jueves, enero 31, 2008

Las flores del mal, Charles Baudelaire

Trad. Carmen Morales y Claude Dubois. Ilustraciones Louis Joos. Nórdica, Madrid, 2007. 175 pp. 29,50 €

José Manuel de la Huerga

Los lectores de poesía en español están de enhorabuena. Una pequeña editorial, de las que identificamos como independientes, se ha echado al hombro la responsabilidad de celebrar la edición de uno de los libros de poemas más importantes de la historia de la literatura contemporánea, Las flores del mal de Charles Baudelaire. Y lo ha hecho con el rigor y el gusto que merece obra tan fundamental. Rigor en la selección de textos (56 poemas) y en su traducción —siempre tan complicada, siempre en el límite de la lengua, exigiendo al traductor tomar difíciles decisiones, y sacrificios—, y gusto en el proyecto de encomendarle a un artista contemporáneo, el belga Louis Joos, la lectura iconográfica del poemario.
Elogiemos cada parte como se merece, para luego fundir este elogio en el todo en que se termina convirtiendo esta joya de la edición. Los traductores de la obra han seleccionado los mejores poemas del jardín que plantó Charles Baudelaire. Flores desde luego raras y malas, perversas, en los márgenes de la moralidad de entonces y de ahora. Si no, díganme quién en su sano juicio de tipo bueno, comedido, biempensante, se atreve a terminar unos versos con la invocación: «¡Oh querido Belcebú, te adoro!». Los seleccionados son sobre todo poemas de mujeres exóticas, pelirrojas pobres de solemnidad que entre los agujeros de sus ropas de mendiga anuncian preciosos senos, blancuras inmaculadas, también negras zumbonas como serpientes, tipas que saldrían de los cuadros de otro amante de la carne lasciva como es Gauguin y sus nativas de los mares del Sur. Y cómo no, fantasías eróticas de primera intensidad, a fuego lento: si yo me volviera gato me encantaría acurrucarme a la sombra de los pechos estupendos de una mujer giganta... No me digan que no es provocador, divertido, y al mismo tiempo delicado, tierno y... acomplejado.
Porque ahí está el quid de la cuestión de la cabeza embotada del genio: en este mundo no se halla en el medio que le apetece. El poeta es como el albatros, ese rey de lo azul, que cuando cae en el barco de la cotidianeidad se deja zaherir por los tipos más broncos de la especie, no es de este mundo, es de lo alto. Pero cuando vuela allá arriba, tampoco se encuentra rematadamente bien. Nunca lo que hay, siempre lo inexistente: es la cosa de los poetas del XX, de los hipersensibles de nuestra época, y es Charles Baudelaire quien abre esa trocha en la inextricable selva de la comprensión de nuestros sentimientos, especialmente aquellos malsonantes que habíamos exiliado por pecaminosos. A esos, especialmente, abracémoslos como lo más auténticamente nuestro, nos dirá el poeta Baudelaire, que se debate entre lo sublime y lo terreste: «Soy el vampiro de mi corazón». Ah..., y los gatos, y los paisajes de un buen impresionista, y ese spleen del melancólico, que nos deja tirados, tumbados largas horas amasando nuestra abulia existencial, sabiendo que el mundo, a nuestro pesar, gira, sigue girando...
Excelente la traducción, certera, que permite intuir el ritmo del francés. Traducción sonora, fiel tanto al espíritu como al texto (compruébese, como hacen los exigentes, en la selección original en francés que aparece en las últimas páginas del volumen). Los traductores, con buen criterio, se han decantado por una traducción rítmica, a pesar de la rima. Baudelaire escribía con rima consonante, seguía el precepto, pero rompía por donde menos lo pensaban los lectores: por las ideas escandalosas que le llevaron a la censura de buena parte de sus textos (aquí aparecen editados algunos de los censurados. Qué bella la mujer que espera al poeta vestida sólo con las joyas que él le regaló...). Baudelaire, magnífico sonetista, rompe el esquema del soneto por el tema escogido: la mujer mala, el poeta maldito, la invocación al demonio y la esencia del alma escurrudiza, independiente, inasible como el gato de nuestro corazón... Mejor darle a las ideas el cauce que merecen frente a las exigencias de la rima, han decidido los traductores.
La edición es exquisita: en la elección de la tipografía, en el papel ahuesado, casi cartulina, el mejor soporte para las ilustraciones de tinta y guache. Y lo que es todavía más importante para rematar la obra como se merece: Louis Joos ha leído la poesía de Baudelaire con los ojos de un contemporáneo. Cómic impresionista, viñeta rápida, sugeridora, rojo y negro, contrastes y manchones: así somos, así leemos el mundo actual, y así lo leería Baudelaire, como leyó el de su tiempo. Que 150 años no son nada... El ilustrador lejos de acompañar los poemas de Baudelaire, dialoga con ellos contemporáneamente, y la confluencia de ambas artes crea una obra de arte que muy bien representa lo que de bello y perverso guardamos en nuestro almario, lo negro y lo aéreo, lo elevado y lo rastrero, nuestro manchón indefinido. Así somos, y ambos artistas, qué bien nos han retratado.
Por eso ni la poesía de Baudelaire pasará nunca y por eso esta edición en castellano, con ilustraciones tan acertadas, estoy seguro, está a la altura de las mejores que hayan celebrado la edición de Las flores del mal en todo el mundo. Sin duda, un libro que será recordado.

miércoles, enero 30, 2008

La excursión, Tjibbe Veldkamp / Philip Hopman

Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2007. 32 pp. €

Care Santos

La necesidad de jugar que tienen los niños, opuesta a la severidad impuesta por los adultos es un tema recurrente en la obra de este tándem de creadores alemanes, cuya obra ya conocíamos gracias al álbum ilustrado 22 huérfanos (Fondo de Cultura Económica, 2000). Este nuevo trabajo, que publica la selecta e independiente Libros del Zorro Rojo, tiene —afortunadamente— mucho en común con aquel. No sólo por su ambientación, también por su tesis: ambos tratan de niños enfrentados al mundo adulto. Ambos explican historias de pequeños que superan ellos solos sus dificultades —un común denominador en la obra de Veldkamp—, ambos tiene a la escuela, al sistema educativo, en el punto de mira y ambos enternecen por su imaginación y su sentido del humor
La excursión cuenta la historia de Lorenzo, un niño que no desea ir al colegio porque le tiene miedo a jugar con otros niños. Por eso decide no ir a la escuela y construir otra, alternativa, pero sólo para sí mismo. No sabe cómo hacerlo, pero pronto encuentra la solución: «Si uno mismo lo construye, uno mismo decide cómo lo construye», se dice, antes de aprovisionarse de palos, plantas, tablones y hasta un sillón para su nuevo colegio. Detrás de la inseguridad de Lorenzo se esconde algo, pero no sabemos qué. Lo sospechamos: vive solo con su madre en una casa destartalada que parece vieja. Su madre tiene gatos, y teteras, y muñecas, y un osito de peluche sentado junto a la entrada, y un delantal que le llega hasta los pies y una melena pelirroja muy abundante. Podría ser una bruja, o una mujer abandonada, o una madre soltera o, simplementem una mujer como cualquier otra. La verdad es que lo esperamos casi todo de esta pareja de creadores que en 22 huérfanos nos hicieron revivir a los clásicos de la literatura infantil, de Annie a Pippi, gracias a los dibujos de los personajes infantiles. El tándem Veldkamp-Hopman acostumbran al lector a los regalos y las sorpresas que se derivan de su particular modo de contar basado en el desacuerdo. Es, en cierto modo, como si cada uno de ellos estuviera explicando una historia distinta a la que cuenta el otro, y el álbum resultante es un punto intermedio donde el lector debe encontrar acomodo. El acomodo siempre será en un lugar habitado por el humor y el absurdo, lo cual —la verdad— lo hace todo mucho más fácil.
Siempre hay un momento en las historias de este par en que los personajes huyen. Los 22 huérfanos huían de la rígida directora del orfanato escondiéndose en un elefante qu habían fabricado con las sábanas de sus camas. En este caso, Lorenzo se cansa de estar solo en su propia escuela y decide ir a visitar la otra, la oficial, el «Colegio de la Montaña». Por eso le pone ruedas a su estrafalaria construcción y comienza a deslizarse por la ladera. Y, del mismo modo que se descalabró el elefante al caer por la escalera del orfanato, Lorenzo y su artefacto rodante se estrellan también, contra la aburrida clase del profesor Severo, un educador en el que podríamos ver reminiscencias de otros tiempos o ineptutudes actuales, vestido de negro riguroso como acostumbran los adultos lamentables de estos dos álbumes, con su cara de pocos amigos y su vara en la mano. Pero tan terrible como la ilustración del profesor Severo son las palabras que pronuncia ante sus alumnos: «Hoy les voy a enseñar lo mismo que ayer», les dice, «¡a estarse quietos».
Lorenzo pasa en sólo un segundo de ser un niño solitario que teme a los otros niños a ser un superhéroe salvador de compañeros apesadumbrados. Porque en la escuela del profesor Severo todos visten de negro, alumnos y profesor, y la llegada del colorido Lorenzo —naranja el pelo, roja y azul la ropa— representa un cambio tan radical en la escuela que no podríamos entenderlo sin la ayuda de las ilustraciones.
Pero falta el "toque" Veldkamp-Hopman. Por supuesto, Lorenzo debe librarse de sus absurdos temores y debe descubrir que jugar en compañía no sólo es fácil sino que es divertidísimo. No podía ser de otro modo en dos autores que hacen la reivindicación del juego infantil su caballo de batalla. Nos lo cuenta el texto, pero también la imagen, maravillosamente puestos de acuerdo en esta preocupación común. La ilustración muestra el momento caótico pero radiante en los niños toman al asalto el colegio fabricado por Lorenzo, y recuerda a las escenas de juego de aquel trabajo anterior, igual de multitudinarias, revueltas y felices. Del profesor Severo no se nos vuelve a decir nada por medio de las palabras. Esperábamos de él, tal vez, una transformación similar a la sufrida por la simpática directora del orfanato de 22 huérfanos. Nada de eso ocurre aquí. El profesor Severo continúa siendo severo, no hay final políticamente incorrecto que sorprenda a los adultos del modo en que la inesperada escena de cama final de aquél álbum lo hizo. Pero sí hay sorpresa para los niños, y descomunal: los alumnos de Severo, regidos por el ejemplo de su salvador, deciden ponerle ruedas a su escuela de piedra y llevarla de excursión con todos ellos a bordo (un asunto, el del edificio andante, que ha dado mucho de sí en la ficción para jóvenes, y valgan los ejemplos recientes de la película de Hayao Miyazaki El castillo ambulante (2004) a la novela La escuela de piratas, de Agustín Fernández Paz (Edebé, 2005).
La última imagen del cuento es una evocadora imagen del colegio navegando a sus anchas por un caudaloso río, capitaneado por todo un equipo de grumetes contentos. Pero la ilustración sí nos cuenta la historia de Severo: su disgusto y su rabia, y el modo en que los chavales le dejan al margen para marcharse sin él. Al final, Severo tiene que contentarse con remar detrás del majestuoso barco, mientras la madre —que reaparece— les mira perpleja desde la orilla. Esa ilustración final, preciosa, es en sí misma un canto a la infancia: libertad, alegría y ensoñación. Lo mismo que pretende —y logra— transmitir este magnífico álbum.

