lunes, diciembre 31, 2007

Elegías a Dios y al Diablo, Samuel Solleiro

Trad. Xiana Solla Lagoa. Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 128 pp. 15,60 €

Elena Medel

Lucas, 15, 1-3, 11-32: la del hijo pródigo es mi parábola favorita, omnipresente en el manual de religión curso tras curso. Memoricé la generosa compasión del padre, el arrepentimiento del hijo que regresa... Jamás he ocultado que La Biblia es —al margen de inclinaciones o rectitudes de creencias; ¡Dios me libre!— una de mis obras preferidas, pues contiene alta —y muy variada— literatura: desde el más evidente “Cantar de los Cantares” al “Apocalipsis”, casi precursor del surrealismo, pasando por libros que contienen elementos más propios del thriller cinematográfico. Quizá por eso he disfrutado tanto leyendo Elegías a Dios y al Diablo, cuyo título no engaña: es irreverente desde la inteligencia, pero no desde la gratuidad, según dicta la costumbre. Y, pese a su fidelidad a una línea argumental sacrílega, se permite coquetear con otros temas.
Xerais publicó la ópera prima de Samuel Solleiro en 2001 y en su lengua original, el gallego; Elegías a Dios y al Diablo reúne trece textos que concebimos como parábolas. El comienzo es potentísimo, encadenando tres de los mejores relatos del conjunto: “Abundio Domínguez, pescador de hombres” —quizá el más ligado a los mitos católicos—, “Las caras de la luna” —una reflexión borgiana sobre la identidad— y “Vida (y otros milagros)”, escogido por Lengua de Trapo para la contraportada, y en el que Manolo Simal, dueño de una tienda de ultramarinos, encierra a Dios en un bote. Ya en la recta final, conviene prestar atención a “La pipa de papá” —lo infantil, casi naïf, se mantiene hasta el punto final—, con el diálogo entre el niño Santi y la pistola de su padre, y a “La trompeta afilada del segundo ángel”, un microcuento que consigue más que sorprender.
Antes leímos “Escalera hacia el cielo” —¿título en cómplice paráfrasis con el Highway to hell de AC/DC?—, que es, junto con la protagonizada por Simal, la otra gran Elegía: con un tono muy conseguido, que —desde el inicio, «los hechos sucedieron en nuestro pueblo», hasta el final, «así fue, y será siempre»— servidora imagina pronunciado desde el púlpito, Solleiro narra el bautismo del burro Popeye. En “Escalera hacia el cielo” convergen las dos características principales de Elegías a Dios y al Diablo: el humor al contar —la retranca, que supera la ironía y se mueve entre el absurdo e, incluso, la violencia— y la magia natural en lo contado. Porque la atmósfera de estas Elegías no es la del realismo mágico, aunque se le parezca: se trata del aura de un fantástico cotidiano, de la posibilidad de alimentarse de cadáveres frente a la indignación de los curas del pueblo —y con el apoyo del resto de vecinos—, de la abuela que confunde al nieto con el abuelo y que confiesa su ateísmo. Sucesos de todos los días, más o menos, creíbles porque Solleiro escribe —otro juego— como Dios.
Yo quisiera emparentar a Samuel Solleiro, por aquello de suscitar —de paso— el interés en sus obras, con autores coetáneos y también en lengua gallega como Cid Cabido o Mario Regueira, que se atreven con los márgenes, que experimentan y conciben el lenguaje como un elemento vivo. Si conocen la literatura gallega actual, me darán la razón; quienes no, disponen de una excusa para entonar estas Elegías a Dios y al Diablo, o para leer dz ou o libro do esperma, publicado por Xerais en 2006 —sin traducción al castellano— y más sólido aún.
Hasta aquí, Dios.
En cuanto al Diablo... Permitan que se presente.


