng o Bian Zilin.
Esta antología, por lo tanto, se mueve alrededor de dos polos: la conciencia de la lejanía de la cultura china y la intuición de que existen universales comunicables accesibles a todos: entre ellos está el amor, tal y como defiende Guojian Chen. Uno de los argumentos que Guojian Chen ofrece es la similitud entre un poema de Bécquer, «Podrá nublarse el sol eternamente (...)», y un poema de Feng Menglong, Inseparables. Se ha comparado también, me indica un amigo latinista, ciertos poemas de la china clásica con la poesía de autores latinos como Ausonio, dada la tendencia a la esencialidad y sensualidad al mismo tiempo de estas poéticas.
Un total de ciento veintiséis poemas en los que parece cumplirse el vaticinio de Michaux respecto a la lírica china: «La poesía china —dice Henri Michaux— es tan delicada, que jamás hospeda una idea (en el sentido occidental de la palabra). Un poema indica y los rasgos que indica no son lo más importante; no tienen una evidencia alucinante, la evitan, y ni siquiera la sugieren. Más bien, se deduce de ellos el paisaje y su atmósfera. Un poema chino es siempre demasiado largo; está ahíto de comparaciones. En la palabra azul está el signo de partir leña y el del agua, sin contar el de la seda. En la palabra claro, la luna y el sol a un mismo tiempo. En la palabra otoño, el fuego y el trigo».
En esta compilación, pese a que el traductor ha querido eliminar en la medida de lo posible la distancia cultural, las referencias a la vida cotidiana, al calendario, a la iconografía china son, evidentemente, numerosas. En los últimos poemas, los más recientes en la cronología se observa un desplazamiento hacia el paisaje urbano en poemas como “Paseando por la vieja ciudad” o “Calleja bajo la lluvia”.
En el resto del poemario aparecen imágenes asociadas al sentimiento amoroso, siempre subordinadas a la referencia al universo de lo vivo. El ser humano participa de la naturaleza. A su vez la naturaleza acoge al hombre, tal y como refirió para la pintura François Cheng en Vacío y plenitud en la misma línea que la apreciación sobre la creación de la atmósfera en el poema chino hace Michaux:


«Sin cabellos, ni sombrero, tampoco poseo refugio donde huir de este mundo. Me transformo en hombre dentro del cuadro, con una caña de pescar en la mano, en medio de aguas y cañas. Donde sin límites, cielo y tierra no son más que uno. (...)»

Palabras sobre la pintura,
Shitao,
en Vacío y Plenitud]


Las imágenes naturalistas son, en consecuencia, las que articulan la expresión de la mayor parte de los poemas del libro, un naturalismo que traza relaciones con el todo y que no resulta en absoluto un artilugio vacuo para la enunciación. La presencia además de una serie de melodías específicas de la cultura china sugiere las altas posibilidades líricas de estos textos ya que podemos imaginar que su modulación depende de la música a la que se adscriben, un punto de referencia que, por desgracia, no se encuentra dentro de nuestras posibilidades interpretativas para poder disfrutar de estos poemas.





Uno de los grandes hallazgos de esta selección de textos es, también, presentarnos la poesía en diálogo. De esta manera conseguimos no sólo establecer una relación de correspondencia entre los diversos fragmentos del libro sino también nos permite concebir la lírica como una expresión que necesita del otro. Más aún teniendo en cuenta la temática que da sentido al volumen. Esta decisión implica la incorporación de poetas chinas de las que se preservan testimonios poéticos en la correspondencia con sus esposos, tal y como nos indica Chen: «En esta edición he prestado especial importancia a las obras de las poetisas, que durante milenios han sido menospreciadas, como consecuencia de una sociedad feudal en que el machismo se manifestaba no sólo en lo político, económico y social, sino también en lo cultural, en la literatura. El papel de la mujer era despreciado hasta tal grado, que en algunos casos, aunque las obras se conservan y llegan a nuestros días por ser bien valoradas, no se conoce la autora sino como "esposa de fulano" o "señora de mengano" y es imposible averiguar su propio nombre y apellido».
El amor que da sentido a la antología no es en la mayoría de las ocasiones un motivo de celebración. Encontramos, sin caer en lo melodramático —dada la tendencia a la contención— rupturas, duelos, pérdidas. Incluso un poema como nota de suicidio y despedida se ha conservado y nos es legado por Chen en las páginas de este libro. La violencia que late detrás de esa China de guerras, de desplazamientos, de burocracias aniquilantes nos recuerda la China de los héroes de la escritura que han dibujado cineastas como Zhang Yi Mou o Chen Kaige.
Lo mejor de la poesía china amorosa es un buen volumen que viene a completar el esfuerzo que se está haciendo por conocer la todavía no demasiado diáfana en español tradición poética china. Frente al conocimiento del jaiku y al intento de incorporar sus soluciones expresivas en las posibilidades líricas del idioma, gesto que practicaron entre otros Ezra Pound o Tablada, tal vez sólo conozcamos bien a autores como Li Po o Du Fu. Ofrecer una perspectiva más amplia de esa gran nación literaria es el propósito de Chen en esta antología que al mismo tiempo nos demuestra que no llegamos a ser tan diferentes:

