lunes, marzo 31, 2008

Nido de arañas, Elisabeth Sanxay Holding

Trad. Matuca Fernández de Villavicencio. Lumen, Barcelona, 2008. 205 pp. 16,90 €

Carmen Fernández Etreros

Para situarse en la atmósfera de Nido de arañas hay que viajar con la imaginación a 1945 y situarse en la atmósfera gris de la época. Los protagonistas de esta novela han sufrido ya la Gran Depresión económica del 29 y se encuentra inmersos en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo las páginas escritas por la neoyorquina Elisabeth Sanxay Holding reflejan sosiego y elegancia. ¿Cómo lograr contar una historia de suspense desde la tranquilidad? Para mí es un don de la autora que ya habíamos comprobado en La pared vacía, publicada el año pasado por esta misma editorial, y que fue llevada al cine en dos ocasiones —una de ellas por Max Ophuls, en su película Almas desnudas— y elogiada por Hitchcock, quien la incluyó en su selección de obras de misterio favoritas.
Para mí lo crucial de la manera de escribir de Elisabeth Sanxay Holding es que centra la mirada del lector en el protagonista, no del detective o en el policía como en la mayoría de las novelas de suspense. Malcolm Drake vuelve a casa después de luchar en la Segunda Guerra Mundial. Un desafortunado y oscuro episodio le hace regresar convertido en un hombre frágil y enfermo, muy diferente del hombre fuerte y seguro que había partido para luchar por su país. Su pacífico hermano Arthur, su cuñada y la hermana de ésta le acogen y le protegen en el domicilio familiar donde Malcolm vive su tragedia personal en soledad. Pero un día la tranquilidad familiar acaba al morir de repente la tía Envie, una mujer mayor que domina el clan de los Drake, tras tomarse una copa durante una velada. Malcolm se convertirá en el centro de todas las sospechas incluidas las del lector que todavía intentaba descubrir el extraño accidente que le había mandado de regreso a casa.
El protagonista vive la angustia de la sospecha y se la transmite al lector con abandono, como si ya hubiese pasado por esta desafortunada situación. Incluso las personas que parece que lo defienden desde el principio como la hermana de su cuñada o Lily, una curiosa y moderna vecina, la puerta abierta a su curación, acaban dejando caer su desconfianza en la inocencia del protagonista. La policía aparece finalmente en el lugar de los hechos y poco a poco Malcolm se ve envuelto en una tupida y desagradable tela de araña de la que no puede escapar.
Una novela de suspense alejada de los crímenes de la novela actual cuyos protagonistas no pierden su natural sosiego y elegancia y en la que a los lectores no nos salta ni una gota de sangre. Muertes, chantajes y personajes perturbadores pero ni ensañamiento ni violencias sobrecargadas. Tres crímenes extraños, unas pastillas, unas hermanas agobiantes y un sospechoso el protagonista que nos narra la historia desde una compleja primera persona, Malcolm Drake. La autora maneja la angustia de los personajes con una calma interior que fascina a cualquier lector. No sé si con frialdad o con astucia.
Elisabeth Sanxay Holding es una de estas escritoras desconocidas en nuestra narrativa que gracias a Lumen puede ser ahora disfrutada por los lectores aficionados a la novela de suspense y a la compleja novela negra. Cito como curiosidad para el lector la historia vital de la autora que la lleva a dedicarse a escribir novela de suspense para salir de sus problemas económicos tras la crisis financiera de 1929, para poder mantener a sus dos hijas. Hasta ese momento la autora, nacida en Brooklyn en 1989, solo había publicado ficción pero su mala situación económica la llevo a escribir dieciocho novelas de suspense desde los años treinta hasta su muerte en 1955. La casualidad y la necesidad forjan la pluma de una de las pocas escritoras de este género.
Leer esta novela ha supuesto para mí el descubrimiento de esta escritora admirada por Raymond Chandler. Una maestra del suspense olvidada que ahora tiene la oportunidad de volver a mantener en vilo a los lectores casi un siglo más tarde hasta el final.

viernes, marzo 28, 2008

El taco de ébano, Jorge Riestra

Ediciones del Viento, La Coruña, 2007. 207 pp. 11 €

Óscar Esquivias

Es muy conocido el inicio de Madame Bovary de Flaubert (que cito en la traducción de Carmen Martín Gaite, Tusquets, 1997):
«Estábamos en la hora de estudio, cuando entró el director seguido de un chico nuevo con atuendo provinciano y de un bedel que traía un gran pupitre.»
Los historiadores de la literatura han elogiado mucho el «estábamos» («nous étions» en el original), esa voz anónima y colectiva que implica un «nosotros» testigo directo de la acción. Charles Bovary (el muchacho que entra en el aula) formará parte desde entonces de ese grupo de estudiantes y, años después, ya adulto, su historia seguirá siendo contada por el mismo narrador plural que un día le vio llegar al colegio. La peripecia íntima de Bovary cobrará así un alcance extraordinario: autor, lector y personaje están unidos desde ese primer párrafo y lo que se narra en la novela atañerá directamente a los tres: Flaubert refleja las inquietudes de su generación, que comparte con Charles y Emma Bovary y con los lectores de la Revue de Paris, donde fue apareciendo por entregas la novela a partir de octubre de 1856. Hoy, tantas generaciones después, el «estábamos» mantiene su poder de sugestión.
Este recurso narrativo ha sido utilizado de manera conmovedora por Jorge Riestra. Para mí su nombre era absolutamente desconocido: nunca hasta ahora se había editado un libro suyo en España, pese a ser un autor veterano (hoy tiene ochenta y dos años), a haber empezado a publicar en Argentina en los años cincuenta y a haber merecido importantes premios en su país (entre otros, el premio a la trayectoria artística del Fondo Nacional de las Artes en 2002).
El caso es que no tenía ninguna noticia de él hasta que leí El taco de ébano y caí maravillado ante su prosa: como en Flaubert, en los cuentos de Riestra también hay un humilde «nosotros» tras el que se esconde un narrador poderoso, lleno de humor y sensibilidad, que nos describe un mundo ya lejano en el tiempo, con jóvenes (entre los que intuimos al autor) que llenan los cafés y los billares de la ciudad de Rosario. Riestra es, en este libro, el escritor de la nostalgia, de la juventud ida y rememorada con emoción, de la camaradería masculina (las mujeres se presentan como un peligro para estas amistades viriles y el matrimonio suele ser una calamidad que destruye el paraíso idílico de tertulias infinitas, cafés y horas de juego). Un observador colectivo y casi siempre pasivo («nosotros, los muchachos», repite Riestra para caracterizar al narrador) nos cuenta con viveza y cariño el mundo de los adultos a quienes admiran e imitan. Al tratarse de una mirada retrospectiva, el narrador es consciente de que aquellos veteranos eran en realidad unos derrotados y unos infelices (y que ese era también el destino que aguardaba a los jóvenes que los rodeaban); sin embargo, Riestra no puede evitar sentir por todos una enorme simpatía, carente de reproches o autocompasión. Más elocuente que cualquier glosa será leer un párrafo del cuento que da título a todo el libro:
«Nosotros teníamos veinte años y ellos, los de la mesa de Iriarte, cuarenta. Digo cuarenta porque resulta cómodo y porque cada vez que uno imagina un hombre hecho y derecho de café no tiene más remedio que darle cuarenta años, o sea una suma respetable de días y noches pasados alrededor de cualquier mesa nueva o vieja de billar. Nosotros teníamos veinte años y aprendíamos lentamente y quizá mal lo que ellos sabían tan bien: no sólo a jugar al casín, sino simplemente a vivir allí con tanta naturalidad como en casa.»
Los cuentos tienen una arquitectura narrativa perfecta: quizá el poder del estilo de su autor y la intensidad de las atmósferas que crea disimulen al lector desatento el pulso con el que están desarrolladas las tramas, cómo las anécdotas se suceden de la manera más eficaz y persuasiva posibles. La ambigüedad del escritor es muy sabia: bajo su aspecto realista y casi costumbrista, hay una vena fantástica muy sorprendente; la crónica del desencanto está contada casi como una reivindicación de la felicidad y la plenitud perdidas; el narrador está siempre presente y es un personaje más, pero apenas actúa y se limita a ser un espectador: sin embargo, son los sentimientos de ese personaje plural, de ese público que mira la vida como si estuviera en un teatro, los que más nos interesan.
A Riestra le gusta mostrar las fronteras invisibles que cruzamos en nuestra vida según cumplimos años, esas fronteras que nos van convirtiendo en personas diferentes, en ciudadanos de países distantes y casi enemigos: normalmente se coloca en el límite entre la juventud y la madurez, pero en uno de los cuentos («El último verano») lo hace en el filo mismo en el que se termina la infancia. El resultado es igualmente maravilloso. Hay tal pálpito de simpatía y de verdad en todo lo que narra este autor que es imposible leerlo sin sentir que ese «nosotros» se extiende también a los lectores, aunque (como es mi caso) nada tengamos que ver con el mundo del autor, ni por edad, ni por las circunstancias en las que ha transcurrido nuestra vida. Riestra va mucho más allá del retrato generacional: es un maestro de la literatura, un escritor extraordinario. Me da un poco de pudor ser yo quien presente aquí a un autor de méritos tan sobresalientes: lo único que puedo aducir es que he encontrado en su voz narrativa ese tono que me gustaría emplear en mis historias y que le envidio y le admiro con todas mis fuerzas.