viernes, diciembre 28, 2007

La vida privada de los árboles, Alejandro Zambra

Anagrama, Barcelona, 2007. 117 pp. 12 €

Andrés Neuman

En la nueva novela del escritor chileno Alejandro Zambra, como en él es costumbre, todo espera: el argumento, el personaje y la prosa. Godot nos enseñó que quienes son muy esperados jamás han venido. De esta certeza posmoderna (que en manos de otro podría ser una decepción) se nutre la pausa, la reflexión, la ambigüedad de La vida privada de los árboles. Julián cuida de su hijastra hasta que llegue la madre. Pero ella no llega. Y Julián no se mueve. Y, como no puede moverse, la voz narrativa vuela.
En este breve libro no ocurre nada y se nos cuenta mucho. Dicho de otro modo, todo lo que se narra es posible porque nada pasa y, mientras tanto, Julián espera. Acción cero, temblor cien. Casi todo es hipotético o imaginario. Sin la sutileza hipnótica de Zambra, un libro así sería inconcebible. Su inteligencia consiste en haber adaptado con extrema precisión su estilo indagatorio a sus relatos mínimos. Así son los mundos de Zambra: intimidades minuciosas y extrañadas. Algo frágil dentro de algo que parece sereno.
La historia de La vida privada… se sustenta en una pequeña y eficaz pirueta: describir una ausencia. En vez de contar lo que pasa, una sinuosa voz en off transmite lo que no, lo que quizá, lo anterior, lo posterior, tejiendo alrededor de un hueco que jamás se invade (ni, oportunamente, se resuelve). Casi todas las novelas cuentan lo que el tiempo ha hecho con sus autores. Las de Zambra, al contrario: las suyas cuentan lo que él hace con el tiempo. Sus demoras, retrocesos, augurios. El narrador se columpia entre la rememoración y la anticipación, causando una suspensión del presente, y el lector se debate entre la ansiedad por avanzar de una vez y la dulce droga de un limbo temporal. Zambra (y su lector) se toma el tiempo en taza.
Con este mecanismo era casi inevitable que algunas digresiones parezcan un tanto anecdóticas, dispersas o forzadas desde el ingenio para crear simetrías. Pero a la larga (o a la lenta) la poesía de Zambra siempre compensa. Su delicado asombro, su sobriedad melancólica, su elegante equilibrio entre artificio y emoción, hacen de él un autor tan particular como sugestivo. Sus poemas y novelas comparten un aire de familia: la misma perplejidad, la misma sencillez sofisticada, el mismo proceder en cadenas casuales que van ordenándose. Pero, ¿y la vida privada de Zambra? Ah, cierto. Eso no puede contarse.

jueves, diciembre 27, 2007

La nieve, Johanna Schopenhauer

Traducción, introducción y posfacio de Luis Fernando Moreno Claros. Periférica, Cáceres, 2007. 208 pp. 15 €