ENVIADO A MI ESPOSO

Las ocas mensajeras se han perdido
entre nubes y montes.
Mi carta debe de llegar,
a los tres meses, a tus manos.
No digas que no pesa nada
esa hoja de papel,
ya que lleva la carga
de mil tristezas por tu ausencia.


Chen Lianjie
(Siglo XVIII)

jueves, mayo 15, 2008

Sauce ciego, mujer dormida, Haruki Murakami

Trad. Lourdes Porta. Tusquets, Barcelona, 2008. 392 pp. 20 €

Pablo Gutiérrez

En el prólogo de la colección de relatos titulada Sauce ciego, mujer dormida, Haruki Murakami explica con sencillez la diferencia entre escribir cuentos y escribir novelas: los cuentos son un jardín; las novelas, un bosque. La naturaleza humanizada de los jardines es serena y confortable, cada cosa queda en su sitio, flores separadas de otras flores en limpios parterres, quizá un arroyo falso, una fuente vieja, no sé. El bosque, en cambio, es denso y oscuro, la luz no traspasa la fronda compacta de los árboles, temes no encontrar el camino de vuelta a casa. Pero, dejando a un lado tanta verdura metafórica, Murakami confiesa a continuación que «uno de los placeres de escribir cuentos es que no se tarda tanto en terminarlos. [...] Entras en una habitación, terminas tu trabajo y sales.» Resulta un poco obvio, ya, pero creo que hay más sustancia de lo que parece en esa frase. Después de todo, es una reflexión —aunque sea una reflexión pequeñita— sobre el pasmo terrible que el escritor siente delante de esa cosa espectral y proteica que tan pomposamente llamamos novela.
El primer libro que leí de Haruki Murakami fue Tokio Blues. Lo leí de un soplo durante unas vacaciones, esos días largos de playa y vino suave. Probablemente puse mucho de mi parte para que me cautivara como lo hizo. Cuando los personajes me lanzaron la garra, yo ya les había ahuecado el cuello para que se sujetaran mejor. Dejé que se quedaran allí, me los llevé de paseo, les presenté a mis amigos, y me convertí en ese tipo tan pesado que siempre está hablando de Murakami. Antes de lanzarme a la segunda novela quise que pasaran la euforia y algunos meses. Me tomé mi tiempo, rechacé una, elegí otra, dudé, y finalmente una noche lo preparé todo para darme el banquete. El segundo Murakami sería Al sur de la frontera, al oeste del sol. Pero enseguida, ops-ops, enseguida vi que algo no iba bien. ¿Dónde estaban aquellas imágenes mudas, la hondura de los personajes sin rumbo, los contrastes, el silencio...? ¿Dónde? Murakami se había desvanecido, ay.
Volví a intentarlo, temeroso, con Kafka en la orilla, y pronto regresaron el entusiasmo y las frases subrayadas, el asombro, la extrañeza, la poesía diminuta y callada. Decidí recortar una fotografía suya y pegarla en la pared donde tengo, como un adolescente, las siluetas de otros seductores. Mu-ra-ka-mi dice debajo, en rojo.
Es decir: soy un convencido, terreno fértil, y por eso no sirvo para equilibrar el peso o el acierto que pueda contener Sauce ciego, mujer dormida, porque en cada relato yo he ido viendo la novela que no se escribió. Dice el autor que suele componer tiradas de cuentos entre una novela y otra, como si fuera un refresco o un laboratorio, probando y probando hasta que uno de esos cuentos se estira tanto que deja de serlo. Es divertido buscar semejanzas, adivinar qué falló, imaginar si ese pequeño personaje no es el reflejo o el origen de Ôshima, de Midori, de Reiko. Tal vez yo no sea un buen lector de cuentos, porque cuando leo uno tan bueno como “Los gatos antropófagos” me da lástima que Izumi desaparezca tan pronto, diez páginas son nada para Izumi, yo quiero doscientas, trescientas páginas de Izumi.
Como en sus novelas, los personajes que habitan los cuentos de Murakami siempre guardan silencio sobre lo que les muerde. No se atreven o no pueden decirlo, o tal vez ni siquiera saben con certeza qué les ocurre. Los lectores —al menos los lectores occidentales—, en ese acto tan racional que supone leer una narración, intentamos componer la pieza, buscar causas, motivaciones, impulsos ocultos: sentido. Como detectives sentimentales, trazamos hipótesis y conjeturas que deseamos ver confirmadas un poco más adelante. Los personajes de las novelas de Murakami suelen desconcertarnos pero, después de perseguirlos un tiempo, casi siempre atrapamos la clave: a Watanabe lo que le pasaba era que... en realidad Nakata no era sino...Por desgracia, ¡nada de eso es posible en el suspirillo de los relatos! Y el desconcierto para nuestras pobres mentes cartesianas es atroz: ¿qué le ha ocurrido a éste?, ¿por qué aquél dice eso? Hay un consuelo: un cuento termina exactamente donde empieza el siguiente, y en el siguiente puede que encontremos algo como: «Durante unos instantes permanecieron en silencio. Sobre la mesa, el café seguía enfriándose, perdiendo su transparencia. La tierra giraba sobre su eje, la luna alteraba de forma secreta la fuerza de la gravedad y decidía las mareas. En medio del silencio, el tiempo transcurría y los trenes pasaban de largo.»
«Otra cosa buena de los cuentos —dice también Murakami en el prólogo— es que no tienes que preocuparte por el fracaso. Si la idea no sale como esperabas, te encoges de hombros y dices que no todas pueden salir bien.» Para el lector esto es igual de bueno. Si en uno no encuentras el mágico señuelo, no hay problema, otro te espera al pasar la página. Y ese anzuelo quizá aguarde en “La luciérnaga”, o en “El séptimo hombre”, y muy posiblemente en “Un día perfecto para los canguros” y “El cuchillo de caza”.