martes, enero 29, 2008

Fresa y Chocolate 2, Aurélia Aurita

Trad. Ana Millán. Ponent Mon, Rasquera (Tarragona), 2007. 192 pp. 16 €

Ricardo Triviño

Aurélia Aurita
se atreve a pisar de nuevo el escenario del cómic con la continuación de su relación amorosa con el cabecilla de la nouvelle manga Frédéric Boilet (La espinaca de Yukiko, Tokio es mi jardín), con quien estuvo presentando la nueva obra en el 13º Salón del Manga de Barcelona. Y decir «se atreve» no es una exageración porque, cuando una opera prima ha sido tan celebrada, es difícil escapar de la sombra que proyecta.
Aurita conoció a Boilet durante la realización de la antología Japón visto por 17 autores, a la que había sido invitada a participar. Esta compilación de historietas crecía fruto del movimiento artístico de la nouvelle manga cuyo objetivo es reforzar los vínculos e influencias entre ambos lados del globo, dando a conocer el cómic japonés menos comercial en Occidente, y viceversa. El recopilatorio planteó un intercambio de miradas a cerca del país del sol naciente entre ocho autores autóctonos y otros tantos franceses, sin contar a Boilet, ofreciendo unos resultados muy interesantes. Del lado nipón encontramos a autores de la talla de Jirō Taniguchi (El caminante, El almanaque de mi padre) o la interesante Kan Tahama (Awabi, Kinderbook), mientras que del francés estaban el inimitable Joann Sfar (El gato del rabino) o François Schuiten (Las ciudades oscuras).
Después de este primer encuentro, la relación entre Aurita y Boilet siguió adelante en solitario, cuajando finalmente en una relación estable que aún dura y cuyos inicios fueron plasmados en la autobiografía sexual Fresa y Chocolate. El título jugaba con la homofonía con los nombres de Frédéric y Chenda (nombre real de Aurélia), además de con un pequeño chiste que aparecía en la historia. La aparición del cómic, ligado a la nouvelle manga, fue toda una novedad ya que ofrecía una óptica totalmente distinta acerca del sexo en el campo de la historieta: no tenía nada que ver ni con las exageraciones del cómic dirigido al público masculino ni con el sentimentalismo edulcorado de las series románticas; era un enfoque sincero y desnudo basado en el disfrute y exploración del propio cuerpo, lejos de imposiciones y coerciones morales.
En este nuevo volumen, la orgía continua que representa el principio de cualquier relación amorosa, y que quedó perfectamente plasmado en la primera parte, deja paso a nuevas perspectivas de la vida en pareja. No es que Aurita abandone el sexo (tratará temas como el fist-fucking, los stoppers de fabricación casera o los efectos que puede producir la glucosa en un hombre entrado en la cuarentena) sino que aborda los miedos que suelen surgir cuando los vínculos emocionales se afirman en una pareja, como el temor a la pérdida o a no ser capaz de amar lo suficiente. En este tomo, la autora se confiesa como una auténtica celosa a quien, frente al historial del señor Boilet, no parecen faltarle motivos. En sus dudas, ahondará en la cuestión de la «identidad nacional», pues sus orígenes sinocamboyanos la han hecho parecer desde pequeña una exótica oriental en su propio país, Francia, del mismo modo que la llevan a situaciones embarazosas en Japón, donde será objeto del racismo de su vecino o donde, lúcidamente, descubrirá sus propios prejuicios.
Un libro, sin duda, menos original que el primero pero, no obstante, mucho más valiente. Confesar las propias debilidades y analizarlas representa un reto mayor que mostrar el propio cuerpo desnudo ya que ahí es justamente donde pueden lastimarlo a uno, donde las heridas cicatrizan más lento. Como ella misma afirma en la obra, esta joven autora vuelve a «trazar el contorno de su mano», ese «placer olvidado», y escapa sin problema del éxito del anterior libro, consiguiendo un tebeo de mayor complejidad sentimental tan entretenido y enriquecedor como el primero.

lunes, enero 28, 2008

Amarillo, Félix Romeo

Plot, Madrid, 2008. 160 pp. 15 €

Juan Marqués

«Nunca he pensado en tirarme por un balcón» declara el narrador de la primera novela de Félix Romeo, después de que lo hiciera su hámster (p. 26, —¿o ha sido defenestrado por él mismo, según confiesa después, en p. 94?—), pero enseguida comprobamos que sus tendencias suicidas son tan grandes como el complejo de Peter Pan que está en el origen del relato, y que en buena parte lo explica: «Me miraba en el espejo y me apuntaba. La pistola pesaba más que nada que yo hubiera cogido nunca» (p. 42).
Ha habido que esperar hasta Amarillo para confirmar hasta qué punto aquellos Dibujos animados (Anagrama, 2001) rebosaban no sólo referencias oblicuas o directas a la muerte, la enfermedad, el sufrimiento, la locura o la presencia de los antepasados, sino alusiones difuminadas a la propia memoria personal de Romeo. Esa prima del padre del protagonista-narrador, encerrada en un manicomio de Málaga (DA, p. 27), es ahora la prima del padre del autor, recluida en un centro de Valencia (A, pp. 88-89); los curanderos Paco y Lola, de Petrel (Alicante) (DA, pp. 30-32), siguen siendo los curanderos Paco y Lola, de Petrer (Alicante) (A, pp. 115-117); aquel amigo, Ramón, que recibía regalos de su familia canadiense o que acompañó a su detestado y agonizante padre en sus últimas noches de vida en el hospital (DA, p. 62-64) se corresponde ahora con el escritor Chusé Izuel, destinatario directo de este libro, que nunca osaría llamar novela (A, pp. 98-99 y 121-122); o el accidente casi nihilista que remataba aquélla (DA, p. 133) coincide en casi todo con la versión “real” que leemos ahora (A, p. 75). El suicidio, que en aquella ficción era un elemento más que contribuía a la sensación desasosegante y amarga de una infancia no precisamente feliz, se convierte en el protagonista de este puzzle crudo y en su principal interrogante. Si uno de los «Tonetti» se daba muerte entonces por un asunto de deudas (DA, p. 87), ahora se recuerda que «Uno de los hermanos Tonnetti, los payasos de circo de nuestra infancia, se suicidó. El payaso de la cara blanca. Ahorcado» (A, p. 84, y tal vez no sea insignificante esa variante casi imperceptible en el apellido). Además, un militar moría al disparársele «accidentalmente» una pistola mientras la limpiaba (DA, p. 113), y en Discothèque, la segunda y excesiva novela de Romeo (Anagrama, 2001), también hay mucha violencia y peligro amenazando sobre las sórdidas carreteras y locales por los que peregrinan sus personajes (y, sobre todo, en la constante evocación de la guerra de Ifni por parte de uno de los principales).
No soy yo quien tiene que pensar a qué género pertenece Amarillo (es una de las ventajas de la historia de la literatura sobre la teoría de la literatura —aunque la primera suele atender a la segunda más que al revés—), pero se puede defender que Romeo ha querido montar una narración con el menor contenido de ficción posible. «No quiero hacer una biografía» (p. 87), nos dice con insistencia, y hacia el final va más lejos al declarar que estamos ante un libro que trata de «la imposibilidad de escribir libros sobre la vida que sean reales» (p. 126, o en la contracubierta). Seguramente tiene razón (aunque habría que saber qué se entiende aquí por “real”), pero lo cierto es que este experimento le ha salido francamente vivo gracias a la estremecedora desnudez del estilo adoptado, que no admite ninguna cabriola retórica ni apenas concesiones poéticas, que no juega a ser literatura (y hay que insistir en que uno de los grandes enemigos de ésta es eso que se conoce como “lo literario”). Parece que Romeo ha querido hacer una modesta y honesta quest de su amigo suicida Izuel, un escritor muy cercano, con el que convivió íntimamente desde la niñez hasta los 24 años con los que decidió dejar este mundo, y ha de concluir que ni siquiera de alguien tan próximo se puede saber mucho y, por tanto, no se debe decir demasiado. Sólo se nos presentan los datos objetivos y los pocos documentos (sus reseñas o las reseñas y necrológicas que escribieron sobre él, fragmentos de las entrevistas que hizo, sus cuentos —publicados póstumamente como Todo sigue tranquilo en Ediciones Libertarias, 1994—, sus descarnadas cartas...), expuestos sin apenas intermediarios, y de los cuales (como, sobre todo, de los propios recuerdos, y prescindiendo casi completamente de testimonios ajenos) el narrador extrae algunas especulaciones o tentativas de explicación que no conducen a casi ninguna certeza. Todo desemboca más bien en más preguntas, que quedarán irremediablemente sin respuesta.
Una de ellas, la que más tortura al narrador, es la que quiere comprender «¿por qué desde hace años arrastro una terrible sensación de culpa por tu muerte?» (p. 127). Algunas páginas atrás se ha formulado la misma idea de un modo todavía más duro: «yo me siento como si fuera tu asesino» (p. 85), y todavía antes: «Tu muerte fue una bendición para mí: no habría vuelto a escribir si tú hubieras seguido vivo. No paro de pensar que tu muerte es un siniestro crimen perfecto con un único beneficiario: yo» (p. 64). Ya el protagonista de Dibujos animados pensaba que «El pasado es un tiempo en el que yo era culpable» (DA, p. 23, lo cual, a su vez, se complementa con el recuerdo de Coetzee de la infancia como «un tiempo en el que se aprieta los dientes y se aguanta» —Infancia, Mondadori, 2003, p. 19—) y en la p. 44 de Amarillo Félix Romeo confiesa que en algún momento su intención fue la de «ser un detective que trata de averiguar algo sobre sí mismo a través de otro». ¿Qué es este libro, entonces? ¿Una carta abierta que busca una expiación? ¿Un desahogo? ¿Un homenaje a un amigo que mereció mejor suerte? Tal vez sólo el boceto resignado pero eficaz y vibrante de un libro que nunca existirá porque no puede existir: el libro que explicaría por qué sucedió lo que sucedió, y qué significó o implicó exactamente en la vida de Félix Romeo (y en este caso no hay que escribir “Félix Romeo”, entrecomillando al autor que se entromete con su nombre en su propio texto, como hacen los cervantistas con “Cervantes” o como hay que hacer, por ejemplo, con ese desenfocado “Javier Cercas” que protagoniza y narra Soldados de Salamina: Amarillo no es “autoficción”, no es un “relato real”, y este Félix Romeo no es un trasunto literario sino un hombre que habla en segunda persona a un amigo muerto para ajustar cuentas no tanto con éste sino consigo mismo. Pero Chusé Izuel no va a poder escucharle y Romeo necesita ser escuchado, así que nos invita a todos nosotros a compartir sus confidencias).
«Cada vez estoy más convencido de que el acto de escribir, el verdadero y único acto de escribir, consiste en echar toda la puta mierda que llevas dentro. [...] Y lo mismo en cualquier otra actividad. O te sale de las tripas o no vale una mierda. No sirve para nada intentar encontrar algo; o lo tienes o no lo tienes. Sin más», escribió Izuel en una carta a Romeo cuando éste vivía en la Residencia de Estudiantes (inmediatamente antes de vivir juntos en Barcelona, en el piso desde el que Izuel se lanzó hacia la desaparición, y algunos años antes de que Romeo pasara por la zaragozana cárcel de Torrero por negarse a participar de esa cloaca llamada ejército). En esas líneas (reproducidas en p. 133), aparte de comprobar el nervio, la tensión y la verdad de su notable y apasionada escritura (y al margen de que estemos o no de acuerdo con lo que la cita dice), se expone una opinión que podría contribuir a explicar la existencia de Amarillo, su necesidad. Y también hay algo de Romeo en el tercer protagonista del libro, el pintor Bizén (a quien se dirige la dedicatoria), del que se dice que «no hay diferencia entre cocinar y pintar, todo para él forma parte de lo mismo: una manera de ordenar el mundo» (p. 112). En cierto sentido, de todo escritor se podría decir algo parecido, pues escribir es elegir y ordenar los materiales, tratar de poner las cosas en su sitio y obtener alguna información, algún apoyo, alguna verdad. Palabras que nos salven. Un mundo que no duela.
Ha habido que esperar algunos años para leer un nuevo libro de Félix Romeo, quien, sin embargo, no ha dejado de estar muy presente y activo como traductor, prologuista, articulista y crítico en el suplemento literario de ABC, Heraldo de Aragón, Revista de Libros de la Fundación Caja Madrid o Letras Libres. Ahora esta preciosa edición de Plot, con ilustración de Pepe Cerdá en las cubiertas y pulcramente limpia de erratas, viene a remediar esa ausencia, ese vacío, ese silencio... reflexionando sobre cierta ausencia, cierto vacío, cierto silencio. Intentando explicar lo que se sabe inexplicable, sin esperanza pero sin claudicación, exponiendo todas las piezas de una historia no fragmentaria sino rota, braceando en el aire para no caer del todo.