jueves, marzo 27, 2008

Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano, Miguel Serrano Larraz

Eclipsados, Zaragoza, 2007. 80 pp. 10 €

Juan Marqués

Si yo siguiese dispuesto a reseñar poesía (lo cual debería considerarse en este país una profesión de riesgo, como bombero, profesor de instituto o árbitro de fútbol sala), hubiese querido escribir hace unos meses sobre La sección rítmica (Aqua, Zaragoza, 2007), el primer libro del zaragozano Miguel Serrano Larraz, que era una curiosa y premiada colección de poemas protagonizados o narrados por célebres músicos de jazz (en forma, respectivamente, de homenaje lírico —pero cerca en muchos casos de la narrativa— o de monólogo de ficción). Antes de eso ya había sobresalido “Shaman’s Blues”, el cuento de Serrano que fue incluido en El viento dormido (Eclipsados, Zaragoza, 2006, pp. 77-93), una antología de la nueva narrativa aragonesa que constituía el primer volumen de una colección en la que ahora aparece Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano, el segundo libro de Serrano, que es también su primera novela publicada.
En la solapa de La sección rítmica que esbozaba la biobibliografía de su autor ya se anunciaba que éste andaba preparando «una edición de las memorias de Manuel Troyano, ilustre poeta aragonés apartado injustamente de los manuales de historia de la literatura española». Pues bien, aquí tenemos Un breve adelanto... de las mismas, en las que queda claro su carácter de broma corrosiva, de juego literario más iconoclasta que desenfadado. La contracubierta es exacta al calificar este libro de «novela picaresca», e incluso al emparentar a Troyano con Lázaro de Tormes, Tristram Shandy (quien nos habla en el exergo general de esta novela) o Holden Caulfield, aunque me parece que éstos fueron creados con propósitos mucho más serios y profundos que aquél, al menos por lo que vemos de momento, en esta primera entrega de sus disparatados recuerdos. En el prólogo también se atina al aludir a La conjura de los necios, pero a quien más se parece Troyano en algunos momentos es al sufrido protagonista de la trilogía más loca de Eduardo Mendoza (la que forman El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas —la más desternillante, a mi juicio— y La aventura del tocador de señoras), el cual, a su vez, podía traer ecos del Silvestre Paradox de Pío Baroja. Y también, en los momentos más inspirados, hay bromas o giros que hacen pensar en el humor satírico de ese genio irlandés llamado Flann O’Brien, cuyas insuperables novelas estamos descubriendo muchos gracias a la recuperación que de ellas está haciendo Nórdica Libros: primero El Tercer Policía, después Crónica de Dalkey, y ahora, recién salida de las prensas, La boca pobre.
El principal vínculo con la novela picaresca es la estructura, la justificatio tácita de la narración: todo lo que se nos cuenta se nos cuenta para explicar la situación actual del protagonista-narrador, quien toma la palabra para, generalmente con triquiñuelas y versiones muy interesadas, tratar de hacer entender al lector por qué ha llegado al lugar en el que se encuentra, ya sea éste envidiable o desdichado. Tanto si uno escribe desde la cárcel (como el protagonista de La boca pobre) como si se encuentra «en la cumbre de toda buena fortuna» (como el paradigmático Lazarillo), lo que importa es la evolución, la formación, la sucesión de aventuras y desventuras que explican los motivos y las consecuencias. En el caso de Troyano (que comparte nombre con un irritante y muy entrometido virus informático) nos encontramos ante un golfo que, para justificar la poco gloriosa fama en la que al parecer se halla instalado, dedica buena parte de su breve narración a convencernos del deseo que tuvo desde los quince años de ser escritor (su estirpe e infancia —que es por donde los pícaros suelen empezar sus relatos— «no importa ahora» —p. 18—). Así, nos va contando todos los intentos y los correspondientes (y, por supuesto, «injustos») fracasos, para al final hacernos saber (echándole todo el morro que cabía prever) cómo consiguió ocupar las portadas, no precisamente gracias a la pluma. El texto que leemos es el que su protagonista ha escrito para ser publicado (previsiblemente por entregas) en la revista del corazón donde trabaja «Miguel Serrano Larraz», el cual recibe las cuartillas de manos de su jefe y —se supone— publica por su cuenta el testimonio, para el que incluso escribe un prólogo a una segunda edición, que sería esta de Eclipsados que estamos leyendo nosotros, en un juego literario equivalente al del “manuscrito encontrado” que es —como debe ser— mucho más sencillo de entender en el original que de ser explicado aquí.
Siempre hay víctimas en este tipo de textos, y, en este caso (y aprovechando que se trata de una autobiografía ficticia), Troyano apunta alto en sus ataques, ya que el principal escritor agraviado en su narración es Javier Tomeo, por los términos empleados, por la insistencia y por ser uno de los pocos que aparece con su nombre. En esto se nota que la sátira de Serrano pretende sobre todo desmitificar un poco la literatura aragonesa, ya que Tomeo es, por su veteranía y prestigio, la “vaca sagrada” de esa nómina y, por tanto, la víctima perfecta por ser precisamente la más inesperada, la más intocable. De su obra Diálogo en Re Mayor se dice que «no podía comprender que hubiera gente que se ganara la vida escribiendo semejantes sandeces» (p. 25) y dos páginas después es considerado un «artista mediocre donde los haya que hacía alarde de sus carencias. No utilizaba palabras difíciles, ni muchos personajes, ni complejas tramas psicológicas. Sus libros superaban apenas las cien páginas, con letra grande, y eso repitiéndose de continuo». Habrá quienes se indignen o se regocijen con estas opiniones (que en principio hay que atribuir sólo al narrador, no al autor) y también quien se divierta reconociendo al resto de escritores locales que forman esa extraña multitud en la fiesta del penúltimo capítulo (y quizá haya también entre éstos alguno que se moleste), pero lo que importa es la intención de fondo, que es la de reírse un poco de todo, y reírse, en la medida de lo posible, todos juntos. No alcanzo a detectar otros objetivos en este tipo de literatura, tan centrada en el humor (tan condenada al humor, podría decirse) que incluso haría preguntarse a determinados lectores: «Todo esto está muy bien, sí, pero... ¿para qué?». La única respuesta que se me ocurre se basa en la hora y media de buena diversión y complicidad que esta pequeña novela me ha regalado, y no sé quién podría no entender que eso es más que suficiente.

miércoles, marzo 26, 2008

Lupus, Frederik Peeters

Trad. Javier Zalbidegoitia Bohoyo. Astiberri, Bilbao, 2008. 96 pp. 15 €

Ricardo Triviño

Si primero volvía Jason, ahora vuelve el lobo. Este enero, la editorial Astiberri comenzó a reeditar desde su primer tomo el cómic de Lupus. Una aventura de ciencia-ficción con nombre de enfermedad pero que no se centra ni en logros tecnológicos ni científicos, ni siquiera hace lucubraciones acerca del futuro del mundo que nos espera: Lupus no analiza el presente desde una hipótesis de futuro, sino desde el propio presente vestido con una escafandra del espacio.
Su autor, el suizo Frederik Peeters, al igual que Jason, Jeff Smith o Trondheim, es uno de los autores estrella de la editorial bilbaína. Después de la publicación en castellano de Constellation, que no tuvo mucha resonancia, llegaría la autobiografía Píldoras azules, cuyo acercamiento tan natural como sincero a la enfermedad del SIDA acabó golpeando en el estómago de más de un aficionado a la viñeta, siendo un éxito de crítica. Posteriormente, vendrían los cuatro álbumes de Lupus, cuyas portadas marcan el paso del tiempo, cada uno de los cuartos en que se divide el tiempo de la trama, de la misma manera que la primera edición no integral del Persépolis de Marjane Satrapi (Norma Editorial) mostraba representaciones ecuestres relacionadas con cada momento de la vida de la protagonista.
Lupus ha sido calificada de “road-movie espacial”, y es cierto, pues es la huida de una pareja a través de diferentes sistemas solares. Ellos son Lupus, el protagonista joven apasionado por la biología, y Sanaa, una misteriosa chica que es perseguida sin descanso por su padre. Ambos se encuentran planeta perdido, donde Lupus y su mejor amigo han ido a pegarse una juerga de anfetas y alcohol. Lo que parecía ser una escapada de placer sin más complicaciones, acabará, como es obvio, complicándose. Peeters acierta a la hora de aunar la acción de la historia con remansos de paz sobrecogedores, porque Peeters es un maestro de los silencios y los pinceles. Hace correr a sus personajes para luego sostenerlos en el aire y preguntarle al lector por qué están corriendo, de qué están realmente huyendo o hacia dónde están dirigiéndose.
El autor llegó a preguntarse si convertir a su protagonista en un poeta, por darle ese toque bohemio y mágico, una idea pero que afortunadamente desechó por demasiado manida. El interés por la biología de Lupus, sin embargo, aúna más coherentemente el contexto científico que rodea esta historia futurista con la pasión y encanto que podrían ofrecer cientos de poemas, evitando el lastre de la repetición. La imaginación vuela cuando Peeters empieza a perfilar jardines selváticos llenos de plantas hermosas y extrañas, de tentáculos sinuosos o esporas terribles. Uno puede sentir el entusiasmo de Lupus y la paz que le transmite ese mundo botánico, todo gracias a la delicada técnica con que el autor suizo entinta sus dibujos, desde la pupila desnuda del cuerpo más frágil hasta la vastedad cósmica más desbordante.
Lupus parece querernos engañar, pero no lo hace. Desde la primera ilustración, la portada, muestra al protagonista en una posición reflexiva, indicando que esta aventura sideral es algo más que “efectos especiales”. Al igual que en Píldoras azules, el argumento gira en torno a la dificultad de ese rompecabezas que son las relaciones humanas, lleno de piezas que encajan entre sí y de piezas que no lo hacen. Peeters vuelve para obligarnos otra vez a detener la mirada sobre ese puzzle amontonado sobre la mesa del desayuno, esa vida que todos cargamos y que cada día tenemos que montar