Ana Gorría

El argumento es mínimo y su lenguaje se adecua a los modelos de éxito de la época en la que se escribió. La nieve es una novela de época que participa de los lugares comunes y de los gustos de una sociedad que buscaba en cierto tipo de novelas como esta la posibilidad de ampliar su radio de experiencia —tanto vital como cultural—. No en vano la génesis de la novela se encuentra en la ruina de la propia autora, que como hiciera también Dostoievski en El jugador —pero con notable diferencia en los resultados— salda sus deudas y asegura su presente a través del negocio de la escritura.
En el fondo de esta novela se encuentra el conflicto entre individuo y sociedad, conflicto que se encuentra presente en la mayoría de las novelas románticas —sino en su totalidad— y la búsqueda de la felicidad, difícil de materializarse en el orden establecido que constriñe, inevitablemente, a los personajes de la novela.
Tal y como subraya Luis Fernando Moreno Claros, el autor tanto de la traducción como de la introducción y el posfacio, no hubo intenciones rupturistas a nivel ideológico en la obra de la madre de Schopenhauer: «Ahora bien, aunque las novelas y los relatos de Johanna trataban de pasiones desbordadas, nunca llegaba a mostrarse temeraria tentando las convenciones sociales a través de sus personajes. Y aunque los amores de sus heroínas eran de extraordinaria intensidad, jamás caían estas en comportamientos “inmorales”, todo quedaba en anhelo insatisfecho: sus Gabriele, Mathilde o Sidonia, al igual que la Marie de La nieve, renuncian a alcanzar la “felicidad absoluta” que podría depararles la consumación de su amor entregándose libremente a su marido, con tal de mantenerse fieles a la palabra empeñada en un matrimonio consagrado por la Iglesia, y ello a pesar de que semejante voto las ata a un marido, al que aborrecen, al que deben repetar, aunque no se entreguen a él ni en cuerpo ni en alma.»
Como Atala, Virginia, María, Corina o Margarita, Marie —aunque su protagonismo en la novela no aparezca desdibujado como en éstas— es el juguete de fuerzas ajenas a su voluntad y a su capacidad de decisión que determinan su destino.
La nieve, que sucede en un paisaje lejano —las grises tierras de Polonia y Curlandia (Letonia)—, nos presenta el conflicto de la joven Marie entre el amor a su marido y la pasión que le mueve el joven Viktor y —en consecuencia, y dado el carácter antagonista de ambos— la tensión entre lo rutinario y el deber frente a la belleza y el arte.
No se puede decir que un argumento así sea por su propia naturaleza maniqueo ya que sobre éste se han llevado a cabo novelas desde Anna Karénina hasta La Regenta, pasando por Madame Bovary. Sí es cierto que la naturaleza eminentemente circunstancial y dirigida a un lector específico, el de la época, condiciona en buena medida el tratamiento que se da en la novela a todos los niveles de representación —el efectismo sentimental se encuentra presente dentro de toda esta novela— desde el lenguaje en el que abundan los apóstrofes —que a día de hoy nos resultan ñoños: «¡Oh, Raimund!, ¡Oh, hermano mío! —exclamó Colestine con los ojos anegados en llanto mientras contemplaba los retratos y se los llevaba a los labios—». «Sí —añadió dirigiendo a los presentes miradas luminosas refulgentes por las lágrimas—, ¡sépanlo todos, que lo sepa el mundo entero! ¡Viktor era mi hermano, mi desdichado hermano¡ ¡Oh, durante cuanto tiempo y dolor lo lloré!»), hasta ciertos momentos del argumento.