viernes, enero 25, 2008

El cuaderno rojo, Benjamin Constant

Trad. Manuel Arranz. Periférica, Cáceres, 2007. 136 pp. 13,50 €

Ana Gorría

De la posibilidad de deslindar lo actual de lo contemporáneo nos hablaba Marina Tsvietaieva en el magnífico ensayo que sobre la creación representa El poeta y el tiempo. Lo actual como la influencia de los peores sobre los peores, lo contemporáneo como la influencia de los mejores sobre los mejores. Ante este silogismo, puesto al servicio de la comprensión de la poética de Hölderlin, podríamos pensar que la historia de las influencias —angustias incluidas— es una historia que con mucho rebasa los márgenes de los manuales de literatura, de historia de las ideas y que se ciñe exclusivamente al disfrute de la experiencia de la lectura de un autor en concreto que viene a converger con nosotros en ese mundo único que supone el acto de leer.
El libro de Benjamin Constant es un libro inequívocamente contemporáneo. Un mejor que debería influirnos a todos y que Todorov, Perec y Calvino celebraron con entusiasmo. Su tono, la temperatura moral que lo anima tiene mucho que ver con el espíritu de road-movie que puebla nuestras pantallas. Sólo que es una road-movie a caballo y por el corazón de una Europa que empezaba, por primera vez, a sacudirse los harapos del absolutismo.
El Cuaderno rojo, tal y como nos advierte su traductor Manuel Arranz en el prólogo, no debería llamarse así: «Constant, sin embargo, había puesto un título clásico a su manuscrito: Ma vie. Pero puesto que ni lo publicó en vida, pues al parecer pensaba continuarlo o utilizarlo para otros fines (y en cualquier caso lo abandonó, reclamado tal vez por sus obras políticas o, sencillamente, cansado de él), la baronesa Charlotte de Constant, a quien fue a parar finalmente el manuscrito, y a la que debemos la primera edición del mismo en fecha tan tardía como 1907, prefirió el título, sin duda más enigmático y atractivo, de El cuaderno rojo
El motivo del libro son los veinte primeros años de la vida de Benjamin Constant. Su principal atractivo un sobresaliente sentido del humor que va parejo a una personalidad artística incuestionable. Desde sus primeros preceptores hasta el duelo que no llega a suceder de la parada del viaje a Brunswick con el propósito de ingresar en la corte del Duque de esta región, el autor —y no olvidemos que el final de su vida le acaeció en el momento en que desarrollaba la labor de presidente del Consejo de Estado— nos da cuenta de la sucesión de hechos disparatados que le acontecen y de su formación, tanto sentimental como intelectual: la sucesión de distintos preceptores, cada cual más cuestionable —intelectual y moralmente—, la diversidad de escenarios, los flirteos –correspondidos y no correspondidos-, algún que otro —frustrado y ridículo, por aparatoso— intento de suicidio y las numerosas deudas de juego que le obligaban a hacer uso de su linaje con el fin de poder saldarlas.
Tal vez, el tema capital de este libro sea la libertad, motivo que preocupó al autor y que - inmerso en los procesos revolucionarios y crítico con ellos después —fue uno de los temas fundamentales de su gran labor politológica y constitucionalista cuya actividad se ha equiparado a la magna obra de Sieyes con documentos como la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos. La libertad de movimiento, de escenarios— y recordemos que la contraportada del libro llama la atención sobre los viajes que el autor realizó por buena parte del mundo “civilizado” para la mente de un hombre de mediados del siglo XVIII.
Y tanto la libertad como la despreocupación son la única forma que tiene este personaje que inunda con su vitalidad todas las páginas del libro de huir de la soledad y del aburrimiento, un aburrimiento que hace de Constant casi –mutatis mutandis- un héroe posmoderno: «No me preocupaba para nada el dinero, pues de mis quince luises empleé dos, rápidamente, en comprar dos perros y un mono. Me llevé a mi alojamiento estas hermosas compras. Pero me peleé enseguida con el mono» o «Mientras tanto, continuaba viviendo en Londres, cenando frugalmente, yendo de cuando en cuando a algún espectáculo, e incluso a alguna casa de citas, gastando de ese modo el dinero de mi viaje, no haciendo nada, aburriéndome algunas veces, otras preocupándome por mi padre y haciéndome graves reproches, pero a pesar de todo ello con un indecible sentimiento de bienestar por mi completa libertad.» Una libertad fundada en la ausencia de programa: «En general, lo que más me ha ayudado en mi vida a tomar decisiones absurdas, supuestamente dictadas por un temperamento decidido, era precisamente la ausencia completa de esa capacidad de decisión y el presentimiento que siempre he tenido de que hiciese lo que hiciese nunca era irrevocable.»
El personaje, el protagonista, es un adolescente, una persona en formación. Las memorias de juventud —y no olvidemos que Tolstoi escribe las suyas con diecisiete años— aunque miradas desde la distancia que da la madurez dan buena cuenta de ese mundo inconexo, absurdo que resulta ser el mundo de los adultos, el de un en declive sentimiento del honor, el de las convenciones, el de las obligaciones y el de los acicates de la responsabilidad.
Uno de los párrafos más maravillosos de este mundo que empieza a descubrir el adolescente que se pasea por salones y flirtea casi como un ejercicio estético es aquel en el que, requerido por la madre de su pretendida, ha de hacer una confesión ante el amante de la que hubiera podido ser su suegra, de sus intenciones respecto a las visitas a esa casa: «Pero yo veía el asunto desde otro punto de vista, me veía arrastrado ante un extranjero para confesarle que era un amante desgraciado, un hombre rechazado por la madre y por la hija. Mi amor propio herido me precipitó en un auténtico delirio Por casualidad, tenía aquel día en mi bolsillo un frasquito de opio que llevaba conmigo desde hacia algún tiempo (…) Empecé a decir que quería matarme, y a fuerza de decirlo llegué casi a creérmelo yo mismo, a pesar de que en el fondo no tuviese ninguna gana de ello (…) No ha sido la única vez en mi vida que, después de un acto grandioso, me ha fastidiado de repente la solemnidad que habría sido necesaria para mantenerlo, y por puro aburrimiento he deshecho mi propia obra».
Son interesantes también las intervenciones del narrador, que desde el conocimiento de la historia, interviene para valorar los sucesos históricos que median entre la juventud de la autor y la fecha de redacción del texto como en la alusión a esa crisis de la sociedad estamental encarnada en la persona de John Wilde, la referencia a la revolución francesa a través del destino de Madame Johannot o la reflexión acerca de la monarquía parlamentaria inglesa, motivo que siempre abundó en su proyecto constitucionalista: «Inglaterra es por una parte, un país en el que todos los derechos están garantizados y, por otra, las diferencias de rango están muy respetadas, de manera que viajaba casi gratis.» También está presente el politólogo y estadista, casi encubierta en la siguiente apreciación referida a su padre: «Ni él ni yo sabíamos entonces que casi todos los viejos gobiernos son blandos porque son viejos, y todos los nuevos gobiernos duros porque son nuevos», apreciación que coincide con las líneas generales del pensamiento que anima su ensayo sobre la libertad en los antiguos y en los modernos, tesis de la que posteriormente partiría Isaiah Berlin.
Al margen del peso y de la revelancia del autor en la historia de las ideas El cuaderno rojo es un libro fabuloso, lleno de peripecias de alguien que, como nos recuerda el autor, amó tanto la vida que no le dio valor en ningún momento a la posibilidad de perderla. Un magnífico legado literario que como dice Calvino a todos nos hubiera gustado vivir y escribir.