martes, marzo 25, 2008

Vida y milagro de Sgt. Pepper's. Un disco para una época, Clinto Heylin

Trad. Ignacio Juliá. Global Rhythm Press, Barcelona, 2007. 328 pp. 26 €

José Morella

Primera sorpresa al empezar a leer: este no es un libro para prosélitos. La cubierta, la ilustración y el título no avisaban de eso. Heylin parece muy resentido con los Beatles y sugiere que Sgt. Pepper’s está sobrevalorado. Piensa que su lugar en historia le pertenece a otro álbum, The Piper at the Gates of Dawn, de Pink Floyd. A pesar de no estar de acuerdo y de que el estilo narrativo de Heylin es, como poco, irritante, tengo que decir que la lectura ha valido la pena.
Una de las cosas que este libro me ha hecho reconsiderar es, si no mi preferencia por John en la pareja Lennon/McCartney —hay cosas que llevamos grabadas a fuego— es mi manía, mi casi ojeriza, por Paul. Ahora creo que no he sido justo durante todos estos años, aunque sigo pensando que compuso canciones insufribles. Un ejemplo típico de lo que me disgusta sería la melodía-para-silbar de “Penny Lane”, pero el clímax de lo cursi está en “No More Lonely Nights” o “Pipes of Peace”, ya sin los Beatles, temas que se me atoran en el gaznate como polvorones sin un vaso de agua. Sé que los fans de Paul querrán matarme, y sacarán a relucir a Yoko Ono, y me recordarán que Lennon también tenía canciones malas y absurdas —pero nunca cursis—, como “You Know My Name (Look Up The Number)”. Lo siento, esto es así de visceral y, al fin y al cabo, estoy haciendo acto de contrición. Ahora sé que el maravilloso Sgt. Pepper’s sólo fue posible gracias al espíritu de superación y la capacidad de trabajo del plasta de Paul. Si el disco tiene esa unidad interna, si es un proyecto tan bien acabado y tan sólido, es por él. Él escucha el fantástico trabajo de los Beach Boys, Pet Sounds, con todas esas innovaciones técnicas y de sonido, y se impone la tarea de superarlo. Es él quien no para de “estudiar”, quien escucha a Stockhausen y a John Cage, quien va a los conciertos de Pink Floyd y charla con Dylan, quien no descansa nunca. John prefería meterse un ácido y leer a Lewis Carroll.
La genialidad de Macca se materializa cuando se saca de la manga la idea de que no sean exactamente los Beatles los que graben, sino un decadente grupo del norte, una especie de banda de pueblo, extraña mezcla de fanfarria y psicodelia. Esa impostación de la voz era lo que necesitaban: la versión popera y un tanto sardónica de un heterónimo de Fernando Pessoa. Lo necesitaban porque ya no podían más. La presión a la que estaban sometidos era brutal. Su evolución musical había sido impresionante con Rubber Soul y Revolver, sus dos discos anteriores. En Revolver la psicodelia y el LSD ya forman parte plena de la composición (para Lennon, pero no aún para McCartney). El problema era que la expectación que concitaban por todas partes les angustiaba. Por eso dejaron el directo. El ruido de la gente en sus conciertos era tan ensordecedor que la música ya no se escuchaba, y ellos estaban exhaustos. Esa banda de los corazones solitarios en la que tocarían como ventrílocuos fue lo que consiguió relajarles. Descansaron de ellos mismos, de esos cuatro músicos fabulosos a los que estaba esperando el mundo entero y que tardaban demasiado en hacer su disco. Ahora eran otros. La distancia irónica del cambio de identidad permite que en el disco quepa cualquier elemento frívolo sin que se pierda la unidad. Pueden crear libremente, introducir todas las locuras que se les ocurran. El sitar de Ravi Shankar; las melodías sencillas y profundas de John pero también sus juguetes explosivos, sus chistes; la voz de Ringo explicando precisamente que no tiene voz. Todo ensamblado con la pericia de George Martin, que se las veía y se las deseaba para cumplir con las demandas exageradas, casi imposibles, de los chicos. “A Day in the Life”, por ejemplo, es un tema con dos canciones en una, y Martin se inventa un despertador que suena como transición de una melodía a la otra. La ironía lo inunda todo y ayuda a contener, también, los excesos de almíbar de Paul, que hace maravillas como “When I’m sixty four”, melodiosas pero moderadas. He sabido, gracias a Heylin, que era Paul y no el perezoso John quien estaba al día de lo que estaban haciendo bandas como Pink Floyd: crear ambientes y atmósferas de sonido en lugar de canciones pop. Todo lo contrario de los Beatles, que hacían grandes canciones y luego las mejoraban con efectos de sonido nuevos. Lo que Heylin les critica es que siguen haciendo eso en el Stg. Pepper’s en lugar de soltar amarras. Dice que se venden, que se hacen digeribles. Que hacen psicodelia en piezas de tres minutos, accesibles para cualquiera. El héroe olvidado de toda esta historia, para Heylin, es Syd Barret. Él representa en el libro la auténtica psicodelia: la improvisación, los temas de 12 minutos, el volumen muy alto, el desprecio por las masas de fans. Heylin ve a Barret como a una especie de genio dionisiaco, y ataca a los Beatles por llevar el diseño al pop y hacerlo elitista y esnob. También les acusa de envasar la contracultura del ácido dentro de un disco para que quepa en el mainstream o canal comercial. Tal vez tenga razón, pero a mí me resulta muy difícil valorarlo porque Stg. Pepper’s fue mi bautizo musical. Lo escuché obsesivamente —sin drogarme— entre los ¿5? y los 19 años, además de muchos otros vinilos (millones de gracias, papá): Velvet Underground, Dylan, The Doors, The Rolling Stones, Janis Joplin... Pero ninguno de estos que acabo de citar llegaron a ser para mí lo que fue Sgt. Pepper’s. La banda sonora de la vida. Ya sé, me dirán que así no puedo ser objetivo. Pero como mínimo soy sincero.
Sugerencia de lectura: se puede leer el texto y, simultáneamente, ir escuchando en Youtube o Google Videos cada uno de los temas citados: aparecen todos. Aunque lo ideal sería tener a mano los elepés, claro... En algunas de las improvisaciones en directo de Pink Foyd todo el público está colgado de una percha, bailando y sonriendo como si literalmente flotaran por el espacio. Pero aun así los temas comunican el talento desmesurado de Barret. Se llega a visualizar lo que se estaba cociendo: la superación del pop. Los grupos intentan exorcizarse, desposeerse de las masas. En el compás que va de Dylan a los Beatles, o mejor dicho de Dylan al Sgt. Pepper’s, los músicos se vuelven artistas. Hablan un lenguaje nuevo. El intelectual inglés Cyril Connolly decía que los escritores se dividían en dos tipos, los que escribían en lengua vernácula y los que lo hacían en mandarín. Hemingway era un claro ejemplo de escritor en vernácula (hasta los menos despejados de sus lectores se quedaban con la copla), y Faulkner era mandarín (puedes leer cincuenta páginas sin enterarte de nada). Entre “Help” y “Lucy in the Sky with Diamonds” hay un viaje de lo vernáculo a lo mandarín. Los Beatles hacen un disco-novela: una obra coherente y estructurada en lugar de un montón de canciones juntas como habían hecho hasta entonces. McCartney quiere que Sgt. Pepper’s sea arte.
Marshall McLuhan lanzó su famosa tesis («el medio es el mensaje») el año... ¿lo adivinan? 1967. El año de publicación de Sgt. Pepper’s, cuya cubierta, efectos de sonido y orquestación psicodélica eran inseparables del concepto musical y las melodías, dando como resultado algo que nadie se esperaba. Algo inolvidable a pesar de que a Heylin le fastidie, algo que se quedó en la retina de la gente para siempre. El pesado de Paul se acabó saliendo con la suya.

lunes, marzo 24, 2008

Si vuelves te contaré el secreto, Mónica Gutiérrez Sanchez

Caballo de Troya, Madrid, 2008. 190 pp. 12 €



Guillermo Busutil



En 1917 apareció en Chicago el sonido dixieland. Una sección rítmica del jazz en la que los instrumentos se iban presentando de uno en uno para después ir apoyándose hasta alcanzar la fusión entre ellos. Ignoro si Mónica Gutiérrez conoce el dixieland, pero la historia que compone en este libro, acerca de los trabajadores y su relación en un extraño Club nocturno, responde a este concepto musical. Al igual que los instrumentos del dixieland, los personajes protagonistas se van presentando individualmente al lector. La dependienta de una tienda de vestidos de novia, la prostituta maltratada con dotes de cantante, una camarera con amplios conocimientos de piano y el viejo portero de un edificio vacío, encuentran diferentes anuncios de trabajo que representan una esperanza de cambio en sus vidas. Estas ofertas, a las que se adecuan sus perfiles y sus sueños, son también el juego con el que la autora busca a los personajes con los que construir una historia bien afinada. Un antiguo juego efectista, apoyado en diferentes estilos y temas musicales muy reconocidos, con el que Mónica Gutiérrez termina orlando a cada uno de ellos en el capítulo del casting que han de pasar los candidatos a trabajar en el Club. Con esta estrategia narrativa, directa en su lenguaje y rica en las sutiles pistas que ofrece acerca de cada personaje, la autora cierra el solo de cada instrumento y da comienzo al concierto de la historia.

Si vuelves te contaré un secreto va entrelazando los miedos, los secretos, las heridas sin cicatrizar y las relaciones que van estableciendo Julia, Simón, Rita, Daniel, Óscar, Sara y Víctor. Cada una de sus historias responden a la atmósfera y a las letras de los temas musicales que acompañan los capítulos y los tranches de vie de su trabajo y de sus emociones, como si fuesen duetos entre instrumentos que le acercan al lector momentos de seducción, ritmos atormentados y el virtuosismo del swing que representan la atracción entre Julia y Víctor, entre Sara, su marido y Adrián, Rita con su oscuro pasado, Simón con cada uno de ellos y las de ellos con los jefes del club. Estas alianzas muestran las aristas del amor, los miedos que no se han dejado atrás, la tentación de la infidelidad, la rutina conyugal, el carácter protector de quién viene de vuelta de la vida, la insatisfacción, la clandestinidad, la prostitución encubierta y la lucha por la supervivencia. Los diferentes temas que componen la trama de una historia en la que se intuye el misterio de una amenaza que sólo desvela al final de esta historia de penumbras y focos de escenario en torno a un Club que no es lo que parece.

Mónica Gutiérrez administra bien la intriga para sorprender al lector, lo mismo que consigue dosificar la información sobre cada personaje, cuya psicología va dibujando sutilmente, poco a poco, dejando que el lector también contribuya a intuir de qué huye cada personaje, qué esconde cada protagonista y especialmente el Club donde trabajan. Otro acierto de esta novela es el lenguaje que emplea, sujeto a un ritmo acompasado por la música de fondo, bien apoyado en la fuerza y credibilidad de los diálogos. Su único desacierto consiste en acelerar los acontecimientos finales, pasando por alto la obligatoriedad de atar ciertos cabos que resultan claves en la comprensión que encierra el relato de las vidas de unos personajes que buscan redimirse, dejar atrás el fracaso y reencontrarse a sí mismos. En cualquier caso, es un libro original y Mónica Gutiérrez Sancho demuestra su prometedora capacidad como narradora.

viernes, marzo 21, 2008

Santuario, Edith Wharton

Introducción de Marta Sanz. Trad. Pilar Adón. Impedimenta, Madrid, 2007. 168 pp. 17,50 €