Uno de los grandes valores en la narración es la capacidad de trasladarnos a ese espacio del imaginario romántico que soñaba con Italia, tal y como señala el responsable de la traducción: «En La nieve, Italia está presente por doquier; y su nombre, con las delicias que éste encierra, actúa como símbolo luminoso.» Un motivo, la educación sentimental a través de la visita a este país, que llegará hasta el siglo XX con narraciones como Una habitación con vistas de Forster.
La necesidad de conocer nuevos paisajes, el sentimiento de mundial ciudadanía, la posibilidad de ampliar la propia experiencia a través del hecho de la lectura fue un motivo que, hipostasiado en novelas como Julia o La nueva Eloísa, tal y como señala Luis Fernando Moreno Claros, hace que la novela no sólo dirija su mirada a Italia como espacio idílico sino que se traslade a la Europa de los Alpes como lugar de retiro.
Dentro de los grandes aciertos de la edición de este texto, que encuentra su legitimidad en que se reconoce a Johanna Schopenhauer como la primera escritora con nombre en la lengua alemana —aunque sea difícil poder superar la lectura arqueológica— es el del detallado estudio por parte de Moreno Claros —biógrafo de Arthur Schopenhauer y traductor de éste y otros autores como Nietzsche y Goethe— en el que se nos presenta tanto la biografía de Johanna Schopenhauer como una introducción a la eclosión de la novela romántica-sentimental, en el ámbito de transición del siglo XVIII al siglo XIX. Desde la atención a la vida literaria de Weimar —de la que Johanna supuso uno de los ejes neurálgicos más importantes a través de su salón literario—, a las difíciles relaciones entre Johanna y Arthur que derivaría en la absoluta incomunicación entre ambos dado el difícil carácter del genio, tal y como nos señala Moreno Claros a partir de una de las epístolas: «Todas tus buenas cualidades quedan ensombrecidas por tu superinteligencia y son, por tanto inservibles en el mundo, y ello sólo porque eres incapaz de dominar la manía de querer saberlo todo mejor que nadie, de encontrar faltas en todas partes menos en ti mismo, de pretender mejorarlo todo y ser maestro en todo. Con eso exasperas a las personas que te rodean, pues nadie quiere dejarse aleccionar e ilustrar de modo tan violento y menos por un ser tan insignificante como el que tú eres todavía.»
Tal vez, sólo sea cuestionable dentro del magnífico trabajo que nos presenta su traductor la expresión, un tic bastante habitual dentro de los estudios literarios, «corriente literaria de literatura escrita por mujeres», dado que es una fórmula que induce a pensar en la expresión literaria de la mujer como algo reductible a periodizaciones y a una única y exclusiva materialización. Basta remontarse a Safo, pasar por Amarilis e indagar un poco más allá del canon para constatar que este hecho no acaece en el romanticismo, aunque sí emerge el concepto de sisterhood en palabras de Susan Kirpatrick y unos nuevos condicionamientos sociológicos, fruto de las revoluciones liberales que extendieron los hábitos de lectura y en cierto modo, las características de creación —o de la producción— artística, —conceptos ambos que posiblemente se encuentren debajo de la expresión de Luis Fernando Moreno Claros.
En lo literario, La nieve estaba destinada a caducar por su propia naturaleza. No obstante, supone un interesante legado para comprender el desarrollo de la novela decimonónica y para aproximarse a las grandes directrices del pensamiento literario romántico, presentes todos en esta novela.