jueves, enero 24, 2008

El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince

Seix Barral, Barcelona, 2007. 280 pp. 18,50 €

Alejandro Luque

Como bien se dice en la contratapa de este volumen, el ejercicio de conjurar la figura del padre no es nueva en la literatura, ni en el arte en general. Y con el mismo acierto se citan los ejemplos de Kafka, Philip y Joseph Roth, Martin Amis, Kureishi o Naipaul. Lo que sucede es que casi siempre estos libros son, o bien francos ajustes de cuentas, o bien el padre aparece como una obra inacabada, frustrada, cuya prolongación natural —el hijo— habrá de corregir y completar. Pocas veces, sin embargo, asistimos a una declaración de amor tan a pecho descubierto como la que nos ocupa.
Héctor Abad es un escritor colombiano que no tuvo un aterrizaje demasiado feliz en España. Un crítico influyente, y para colmo de los que no se caracterizan por ser demasiado despiadados, se ensañó de un modo extraño con la primera de sus novelas que vio la luz en nuestro país. Sin embargo, ha ido cimentando una obra rica y valiosa que con El olvido que seremos alcanza una turbadora cima de intensidad y valor testimonial.
Comenzamos mirando a través de los ojos del niño Héctor, poseído por un feroz complejo de Electra, adorador sin reservas de su padre, el especialista en medicina preventiva Héctor Abad Gómez. El autor no pierde ocasión de recalcar una y otra vez el amor sin límites que profesa hacia su progenitor, lo cual a priori puede amenazar con el cansancio del lector. Pero, de un modo casi inadvertido, el relato va trazando un dibujo minucioso de la vida cotidiana de toda su familia —con episodios trágicos, como la pérdida de una hermana—, para proyectarse formidablemente en un fresco global del país y la época.
Lo que parece confesión privada se ensancha página a página para explicarnos el intrincadísimo desarrollo político y social de Colombia. Muchas de las claves del desastre que ha sufrido esta nación latinoamericana, desangrada a manos del ejército, la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico y la delincuencia común, quedan al descubierto siguiendo el caso singular de un hombre íntegro que quiso combatir los polvos que traerían estos lodos, y cayó fulminado de un disparo fatal.
Buena parte de la literatura colombiana reciente ha cedido a la tentación de mitificar la violencia, de presentar lo que muchos califican como una guerra civil en una coyuntura casi épica. El libro de Abad Faciolince —a quien no cuesta imaginar sufriendo lo suyo en este reto a la sensibilidad y la memoria— despoja a los criminales de toda aura y los señala como lo que son. Y no sólo a quienes aprietan el gatillo, sino a todos aquellos que desde la Universidad, la Iglesia, los partidos políticos o los medios de comunicación quisieron, ya fuera por mantener sus privilegios o guiados por una mezquindad aún más tosca, sembrar la cizaña. No sé si será una ingenuidad por mi parte, pero quiero pensar que la buena acogida que este título borgiano está teniendo en España señala que algo vamos a aprender de los errores de nuestros hermanos del otro lado del océano.
Colombia no es el infierno que ofrecen los telediarios, y los optimistas aseguran que poco a poco, en la medida de lo posible, el aire allí se hace más respirable. El caso de la ciudad de los Abad, Medellín, que ha experimentado en los últimos tiempos un florecimiento emocionante, así lo confirma. El mero hecho de que un libro tan bello como este vea la luz y lleve una docena larga de ediciones vendidas es todo un síntoma de esperanza. Mientras un pueblo recuerde y escriba así de bien, y mientras haya un público masivo interesado en su mensaje, ni las balas ni los machetes podrán hacer nada contra él: todos estarán salvados.

miércoles, enero 23, 2008

Desorden moral, Margaret Atwood

Trad. Francisco Rodríguez de Lecea. Bruguera, Barcelona, 2007. 273 pp. 17 €

Leah Bonnín

Mucho ha llovido desde que la joven Margaret Atwood cargaba sus obras en el maletero del coche para venderlas de pueblo en pueblo hasta que, en vísperas de la edad sabia, es considerada firme candidata al Nobel de Literatura. No obstante, algo queda de aquella joven que se empeñaba en sacar el máximo partido del tiempo y el espacio convertidos en palabra, de sus ansias por descubrir el mundo en el desgranar de historias y poemas. Pues lo que todavía llama la atención en la literatura de la canadiense es la voluntad de enfrentarse a la página en blanco sin ideas preconcebidas ni lugares comunes, de considerar cada obra como una propuesta irrepetible. Así, después de haber navegado por la poesía y la novela, y en ésta, por temáticas intimistas barnizadas de circunstancias, el feminismo o la recreación de mitos bíblicos y hasta la reflexión bioética, presenta Desorden moral como una original recopilación de relatos.
Como Alice Munro en El amor de una mujer generosa, Margaret Atwood propone en Desorden moral una serie de relatos hilvanados por la recurrencia de personajes y, ocasionalmente, tramas y circunstancias, sin conformar por ello una novela. Aunque en ellos se da cuenta de distintos momentos de la vida de la narradora, o las narradoras, los relatos no configuran una cronología de acontecimientos sino de la memoria, pues giran en torno a algún hecho o personaje —sea una noticia en la radio, un disfraz u otro personaje— que han marcado sus biografías, en tanto susceptibles de ser recordados.
El volumen se inicia con “Malas noticias”, un relato en primera persona de una mujer mayor, ¿anciana?, cuya vida cotidiana, alterada por la noticia del asesinato de un líder, transcurre junto a su marido Tig, con el que compone un “nosotros” que celebra algo tan simple y extraordinario como el continuar vivos.
A este primer relato en que los personajes aparecen a vida pasada, le siguen “El arte de guisar y servir”, sobre una niña de once años dedicada a tejer la canastilla de su hermana a punto de nacer y aprender todo cuanto sea necesario para hacerse una buena ama de casa, hasta que, a los catorce se rebela y, tras recibir una bofetada de la madre, se siente liberada. Y otro sobre, posiblemente las mismas hermanas que recuerdan aquella fiesta de Halloween en que la mayor se disfrazó de jinete sin cabeza causando el temor irracional de la pequeña. Y “Mi última duquesa”, en el que la narradora evoca a la adolescente que fue y a Miss Bessie, la peculiar profesora de literatura que, por su indumentaria y forma de comportarse, recordaba a una mujer de otros tiempos y de cómo el obligado análisis de un poema acaba con una relación amorosa.
No es hasta “El otro lugar”, que actúa como bisagra, que vuelve a aparecer Tig con el que, cansada de los intentos de seducción de los maridos de sus amigas, la narradora empieza una vida familiar, más o menos estable hasta la aparición de Nell. A partir de “Desorden moral”, relato que da título al libro, el punto de vista de la narración se desliza de la primera mujer de Tig, el nombre de la cual no será desvelado hasta “Las identidades”, a Nell, la mujer con la que Tig tendrá una hija y comprará una granja. Antes de que en el último relato, “Los chicos del laboratorio”, la narradora repase el álbum de fotos familiar junto a su madre ciega.
Más que intimistas, las que componen Desorden moral son historias sobre una vida cotidiana que se eleva a la grandeza clásica de la literatura gracias a la maestría de Margaret Atwood. Una vez más.

martes, enero 22, 2008

Circular 07. Las afueras, Vicente Luis Mora

Berenice, Córdoba, 2007. 224 pp. 16 €

Inés Matute

Han pasado cuatro meses desde mi última intervención en La Tormenta. Aunque mis lecturas han sido diversas y numerosas, ninguna de ellas me pareció digna, por una u otra razón, de ser recomendada en este foro. Vicente Luis Mora, con su Circular 07. Las afueras ha conseguido despertar mi interés por la literatura de nueva hornada, por la escritura de retos, por el apunte que se lee por encima del hombro y se digiere en pildoritas, dejando, todas y cada una de ellas, un magnífico sabor de boca.
Por eso os recomiendo este libro.
En palabras del propio autor, Circular 07 es un intento de «novela total», un modo de escribir Madrid y Córdoba globalmente, dando voz a todas las calles, a todos los lenguajes, a todos los registros. La novela, «o lo que sea», como dice Mora de otros empeños igual de arriesgados, se nos presenta como un texto provisional que aumentará y crecerá en la próxima estación con nuevas anotaciones, fruto de la reflexión y la mirada atenta. Pero, ¿de qué trata Circular? El verdadero protagonista de la obra no tiene cara y tampoco es el autor, a la vez omnipresente y ausente, sino la estructura, un texto en el que se alternan los poemas —geografía sentimental, proyecto de extravíos— los e-mails, las llamadas telefónicas, las canciones, los pensamientos más sesudos, la descripción de lugares y edificios, la conversación entre amantes, la soledad del ojo que todo lo ve alzado sobre una maraña de calles, tanatorios, complejos hospitalarios, fábricas autoreplicantes, salas de arte, putiferios, tiendas y bares de todo tipo. En realidad, ¿qué sabemos nosotros de Madrid, de Córdoba? Sin duda, mucho más tras leer esta magnífica novela —«o lo que sea»— perfilada con mano firme y trazos minimalistas.
Las afueras no son la periferia de un centro conocido y reconocible, sino el centro de una tierra de nadie en la que todo tiene cabida, desde la marginalidad al paraíso. Nos encontramos pues ante una micrología que nos ayuda a comprender un mundo y una época, una forma de vivir, un estilo de enfrentarse al tiempo. La comedia humana elevada a la máxima potencia. No, lo nuevo aquí no es el tema, sino la forma, el medio expresivo, el lenguaje y el signo o, lo que es lo mismo, la manera de poner los ojos. El autor nos confiesa que, sólo con el paso de los meses, al distanciarse de su obra, ha comprendido su verdadero significado, lo que se oculta tras los matices, el proyecto general que abarcará nuevos títulos, como Circular 08. El centro y tal vez un Circular 09, que recorrerá una vez más el mapa de Madrid desde la estética del ciudadano-registrador acompañado por un lector-cómplice que viaja en el mismo vagón, destino incierto, inciertas las paradas. Está muy claro: la obra se expande, hacia fuera, hacia las afueras, como las ciudades.
Tal vez no sea este un libro que guste a todo el mundo —¿acaso existe tan mágico libro?— pero sí es una historia que sorprenderá a todos, que a nadie dejará indiferente. Con autores como Vicente Luis Mora, la novela de siglo XXI se cuestiona sus límites, su significado, su aportación no sólo a la literatura, sino a la filosofía y el arte. Merece la pena dedicarle vuestro tiempo, creedme.