Pedro M. Domene

En su introducción a Santuario, Marta Sanz habla de la formidable experiencia de vida de Edith Wharton (1862-1937), la narradora norteamericana, autora de esta breve novela, además de otras que, como La edad de la inocencia (1920, Premio Pulitzer en 1921), le han otorgado esa clasificación de clásica. Completan el conjunto de su producción El valle de la decisión (1902), La casa de la alegría (1907), Ethan Frome (1911), Las costumbres del país (1913) o las historias de Vieja Nueva York (1924). Marta Sanz escenifica todo el proceso llevado por la autora para enmarcar una historia mínima y ofrecer, sin esa hondura psicológica que caracteriza a la mayoría de sus restantes novelas, la vida de la joven y madura Kate Peyton en la primera y segunda parte de la novela.
Para entender buena parte de la obra de Wharton debemos situar el concepto de «nueva mujer» en Norteamérica. Acuñado en la década de 1890, muestra inequívoca de una figura —independiente, franca, iconoclasta— que daría autoridad a la obra de escritoras como Kate Chopin, Alice James, Charlotte Perkins Gilman, Ellen Glasgow, la joven Gertrude Stein y —sobre todo— Edith Wharton, con sus ideas e implicaciones temáticas subversivas, como puede ya verse en los personajes femeninos de Santuario (1903): el principal, Kate Orme, y esencialmente Miss Verney que, como se manifiesta en el texto, es «patentemente de la nueva escuela, una mujer joven de actividades febriles y opiniones lanzadas a los cuatro vientos, cuya propia versatilidad la hacía difícil de definir». Pero esta novela trata sobre las verdades humanas y de su trasfondo que es, precisamente, de lo que quiere salvaguardar la protagonista a su hijo; actitud magníficamente expuesta en la segunda parte de libro.
En las primeras cincuenta páginas se cuenta la relación de la joven Orme con su prometido Denis Peyton, y el secreto que descubre sobre su amado en vísperas de su matrimonio. No obstante, decide casarse con él y afrontar su destino y el de su descendencia, en un alarde de extremo coraje, aunque tratará de preservar a su hijo de semejantes vicios morales. En realidad, según averiguamos, el único pecado que ha cometido el joven ha sido quedarse con la herencia del hermano muerto e ignorar a una mujer y su hijo que convivieron los últimos momentos con el moribundo; hecho que, por otra parte, a la joven Kate le parece el más deplorable de los actos porque su prometido no hace gala de una moralidad intachable, como a ella le han enseñado, como tampoco justifica que mujeres puedan vivir a expensas de hombres por un puñado de dólares.
En la segunda parte, más extensa y clarificadora, ocurre un salto de veinte años, y entonces la Sra. Orme es madre y cubre esa maternidad protegiendo a un hijo a quien educa en un esmerado ambiente para que se convierta en un excelente arquitecto. Dick será el protegido y el anhelo de la madre por alejarlo de aquello que tanto le había asustado. Manifiesta, sin embargo, el empeño de que su hijo triunfe por encima de todo en la vida, pero pronto se dará cuenta de que tal vez el vástago experimente cualquier deseo de iniquidad para conseguir sus objetivos. La angustia de la madre se torna obsesiva porque llega a imaginar que el joven Dick pueda estar dispuesto a todo para conseguir sus objetivos. Es entonces cuando los temores de la madre se disparan y la narradora acumula una sucesión de sentimientos y miedos de su protagonista que, en ocasiones, resultan excesivamente prolijos. Sobresale, eso sí, el peso de una descripción psicológica de hondura en personajes creíbles aunque demasiado reincidentes en sus acciones. Pero en realidad, hablamos de una narradora que se mueve entre el realismo, el naturalismo, cierto color localista de su entorno, el sentimentalismo de su obra o la marca de una vida, a caballo entre el XIX y el XX, y esa vocación europeísta de la que siempre hizo gala, tras sus prolongadas estancias en Europa, sobre todo en el París de principios de siglo, rodeada de aristócratas, pintores, princesas, novelistas, hasta su muerte, treinta años más tarde.

jueves, marzo 20, 2008

Hasta luego, míster Salinger, Juan Carlos Méndez Guédez

Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 128 pp. 12 €

Ignacio Sanz

Juan Carlos Méndez Guédez nació en Nueva Segovia de Barquisimeto, Venezuela, en 1967. Forma parte de la generación de Mollina, un foro latinoamericano de Literatura celebrado en 1993 en esta localidad malagueña durante tres semanas inolvidables al lado de grandes maestros como Jorge Amado, Goytisolo, Saramago o Soyinka. De los noventa escritores jóvenes que allí participaron, ciertamente no todos han seguido en el empeño, pero en estos quince años transcurridos, algunos se han situado en los más alto y han acaparado premios y reconocimientos. Los españoles Óscar Esquivias, Ignacio García-Valiño o Care Santos y los argentinos Carlos Antognazzi, Gustavo Nielsen o Guillermo Martínez, el célebre autor de Los crímenes de Oxford, son sólo una muestra mínima de escritores que se tomaron en serio su carrera.
Juan Carlos Méndez Guédez, avalado por una trayectoria tenaz y ascendente, ocupa ya un lugar sólido entre los escritores originarios de Latinoamérica que, por unas u otras razones, se acaban instalando en España donde hace años alcanzó el grado de doctor en Literatura por Salamanca. Premio Ateneo de La Laguna por su libro de cuentos Tan nítido en el recuerdo y finalista del Fernando Quiñones por su novela Una tarde con campanas, su obra va abriéndose paso en medio del gran marasmo literario.
Pese a su prolongada estancia en España, Venezuela sigue viva en su obra. En ese sentido sus cuentos tiene algo de mestizos, como si el autor los escribiera mirando a los dos países. Y no sólo son mestizos por los escenarios donde se desarrollan, también por el lenguaje utilizado, lleno de complicidades hacia el lenguaje coloquial venezolano, pero a veces, con guiños también hacia el lenguaje coloquial español.
Pero si insisto en llamar mestizos a estos cuentos es porque haya un trasvase continuo entre las dos realidades, niños a los que se promete viajar a Europa o personajes instalados en España que evocan Venezuela o que preguntan si allí, en Venezuela, nieva. Más allá de estos aspectos externos, los cuentos siguen siendo mestizos, como la propia vida, porque alguno, como “En marzo florecen los prunos” tiene vocación de poema con final sorprendente, mientras que el titulado “Amanecer” sigue el esquema fidedigno de un guión cinematográfico. Sorprende la rapidez de los diálogos en el que da título al volumen, quizá el más metaliterario de todos, casi un esquema de una interesante obra teatral en el que se ponen de manifiesto las pequeñas miserias del mundillo literario. O el puro juego que se despliega en el titulado “Agua”. Otros cuentos, acaso más convencionales en su formato, como “El ojo insomne de las peceras”, dejan en el lector una huella imborrable de lo sinuosas que son las raíces que alimentan los conflictos infantiles. Terrible y descarnado resulta también “El hombre lobo en el bulevar” en el que se retratan esas algaradas o levantamientos populares cuyas consecuencias sufren tantos inocentes al verse de pronto envueltos por un caos que pone la vida patas arribas. En “Breve tratado sobre la tos”, el autor pone de manifiesto sus dotes irónicas.
Pero más allá de estas acotaciones parciales, el valor de este libro estriba en los mundos cerrados que retrata, los pequeños conflictos y tragedias a las que se enfrentan los personajes, adobadas con un lenguaje sin estridencias en el que predomina un fondo musical que podría servir para contar las historias en una alargada sobremesa. Porque cada cuento es una pequeña melodía.
Este libro consolida el mundo mestizo, mitad venezolano, mitad español, en el que se mueve Juan Carlos Méndez Guédez.

miércoles, marzo 19, 2008

Porvenir, Iban Zaldua

Trad. del autor. Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 192 pp. 17,50 €

Inés Matute

«“Y tú... ¿De dónde has salido?”. “Vengo del porvenir para matarte”. “Pero... ¿quién eres?”. “Soy tu nieto, que no ha nacido aún”. “¿Y por qué quieres matarme?”. “Porque eres un criminal de guerra”. “¿No te das cuenta de la paradoja? Si me matas, tú nunca llegarás a nacer”. “Ya lo sé. De hecho, hace tiempo que tomé la decisión de suicidarme”. “Espera...” “No queda tiempo...” Disparo dos veces y el cuerpo del oficial, mi abuelo, se desploma sobre el barro. Pero no me he desvanecido. El fragor de los cañonazos resuena cada vez más cerca. Me siento en el fondo de la trinchera y pienso en la extraña manera que he tenido de saber que el abuelo no era, en realidad, el padre de mi padre».
Como se puede apreciar por este fragmento, Iban Zaldua es un cuentista nato. Un especialista del género breve que, con la obra titulada Porvenir —quince cuentos— se hizo con el premio Euskadi de Literatura 2006. La obra, traducida del euskera, ha sido editada por Lengua de Trapo hace escasos meses, recibiendo el aplauso unánime de lectores y crítica. Pero, ¿de qué trata Porvenir? ¿Qué tienen en común estos relatos? Si el vivir cotidiano es el detonante de cada una de las historias, los elementos fantásticos ahondan y completan una visión del mundo plena, repleta de matices y rigurosa con el único dogma al que Porvenir se adscribe: la verdad de la literatura, la mentira del mundo que (otros) nos venden. Como en su momento supo apreciar Jon Kortazar, este es un libro sobre el tiempo, sobre la necesidad de intervenir en el tiempo alterando a nuestro antojo o necesidad —sí, necesidad— el pasado.
Muchas son las influencias literarias que, puestos a buscar, podríamos encontrar en los textos de Zaldua: desde el minimalismo americano (Tobías Wolff, Carver, Richard Ford) a Chejov en su realismo más minucioso. Zaldua es un hombre que lee cuentos, muchos cuentos, y eso se traduce en su escritura, en su modo rápido e imaginativo de resolver los conflictos. En estos relatos, intensos, fluidos, aparentemente fáciles, se da un interesante cruce entre la literatura fantástica y la vida cotidiana, desembocando cada situación planteada en una paradoja irresoluble. Quizá este tránsito de lo costumbrista a lo fantasioso se nos presente de un modo brusco, como una bofetada, pero no por ello carente de encanto. Después de todo, ¿no será que lo que denominamos “realismo” en literatura es, también, bastante artificioso? ¿Y no será que en la obra literaria de riesgo —recordemos a Vicente Luis Mora con Circular 07— tienden a diluirse las fronteras entre los géneros? Así parece ser en el caso de Porvenir, un libro que oscila entre la magia surrealista y absurda de Unai Elorriaga y la contundencia lúcida, de grito y denuncia, de Fernando Aramburu. No, no es casual que mencione aquí a otros dos autores vascos. Y no es casual porque el peso asfixiante de la sociedad y la tradición vasca sobre sus individuos y la existencia de ETA están en el trasfondo de la mayoría de estos cuentos, hecho que podría, tal vez, restarle lectores. Precisamente aquellos que no estén interesados en conocer la letra pequeña del problema vasco; el modo en que los euskaldunes perciben su realidad día tras día. No me extenderé más: rabiosamente contemporáneos, estos cuentos nos muestran las contradicciones del individuo, sus carencias, su impotencia. De ahí la necesidad del juego, de volver atrás para intervenir en aquello que no nos gusta, que nos duele, que nos condena.
No me resisto a dar por buena esta reseña sin añadir un pequeño fragmento firmado por el maestro Félix de Azúa, muy en consonancia con lo hasta ahora expuesto: «Con el paso de los años lo que cambia más profundamente no es el presente ni el futuro, sino el pasado. El presente se mantiene tercamente impasible (...) En cuanto al futuro, es perseguir viento, una quimera (...) Lo único que cambia es el pasado».