miércoles, diciembre 26, 2007

Crónicas del asfalto, Samuel Benchetrit

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2007. 162 pp. 15 €

Miguel Baquero

No conocía a Samuel Benchetrit y reconozco que mi primera impresión fue de desconfianza. Su colección de cuentos se llama Crónicas del asfalto, título manido y pretencioso donde los haya. Además, según se cuenta en la solapa, este Benchetrit abandonó la escuela a los quince años y empezó a ganarse la vida en oficios modestos, como fontanero o acomodador de cine, hasta que con veinte años publicó Recit d'un branleur (Relato de un inútil) que quería ser, o decía ser, «a la literatura lo que los Sex Pistols al rock». Horreur!, pensé, porque el de Benchetrit era el retrato típico del niñato que va por la vida de interesante, haciéndose el duro y el bohemio y perpetrando atentados contra la lógica y la gramática bajo la excusa de ser un marginal. Mon Dieu!, me dije, porque los cuentos de Benchetrit, conforme al envoltorio, tenían todo el aspecto de ser ese desparrame incontrolado y oligofrénico de noches del alcohol, sexo y bajos fondos que sólo interesa a los estúpidos como él que quieren darse pisto de modernos y rebeldes.
Pocas cosas hay, en fin, más repulsivas sobre la faz de la Tierra que un escritor que va de maldito.
Comenzada la lectura, pronto entendí que Benchetrit no era uno de estos “salvajes urbanos” al uso, sino que, pese a estar su obra ambientada en la periferia de una gran ciudad, en el horizonte de bloques urbanos y trabajo no especializado, en la guarida de las clases medias-bajas, no por ello se regodeaba en la exclusión, la mediocridad y la falta de oportunidades. En Crónicas del asfalto, al modo de una nueva 13 Rue del Percebe, se nos narra la vida en un bloque de viviendas; cada capítulo está dedicado a un piso determinado, cuando no al ascensor, al portal, al cuarto de basuras, a la explanada de tierra frente al edificio... Se trata de capítulos independientes por donde van asomando los diferentes vecinos de la comunidad, capítulos que al fin acaban por componer un todo, que no es otro que la recreación de la adolescencia del protagonista, el retrato de los tiempos en que vivía en aquella colmena y contemplaba todavía admirado las inútiles y pequeñas cosas de que se forma nuestra existencia.
La principal virtud de Benchetrit es, sin duda, su contención, el no dejarse ganar por el lado oscuro de lo tremendo y lo sórdido, pero tampoco dejarse deslizar hacia el bucolismo, hacia la falsa poesía de añoranza de los tiempos de juventud. En la novela de Benchetrit la vida en el bloque no es gris, pero tampoco es rosa por el mero hecho de ser la vida de la infancia y la adolescencia. Es, simplemente, una vida que ocurre y de la que Benchetrit quiere extraer los aspectos cómicos, divertidos, bienhumorados; una vida que empieza y que el protagonista quiere vivir en su máxima expresión, aunque en torno de él sobrevuelen el desempleo, las drogas, la violencia y tantas otras lacras de la vida en el extrarradio. Benchetrit tan sólo cede ante el sentimentalismo cuando penetra en el sexto piso, en la que fue su casa, que describe de manera tan sigilosa como si estuviera a oscuras, las luces recién apagadas, o cuando entra en el cuarto en penumbras donde transcurrió su adolescencia y en cuyas paredes parecen aguardarle los viejos posters de sus ídolos juveniles. Un capítulo magnífico por la emoción que alcanza a transmitirnos y el largo número de elipsis y silencios, la mínima cantidad de palabras que utiliza para ello.
El estilo de Benchetrit, por lo demás, es un estilo ágil, moderno, un tanto crudo en el sentido de que muchas veces se nos presenta casi sin elaborar. Un estilo que huye de cualquier adorno superfluo y a veces, también es malo pasarse, de cualquier adorno necesario, pero que en último caso busca compartir su visión de la vida, llamando a la solidaridad de tantos lectores que se criaron donde él y cuyos sueños, como dice Benchetrit, siempre serán de asfalto. Una novela, en resumen, magnífica, amena, y un escritor sincero a seguir.

lunes, diciembre 24, 2007

Una novela de barrio, Francisco González Ledesma

I Premio de Novela Negra RBA. RBA, Barcelona, 2007. 297 pp. 19 €

Gregorio León

En tiempos como los que corren, es muy difícil dar con un premio que merezca unanimidad. Pero no entre el jurado, que es el primero que tiene en sus manos la novela, sino después, cuando sale de la imprenta, o sea, a la intemperie. Tan viciado está el mundo editorial, escenario de chalaneos y componendas que hicieron decir lo que dijo a Juan Marsé con aquello del Planeta, que es un hecho llamativo que un autor merezca salvarse. Es el caso de Francisco González Ledesma. No le conozco. Y me encantaría. Porque debe de ser ese tipo capaz de hacerte disfrutar con sus vivencias una tarde entera, evocando sus tiempos de periodista, o de escritor de novelas del Oeste. Y me gustaría conocerlo para agradecerle este regalo extraordinario que es Una novela de barrio. Es curioso. Cualquiera tendría la tentación de abrirla para buscar las peripecias de su conocido inspector Méndez. Pero son los personajes aparentemente secundarios los que entran en nuestras vidas de lectores y se quedan para siempre. Es de carne y hueso, y no sólo de palabras, Eva Expósito, el personaje más desdichado de la novela, mucho más incluso que ese David Miralles con el que comparte techo y memoria. O madame Ruth, su vida estancada, hirviendo en un piso que mira a poniente, escondiendo miles de secretos impuestos por su antigua profesión.
Hay pasajes memorables que ya justifican por sí solos la lectura de Una novela de barrio. Por ejemplo, la visita que hacen David Miralles y Mabel a la casa del Poble Sec, en la que aún perduran las huellas de su hijo muerto, la misma casa donde Mabel cambió los calcetines blancos por las medias que le daba la madame. Un mundo sórdido, pero no porque aparezcan putas o matachines, que eso es lo de menos, sino porque está habitado de recuerdos. Y esos recuerdos están en carne viva, supurando pus. Nadie puede olvidar a un hijo muerto, ni siquiera con la muerte.
La novela tiene acción. Faltaría más. No se escapa de los cánones del género, que por eso se llevó el I Premio de Novela Negra RBA. Pero esconde mucho más. Un afluente de recuerdos que la recorre, página a página, haciendo que lo que menos importe sea como va a salir de esta ese hijo de los barrios bajos llamado Méndez.
Una historia de Francisco González Ledesma que, por llevarle la contraria a uno de sus personajes, no está destinada al silencio ni al olvido. Enhorabuena, Paco.