miércoles, mayo 14, 2008

Las vidas de Joseph Conrad, John Stape

Trad. Ramón Vila. Lumen, Barcelona, 2007. 544 pp. 22,90 €

Alberto Luque Cortina

Sobre Joseph Conrad (1857-1924) se ha escrito mucho. Él mismo dejó su testamento autobiográfico en sendas obras: El espejo del mar y Crónica personal, visiones muy personales de cómo Conrad se veía o quería que le vieran, y que no fueron sino el inicio de algunas deformaciones propiciadas a continuación por sus primeros biógrafos, y por aquellos otros de segunda generación que intentaron subsanar, a veces con notable inventiva, las lagunas de la vida del autor.
Como es sabido, Conrad nació en Berdichev, una población de mayoría polaca bajo dominio ruso que hoy pertenece a Ucrania. Su nombre bautismal fue Józef Teodor Konrad Korzeniowski, nombre que con buen criterio comercial cambiaría por el de Joseph Conrad al obtener la ciudadanía británica. Una infancia trashumante y desventurada le llevó, en su juventud, a enrolarse en numerosos barcos, en los que surcó buena parte de los océanos en su deseo, nunca satisfecho, de hacer carrera en la marina mercante. Sus experiencias le sirvieron para escribir sus primeras obras, algunas de las cuales se encuentran entre las grandes novelas inglesas de todos los tiempos, hecho doblemente meritorio para quien, nacido polaco, su segunda lengua de adopción fue la francesa.
La carrera literaria de Conrad estuvo llena de altibajos: a pesar del respaldo mayoritario de la crítica, su obra, salvo en casos puntuales, nunca obtuvo la masiva aceptación del público. Hoy sus libros tienen una gran aceptación y su influencia en otros autores es más que patente. Suele suceder que, cegados por el brillo de la creación, se tiende a iluminar las vidas de sus creadores, en la falsa presunción de que sus vidas deben estar a la altura de sus obras, pero se olvida que esto no es así y que, incluso, las obras de estos pueden ser muy irregulares. En el caso de Conrad la confusión es mayor, si cabe, pues tiñó sus relatos con experiencias personales, de los cuales algunos entusiastas biógrafos dedujeron lances extraordinarios, peligrosas aventuras, y amores imposibles.
En este sentido, la biografía de John Stape es muy clarificadora, no sólo porque aporta nuevos materiales, como algunas cartas inéditas, sino también porque realiza un esfuerzo por diseccionar el personaje de carne y hueso basándose en los hechos, no en las hipótesis. Surge así un perfil no siempre favorecedor: el Conrad maduro es un hombre quejicoso, abrumado por sus deudas, reales o ficticias, y con tendencia a la depresión. El Conrad juvenil es, sin embargo, menos nítido, ya que Stape, con buen criterio, se limita a exponer los hechos comprobados y evita las conjeturas. Así, sucesos como el intento de suicidio del entonces joven escritor permanecen irresueltos, mientras que otros quedan descartados, tal es el caso del contrabandeo de armas para los carlistas, o aparecen con una nueva luz: al parecer Conrad nunca apoyó a Roger Casement, el defensor de la causa africana, de quien aseguró que era «un hombre sin ideas».
Frente a las brumas de la juventud, la madurez Conrad queda ampliamente dilucidada gracias a la abundante correspondencia aquí incluida, que constituye uno de los pilares de esta obra. Más allá de sus relaciones, a veces conflictivas, con otros escritores como Henry James, Stephen Crane, H. G. Wells, Ford Madox Ford, J. M. Barrie, T. S. Eliot o Cunninghame Graham, entre otros, es particularmente esclarecedor el proceso creativo de Conrad (es sabido que novelas voluminosas como Lord Jim, El Agente Secreto o Nostromo, comenzaron siendo breves relatos). Sus vacíos creativos, su incapacidad para cumplir con los plazos de entrega impuestos por su agente, sus decepciones y sus expectativas casi nunca satisfechas ofrecen un panorama muy interesante de la trastienda de la creación literaria, de sus brillos y sus sombras.
En definitiva, un libro riguroso, bien escrito, ameno; muy recomendable para los numerosos seguidores de Conrad y para aquellos interesados en las estepas grises que a veces constituyen el único paisaje del oficio de escritor.

martes, mayo 13, 2008

Últimas cartas a Kansas, Sofía Castañón

I Premio de Poesía Joven “Pablo García Baena”. La Bella Varsovia, Córdoba, 2008. 56 pp. 6 €