martes, marzo 18, 2008

La ladrona de libros, Markus Zusak

Trad. Laura Martín de Dios. Lumen, Barcelona, 2007. 539 pp. 21,90 €

Elia Barceló

¿Cuántas novelas se habrán escrito sobre la tragedia humana de la Segunda Guerra Mundial? ¿Cuántas veces habremos leído historias terribles sobre alemanes “arios” y alemanes judíos? ¿Cuántas veces habremos sentido el corazón estrujado por la locura, la maldad, el sufrimiento de tantos seres humanos?
Después de tantas historias, de tantas películas, de tantos documentales, ¿es necesario volver a leer ahora una novela que sucede en un pueblecito junto a Dachau en plena guerra?
Sí. Absolutamente. Sin ninguna duda.
Porque La ladrona de libros es una novela especial.
Quizá la hayan visto en los escaparates de sus librerías favoritas, en los aeropuertos, en las estaciones... Tiene una portada muy atractiva, la editorial Lumen la ha distribuído bien, haciéndola llegar a todas partes; a veces se ven incluso pilas del libro, no sólo un ejemplar. Y esto resulta sospechoso a un determinado tipo de lector, entre los que confieso contarme. Cuando un libro se ve por todas partes, se publicita intensamente y se vende mucho, mi primera reacción es pensar que no debe de ser gran cosa. Mea culpa.
En este caso sería un tremendo error no comprar o no leer La ladrona de libros, ya que se trata, en mi opinión, de una gran novela, de esas raras novelas que tocan tanto el corazón como el cerebro del lector.
Ya el principio resulta oscuramente atractivo, además de curioso, porque la historia que comienza tiene un narrador excepcional: la Muerte. Lo que, pensándolo bien, resulta tremendamente adecuado. ¿Quién va a saber más de lo sucedido en Europa entre 1939 y 1945?
Al comienzo de la novela la Muerte nos habla directamente, desde su punto de vista, y nos ofrece contarnos una de sus historias favoritas: la de una niña que conoció al principio de la guerra, a la que estuvo a punto de llevar consigo en otras dos ocasiones, hasta la definitiva, de la que nadie escapa, y que, por razones que comprenderemos a lo largo de la novela, se le quedó prendida en la memoria.
La ladrona de libros es Liesel Meminger, y es la historia de su infancia, y es también el libro que Liesel escribe y la Muerte salva de la destrucción.
El punto de vista va cambiando constantemente, de modo que, narrada en tercera persona, el lector accede a los pensamientos y sentimientos de todos los personajes, hasta que muy pronto tiene la sensación de que se trata de seres de carne y hueso a quienes ha conocido realmente. Y además, de vez en cuando, la Muerte interviene de nuevo en la narración con sus comentarios distanciadores, irónicos a veces, asombrados otras, extrahumanos.
«Quise explicarle que no dejo de sobreestimar e infravalorar a la raza humana, que pocas veces me limito únicamente a valorarla. Quise preguntarle cómo un hecho puede ser espléndido y terrible al mismo tiempo, y una misma palabra dura y sublime a la vez».
A lo largo de las páginas de La ladrona de libros se produce una sintonía tan grande con el lector que uno tiene la sensación de estar asistiendo a lo que se le relata y, cuando acaba el libro, los recuerdos siguen ahí, tan claros y frescos como si fueran propios.
El estilo es una delicia —las comparaciones, las metáforas, las brillantes descripciones, aunque sean muy simples en ocasiones— y a pesar de que está traducido del inglés, casi nunca tenemos la sensación de estar leyendo una traducción. Laura Martín de Dios ha hecho un gran trabajo, muy de agradecer. El alemán se utiliza también de modo efectivo y económico, sin que parezca nunca que su aparición haya sido forzada para crear ambiente.
Los personajes son potentes, reales y, a pesar de que este tipo de historia se ha narrado tantas veces, nunca caen en el cliché. Liesel, su amigo Rudy, Hans y Rosa, Max... incluso los personajes secundarios que pueblan la calle donde sucede casi toda la historia —que con cruel ironía se llama Himmelstraße (Himmel es Cielo, en alemán)— resultan inolvidables.
Como ya anuncia el texto de contraportada, La ladrona de libros es una historia triste. Más que eso: tristísima, desgarradora. Pero es también una historia hermosa, hermosísima, y divertida, y trágica, y real, contada de un modo tan intenso que nos hace sonreir a veces mientras que otras llorar resulta inevitable.
Markus Zusak, un joven escritor australiano (nacido en 1975) que hasta este momento había escrito literatura juvenil, ha contado en La ladrona de libros, su primera novela para adultos, la historia de su familia, que sobrevivió al régimen nazi y consiguió emigrar a Australia. Y lo ha hecho tan bien, con tanta maestría técnica, con tanta sensibilidad, sentido del equilibrio y la mesura, con tanta originalidad, que le ha salido una novela bellísima que les recomiendo de todo corazón, incluso al precio de unas lágrimas.
No se la pierdan.

lunes, marzo 17, 2008

Personajes secundarios, Joyce Johnson

Trad. Marta Alcaraz. Libros del Asteroide. Barcelona, 2008. 344 pp. 18,95 €

Alba González Sanz

No hace mucho leí que con la edad uno empieza a aceptar la infancia como un relato contado por terceros que debe asumir como propio en un acto de fe. En el mismo lugar leí también que sólo envejecemos en los otros. Pensaba en ello a la vez que devoraba Personajes secundarios de Joyce Johnson, la única mujer con la que Kerouac tuvo lo que él mismo llamó una relación de verdad. Su secundario cuando publicó En el camino. Una de las chicas beat, una de tantas, una tan anónima como todas las demás. Salvo porque contó aquellos años contándose a sí misma. Las reflexiones prestadas del principio me sirvieron para encajar a las dos Joyce, o a las varias Joyce que habitan el libro; para entender hasta cierto punto la distancia entre la escritora y su propia vida pasada.
El género de la autobiografía suele invitar al recelo, a que el lector ponga en cuarentena la voz del autor, la supuesta verdad de su mirada, su objetividad. Parece que la crítica libró a Joyce de eso (el libro acaba de traducirse del inglés pero lleva desde 1983 en circulación) porque supo detectar sinceridad, porque cuenta aquel mundo sin hacer una ocultación manifiesta de datos, sin encumbrar a sus autores como monstruos y sin degradarlos desde un resentimiento posible. Primero indirectamente y después desde el centro, ella fue testigo de cómo se forjó una generación, la beat, cuya trascendencia en lo literario es inseparable de la que obtuvo en muchos jóvenes norteamericanos de entonces y de después.
Porque el cambio no es repentino, una generación puede estar al borde una revolución y no darse cuenta. Joyce Johnson y sus contemporáneas dieron un primer paso de emancipación que en su momento valoraron como algo grande y rotundo. Años después, pensando en ello desde los 47 años, encuentra sentido a su papel pensándose como un estadio intermedio. Las mujeres beat salieron de sus casas sin anillo de compromiso, para emanciparse. Las mujeres beat fueron a la universidad. Las mujeres beat le quitaron al sexo los tabúes con los que las habían educado. Pero hubo dos cosas que no hicieron en su mayor parte: concebir las relaciones de pareja de una manera más equilibrada y dar a conocer su obra, en lugar de escribir y guardar poemas o relatos en cajas. Habla de los escritores de esa generación, habla de Kerouac, pero recoge sobre todo a esas secundarias.
El libro está dividido en quince capítulos, el último compuesto por cartas transcritas que de alguna manera cierran las vidas que ha ido trazando. Y digo cerrar porque ella misma cuenta que «Nunca terminé de encajar en los años sesenta. A pesar de todos sus fuegos de artificio, me parecieron decepcionantes, como si un desenlace prometedor hubiera quedado truncado». En todo el resto alterna la Joyce que cuenta los hechos que vivió con la que nos explica otros que le contaron o conoció después. La armonía es total, las historias van encajando. Ella pasa de narradora a protagonista o coprotagonista y la foto que decora la portada es reveladora en esto: Joyce difuminada tras un Kerouac de mirada inquietante.
La Nueva York de los cincuenta se recorre a través de sus bares y sus habitantes más bohemios. De barra en barra se pasea una generación que intenta romper con el sistema de vida heredado, pero también con el arte y sus formas de expresión. Hay un desgarramiento en la huida hacia delante que emprende esta generación y que como explica Johnson no pretendía conducir a los 60 tal como fueron. Pero también ese sentimiento se trasplanta a la escritura, para mi gusto se concreta más en Aullido de Ginsberg que en el propio Kerouac. Joyce Johnson le pone palabras para contarlo sin la ficción o la poesía, pero demostrando en todo caso una habilidad narrativa para no despersonalizar a quienes revive, sin descuidar la escritura y humanizando por encima de todo a los autores, viéndolos como personas más que como personajes.
La traducción es de Marta Alcaraz y mi edición en inglés dice que es un trabajo de lujo que respeta muy bien las verdaderas melodías que compuso Joyce Johnson; no fueron al piano como habría soñado su madre, pero se sienten como verdadera respiración en prosa.

viernes, marzo 14, 2008

Vida y Destino, Vasili Grossman

Trad. Marta Rebón. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Madrid, 2007. 1.111 pp. 26 €