viernes, diciembre 21, 2007

Crematorio, Rafael Chirbes

Anagrama, Barcelona, 2007. 415 pp. 20 €

Marta Sanz

A lo mejor Rafael Chribes, uno de los nombres más sólidos en el panorama de la narrativa española actual con novelas tan inolvidables, tan brutales y tan delicadas, como La buena letra, no se ha percatado de que Crematorio es una novela noventayochista. O lo mejor sí se ha percatado, aunque los nombres a los que expresa su agradecimiento al final del libro —Joseph Roth, Broch, Vargas Llosa, Marzal, Luisge Martín, García Montero...— nada tengan que ver con los unamunos, azorines y barojas que se atisban entrelíneas. Crematorio es una novela en la que el paisaje configura a unos seres de ficción que, a su vez, han depredado una tierra primigenia que se echa de menos en lo que tiene de castiza, es decir, de originaria. Morder el paisaje es un acto de canibalismo motivado por un impulso común: la avidez. La destrucción del paisaje es la marca del deterioro moral, del desencanto, del desmoronamiento de los valores de una generación que Chirbes ya se había atrevido a dibujar en Los viejos amigos. En Crematorio, sin embargo, la luz es todavía más triste porque el gris contrasta con el azul de las perdidas marinas del Mediterráneo, un azul fosforescente que funciona como metáfora de otras luminosidades fundidas para el autor: el marxismo, el maoísmo, las revoluciones, la reivindicaciones de las clases obreras auspiciadas por una burguesía bienintencionada y culta —Chirbes conoce bien esos códigos y a menudo los expone discursivamente en la novela—; también la luz es más triste porque la salvación no se encuentra por ninguna parte y porque las contradicciones no son un elemento previo a la síntesis dialéctica y al aprendizaje, sino el aviso de que ya no hay retorno y de que es imprescindible tirar la toalla.
Ninguno de los miembros de la familia Bertomeu ni ninguno de sus allegados, ninguna de las formaciones calcáreas que se van pegando con el paso del tiempo a la concha del mejillón, se libra de la quema dentro de este gigantesco crematorio en el que se incineran las conciencias y los cuerpos de los muertos y de los vivos: el cuerpo y la macilenta conciencia del constructor Bertomeu que se desprende de los residuos ideológicos que le hacían infeliz y convierte su felicidad —la felicidad de su estómago, de su sexo, de su sueño, de sus parientes cercanos, la felicidad primaria de la acumulación y del lujo cotidianos— en el buque insignia de sus acciones; el cuerpo canceroso y la conciencia embotada por el alcohol del escritor Brouard que se rebusca el falo entre los cables de una sonda y no es capaz de salvarse ni a través de la literatura ni a través de los tocamientos con efebos imposibles; los cuerpos y las conciencias de Silvia Bertomeu y de Juan, su marido, restauradora y catedrático de literatura, manoseadores que embalsaman la discutible genialidad de los otros; el cuerpo —éste sí a punto para ser metido en el horno— de Matías Bertomeu, el hijo pródigo, el revolucionario reconvertido en ecologista, el que puede salirse de las normas o desencantarse porque siempre le queda la certeza de una ascendencia señorita y terrateniente, del riñón perfectamente cubierto... Nada se salva en un panorama devastador, en el que bajo los focos de la muerte y la estremecedora —judeocristiana— visión de la corrupción de la carne asociada al espíritu, todo se pudre: las filas de naranjos que desarraiga la pala excavadora, el corazón y el sentimiento, la memoria, los sueños irrealizables, la confianza en Dios, en las ideas o en nuestros semejantes. Soledad absoluta, incomunicación total, ambiciones espurias, las de todos —a del capitalista, la del artista, la del recreador del artista, la del antiguo revolucionario, la del homosexual y la de la matriarca, la de la advenediza, la del inmigrante, la del mafioso, la del subcontratado, la de la puta y la de la adolescente...—cremación que no limpia, ceniza grasa. Nihilismo barojiano, unamuniano sentimiento trágico, evocación azoriniana del paisaje en una novela que se teje con los mimbres de la narración decimonónica —familia y adulterio, dinero y resentimientos que vienen de antiguo, celos, agravios comparativos y amores viscerales entre hermanos, crecer y decrecer como acciones simultáneas— y en la que el lector a ratos se pone de parte del constructor Bertomeu, el único personaje al que Chirbes le da la voz en primera persona sin pasar por el filtro de una tercera que se distancia inclementemente de un rosario de seres infectos aun en sus momentos de esperanza y de juventud. Acaso es que elegir decir ciertas verdades no es lo mismo que hacer el bien; quizá es que la literatura no ha de pretender hacer el bien; tal vez todo el mundo tiene derecho a expresar su angustia, la carga de su claudicación, su pena. También los escritores, aunque sus palabras no los purifiquen. Chirbes coloca al lector del lado del personaje del que nunca querría estar, del único que al fin es más coherente que los otros, del personaje vital, del que cuenta con menos razones para autodestruirse, del que diluye sus paradojas vitales en la idea de bienestar y en su brazada se lleva lo que encuentra por delante, y escribe una novela sin diálogos ni concesiones al hueco entre los párrafos, ese hueco que tanto reivindica el editor para que los lectores no nos cansemos y cojamos aire; una novela demoledora o apocalíptica, según se mire,-que removiendo las tripas del lector a través de una utilización radical del lenguaje y de las estrategias narrativas —todo ocurre en el interior de la cansada y mordiente conciencia de los personajes— justifica ciertas formas de la inmovilidad contemporánea: la de todos aquellos que un día quisieron hacer la revolución. Chirbes se arriesga a desagradar a los lectores que creen que todavía quedan motivos para la esperanza y para la lucha, y también a aquéllos que se niegan a ver la podredumbre que diariamente desfila por delante de sus ojos.