«Quizá no haya otro modo de acercarse a la complejísima realidad que toda gran ciudad representa. Aparte de los dos centenares de fragmentos narrativos de que este libro se compone, la inserción de algunos poemas responde únicamente al consejo borgiano por el que debe ser el contenido el que elija la forma; de cualquier modo, su tema y carácter es coincidente con el del resto de los cuentos o fragmentos, y su noticia suele ser más narrativa que lírica. En última instancia, son como fuentes que alivian el tránsito de calles. Y, además, está Schlegel: “No puedo imaginar una novela sino como una mezcla de narraciones, cantos y otras formas dispersas”» (pp. 103-104).

lunes, enero 21, 2008

Entre el muro y el foso, Julio Martínez Mesanza

Pre-Textos, Valencia, 2007. 57 pp. 10 €

José Gutiérrez Román

Hace ya unos años que escuché por la radio a Julio Martínez Mesanza recitar algunos de los poemas (entonces inéditos) que iban a formar este poemario. Entre ellos estaba “San Petersburgo”, que me fascinó y que, como si una acertada estrategia de marketing se tratara, consiguió que esperase con ansia la publicación de este libro. Desde entonces he venido masticando los últimos versos de aquel poema («y recordaba que eras la dulzura/ el último verano que no vimos,/ cuando estabas encinta y a tus ojos/ yo era nadie y la nada, como siempre.»), que al igual que muchos otros versos de Mesanza tienen un aire casi de salmo. Esa es una de las cualidades principales de su poesía: la cuidada forma de unos endecasílabos blancos llenos de musicalidad en los que destaca su sobriedad en el uso del lenguaje, sin metáforas desmesuradas, imágenes rimbombantes ni expresiones ininteligibles. Entre el muro y el foso sigue también una línea unitaria con sus dos obras anteriores (Europa y Las trincheras) en cuanto al componente épico y a la carga moral que desfila por sus páginas. Pero quizá es en esta última entrega donde nos encontramos con una versión más lírica del autor («Estoy en la tristeza, que es un tiempo/ y un espacio y un alma devorada/ por otra alma fantasma que no ha sido.»).
El libro, que se encuentra dividido en cuatro partes, mantiene una constante en todas ellas: la desolación, esa sensación de soledad infinita que subyace en el poema que da título al libro y que podría ser casi la versión poética de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati («Entre el muro y el foso, largas noches. Negras noches de guardia junto a nadie.»). Porque en la poesía de Mesanza las torres, los puentes derribados y las trincheras son el espacio sobre el que se despliega su mundo literario, un mundo inmerso en esa belleza que conlleva en ocasiones la asunción de lo terrible, y una belleza tan frágil como el desamparo y la fragilidad del ser humano. Sin embargo, siendo un poemario que ahonda en la desolación, no regresa desolado el lector del paseo por sus páginas (al menos, no éste), sino más bien lúcido y con una mirada que le ayuda a observar conscientemente sus paisajes: los que le rodean y los que lleva dentro. Son éstos poemas de geografías que nos conducen por Rusia e Italia, pero también por los páramos y los desiertos que atraviesa nuestra existencia («Sólo sabes vivir en el desierto,/ y aun el desierto te parece, alma,/ sometido a la vida innecesaria.»).
La voz de Mesanza se entrega a un discurso en el que prima lo reflexivo y donde los poemas elegiacos no se fundan en el dramatismo, sino en una conciencia serena del dolor. Es el asombro del que mira en silencio algo que está más allá de sus ojos y, al mismo tiempo, en el punto más recóndito de su ser. Y eso se sabe nada más leer el primer poema del libro: «Pienso en todas las torres que no he visto/ (...) La hermosura del mundo desde ellas:/ la hermosura del mundo despoblado,/ y todo lo que fuimos, en la torre,/ seguro dentro de la oscura torre.» Y entonces es inevitable que uno piense en esos personajes vigía de la literatura y el cine que, desde su garita, alguna vez nos turbaron, porque quizá imaginaban estos mismos versos mientras oteaban su existencia.

viernes, enero 18, 2008

Fragmentos de una época. Una carta, Ilana Shmueli

Trad. Robert Caner Liese. Arcadia, Barcelona, 2007. 112 pp. 16 €

Ana Gorría

Podría ser un tratado de historia. O las memorias de una superviviente de la segunda guerra mundial. Tal vez, un pequeño ensayo biográfico sobre Celan. O una reflexión sobre geopolítica en la estela de La idea de Europa de George Steiner. Pero es una carta que surge, tal y como nos señala la propia autora en la introducción a este libro, de la intención de Ilana de brindarnos su experiencia de tú a tú: «Querido Rob, me solicita usted que escriba un breve ensayo sobre mi lugar de origen y sobre mi época. Su invitación me ayudará a recordar algunos episodios de mi vida y me servirá también como impulso para reflexionar nuevamente sobre ellos. Contar lo que me pide dirigiéndome directamente a usted me parece que es el modo más natural y adecuado de expresar lo que tengo que decir. Le ruego, pues, que acepte mi propuesta de presentarle mi escrito en forma de carta. Precisamente en este contexto necesito imaginar que hablo con una persona concreta y que es también una persona concreta la que va a escuchar mis palabras con atención».
Tomándonos a todos como interlocutores de su discurso, Ilana nos propone un paseo por su biografía desde el corazón de la vieja Europa. Desde una primera persona que evoluciona con el paso del tiempo, el ejercicio de su memoria va presentándonos el decurso de la historia, la irrupción de la(s) tragedia(s) en la vida cotidiana: «Mi bachillerato fue algo desordenado e insuficiente y fue interrumpido cuando tenía dieciséis años».
La autora reconoce que el propio lenguaje no está a la altura de los hechos que quiere relatar. Superada la posibilidad de la expresión ante la magnitud de la propia historia, la autora desea: «inventar una lengua»: «una voz muy personal capaz de reproducir la entera totalidad de variedades y contrastes, exigencias y contradicciones, rupturas y quiebras que componen mi historia». Como en Metafísica de los tubos, de Amélie Nothomb, la convivencia de diversas lenguas propias constituye una de las esencias de la búsqueda de la identidad: el alemán de los padres, el rumano de la escuela, el francés de la niñera, el yiddish del barrio judío y el hebreo de Israel se encuentran todos como base de las posibilidades expresivas de la autora y al mismo tiempo de propia limitación: «En más de una ocasión, el tan alabado poliglotismo me ha dejado sin palabras, me ha llevado simplemente a enmudecer. La ausencia de una identidad lingüística se ha convertido entonces en un estricto problema de identidad y me ha hecho preguntarme: ¿en qué lengua amo, blasfemo, rezo, sueño o me lamento? A menudo me siento desamparada e incómoda a causa de la falta de palabras».
Para introducirnos en su memoria y en su reflexión, la autora esquiva la linealidad: el presente se concilia con el pasado de forma que, a su lado, contemplamos su vida como si pasáramos con ella las páginas de un viejo álbum de fotos. De hecho, podemos encontrar imbricados en el hilo de la narración imágenes directamente asociadas a su experiencia como la casa natal, una foto de su hermana o la fotografía de la autora y su madre, de compras.
Un libro en el que en lo íntimo se incluye, inevitablemente, la historia que ha forjado la vida de su narradora; el primer capítulo está dedicado a su regreso a Czernowitz y la visita a la tumba de sus familiares: abuelos, hermana. De repente, surge la adolescencia con su telón de fondo de crisis, guerras y convulsiones políticas: desde la primera guerra mundial hasta la ocupación germano-rumana; la tragedia cotidiana con el suicidio de su mejor amiga y de su hermana.
Es en la época del gran exterminio nazi cuando la autora conoce a Celan y con el que forja una férrea amistad que se dilataría a través de contactos y epístolas hasta meses antes de su suicidio en una serie de tertulias literarias: «Con Paul Antschel leía poesía francesa: Villon, Rimbaud, Baudelaire, Verlaine y otros. También sus propios poemas eran objeto de discusión entre nosotros. (...) Paul y yo planeábamos en secreto un encuentro».
Con veinte años, y tras la ocupación de las tropas soviéticas de lo que hoy es Ucrania, Ilana y su familia se exilian a Palestina. Buena parte del relato viene dedicado a la asimilación de la autora al nuevo medio en el que se ve obligada a residir, desplazada e inadaptada. Desde el exilio, la autora sigue relacionándose con el autor de Amapola y memoria quien en palabras de Ilana: «cada palabra a la que Celan se entregaba tenía carácter de realidad. Cada verso que escribía era un trozo de vida». Su matrimonio y su formación como pedagoga musical concluyen el libro, para terminar con las siguientes palabras: «le agradezco su lectura y su atento escuchar».