Alberto Luque Cortina

De Vida y Destino se han dicho muchas cosas; una de ellas, que con lógica comercial los editores se encargan de difundir, es que es la mejor novela del siglo XX. Bueno... ya se sabe que las listas las carga el diablo. Quizá esos epítetos sirvan como argumento de compra, pero claro, no creo que la literatura sea una competición con primeros, segundos y terceros puestos. Además, aún admitiendo la premisa, las grandes obras están fuera de concurso: su singularidad las excluye de cualquier rating. Vida y destino es una de ellas.
El ruso Vassili Grossman (1905-1964), escribió Vida y destino a finales de los años 50. La censura soviética del entonces “liberal” Nikita Jrushchov impidió su publicación. Grossman murió sin ver su libro publicado. Su primera edición, suiza, data de 1980, y fue posible gracias a la disidencia, que logró sacar clandestinamente del país un borrador. Así, la novela tiene una meta-historia que sin duda ayudará a su mitificación (más argumentos de venta) pero que nada aporta a la calidad intrínseca del texto, si bien podría ayudar a desentrañarlo o al menos a acercarnos a la figura de su autor.
Vida y Destino narra las vicisitudes de una familia soviética durante los últimos meses del asedio de Stalingrado y su inmediata liberación (1943), de la que el autor fue testigo directo pues la cubrió como corresponsal para Krasnaya Zvezda (Estrella Roja). Precisamente su experiencia personal es un tamiz para el sentimentalismo de folletín: esa prosa está llena de honestidad. La del 39 no fue una guerra romántica, los verdaderos héroes no necesitan ser ensalzados.
Stalingrado es considerada la gran victoria soviética de la II Guerra Mundial: una victoria de un millón y medio de muertos soviéticos. Una victoria que ayudó a consolidar la figura de Stalin. La existencia de Stalin, o de Hitler, demuestra una vez más que no hemos aprendido nada. Nada nos asegura que acontecimientos similares, más terribles si cabe, se vuelvan a repetir en el futuro. No somos mejores que nuestros abuelos. Grossman escribió Vida y Destino con la intención de denunciar los efectos del nazismo y del estalinismo, entre los que encuentra numerosos puntos de encuentro, pero también intenta explicar los comportamientos humanos que los hacen posibles. Desde ese punto de vista resulta difícil separar a los inocentes de los culpables, como resulta difícil separar un solo hilo de un vestido. Ese es el gran triunfo de los totalitarismos: construir una sociedad en la que, en mayor o menor medida, todos sean víctimas y verdugos, y donde la moralidad sólo pueda inferirse del sentimiento de culpa.
Esta novela nos cuenta las vicisitudes de la familia Sháposhnikov, dispersada por los avatares de la guerra, una crónica de vidas entretejidas por las noticias que llegan del frente, la ausencia de noticias, la pérdida de los seres queridos, el racionamiento, la subsistencia en los campos de concentración nazis, en los campos de trabajo rusos, en las trincheras, en los despachos, en los laboratorios, en los tanques... con la certeza de vivir bajo continua sospecha en un régimen alienador, donde cualquiera puede ser delatado, donde no existen las opiniones personales, donde deben ocultarse los sentimientos.
Vida y destino es una novela inmensamente coral. A lo largo de un millar de páginas aparecen más de un centenar de personajes. La mayoría de ellos son únicos, irrepetibles, terriblemente humanos, alejados por completo de los clichés, tan usuales en la narrativa. El despliegue de caracteres es impresionante, de una brillantez muy poco frecuente. Generalmente, los personajes de Grossman no dicen lo que piensan, pues eso está prohibido. La valentía no consiste en decir lo que se piensa, sino actuar en conformidad con las propias ideas.
La crítica también ha comparado Vida y destino con Guerra y Paz. Y sí, claro que hay algo de Tolstói en Grossman, pero las alas de Vida y destino son muy poderosas: no valen las comparaciones. Simplemente, esta es un gran novela. Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a escribirse una obra como esta, y no me refiero a su calidad literaria, difícilmente discutible, sino a la profunda, vibrante, y conmovedora humanidad que destila. Corren nuevos tiempos, hay nuevos valores en alza; el mundo que comenzó a desmoronarse en la I Guerra Mundial, y que aún hoy agoniza, tiene uno de sus testamentos más convincentes en Vida y destino.
La traducción de la presente edición española ha sido realizada, y todo indica que con extraordinario acierto, por Marta Rebón.

jueves, marzo 13, 2008

Cementerio de pianos, José Luís Peixoto

Trad. Carlos Acevedo. El Aleph, Barcelona, 2007. 312 pp. 19 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Puede parecer un poco frívolo, pero lo que me hizo fijarme en este libro fue una foto de su autor que vi hace unos meses en un suplemento cultural. Ya se sabe que el atractivo físico incrementa las ventas de cualquier producto, sin discriminar música pop de música clásica, ni películas de palomitas de películas indie, y desde luego en el mundo de los libros también ocurre, aunque nos cueste admitirlo. Pero en esta ocasión había algo más: lucía tatuado en su brazo derecho en grandes letras capitales el nombre del mítico condado imaginario en el que transcurren la mayoría de las ficciones de Faulkner, Yoknapathawa. Y yo, que soy un faulkneriano devoto, aunque definitivamente herido en mi orgullo puesto que no me he atrevido a tanto, me vi obligado a interesarme por la obra de un colega de lecturas.
Desde luego esa pasión por Faulkner es bien patente en múltiples aspectos. Para empezar, en la demorada visión que nos da de una ciudad ruinosa, polvorienta, estancada, a la que Peixoto da el nombre de Lisboa, que sitúa de hecho en su mayor parte en el barrio tradicionalmente pobre de Benfica, pero que podría ser una ciudad y un barrio cualquiera. Esa decadencia que nos sale al encuentro ya desde el propio título empapa la evocación que los dos Francisco Lázaro, padre e hijo, alternándose, hacen de sus propias vidas. Vemos entonces que, aunque con determinados hechos necesariamente distantes en el tiempo, éstas se desarrollan de manera paralela, en una narración que revela en su engranaje su circularidad: ambos son carpinteros reconvertidos en reparadores de pianos; ambos tienen trayectorias sentimentales paralelas, con amantes de alta sociedad apenas vislumbradas como figuras de sueño y de fantasía; ambos tienen parientes que por sus defectos físicos quedan al margen de la sociedad, su tío y su hermano Simao respectivamente.
No deja de ser curioso su apellido, Lázaro, teniendo en cuenta que hablan Francisco Lázaro padre desde el más allá y Francisco Lázaro hijo desde la inminencia de su propio fin, con lo que adquieren más fuerza estas descarnadas confesiones al límite de sus correspondientes fracasos, pero es aún más curioso saber que el personaje del hijo toma como base al corredor de maratón portugués del mismo nombre y apellido. Y por cierto, en todas las críticas y entrevistas que he leido a raíz de este libro se ha destacado mucho esta inspiración real, pero en la práctica su relevancia en la novela se limita a proporcionar la excusa para presentar al ritmo de la que será su carrera decisiva una narración entrecortada que no avisa de los saltos temporales que se suceden inesperadamente y que el lector deberá ordenar en su mente. No puedo evitarlo y ejerceré eso de lo que tanto abomino en privado que suelo llamar hipercrítica (ver en el texto algo que no está específicamente implícito en él pero que a nosotros se nos antoja una certeza evidente) y diré que a mí me parece un obvio recuerdo del caótico paseo introspectivo de Quentin Compson en El ruido y la furia.
A lo largo de los lentos discursos de estos hombres, cubiertos de un permanente velo de pesar, conoceremos también a sus familias, a su mujer y madre, a sus hijos y hermanos, a sus nietos y sobrinos (y de nuevo el imaginario del Nobel sureño queda homenajeado en esas familias llenas de secretos inconfesables, faroles de una época), de los que se destaca un amplio panorama de mujeres que acaban por componer un rico imaginario femenino que Peixoto trata con delicada sensibilidad y agudeza, con el tema del amor y el desengaño rondando sus historias. Es como si un aura de fado sobrevolase estas páginas. Pero no me hagan excesivo caso: hoy veo cosas inexplicables en los lugares más insospechados.