jueves, diciembre 20, 2007

Para no olvidar / Aprendiendo a vivir, Clarice Lispector

Trad. Ramón Sánchez Lizarralde / Elena Losada. Siruela, Madrid, 2007. 135 / 235 pp. 18,50€ / 19,50€

Guillermo Ruiz Villagordo

Uno de los mayores fracasos de un crítico literario debería ser no haber sido capaz de comunicar el entusiasmo que siente por una lectura, de hacer palpables las emociones que le ha provocado, y eso es lo que ocurrió cuando comenté las dos últimas novelas de Clarice Lispector publicadas en español, La lámpara y La ciudad sitiada. Así que intentaré enmendar mi error, no sé con qué suerte, en esta nueva oportunidad.
«En los libros soy anónima y discreta. En esta columna estoy, en cierta manera, dándome a conocer.»
Tengo que reconocer mi predilección por las biografías, mi tendencia a que en determinadas ocasiones la persona de un autor me deslumbre tanto o más que su propia obra. El caso de Clarice Lispector es especial, porque personifica de manera directa la destilación jugosa que me busco tras tanta cáscara de fechas, títulos, lugares y nombres. Por eso mi fijación no es tanto por una biografía en sí sino por los rasgos personales que alcanzo al vuelo de su nombre. Como esa extraña mezcla de ucraniana transplantada a Brasil, frialdad y calidez reunidas en un solo cuerpo. Esa rarísima, única belleza suya. Ese silencio tan elocuente que desprende en cada fotografía y cada página. Esa manera de entender y no entender el mundo, de darle igual entender o no entenderlo porque siempre nos quedará la oscuridad, tan sencilla a la par que compleja, tan (¿me atreveré a escribirlo? ¿querría Clarice que lo escribiera?) metafísica, tan mística.
«Los géneros no me interesan. Me interesa el misterio».
Estos dos libros están unidos, amén de por algunos textos concretos que se repiten en uno y otro, por la forma literaria que usan, la crónica, que no es más que la excusa bajo la que Lispector habla de cualquier cosa como le dicta su estilo «al correr de la máquina». Y es que Lispector no distinguía géneros, y quien se acerque a sus novelas y cuentos descubrirá que están compuestos de imágenes sobre imágenes, de briznas de pensamiento, de iluminación, pero que carecen de cualquier acción narrativa. De ahí que en estas crónicas no se sienta una diferencia apreciable con sus obras más conocidas, y de hecho algunas de ellas nos muestran el embrión de ideas utilizadas posteriormente (¿diré ideas sabiendo que no le gustaba que la llamasen intelectual, o diré mejor entonces intuiciones?), a veces precisamente en alguna otra crónica, pero también esbozos de relatos y relatos completos, como algunos de los que integran su colección Felicidad clandestina.
«Me gusta de manera cariñosa lo inacabado, lo incompleto, lo que torpemente intenta un pequeño vuelo y cae sin gracia al suelo».
Aunque el primero sea una recopilación de fragmentos que no tuvieron cabida en su momento en su volumen de relatos La legión extranjera, y el segundo una selección póstuma de columnas escritas para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973, su espíritu es el mismo: una absoluta libertad creativa. Lo que equivale a decir una ferrea sumisión a su estilo intuitivo. Están empapados del mismo aliento poético rozante con la mística tan propio suyo. Si acaso en Aprendiendo a vivir se deja ver en algunos momentos una Clarice más personal, merced a ciertos aspectos biográficos furtivos, tal vez sacados a la luz ante la obligación de entregar textos al periódico cada semana.
«Existe el peligro de que un cuadro sea un cuadro porque el marco ha hecho de él un cuadro».
Tanto en su extensión como en su forma, ambos se muestran indómitos, nada acomodaticios, lo que en principio sería esperable en un libro propio pero no tanto en un encargo periodístico. No importa: Lispector rellena su columna como le viene en gana, ya sea con fragmentos cortos de una línea a modo de pensamientos instantáneos, ya sea con largas reflexiones. Pero incluso en los textos de Para no olvidar llega a filtrarse la realidad, aunque muy parcialmente, y así vemos como en “Mineirinho” es capaz de sublimar un suceso como el asesinato por parte de la policía de un famoso atracador en un canto a la vida no exento de acusaciones espirituales.
De las columnas del Jornal do Brasil que recoge Aprendiendo a vivir existe otra edición de traducción coloridamente argentina, la de Adriana Hidalgo titulada Revelación de un mundo. Tanto ésta como la de Siruela parecen remitir en sus títulos a sus respectivas brasileñas, por lo que imagino que sus respectivos criterios provienen de aquéllas: la argentina publica una amplia selección y sigue un orden cronológico, mientras que la de Siruela es aún más reducida pero inventa un interesante orden temático. Y digo interesante porque nos permite hacer un recorrido por las distintas preocupaciones de la autora, y así pasamos de los textos iniciales en los que recuerda su infancia (con ese gran cuento, “Felicidad clandestina”, visto a la vez como relato y como experiencia que se convierte en relato, como si de un taller de narrativa se tratase) y su vida familiar con sus hijos a la simbólica evocación de viajes reales e imaginarios y sus surrealistas encuentros con taxistas (recopilados en mayor número en Revelación de un mundo, así como sus experiencias con sus criadas, que aquí no se incluyen a pesar de lo que anuncia la contraportada). Vida cotidiana, en suma, pero desde su visión personalísima, produndamente íntima, (d)escrita con esa intuición que es mezcla inconsciente de inteligencia y sensibilidad más a favor de ésta última. Junto a ello encontramos tanto la idea pura como el nacimiento de esa misma idea, las reflexiones sobre la muerte que cierran el volumen, incluso fragmentos de una especie de arte poética (por si no fuera suficiente con la que representa toda su obra), en los que habla del proverbial hermetismo denunciado por lectores no avisados, dificultad que hay que vencer para poder acceder al interior de su obra y disfrutarla, como si nos sometiese a un tour de force para decidir si somos o no dignos de ella.
«Hay un gran silencio dentro de mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis palabras. Y del silencio ha venido lo más precioso de todo: el propio silencio».

miércoles, diciembre 19, 2007

Exégesis de los lugares comunes, León Bloy

Trad. Manuel Arranz. Acantilado, Barcelona, 2007. 376 pp. 24 €.