jueves, enero 17, 2008

Solo con invitación: Dinero, Pablo García Casado

DVD, Barcelona, 2007. 60 pp. 8 €

Guillermo Ruiz Villagordo

En sus tres libros de poemas Pablo García Casado se ha mantenido fiel a sí mismo a la vez que ha ido evolucionando en una especie de extremismo de su pensamiento poético. El ser fiel a sí mismo consiste en seguir dirigiéndose a un lector cómplice que rellene los huecos entre sus palabras, llanas y de mensaje aparentemente inequívoco, y no a aquél más frecuente que se deja halagar por la sonoridad vacía de tópicas re-re-reformulaciones líricas sobre los temas divinos de siempre. Es para tantos y tantos lectores mal acostumbrados que sienten hace tiempo la comezón del hastío y la intuición de que la poesía tiene que ser algo más para quienes existen los poemas de Pablo. Aunque no me engaño: si no existiera ningún otro lector aparte de él mismo seguiría escribiendo así porque así es como su naturaleza se lo dicta.
Lo del extremismo viene a cuento de que si su escritura se viene caracterizando por una desnudez prodigiosa, una inaudita economía de medios que sin embargo la potencia sobremanera, semejante a la de Roger Wolfe o Raymond Carver (cuánto tiempo sin salir a escena este nombre en una crítica a una obra de Pablo...), después de este libro es difícil imaginar textos más desvalidos ornamentalmente hablando. La diferencia respecto a estos escritores o a cualquier otro estriba en esa negativa a orientar al lector en su lectura (que no encontramos en Wolfe, por ejemplo, por el tono airado y nihilista de sus versos). La duda de los lectores de Pablo (al menos ésa era mi duda) era en qué desembocaría ese desasirse de todos los elementos de la palabra poética. Y aquí está la respuesta: en el más puro poema en prosa.
Habrá quien después de leer Dinero piense que en este caso no puede hablarse propiamente de poema en prosa. En fin, a estas alturas resulta ridículo decirlo, pero lo cierto es que a fuerza de haber tantos posibles modelos no poseemos ninguno concreto sobre qué debe ser un poema en prosa, qué un relato, qué una novela (véase el caso emblemático de Clarice Lispector), así que poco importan esas inútiles categotizaciones. Lo esencial es que estos textos tienen su propia mecánica, más atenta a un tono reconocible por su cercanía. Para los que disfrutamos la obra anterior de Pablo el fraseo y el estilo es el mismo, la comunicación se establece de tú a tú y no de usted a usted, y ese despojamiento aún mayor que crea potentes imágenes nos conduce a gérmenes de narración, pequeñas escenas cotidianas aglutinadas en torno a ese tema central que a lo largo y ancho del mundo nos une en una extraña comunidad: el dinero.
Pablo tiene la teoría de que el dinero como tal no existe, que se trata solo de un concepto que maneja nuestras vidas, y que se manifiesta en otras cosas, en ocasiones de forma física como en los números de la cartilla del banco, pero también en lo que compramos, en lo que querríamos comprar, en el simple deseo de poseerlo, en el moldeado silencioso que hace de nuestra vida, en suma. Es por tanto (esto lo añado yo) el sustituto contemporáneo de dios, se le adora y está presente en cada una de nuestras acciones, queramos o no. Ante él todos somos personajes de una obra de teatro. Como los empleados y el jefe del díptico que abren el poemario, en el que asistimos con un leve escalofrío a un reajuste de plantilla contemplado desde ambas perspectivas. O el vendedor de enciclopedias que apenas llega a vislumbrar tras cada puerta el descanso sabatino del que no puede gozar. O aquel hombre al que vemos (y escojo este verbo a sabiendas) visitar cada domingo la nave del polígono donde atesora los muebles de lujo de los que no ha querido desprenderse, tras verse obligado a vender su piso y trasladarse a otro más pequeño. Alrededor atenazan el trabajo temporal que se espera aceptar únicamente hasta que salga algo mejor y esa frase tan escuchada, tan llena de esperanzas como el billete de lotería de Navidad: «¿No has pensado en prepararte unas oposiciones?».
Fuera de estas páginas es complicado encontrar en la literatura actual esta necesidad de fijarse en lo que de verdad importa en vez de en aspectos bien accesorios bien artificiales, de no proponer ninguna pose sino de expresarse con total naturalidad o más bien como si así fuese, con un discurso sencillo y accesible. Abundan, eso sí, los glosadores de miserias, que las enaltecen bajo el pretexto de combatirlas, pero no los observadores tranquilos y conscientes de su condición de hombre de la calle, de uno más y no de un elegido. Ésta es poesía que habla sin vanidad y dice humildemente lo que quiere decir, sin intentar engañar a nadie. Mientras otros continúan absortos en conceptos igual de abstractos como la belleza o el amor y los tratan como cuestiones exentas, ajenas a la vida en la tierra, Pablo es consciente de que el meollo del asunto está en otra parte, en lo que en el fondo nos influye en nuestra cotidianeidad. Pero no es cuestión de compromiso, sino de realidad pura y dura. Pura en el sentido de no constar de adornos inútiles y en el de presentarse sin rasgos individualizadores aunque sí concretos, no referentes a ninguna realidad particular y por ello a cualquiera. Dura por esa misma falta de aderezos acaramelantes y por poseer la misma intensidad que la angustia por la eterna hipoteca, el puesto de trabajo inestable, las relaciones familiares sostenidas con alfileres, el tiempo de libertad personal reducido al mínimo, tanto como para no perderlo en entretenimientos literarios que no interesan a nadie y no van a cambiar el mundo.
Porque, desengáñate, abre los ojos, «no es una ambigua sensación de angustia, es dinero».




Pablo García Casado: «Dinero no es un libro para concienciar al lector»


¿Tu gusto por reflejar la realidad pura y dura en el poema es producto de un lento convencimiento o más bien lo llevas en la sangre?
—Ambas cosas: es una cuestión estética e ideológica. Tanto que no imagino, hoy por hoy, haber escrito el libro de otra manera.

¿Qué supone en la tan socorrida discusión sobre el compromiso en la literatura?
Dinero no es un libro para concienciar al lector: se limita a describir situaciones, de la manera más objetiva posible. Me pone enfermo cuando un escritor se sube al púlpito a dar consignas morales.

¿Cómo explicas que el dinero sea el pilar invisible sobre el que levantamos nuestras vidas en la actualidad y sin embargo esté prácticamente ausente en las obras literarias, con contadas excepciones como La conquista del aire de Belén Gopegui?
—No lo sé. En narrativa sí es más frecuente, y la novela negra norteamericana es ejemplo de ello. Pero en poesía parece un elemento desagradable o al menos incómodo, aunque gente como Alberto Tesán o Antonio Rigo lo han tratado sin pudor alguno. Y con poemas brillantes. Quizá es que resulta poco elegante entre esta mayoritaria “poesía de baja intensidad”.

¿Por qué este cambio formal del poema en verso libre y sin puntuación al poema en prosa? ¿Qué es lo que implica, si es que implica algo?
—Es una forma que resulta eficaz para generar ese tono aparentemente neutro.

Como complemento a la publicación editorial se ha realizado un montaje de tu hermano Manuel con fotografías de Thomas Canet y versos tuyos (http://www.librodinero.com/). ¿Crees que se abren nuevas perspectivas para la poesía?
—Fue algo que surgió como trabajo colectivo de tres personas que comparten obsesiones comunes y las materializan cada uno en su campo. No sé si abren nuevos caminos a la poesía, pero sí permite otras miradas posibles.

miércoles, enero 16, 2008

Fiambres: la fascinante vida de los cadáveres, Mary Roach

Trad. Alex Gibert. Global Rhythm, Barcelona, 2007. 339 pp. 17,50 €.

Enrique Redel

La vida tiene dos extremos, entre los cuales gravita. Todos sabemos cómo comienza la existencia humana. Se publican sin parar libros sobre el tema, que analizan en detalle los nueve meses de gestación, los cuidados prematernales, cómo educar al nasciturus desde el útero materno, cómo convertir el traumático momento del parto en una experiencia trascendental; las televisiones pasan programas almibarados y pretendidamente científicos en los que perfectos fetitos virtuales creados por la BBC flotan angelicalmente en transparente y cálido líquido amniótico (el programa suele acabar invariablemente con un parto sanguinolento en extremo, y con la aparición o surgimiento o eclosión de un arrugado zurullo morado —todos fuimos así alguna vez—, algo que da mucho miedo, y que nos hace preguntarnos si es que no nos han estado tomando el pelo todo el rato); los quioscos de prensa se ven inundados de revistas en cuya portada mamás que han sido modelos de pasarela sostienen en su regazo a churumbeles regordetes con cara de mormones pequeñitos; una floreciente industria médica se ocupa del asunto, con médicos ginecólogos, matronas, parteras, conductores de ambulancia, celadores de instituciones hospitalarias, psicólogos clínicos, y eso sin contar la industria paralela de gitanos vendedores de ramos de flores, fabricantes de muñecos de peluche hipoalergénicos, editores de poppy-cards, ingenieros de mecanismos de sujeción automovilística y fabricantes de potitos transgénicos; todo ello arropado por un moderno culto popular a la maternidad, rayano en la histeria colectiva y revestido de toda clase de tabúes y falsas creencias. En suma, existe un mercado planetario (ríanse ustedes de la OPEP) que se construye en torno al primero de los trámites inevitables que uno tiene que cumplir: venir al mundo, nacer, convertirse en persona.
El otro extremo de la cuerda lo ocupa la muerte. Sí, la muerte. Aquello de lo que nadie habla nunca. No se publican revistas dedicadas al tema (aunque alguna de las revistas corporativas del ramo de las pompas fúnebres organiza todos los años un afamado concurso de «tanatocuentos»). Qué sé yo: «Muerto de Hoy«, o algo por el estilo. Tampoco existen pegatinas de esas de poner en el parabrisas del coche que digan «Precaución: Muerto a Bordo», con un ataúd pintado en ellas. De eso no se habla. Porque cuando uno muere, según nos han contado, ahí se acaba todo. Kaputt. Finito. Pues no. Cuando uno se muere, pasan muchas cosas. Siguen pasando muchas cosas. Cosas interesantes, importantes, que nos hablan de quiénes somos y de para qué hemos venido aquí, y de cómo podemos seguir siendo productivos después de muertos, o incluso de cómo contrarrestar el cambio climático cuando seamos cadáveres. De eso se ocupa este libro, apasionante en grado extremo, llamado Fiambres, y muy atinadamente subtitulado La fascinante vida de los cadáveres. Mary Roach, la autora, parece una mujer joven y sana. Para escribir este libro, Roach ha visitado los lugares donde van los cadáveres donados a la ciencia, ha investigado cómo nos descomponemos cuando ya llevamos un cierto tiempo muertos, y ha ido donde casi nadie va nunca: a los lugares donde los muertos sirven para que los futuros médicos aprendan a tratar a los vivos, y no nos seccionen la arteria que no es cuando nos operen de apendicitis, y nos busquen un problema. O a un restaurante chino (si se preguntan a qué me refiero, sigan leyendo).
El libro se mueve en registros que se debaten entre la didáctica, el retrato realista de un hecho que todos consideramos inevitable y un cierto recochineo que va bastante acorde con el tema. Como dice la autora: «La muerte es terrible, sí, pero no tiene por qué ser un tostón». Los epígrafes de los capítulos son impagables: «No hay cosa más triste que una cabeza desperdiciada. Prácticas de cirugía con cadáveres», se titula el primer capítulo. En él nos enteramos de lo que hacen con uno cuando decide dejar su cuerpo a la medicina (con qué te cortan la cabeza antes de dársela a un estudiante, cómo aprovechan hasta la más insignificante parte de tu anatomía, y cosas así), y se hace un breve (y apasionante) recorrido por la historia de la negligencia médica, con sus petimetres decimonónicos practicando operaciones a carne viva y sin anestesia en pabellones repletos de espectadores (esos “teatros” de operación de que habla la autora: «en los que había mucho que aprender, y las meteduras de pata eran moneda corriente. A los pacientes quirúrgicos a menudo se les vendaban los ojos, y siempre se les ataba a la mesa para evitar que se retorcieran, se estremecieran o simplemente saltaran de la mesa y se dieran a la fuga». Interesante). En el capítulo titulado «Muerto al volante: el escalofriante estudio de la resistencia corporal al impacto en las pruebas de choque con cadáveres», encontramos a nuestro viejo amigo “Dummy”, en la forma de cadáver voluntario vestido con chándal, y amarrado a un asiento de un coche, estampado a doscientos por hora contra una columna de hormigón armado. Dummy nos ayudará a comprender cómo se producen los neumotórax por impacto lateral, lo que nos servirá para introducir de modo más correcto los airbag laterales.
Hay capítulos que uno desearía no haber leído. Como el titulado «La vida después de la muerte. La descomposición corporal y los modos de contrarrestarla». En él se nos cuenta qué nos va a pasar a todos (a absolutamente todos) mientras nos pudrimos. Algo nada agradable. Y bastante asqueroso: «Los muertos, al menos los que no están embalsamados, básicamente se deshacen: se derriten, se pliegan sobre sí mismos, acaban por filtrarse al suelo». No sigo, porque hay niños leyendo. Pero la cosa va a más: cerebros licuados, pulmones hechos sopa de pollo y una enorme profusión de bichos, gusanos y escarabajos necrófilos.
Otro de mis capítulos preferidos (por su interés antropológico) es el titulado «Cómeme: el canibalismo medicinal y el caso de los raviolis chinos hechos de carne humana». Quizás la patronal americana de restaurantes chinos haya nombrado a Mary Roach persona non grata, después de leer este capítulo. Puede que la próxima vez que llame al coreano de la esquina para pedir un Chicken Chow-Mein, la manden a freír espárragos. Pero tampoco hay que exagerar. Porque lo que Roach cuenta es tremendamente interesante: una historia del canibalismo, de la costumbre de comer seres humanos, y de cómo cocinarlo para que tenga efectos medicinales. Así, oímos hablar del «hombre melificado»: ancianos que, viendo que se acerca su hora, comienzan a comer sólo miel, hasta que sólo excretan miel, y entonces mueren. Esos ancianos, convenientemente macerados durante cien años en miel, se convierten en medicina para dolencias como roturas o heridas en brazos y piernas. O de los volúmenes médicos del siglo XVII, que recomendaban la Mantequilla de Mujer o la Grasa de Pobre Pecador. «Los boticarios de la Edad Media ya vendían sangre menstrual como Zenit de Doncella, y la aderezaban con agua de rosas».
Fiambres es un portentoso libro de divulgación científica hecho para disfrutar aprendiendo. Un libro recomendable para todos aquellos que quieran adentrarse en la verdadera historia de la medicina, que es también la historia de la muerte y la historia del ser humano. Además, el libro es un prodigioso compendio de microcuriosidades divertidísimas, de pequeñas historias apasionantes sobre cómo los hombres hemos ido afrontando, a lo largo de nuestra existencia, ese hecho insoslayable que es morir.