miércoles, marzo 12, 2008

Un pedigrí, Patrick Modiano

Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2007. 129 pp. 12 €

Nere Basabe

Una extraña autobiografía como contada desde fuera, una genealogía del desarraigo es lo que nos ofrece Patrick Modiano en su Pedigrí: «Que el lector me disculpe por todos estos nombres y los que vendrán a continuación. Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en esas arenas movedizas...».
Patrick Modiano nació en el París de 1945, hijo de un negociante judío y de una actriz flamenca que coincidieron fugazmente en los oscuros y confusos años de la Segunda Guerra Mundial. Es precisamente este ambiente de la ocupación y de la posguerra parisina lo que Modiano ha reflejado en sus novelas, probablemente el mejor retrato de esos años que se haya hecho, obsesionado siempre por rastrearse a sí mismo en busca de una identidad. Sus libros se nutren así, desde La calle de las tiendas oscuras (Premio Goncourt 1978), de elementos autobiográficos que en éste se hacen con todo el protagonismo, haciendo de Un pedigrí la obra en la que se condensan (y ciertamente, aparecen condensados, desnudados hasta el laconismo) todas esas preocupaciones en que se sustenta su escritura.
Modiano escribe la biografía de un desconocido que es él mismo, de su origen en unos padres (no podría calificarse de familia) que son igualmente unos desconocidos para él. Y lo escribe para tratar de alcanzar algún conocimiento sobre esa incógnita que es su pasado, y que con tanta extrañeza se le presenta. El material del que se sirve son apenas unos datos que encuentra aquí y allá, y de los que se limita a dejar constancia. Uno no puede dejar de pensar, ante esta forma tan vaciada de ejercitar la autobiografía, en otras obras del género que retratan esa misma época, como las Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir, y que lo hacen a través de la prolija introspección sentimental, y se da cuenta entonces de que el modo de explicarse a uno mismo puede adquirir muy diferentes formas, y que en esa selección de la forma descansa probablemente el lugar que uno ocupa en el mundo. Modiano sigue pistas que llevan las más veces a ninguna parte, levanta acta de unos hechos sucedidos sobre los que no se explaya, que no comenta ni valora. Las escasas cien páginas del libro se llenan así de enumeraciones, relaciones de personajes que van y vienen en torno a esos padres distantes, y de los que apenas sabemos nada antes ni después de que salgan de escena: «Las personas a las que he podido identificar, de entre todas las que mi padre trataba en aquella época, son Henri Lagroua, Sacha Gordine, Freddie McEvoy, un australiano campeón de bobsleigh y corredor automobilístico con quien compartirá, nada más acabar la guerra, una “oficina” en los Campos Elíseos cuya razón social me ha sido imposible averiguar; un tal Jean Koporindé (calle de La Pompe, 189), Geza Pellmont, Toddie Werner (quien se hacía llamar “señora Sahuque”) y su amiga Hessien (Liselotte), Kissa Kuprin, una rusa, hija del escritor Kuprin. Había trabajado en unas cuantas películas e interpretado un papel en una obra de Roger Vitral, Les demoiselles du large. Flory Franken, conocida por Nardus, a quien mi padre llamaba “Flo”, era hija de un pintor holandés y había pasado la infancia y la adolescencia en Túnez. Fue luego a París y andaba mucho por Montparnasse. En 1938, estuvo implicada en un suceso que la llevó ante el tribunal de lo penal y, en 1940, se casó con el actor japonés Sessue Hayakawa. Durante la Ocupación trabó amistad con Dita Parlo, que había sido la protagonista de L’Atalante, y con su amante, el doctr Fuchs, uno de los dirigentes del servicio “Otto”, la oficina de compras más importante del mercado negro, sita en el 6 de la calle Adolphe Yvon (distrito XVI)»; «Otras personas que iban de visita por el piso del muelle de Conti: un joven ruso, Georges d’Ismaïloff, que estaba tuberculoso pero siempre salía sin abrigo durante los gélidos inviernos de la Ocupación. Un griego, Christos Bellos. Había perdido el último paquebote que salía para América, adonde iba a reunirse con un amigo. Una muchacha de la misma edad, Geneviève Vaudoyer. De ellos, sólo quedan sus nombres».
Un catálogo de personajes, en fin, que en ocasiones marea, pero que imprimen con precisión la sensación de unas vidas fragmentadas y erráticas, perdidas en una época sin futuro. «Tal era, más o menos, el mundo en que se movía mi padre. ¿Ambientes equívocos? ¿Canallas de guante blanco?»; «Según voy estableciendo esta nomenclatura y paso lista en un cuartel vacío, me va dando vueltas la cabeza y cada vez me queda menos resuello. Curiosa gente. Curiosa época entre dos luces». Y en medio de todo ese marasmo —o en sus márgenes, excluido una y otra vez por unos padres a los que estorba—, un joven Patrick creciendo con desconcierto. «Y me preguntaba qué pintaba yo allí», repite a lo largo del libro. No hay sentimientos en la novela; o mejor dicho, sí los hay, aunque no se describen, o lo que es peor, se percibe su ausencia con un escalofrío. Patrick es enviado una y otra vez a numerosos internados de los que escapa con la misma recurrencia; muere inesperadamente su hermano, cuando él es un niño; se pasa hambre; el muchacho acompaña a su padre a encuentros clandestinos, donde se tratan negocios oscuros que le dejan fuera (nunca sabrá a qué se dedicaba su padre profesionalmente): «Normalmente, mi padre “citaba” a la gente en el vestíbulo del Hotel Claridge y me llevaba con él los domingos. Una tarde, me quedo aparte mientras charla en voz baja con un inglés. Intenta arrebatarle por sorpresa una hoja que el inglés acaba de firmar. Pero éste la recupera a tiempo. ¿De qué “protocolo de acuerdo” se trataba?». Las relaciones paterno-filiales se van haciendo cada vez más difíciles, como podemos conocer a través de la trascripción de algunas cartas; su padre llega a denunciarlo a la policía y al final rompen todo contacto. Su madre, una actriz de poca monta con cada vez más problemas para encontrar un papel, siempre estaba ausente, nunca se ocupó de él.
Modiano retrata sobre todo un vacío con idéntica economía de recursos, y través de lo que sólo se presentan como tentativas de aproximaciones, llegamos pese a todo a conocer lo oscuro de ese núcleo. Infructuosas huidas en tren. El desarraigo, la farsa que sólo como tal constituye un pedigrí. Pero una mañana de primavera, sentado en la terraza de un café, Modiano comienza a escribir su primera novela. Luce el sol. La escritura lo ha liberado.

martes, marzo 11, 2008

Guerra a la luz de las velas, Daniel Alarcón

Trad. Jorge Cornejo. Alfaguara, Madrid, 2007. 265 pp. 17,50 €

Miguel Sanfeliu

Daniel Alarcón es uno de los nombres que han sonado con más fuerza en los últimos años, en este mundo literario donde, al parecer, según los suplementos culturales, aparece una obra maestra cada dos o tres meses. Daniel Alarcón es joven, peruano, afincado en EE.UU. y escribe en inglés. La revista Granta lo incluyó en su lista de los mejores jóvenes escritores estadounidenses, pese a que nació en Lima, Perú, en 1977. Es por tanto un escritor entre dos mundos. Rápidamente se reivindicó su origen y se le catalogó como uno de los más prometedores escritores latinoamericanos y fue incluido en el grupo “Bogotá 39”. En Septiembre de 2007 estuvo en España, participando en el Festival Hay que se celebró en Segovia. Un hombre delgado, con su voluminoso pelo rizado y una actitud muy alejada del engreimiento en el que podía haber caído, con todo lo que le ha sucedido en un espacio de tiempo demasiado corto.
También es editor asociado desde EE.UU. de la revista peruana de periodicidad mensual Etiqueta Negra.
Su libro de relatos War by candlelight: stories fue finalista en 2006 del Premio Hemingway Foundation/PEN. En España ha sido publicado por Alfaguara, casi al mismo tiempo que la primera novela de Alarcón, Lost City Radio. Así que podemos estar tranquilos, porque también ha escrito una novela, lo cual suele considerarse requisito indispensable para ser tomado en serio en determinados círculos.
Guerra a la luz de las velas es un libro de una gran fuerza, digno resultado de la unión entre la tradición norteamericana y la latinoamericana. Una tiende más a la economía de medios, a desnudar los hechos, a distanciarse de las emociones, mientras la otra siempre ha estado más cerca de un colorido visceral y de un mundo en el que la realidad no termina de explicarlo todo, y en el que es preciso recurrir a ecos fantásticos u oníricos para interpretar ciertas cosas. Flannery O’Connor y Cortázar, Cheever y Junot Díaz… una mezcla en todo caso interesante.
Los relatos tienen una composición muy particular. Son historias que saltan en el tiempo, que incluyen episodios que, en algunos casos, parecen no tener apenas conexión. Sus protagonistas son seres perdidos, que buscan su hogar junto a la persona amada, sin acabar de conseguirlo, o que luchan en una guerra que parece librarse muy lejos y no tener ni principio ni fin, o que sueñan con huir de una existencia precaria y anodina. Las historias parecen dispararse en diferentes direcciones. “Ciudad de payasos” nos habla de un periodista cuyo padre acaba de morir y de su desconcierto al descubrir que su madre se ha trasladado a vivir con la segunda esposa de éste, con la mujer por la que les abandonó, y los recuerdos se suceden a la vez que se enfrenta a la obligación de escribir un reportaje sobre artistas callejeros, un relato que va y viene, en consonancia con el deambular del protagonista, que nos habla del sentimiento de pérdida, de la tristeza que se oculta detrás de algunas sonrisas. En “Ausencia” encontramos a un artista que viaja a Nueva York para exponer sus cuadros y que siempre se comporta como un extraño que observa con distancia todo cuanto le rodea, incluso las imágenes del atentado del 11 de Septiembre, cuyo aniversario se cumple en ese momento. En “El visitante” se nos habla de una terrible tragedia que se asume con resignación, sentimos el peso de lo inevitable y la fuerza necesaria para seguir adelante en determinadas circunstancias. “Sobre la ciencia de estar solo” nos cuenta una particular historia de amor y “Guerra a la luz de las velas” habla de ideales, de un hombre que sueña con el fin de las injusticias y que se implica en una guerra omnipresente que lo envuelve todo en un halo de irrealidad. Historias que encierran misterios y cuya estructura es compleja y tras la que se advierte una gran destreza técnica, capaz de capturarnos, de contarnos una historia a la vez que nos embarga una emoción difícil de definir.
«No todos los muertos caen del cielo. No todos llegan por el río Hudson y terminan flotando contra las rocas cubiertas de musgo en la orilla. Algunos son nuestros padres, nuestros tíos. Algunos pierden la batalla lentamente. Algunos mueren odiando el mundo». Esto podemos leerlo en la última historia de este libro fascinante en el que, pese a todo, la gente lucha por salir adelante, por vivir, aunque se encuentren en lugares en los que no terminan de encajar y lo único a lo que puedan aferrarse sea a ellos mismos.

lunes, marzo 10, 2008

Nadie me mata, Javier Azpeitia

Tusquets, Barcelona, 2007. 258 pp. 17 €

Inés Matute

No creo que nadie se atreva a discutirlo: el libro engancha y obliga al lector a plantearse un sinfín de preguntas. Veamos: ¿cómo encajaría usted el hecho de despertar amnésico en un cuerpo extraño? ¿Qué haría si cada vez que se quedase dormido su alma saltase del cuerpo de una admiradísima actriz al de un perista tramposo, un policía, una niña o una ex yonqui reenganchada? ¿Hacia dónde dirigirnos si la incesante búsqueda del yo nos sumerge en un crimen? ¿Qué ocurre si, además, se está proyectando una película que recoge, simultáneamente, todo lo que nos está sucediendo?
A caballo entre el género negro y el género fantástico, la novela se ambienta en el barrio de La Latina en la época actual, un Madrid 2007 donde la población está siendo diezmada por elementos que escapan al control humano —atentados, una pandemia de gripe aviar— planteándonos un enigma desde la abstracción obligada de todo buen thriller. Y lo defino como tal dado que el protagonista y a la vez narrador de la historia se despierta al comienzo de cada capítulo ignorando quién es y dónde está, enfrentándose al misterio de su pasado y su misión presente, una búsqueda que apunta una y otra vez a la misma mujer y a la misma sangre. Obligado a las sucesivas reencarnaciones, “X” vivirá idéntica situación desde la óptica de los distintos personajes, conocerá sus secretas motivaciones, y, a través de sus ojos, reunirá pistas mediante las cuales intentará forzar un desenlace alternativo. ¿Lo consigue? No, no puede conseguirlo, porque ni siquiera en la última página el lector sabe quién mueve las fichas y quién tira los dados, qué acontecimientos están en el futuro y qué hechos pertenecen al pasado. Según Azpeitia, la estructura narrativa de Nadie me mata combina ingredientes oníricos y fantásticos, pues trata de reflejar lo ficticio de la identidad, los sinsabores del existencialismo y el vértigo de lo cotidiano. Como puede apreciarse, no es un escritor poco ambicioso.
La complejidad de la trama, lejos de restarle atractivos, obliga al lector a meterse en la piel del protagonista, a realizar similar esfuerzo mnemotécnico, a desesperarse, enamorarse y emborracharse con él. Vamos, que no es recomendable peder comba. Por ello, no es casual que la acción se estructure sobre ocho capítulos que representan ocho casillas distintas del juego de la oca —«El juego de la oca representa el juego de la vida, pero no hay que interpretarlo. Hay que jugar». No es casual la elección de nombres como «el pozo», «la muerte», «la posada», «el laberinto» o «los dados». Tampoco es casual que uno de los personajes experimente con ratones —una clara referencia a la dictadura de la memoria de especie, ligada a la idea del inconsciente colectivo postulado por Jung—. Aquí nada es casual y nada es lo que parece. Mis felicitaciones al autor, que no descuida detalle, que al trasmigrar rompe la linealidad y los tempos, que organiza y desorganiza, que trampea con los personajes y juega con nosotros audaz y eficazmente, manteniendo el interés y la tensión de principio a fin de la novela.
Alguien dijo, no recuerdo quién, que para eso leemos. Para ponernos en el lugar de otro. También dijo que leer es un trayecto: cambiar de cuerpo, de alma, de costumbres. De ser eso cierto, Azpeitia consigue doblemente su objetivo. Personalmente, sólo le encuentro una pega a la obra, la misma que le encontré a El mensajero de Argel de José Carlos Llop: no me gusta el tratamiento que se le da al tema del terrorismo. El terrorismo aquí parece un elemento más —plano, fofo— de un decorado catastrofista y al tiempo inevitable. Las escenas más violentas y macabras se tratan con una ligereza chocante, casi anecdótica, como si a los personajes les diese lo mismo comentar que acaba de caer un obús que le mañana está fresca. No me gusta rozar ese punto en que la muerte, el caos y el atentado terrorista se manejan con frivolidad, como mero recurso para diversificar o animar la perspectiva. Hecha la salvedad, no puedo sino recomendar vivamente esta novela. En mi caso, la leí de dos tacadas y despertó en mí un renovado interés por la obra y la trayectoria del siempre sorprendente Javier Azpeitia.