Alba González Sanz

Cada cual escoge un territorio mítico desde el que encarar el mundo y el de Sofía Castañón en su segundo libro es un Oz que no se nombra mucho pero cuyos trayectos describe en estos poemas con paso firme. Últimas cartas a Kansas es uno de los libros que obtuvo exaequo el I Premio de Poesía Joven “Pablo García Baena”. El anterior poemario de esta autora fue otro premio, el Asturias Joven en 2006, titulado Animales interiores.
Sofía Castañón (Gijón, 1983) nos hace ahora destinatarios de unas cartas que cuentan esa vieja historia del crecer y abandonar la casa de la infancia y la primera adolescencia desde el punto de vista de quien se sabe incapaz de volver porque en esa Kansas «sigue Penélope/ tejiendo mantas/ para niños perdidos»; porque las «niñas mayores» no pueden ser como sus abuelas, pero tampoco contradecirlas: no pueden asumir la espera, desconocer el lugar habitado, ignorar su carácter radicalmente presente.
Dice José Luis Piquero en su prólogo que estamos ante un texto triste y la poeta elige para abrir su libro una frase de Helena o el mar del verano (novelita también de contar una historia de infancia de retorno imposible) que permite hablar de una tristeza reposada, consciente porque nos dice: «pienso en el destierro voluntario/ en la ausencia como rutina». Y entonces, aunque sea árida la vida hipotecada, muchos y quién sabe si correctos los pasos dados («Saturno nos devora primero/ por los pies») podemos pensar que los zapatos mágicos de la leyenda de Oz, aunque referentes, no serán usados para volver a casa y se han quedado abandonados en la fotografía luminosa que sirve de portada al libro.
Últimas cartas a Kansas tiene mucho de road movie versificada y el lector se va a dar cuenta de que la poeta domina el género: no en vano nos envía cartas, cartas a un pasado mientras ella programa su huida («Caminamos/ hasta encontrar nuevos carteles/ y nuevos tipos de cerveza, nuevas/ paradas de autobús y otras caras/ que no supieran nombres antiguos»), aunque todos los neones de una nueva ciudad, de una nueva vida que se busca con alevosía si bien se sabe que lo lógico es la añoranza —dueña y señora, en el fondo, de todos los momentos bajos— no evitan que a veces se cuele el echar de menos «a los monstruos/ cuando dejan de vivir/ debajo de la cama».
Pocos viajes se hacen en soledad y mucho menos este que nos ocupa y que tiene por argumento abrazar otra vida (quizá decir: otros cuerpos). Tal vez si Últimas cartas a Kansas no es un libro enteramente triste es porque la voz que nos escribe no se ha lanzado al camino sin un cuerpo ajeno por refugio. Es obvio que la mitad de crecer es abandonar la individualidad infantil para necesitar desesperadamente la compañía de los otros y este conjunto de poemas no está al margen de esa percepción.
He escrito antes road movie y puedo añadir que si algo caracteriza la poesía de Sofía Castañón en sus dos primeros libros es, entre otras cosas, la gran potencia de las imágenes que invoca, el buen uso que hace de esa cámara (verbal, en este caso, si bien profesionalmente ella compagina la escritura con la producción audiovisual) que apunta directa a donde duele, a donde impacta, dotando de un significado renovado a ese montón de palabras sencillas que emplea, pues más de una vez ha dicho esta poeta que no le interesa sacralizar el lenguaje para apartarlo de las cosas que importan.
Las mitologías próximas, como este Mago de Oz revisitado, corren el riesgo de lo obvio y de no saber hacer de ellas nada nuevo. Creo que no sucede así en este viaje, donde la referencia se ha tomado de modo integral y Sofía Castañón ofrece otra lectura global y propia a la que no le falta coherencia; no en vano termina explicando que «con la vida/ en una caja de latón/ me alejo de casa». Y esa vida tiene forma, tal vez, de corazón que late, tic-tac, y que acompaña.