martes, enero 15, 2008

Gritar, Ricardo Menéndez Salmón

Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 119 pp. 15,60 €

Alba González Sanz

Los relatos de Menéndez Salmón son una ocasión para la sorpresa, el disfrute y la envidia poco sana. Sorpresa con una prosa que cada vez más se va afinando y afianzando en nuestras letras, capaz de contar lo inverosímil y lo cotidiano con la misma elegancia, con idéntica destreza. Disfrute ante un conjunto de relatos que uno como lector paladea con gusto, dejándose mecer por los ritmos y acentos de cada uno. Envidia poco sana por un escritor que no sólo sabe contar historias, sino que además lo hace con plena conciencia de la voz y sus efectos.
En 2005 se publicó en la asturiana Trea Los caballos azules, otro conjunto de historias breves titulado con un cuento homónimo que obtuvo el Juan Rulfo. Algunos años y una novela como La ofensa han pasado desde entonces y las cosas han cambiado bastante. Nos encontramos ahora con nueve relatos en los que su autor ha depurado las palabras que emplea sin abandonar la precisión que le lleva a revivir para cada cosa su concepto correcto (eso que la crítica ha juzgado de barroquismo sin atinar del todo para La ofensa, aunque sea la vaga idea que una lectura poco atenta atribuya a su producción anterior).
El lector se pone frente a nueve historias que desasosiegan, que inquieren directamente a nuestros más íntimos temores y anhelos. Desafían a la memoria y a la lógica porque su autor, aunque de formación filósofo, no se cierra en banda a lo irracional y en la vida cotidiana cabe la imagen que abre el primer relato, “La vida en llamas”: un hombre quemándose a lo bonzo que en absoluto silencio cruza el jardín y la tarde apacible de un matrimonio que ya no se ama.
El propio autor presentando el libro habló de los relatos que él consideraba “íntimos” y es verdad que la mitad de ellos tienen por personajes a parejas que se quieren o no tanto, que se necesitan. Parejas que pueblan un espacio concreto como es una casa, o una habitación de hotel o un cuadro. Otros se mueven en esferas externas, de una manera más presente en un ámbito histórico, frente a los anteriores que suspenden el mundo exterior ante todas las aristas de la vida en pareja.
Creo que hay relatos francamente excepcionales en esta selección, relatos que te dejan en suspenso durante un tiempo indefinido una vez lees su última palabra. “Gritar” es uno de ellos. En el mundo de Balboa la comunicación con palabras ha dejado de surtir efecto, está viciada de todas las convenciones y restricciones que los adultos nos vamos imponiendo conforme abandonamos la niñez. Así que pronto descubre el placer original de desfogarse gritando en una sala especialmente acondicionada para ello. El placer de gritar a otra persona, de volver a la expresión primigenia por medio de sonidos inarticulados que parecen codificar mucho mejor el mundo.
Mi favorito es sin embargo “El placer de los extraños”. El narrador y su compañero Olsen trabajan en una universidad, marco externo de un relato que, con ese título, tiene su peripecia central en la sala de embarque de un aeropuerto. Ningún lugar es más adecuado que este para que la casualidad siente a dos personas en butacas próximas y una de ellas decida pasar por encima de la indiferencia de la otra y contarle historias extrañas sobre la verdadera muerte de Hitler o la doble vida de Gorbachov como agente del Pentágono. Ningún espacio más aséptico y extraño a nuestro entorno habitual, propicio para que prendan mejor las palabras o las actitudes. Propicio para el crimen, para la más educada locura.
“Las noches de la condesa Bruni” cuenta la deliciosa historia de una mujer que vive cada día una vida y la huella indeleble de su particular naturaleza en los recuerdos de un escritor de éxito. “El terror” da de lleno en la angustia del desvelo por una llamada telefónica equivocada pero con un mensaje que podría ser para uno, que despierta todas las alarmas ante la palabra fragilidad. Y en “Los ancestros” despliega Menéndez Salmón una historia fascinante en torno a un pintor flamenco, su descendiente y la extraña presencia de un cuadro que como todo objeto antiguo y apreciado alberga más secretos de los que la cordura está dispuesta a aceptar. Hasta que un día esos secretos llaman a la puerta.
De los relatos íntimos, quizá el mejor no sea el primero o “Hablemos de Joyce si quiere”, historias de desdoblamiento, de compensaciones de opuestos en un mundo azaroso cuyas resoluciones son más esperables de lo que el relato ha ido preparando, de lo que la calidad de la narración pide. El mejor resuelto de todos es para mi gusto “A nuestros amores”, la historia de un hombre que regresa a la ciudad en la que estuvo enamorado, pero lo hace con otra mujer aparentemente alejada del recuerdo sublime que con el retorno envuelve al protagonista. Con la sencillez de una única pregunta que pasará por no formulada —lo mismo que su respuesta— porque se produce en la noche, durante el sueño, se nos hacen presentes los huecos de pequeñas modificaciones que uno le hace a su historia para poder encajarla con la de otro. Para poder vivir, para poder amar.
Leemos a Ricardo Menéndez Salmón y encontramos que sí se puede contar a una pareja en nuestro idioma sin estar tiranizado por Carver, pero rindiéndole el consabido respeto que se tiene a los viejos y buenos maestros. Sí se puede incluir lo maravilloso en la urbanidad ordenada de nuestras vidas sin forzar ningún pacto de ficción, bordeando con estilo el mero juego. Dos sobre nueve relatos no están resueltos como sinceramente creo que el propio autor debería haberlo hecho según el nivel de los mismos. Los otros siete, incluido ese “Para una historia privada de la literatura” que emplea el nombre de Kafka pero habita el espacio como si de un edificio diseñado por Cortázar se tratara, son verdaderas piezas magistrales de lo que ha de ser el relato, de lo que es contar historias.