viernes, marzo 07, 2008

El candelabro enterrado, Stefan Zweig

Trad. Joan Fontcuberta. Acantilado, Barcelona, 2007. 144 pp. 14 €

Elvira Navarro

Stefan Zweig (Austria, 1881 – Brasil, 1942) declaró en una entrevista que sus padres «eran judíos sólo por un accidente de nacimiento», de lo que cabe colegir algo más que una simple afirmación sobre lo azaroso de la identidad. Judío no-judío, el escritor austriaco vivió las dos guerras mundiales. La primera, según dicen las biografías, le convirtió en pacifista. La segunda le llevó a un exilio voluntario a Gran Bretaña, que se tornó en forzoso a raíz de la ocupación alemana de Austria y de la invalidación de su pasaporte. Apátrida durante dos años, tras la obtención de la nacionalidad británica recaló en varios países y acabó suicidándose en Brasil.
Conviene tener todos estos datos en la cabeza a la hora de leer El candelabro enterrado, novela corta que aborda el tema de la idiosincrasia judía a través de una narración de carácter mítico sobre la pérdida de la menorá. Símbolo hebreo por excelencia (no en vano es el emblema oficial del actual Estado de Israel), la menorá o candelabro de siete brazos era uno de los objetos del Tabernáculo, que encontró acomodo en el Templo de Jerusalén construido por el rey Salomón. Tras la destrucción del templo por los romanos, la menorá fue llevada a Roma, donde se le perdió la pista. Se cree que los vándalos la robaron en el año 455 y que, tras la caída de Cartago, cayó en manos del emperador Constantino; sin embargo, no hay ninguna fuente bizantina que confirme el dato, lo que da pie a la leyenda de que alguien la devolvió a Tierra Santa.
Dicha leyenda es la que aprovecha Zweig para escribir El candelabro enterrado, que comienza con el famoso saqueo de Roma y la conmoción de la comunidad judía al saber que el último de sus objetos sagrados, la menorá, es de nuevo enviado lejos. Los ancianos deciden acompañar al candelabro del sancta sanctorum en su peregrinaje, y caminan detrás del carro que lo traslada a Portus, donde desemboca el Tíber. Allí, ante los ojos empañados en lágrimas de los viejos, y de un niño cuya misión es dar testimonio a las generaciones venideras del fatal destino de su pueblo, la menorá es cargada en un barco rumbo a Cartago, no sin que antes el pequeño Benjamín, furioso por la injusticia contra los suyos, ataque al esclavo que portea el candelabro. El esclavo pierde el equilibrio y cae, junto con el santo objeto, sobre el brazo del niño, rompiéndolo. La moraleja: castigo de Dios por haber intentado tocar la divinidad, en primer término, y por haber utilizado la violencia, en segundo.
Años más tarde, siendo ya Benjamín un venerable y venerado anciano, llega la noticia de que la menorá se cuenta entre el botín del emperador Constantino tras su victoria sobre Cartago: otra vez la historia que se repite, la eterna diáspora del candelabro que los significa. Benjamín siente que es su hora; el Señor lo ha preservado para que recupere la menorá en Bizancio, y hacia allí parte acompañado de un joven testigo, Joaquín, que dará fe del asunto. Y es que no se trata sólo de que la historia sea siempre la misma, sino también de que sus víctimas reaccionen conforme a su idiosincrasia, reafirmándola: carácter cíclico de los mitos, adoptado por el sabio Zweig para contar la forja de una identidad.
El dolor como foco generador de memoria, la resignación, la condición de desposeídos, la culpa por un pecado que explicaría la furia de Dios contra el pueblo elegido y su dispersión como condena, la desconfianza hacia la vida y la fe en un tiempo futuro en que serán redimidos. Todos estos elementos, que Nietzsche describió en La genealogía de la moral, y que hemos heredado en parte los nacidos en culturas cristianas, son los ejes que determinan la acción de esta novela, magistral en su sencillez.
Zweig no se conformó únicamente con aprehender la fatalidad judía, que llegó a su apoteosis durante el fascismo, sino que además se atrevió a dar una solución para romper el maleficio, apostando por el pacifismo como la única opción legítima contra los poderes establecidos y la opresión. Así, en el final del libro, vuelta la menorá a manos de Benjamín, éste se da cuenta de que restituirla a Jerusalén no servirá de nada, pues va contra las leyes divinas decidir el destino de un pueblo. Eso sólo puede traer desgracias. Benjamín entierra entonces el candelabro en Tierra Santa, sin más espectadores que un mudo: esta vez, por tanto, sin testigo alguno con el que perpetuar falsas querencias.

jueves, marzo 06, 2008

El merodeador, Vicente Muñoz Álvarez

Ilustraciones de Toño Benavides. Prólogo de Ignacio Escuín Borao. Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2007. 152 pp. 12 €

Elena Medel

Confieso mis reservas ante los paratextos: los reclamos en la contraportada, los prefacios y epílogos, las fajas laudatorias y los marcapáginas con citas alimentan mis pesadillas. La expiación de todo lector ingenuo —yo, de nuevo, confieso— es toparse con un producto subterráneo al comprar un libro por lo que su envoltorio —y no su contenido— anuncia. En el caso de El merodeador, la nota de Vicente Muñoz Álvarez y el prefacio no se empeñan en vender más de lo que hay, que es mucho; de hecho, Ignacio Escuín Borao afirma en su “Prólogo (o una ventana que se abre a una vida ajena)” que textos como el suyo «no hace[n] mejor a un libro». No estoy de acuerdo —su pórtico es concreto e ilumina la oscuridad del libro, invita a continuar página tras página— pero, acostumbrados a la pirotecnia y el jaleo, agradezco la sinceridad y la honestidad; la primacía de los intereses del lector ante los intereses del mercado constituye un valor al alza.
El lector abre la puerta y escucha “Los pasos”, un aperitivo que se percibe denso, asfixiante, una descripción de la atmósfera que El merodeador deberá atravesar. “Las tarjetas”, en que el narrador recibe la llamada de una imprenta a propósito de un encargo con sus datos, sabe kafkiano; da paso a “El cartero”, una alegoría de esa «soledad» a la que Muñoz alude en la contraportada. Pocas páginas después aparecen los dos platos fuertes de El merodeador: “El lunar” y “Los gatos”. El primero reproduce el encuentro entre el narrador y un enfermo —ocurre en la sala de espera del ambulatorio— que se rasca y rasca un lunar, entre lo paródico y lo misterioso, instalado en el desasosiego, con unas respuestas del paciente que se transforman en delirantes —y justificados— monólogos sobre la dependencia y la manipulación. Otro tono es el de “Los gatos”, que yo concibo como un microcuento de terror con un crescendo magistral. Y más temas en este volumen breve pero ambicioso: la ruptura sentimental en “Los malentendidos”, el suicidio del amigo —y, de nuevo, el sabio manejo de datos, la tensión conforme leemos fechas y acciones— en “La carta”, la metaliteratura —uno de los ejes del libro— en “El relato” y “El artículo”...
El merodeador es una obra híbrida en la forma, un libro de relatos que comparten protagonista, ambientes y recursos, pero también una novela fragmentada —igual que roto y cansado nos habla el yo, fingimiento incluido por las referencias a Pessoa o por el viraje del texto de cierre, «llueve intensamente sobre la casa del narrador»—, y el diario de las jornadas oscuras del alma. Muñoz Álvarez no esconde su dedicación a otros géneros en capítulos como “Los peces”, un intenso poema narrativo, o “El paseo”, una jugosa reflexión al borde del ensayo sobre los objetivos vitales que nos convienen, y los objetivos vitales por los que nos decidimos. Escritura al límite, encerrada por los paréntesis que suponen las ilustraciones —alegóricas, también oscuras— de Toño Benavides, las citas y las referencias explícitas dibujan el árbol genealógico de Muñoz Álvarez: sobre todos los apellidos, Bernhard.
Con El merodeador recuerdo a Walt Whitman, y es que «no es un libro. Quien lo toca, toca a un hombre». Es una experiencia carnal y cruel, de un dolor casi físico. «Leí unas páginas de Corrección, de Bernhard, pero su dureza y frialdad, a diferencia de otras veces, me helaron la sangre y tuve que cambiar de pronto de libro». Tomen nota. Esta obra de Vicente Muñoz Álvarez es una de esas flores raras que, para nuestra fortuna, Baile del Sol se empeña en cultivar. El merodeador: literatura funámbula entre la locura y la calma, de continente helado e interior infernal, que se lee de una sentada y permanece con nosotros —igual que los maullidos de esos gatos abandonados— durante mucho tiempo.