lunes, mayo 12, 2008

Firmin, Sam Savage

Trad. Ramón Buenaventura. Seix Barral, Barcelona, 2007. 224 pp. 16,50 €

Sofía Rhei

Firmin, como una gran cantidad de los héroes y antihéroes más populares, combina una serie de patologías (la vertiente paródica de estas aporta no poco del alivio cómico, aunque casi toda la novela es un tira y afloja del mismo con el no menos necesario alivio trágico) con una serie de virtudes que, como dice Justo Navarro en la contraportada, son «los efectos que produce el haber crecido devorando libros». Sin embargo, podríamos aplicar la misma vara de medir a la psicosis, el egocentrismo, el voyeurismo y el quijotismo, incurable y voluntario alejamiento de la realidad, que padece esta rata bibliófila.
El argumento podría resumirse en muy pocas líneas. Sólo tiene una trama, que está narrada en orden cronológico, con abundante incursiones subjetivas del narrador-protagonista al mundo de sus sueños. El libro está tensado únicamente por los deseos e inquietudes de Firmin, por lo incompatible de su voluntad de comunicación con el resultado de su atenta (y a veces errónea) observación y fascinación por los humanos.
La mencionada contraportada de la décima edición de este libro está poblada por una serie de comentarios firmados por una serie de escritores (Eduardo Mendoza, Donna Leon, Rodrigo Fresán, etcétera) en los que se tiene, como mínimo, cierta confianza. La mayor parte elevan la historia del ratón Firmin, devorador de libros tanto por la via digestiva como por la intelectual, a libro memorable, «caído del cielo», «excelente», «acontecimiento».
Además de lo carismático que pueda resultar este estudio de carácter, de lo sugestivo que resulta ubicar la narración en una librería de viejo, y del valor documental de reconstrucción de una época (los sesenta) a través del bosquejo de breves escenas y personajes que Firmin entrevé mientras corre y se esconde, no encuentro en este libro ese pequeño núcleo de mensaje nuevo, de verdad nunca antes dicha, que permite distinguir a los libros merecedores de tales epítetos.
El viejo argumento del edificio original y entrañable, que a pesar de sus insustituibles cualidades está pendiente de demolición, no acaba, como ocurre a menudo, con la victoria del pequeño sobre el gigante; de hecho, si hubiera que entresacar una moraleja del conjunto de circunstancias de la novela es que Firmin, haga lo que haga, no puede ganar, a pesar de su excepcionalidad, y todo su éxito ante la existencia ha de limitarse a conseguir migajas y breves momentos de efímera felicidad. Firmin no puede sobrevivir como rata normal porque la literatura ha destruido esa posibilidad, sin aportarle nada a cambio más que una serie de espejismos imposibles de alcanzar. ¿Y a esto lo llaman «un símbolo de amor por la lectura»?
Por supuesto que se trata de una narración curiosa e interesante, capaz de provocar no pocas sonrisas y de aprender, ya que sirve de catálogo de algunos libros (que dan la impresión de ser muy queridos por el autor, de hecho, en lo tocante a lo autobiográfico, entre el personaje de Jerry, el escritor bohemio antisistema, y la biografía del propio Savage, parece haber más de un par de puntos en común) que fueron clave en los sesenta por uno u otro motivo, como Peyton Place, Nuestra Señora de las Flores, The ginger man, De ratones y hombres. Está maravillosamente escrito y la traducción de Ramón Buenaventura es capaz de transmitirlo a base de mucho cuidado y mucho talento. Contiene imágenes memorables, y creo que es esta cualidad de vividez e intensidad la que se ha granjeado la simpatía de millones de lectores.