lunes, enero 14, 2008

Motivos para matar, Gianni Biondillo

Trad. Cristina Zelich. Tropismos, Salamanca, 2007. 314 pp. 18 €

Miguel Baquero

Quarto Oggiaro es un barrio popular de Milán, la ciudad de la moda, la capital de la elegancia en el vestir, las marcas caras, los trajes de corte innovador, los zapatos resplandecientes que crujen al andar. En las galerías Vittorio Emanuele y en la Via della Espiga, Milán «se convierte en una inmensa pasarela por la que desfilan las muchachas, a cual más hermosa» y las dependientas de las tiendas de lujo se transmutan en «vestales que irradian a la gente, sólo con su presencia, la imperiosa y urgente necesidad de comprar algo de inmediato».
«La mejor idea que jamás se le había ocurrido a Ferraro en su vida era la de realizar una guía de las dependientas milanesas, con direcciones, puntuación, corazoncitos, virtudes y defectos. Con una puesta al día bianual».
En las afueras de este Milán fashion se extiende el barrio de Quarto Oggiaro, un barrio humilde donde los obreros, emigrantes y otra gente de menesteroso vivir se agrupa en torno a patios de vecindad...
«El patio parecía un pozo alquitranado. Alrededor, levantándose en vertical, las paredes de los edificios proyectaban sombras negrísimas. Doscientas familias vivían en aquel macroinmueble. A una media de cuatro o cinco personas por piso... un pueblo. Un pueblo entero en torno a aquel agujero negro».
En Quarto Oggiaro se confunden las diversas lenguas de la gente emigrante (en especial marroquíes y albaneses) y los distintos dialectos del italiano (siciliano, milanés...) que chamullan los habitantes del barrio, en especial durante las calurosas noches de verano, en que los vecinos, en vieja e incivilizada estampa, sacan las sillas al patio para respirar un poco de aire fresco.
«Todos colocan su silla fuera, alguno fuma, otros chupan un polo, el griterío se convierte en amenaza, insulto grueso...»
El inspector de policía Ferraro, defensor urbano, es uno de los encargados de mantener la ley en este barrio tumultuoso. Y, pese a lo que pueda parecer, la cosa va en serio: en el barrio se suceden crímenes, a veces grandes como un asesinato o el tráfico de todo tipo de mercancías y a todo tipo de escalas, a veces pequeños como el acuchillamiento de un perro o el robo de una manzana, y Ferraro es el encargado de solucionarlos. Para ello, hace uso de un recurso clásico en las novelas detectivescas, como es la intuición, el instinto, el olfato que tanto ha ayudado a la detectivesca a lo largo de su historia. Sólo que en Ferraro dicho instinto es confuso, como la ley, como el barrio, como Milán, como la vida misma, y es capaz de encadenar pálpitos gloriosos con meteduras de pata espectaculares.
El inspector Ferraro de Motivos para matar es, quizás, el último grado en el perfil del detective clásico de las novelas policíacas: estamos ante un individuo que, sin caer en la broma o en la caricatura (aunque muchas veces el relato lo bordee), incurre sin embargo en el error, en el despiste, en la torpeza. Es el sabueso típico con un toque de humanidad, lo cual es muy de agradecer y, en gran manera, favorece al relato, pues el lector avanza a lo largo de las páginas sin saber muy bien si, finalmente, el problema se acabará solucionando, si no quedará al final algún cabo suelto que desbaratará toda la investigación, o hará posible que escape el malo, o dejará el crimen sin castigo. Como tantas veces, en fin, ocurre en la vida misma.
Motivos para matar es la primera novela de Gianni Biondillo (Italia, 1966) y se trata, desde luego, de un comienzo muy prometedor. Además de la inteligente concepción del detective y del sabroso uso que hace del casticismo, el estilo de Biondillo es fresco y joven, parece fluir sin esfuerzo, sobre todo cuando describe, con un cierto punto cínico, Milán y sus distintos ambientes. Junto con ello, el resto de personajes son originales, la trama está muy bien construida, los diálogos rebosan espontaneidad y el conjunto no está atosigado por esa pretenciosidad propia de las novelas primerizas. En resumen, una lectura muy divertida y muy recomendable y un autor para descubrir.

viernes, enero 11, 2008

Diario de un mal año, J.M. Coetzee

Trad. Jordi Fibla. Mondadori, Barcelona, 2007. 240 pp. 18,90 €

José Morella

Hace unos años que pienso que J.M. Coetzee es el mejor escritor vivo que existe, pero me resulta difícil saber por qué me fascina tanto. Tras leer Diario de un mal año, diría que la razón es su capacidad de llevar al lector —al lector que se atreve, claro, al que acepta la invitación— al límite de sí mismo. De convertir la lectura en una experiencia radical sin necesitar grandes gestos ni aparente vistosidad. Después de leer una novela suya suele pasarme que ya no estoy en absoluto seguro de algunas cosas que, antes de leer, habría suscrito sin pensarlo. He recibido una ducha fría contra mis seguridades, contra mi autocomplacencia intelectual. Lo bueno es que, paradójicamente, la lectura no te hace una persona más insegura en la vida. Sólo más humilde, exigente y puntilloso a la hora de pensarla. Te hace, en definitiva, mejor.
Diario de un mal año es ya un libro peculiar a simple vista, porque cada página contiene tres textos distintos, a veces dos, que no se pueden leer consecutivamente. El lector tiene que pasar la página tres veces para leer cada uno de ellos. Eso al principio asusta un poco, pero enseguida te acostumbras. El primer texto es una colección de ensayos que llevaría el título de Opiniones contundentes, escritos por alguien idéntico a Coetzee: un célebre escritor sudafricano, bastante mayor, que vive en Australia. Así pues, gran parte de Diario de un mal año no tiene el aspecto de eso que normalmente llamamos novela. Sí lo tienen los otros dos textos: uno cuenta cómo el viejo escritor conoce a una mujer de treinta años que vive con su pareja en el mismo edificio, cómo la convence para que sea su secretaria y lo que sucede mientras ella trabaja para él. El tercer texto, finalmente, está escrito desde la perspectiva de la mujer, y explica las cosas que le ocurren a ella con Alan (su pareja), con el viejo escritor y con los ensayos que ella misma le transcribe a diario.
Esos ensayos justificarían por sí mismos, de largo, nuestra lectura. Ver la inteligencia de Coetzee desplegándose sobre cada cuestión con la sencillez con la que se desdobla una hoja de papel es impresionante. Los temas son variados: Guantánamo y Al Qaeda, la pedofilia, el maltrato a los animales, el colonialismo, la democracia, pero también otros aparentemente menos graves como el deporte o la música (impresionante lo que dice sobre Bach). Los argumentos son de verdad contundentes, y necesitan a un lector que acepte verse criticado, desnudo, que acepte su perfectibilidad. Y eso es difícil. Es difícil no ser orgulloso. Es difícil no sentirse mal cuando alguien nos explica el martirio de dolor físico por el que pasa un animal para acabar guisado en nuestra cocina y masticado en nuestra boca. Es difícil tragarse la idea, bastante peliaguda, que Coetzee tiene de nuestras democracias. Incluso cuando su secretaria le pide que escriba opiniones más “suaves” (eufemismo para “digeribles” o “soportables”) y el escritor habla del amor, la compasión o los niños, sus palabras pueden encender la ira de muchos lectores.
Pero, en el fondo, Diario de un mal año, más que opinar, quiere hablar sobre las condiciones de posibilidad de opinar. Sobre la censura, sobre lo que puede ser dicho o no. Cuando Coetzee habla de la pedofilia, por ejemplo, nos está diciendo que la prohibición de la pedofilia abarca también hablar de dicha prohibición. Una representación ficticia —simulada— de una relación con menores, ¿es delictiva? ¿Y si el actor o actriz que hace de menor es en realidad mayor, como en la Lolita de Kubrik? ¿Y si todos los actores son menores? Coetzee afirma que este tipo de preguntas están prohibidas (en Australia o Estados Unidos resulta más obvio) y levantan graves y siniestras sospechas sobre quien las hace. Nadie que no quiera ser acusado de pedófilo se atreve a hacerlas. Lo mismo ocurre con el terrorismo: Coetzee disecciona el discurso occidental sobre el tradicional héroe de guerra y nos explica las virguerías dialécticas que los países occidentales hacen para excluir de su propia definición de héroe a los suicidas musulmanes. No se trata de defender a pederastas o terroristas, sino de explicar que, hoy por hoy, no está permitido hablar de ellos con un léxico distinto al oficial. Cualquier sutileza dialéctica servirá para acusarte. Coetzee se rebela contra eso, y lo hace de un modo simple, socrático: haciendo preguntas. ¿Por qué yo o cualquier otra persona no vamos a poder preguntar lo que nos dé la gana?
Esto también lo ha explicado con ejemplos claros el filósofo Slavoj Žižek: supongamos que en un congreso de comunistas en la China de Mao un congresista se levantaba y hacía una ligera crítica a algún punto del discurso del camarada Mao (presente en la sala y siempre en silencio). Inmediatamente se levantaba otro camarada y le contestaba: ¿quién te piensas que eres? El camarada Mao es infalible y sus palabras no admiten crítica. Está prohibido criticarle. Según Žižek, el primer camarada sería silenciado y eliminado por la policía del régimen. Pero mucho antes, y con más razón, sería eliminado el segundo. Porque el segundo ha enunciado la prohibición de criticar a Mao, y eso es mucho más peligroso para un dictador que ser criticado. Enunciar una prohibición hace visible para todos la existencia de la prohibición. Una regla, para ser irrompible, debe ser no dicha, no escuchada. De ella no se habla. No existe.
De los terroristas, diría Coetzee, no se habla: son el mal, y punto. Del maltrato a los animales tampoco se habla. No existe, y punto. ¿La democracia? Es el sistema menos malo, no preguntes por sus defectos.
Otro ejemplo de Žižek, más cercano: ¿qué joven aspirante a profesor universitario conseguirá la plaza vacante? ¿Aquel que pregunta formalmente (ingenuamente) a la autoridad institucional cómo se consigue eso, o aquel que sabe cómo se consigue —qué extrañas cosas hay que hacer para conseguirlo— y jamás habla de ello? Hasta que un Coetzee de los becarios dé un golpe encima de la mesa, el segundo ganará siempre por goleada.
Para rizar el rizo, Coetzee enfrenta su propia inteligencia con la realidad externa, con la vida real, con los sentimientos. Su personaje es un viejo solitario, y necesita amor y compañía: se muestra a sí mismo humilde y falible con su secretaria, y nos ofrece una realista y entrañable historia llena de afectividad, sin caer nunca en lo ridículo o lo sensiblero. Pero el viejo escritor y Alan, el marido de la secretaria, no pueden sino entrar en guerra. Alan odia todo lo que el escritor representa, y cree en sus propias ideas sin permitirse, en ningún instante, dudar sobre ellas; la definición exacta de un fanático. Coetzee no está criticando aquí el neoliberalismo de Alan (aunque no le gusta, claro), solo está señalando la sensación que existe hoy en día de que cualquier alternativa al neoliberalismo no puede pisar fuerte sin ser acusada de fanatismo, mientras parece que, para un neoliberal, ser fanático (no dudar jamás, pase lo que pase) no esté mal visto. El neoliberalismo intenta decidir qué puede ser dicho y qué no, y por eso extranjeriza al crítico, lo convierte en un inmigrante de las ideas, y le trata del mismo modo en que trata a los inmigrantes, tema, por cierto, de otra de las Opiniones contundentes. Alan grita su «muera la inteligencia», aunque por supuesto lo hace al modo de hoy: llevando la corrección política lo más cerca posible de un acto delictivo. No les decimos más para no estropearles la experiencia.