viernes, mayo 09, 2008

Pólvora negra, Montero Glez

Premio Azorín 2008. Planeta, Barcelona, 2008. 325 pp. 22 €

Miguel Baquero

Ya su primera novela, Al sur de tu cintura, firmada como Roberto del Sur y publicada por Ediciones Vosa hará cerca de diez años, Montero Glez. mostró unas señas de identidad precisas y contundentes. Arraigado en los ambientes más canallas, establecido con especial delectación en los bajos fondos y entre los tipos más patibularios, Montero ha ido desarrollando, a través de sus sucesivas novelas, un estilo personal e inconfundible. Un estilo de frases bruscas, como escritas de madrugada, a la turbia luz de una farola en un arrabal de las afueras, entre prostíbulos y tugurios de mala muerte; un estilo de adjetivos que se diría mascullados por un lado de la boca en medio de una pelea a navaja abierta, entre un estruendo de vasos que caen y sillas que se derriban. En la larga decena de años que lleva ejerciendo como escritor, Montero Glez. ha permanecido fiel a su apuesta, sin aflojar en momento alguno la tensión ni buscar refugio en lo amable, cómodo y convencional, lo que demuestra cuánto hay de auténtico y genuino en su propuesta estética y con que fuerza y compromiso vive Montero Glez. la literatura.
Sin embargo, quienes apreciamos esta sinceridad, tan extraña hoy, en un escritor, y nos deleitamos con la fuerza que inevitablemente se desprende de cada una de las páginas así escritas, advertíamos (yo al menos) que Montero Glez. corría el peligro de quedar atrapado en su universo, de que este mundo de trileros, putas, trapicheros y demás gente del bronce amenazaba con cerrarse en torno de él y acabar por asfixiarle. Era preciso, y yo creo que el autor era consciente de ello, abrir el campo, dejar de dar vueltas sobre sí mismo y avanzar. ¿Cómo conseguirlo, no obstante, sin renunciar a la autenticidad, sin plegarse a los dictados de la moda, sin dejar realmente de sudar y dejarse la piel en cada página?
Difícil decisión.
Leo en las páginas de agradecimiento de esta novela que, en un determinado momento, Montero Glez. se topó con el libro de José Esteban Mateo Morral, el anarquista, y a partir de ese momento siguió tirando del hilo de diversas biografías, estudios y novelas basadas en el anarquismo ibérico, un movimiento por el que Montero Glez. era inevitable que se sintiera visceralmente inclinado. La conexión con el anarquismo, de largo historial en nuestro país, abrió (casi puede oírse el crujir de las puertas, algo oxidadas ya por el desuso) a Montero Glez. un campo extenso, inmenso y explanado para su disfrute.
Pólvora negra está centrada en la figura de Mateo Morral, el anarquista que, en mayo de 1906, arrojó una bomba en la calle Mayor de Madrid al paso de Alfonso XIII, el rey de aquel entonces que acababa de desposarse con no sé ahora mismo ni importa quién. El atentado fracasó por unos segundos, por apenas unos metros que hubiera recorrido el carruaje. Seguramente, si los caballos hubiesen llevado aquel día el paso de costumbre, la historia de España habría cambiado de forma sustancial, y quizás también la de Europa y la del mundo. ¿O no? En fin, no es éste el sitio para entrar en estos futuribles, como tampoco es Pólvora negra la simple crónica de esos hechos. Es más. Mucho más.
El intento de regicidio le sirve a Montero Glez. para describirnos cómo era el panorama en el que se movían los anarquistas de la época, un movimiento enraizado en los bajos fondos, entre los tipos más miserables (sin ánimo peyorativo) de la época y en los ambientes más sórdidos que tan caros son al autor. Un arroyo por el que también se movían los policías encargados de prevenir a estos elementos. Un mundo de suciedad, tristeza, perversión y delito al que también descienden los que se dicen más nobles y aristócratas llevados de sus más bajos instintos. Una cochambre, en fin, sobre la que vienen a sustentarse toda la historia de España. Porque, sobre la simple anécdota del atentado, hay en la novela de Montero un afán de intentar comprender aquel tiempo del que venimos; no en vano, pasan por las páginas de esta novela desde Lerroux a Primo de Rivera, Romanones o Ferrer Guardia, hay espacio para los periodistas y aun para los toreros de la época, cruza por delante el mismo Valle Inclán y hasta hay un momento para detenernos en el burdel de la calle Aviñó de Barcelona, donde ejercían algunas señoritas.
No es, sin embargo, esta reconstrucción de la época un ejercicio pintoresco tan a la moda hoy día, como tampoco constituye lo castizo un simple recurso en Montero Glez.; muy al contrario, los personajes históricos, así como los “guapos”, los “chulos” y “las gachíses” que cruzan por esta novela, son personajes vivos, sensibles, que no actúan conforme a lo que dicen de ellos las enciclopedias ni a lo que ordena su tipología sino que obran con rabia, con fuerza, con pasión y deseo. Impresionante es la figura del teniente Beltrán, el encargado de cerrar el cerco sobre Mateo Morral; es Beltrán un hombre brutal y resentido tanto contra los de su clase, porque no le dan lo que él cree que se merece, como contra los anarquistas, porque sabe que, de algún modo, son mejores que él. Su brutalidad es la tragedia de quien se siente pobre y mediocre pero se niega a asumirlo.
Al tratar con su peculiar estilo esta capítulo de la historia de España, bajo la excusa del atentado contra el rey, de sus preparativos y de la persecución posterior, Montero ha pretendido (y en mi opinión logrado) hurgar en las entrañas de lo español, descubrir debajo de toda la cosmética recientemente adquirida esa mugre, esa roña, esa caspa nunca bien erradicada que nos impide en todas las ocasiones sacudirnos nuestra miseria y progresar realmente (no hablo en lo económico) como nación. Una mugre que efervescía en la época en que Mateo Morral preparaba su bomba casera en la soledad de una pensión. Son «las ocho y media de la tarde del primer domingo de junio del año 1906, reinando en España Alfonso XIII y en el cante Antonio Chacón. Aprieta el calor en Madrid y de las cloacas sube un tufo tan intenso como para marear a un perro».