Miguel Sanfeliu

Yo no había leído ningún libro de León Bloy. Y éste me llamó la atención por la ambición de su proyecto más que por la figura del autor. Me recordó, en un principio, al Diccionario de tópicos de Flaubert, aunque aquel pretendiera más recopilar que analizar. Bloy va más allá y su intención es destripar el tópico, extraer de él su lógica, su esencia, buscando en su interior para demostrar por fin que se encuentra vacío. Las ideas vacías alimentan mentes vacías que no se interesan por hacerse preguntas o por aprender sino que se conforman con vivir en estado letárgico. Tal es el mal de la burguesía. Lo deja claro ya desde el prólogo, en el que expone:
«En un sentido moderno y lo más amplio posible, el verdadero Burgués, es decir, el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar y que vive o parece vivir sin haber sentido un solo día la necesidad de comprender cosa alguna, el auténtico e indiscutible Burgués está necesariamente limitado en su lenguaje a un pequeñísimo número de fórmulas.
«El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es exageradamente exiguo y no alcanza más allá de algunos centenares. ¡Ah, si uno consiguiera arrebatarle ese humilde tesoro!, un paradisíaco silencio se extendería de repente sobre nuestro globo aliviado».
Y a esa tarea se lanza con decisión inquebrantable, dispuesto a no dejar títere con cabeza, a derruir todo ese conocimiento estúpido y hueco. Se lanza a ello como si estuviera enfadado, moviéndose a empujones, utilizando todos sus recursos para ridiculizar, herir o burlarse de la ingenuidad o de los anhelos que se encierran en esos tópicos. Su tono suena socarrón, y se adivina tras él la determinación de lanzar un mamporro en el momento más inesperado. Aunque justo es reconocer que sabe guardar las formas y que su estilo literario es pulcro, cuidado, elegante en todo momento.
Bloy fue un autor controvertido, con fama de furibundo y de exagerado, plegado a exponer sus tesis antes que a buscar el conocimiento. Y lo cierto es que en este libro hace gala de todo ello. Utiliza el humor negro, la ofensa, el insulto solapado, el desprecio, como si fuera un bravucón diciéndole a su débil y asustada víctima: «¿no ves que todo esto no son más que tonterías?». A veces se lanza a analizar el sentido literal del lugar común, otras a interpretarlo, a relacionarlo con una forma de pensar acomodaticia y vulgar, otras se vale de parábolas para escenificar su esencia, inspirado por lo que puede representar o por la aplicación que pueda tener, hasta una cita, un extracto, puede constituir, por sí solo, la explicación de algunas de estas sentencias. Todo vale con tal de demoler una concepción del mundo egoísta, usurera y poco interesada en mirar más allá de la propia nariz. En su análisis, no sólo se incluyen los tópicos o las frases hechas, sino también recursos como “No llevo suelto”, utilizado, como todo el mundo sabe, para no dar limosna, o trivialidades, como “La lluvia y el buen tiempo”.
La ironía, la socarronería, la hipérbole, la burla, el desprecio... son las armas más utilizadas.
En el caso de “No todo el mundo puede ser rico” afirma: «El lenguaje de los lugares comunes, el más extraño de los lenguajes, tiene la maravillosa particularidad de decir siempre lo mismo, como el de los Profetas».
En el apartado dedicado a “Se diría que duerme” nos cuenta: «Conservo, en fin, el terrible recuerdo de aquel soldado alemán muerto en un agujero del campo de batalla, en 1870. No estaba caído, porque le habían clavado con un formidable bayonetazo a la puerta de un establo. [...] Jamás olvidaré la expresión de horror, de espanto y de desesperación de aquella cara».
En “Se debe respetar a los muertos” expone con desdén: «Es inútil respetar a los vivos, a no ser que sean los más fuertes. En ese caso, la experiencia aconseja más bien lamer sus botas, por muy mierdosas que estén. Pero los muertos deben ser respetados siempre».
Tono de airado cascarrabias, rotundo e implacable hasta el final. En un momento dado, en “Yo no necesito a nadie” hace la siguiente confesión: «La repetición es el problema casi inevitable de un libro de este género. Espero, sin embargo, tener fuerzas para terminarlo». Y las tiene, desde luego, blandiendo su pluma a diestro y siniestro, como alguien que se bate en duelo para limpiar su honor. Escupe su desprecio más absoluto por la superficialidad, la falta de caridad, el egoísmo, la usura y, en consecuencia, todos los males que según él se reúnen en la figura del burgués.
Se incluye en este volumen una segunda serie de estas exégesis, igualmente airadas, pese a estar escritas trece años después de la primera entrega. El tiempo no ha sosegado el espíritu de Bloy ni su determinación por burlarse de la estupidez que se encierra en todos esos lugares comunes que sirven de guía a tanta gente. Y, de paso, arremete contra asuntos como la ley del divorcio, la figura de Zola, la frivolidad, la falta de caridad, etcétera.
Sobre “Tener cargas” dice: «Se tienen cargas cuando se tiene que alimentar a alguien: una mujer, niños, una suegra, unos padres ancianos que se eternizan y que uno no puede mandar al destripador sin perder algo de consideración».
Y en “No hay nada eterno”, continúa aseverando con contundencia: «Burgués, tu estupidez es eterna. Por mucho que lo intente, no consigo imaginar una duración menor y no puedo imaginarme ni un solo instante de esa duración en el que tú dejaras de ser un imbécil».
Ni rastro de caridad, de comprensión, sino todo lo contrario, enérgico, burlón, despiadado y colérico en todo momento, buscándole la vuelta a frases que muchas veces se dicen sin pensar, a un tipo de conocimiento cuya función es, precisamente, salir del paso evitando la reflexión, y a la que se refiere como «una religión de renuncia». Arremetiendo contra ese burgués avaro, falso y egoísta, resulta ingenioso y divertido en muchas ocasiones. Un libro sorprendente, lleno de ironía y sarcasmo, pero también de indignación.
Al final, no da la tarea por terminada, decide, simplemente, parar, ya que «se corre el riesgo de repetirse, pues los lugares comunes no son tan variados como podría creerse». Y aún así, aún enumera una buena serie de frases hechas que se ha dejado en el tintero y que espera que puedan servir como punto de partida si alguien decidiese emprender una continuación de este libro visceral e inclasificable.
León Bloy nació en 1846. Fue un católico intransigente, extremista. En 1877 vivió una angustiosa relación con una prostituta llamada Anne-Marie Roullet, la convirtió al catolicismo y ambos se sumieron en un misticismo atormentado que culminó con la demencia de la mujer y la retirada de Bloy a un monasterio con la idea de hacerse monje benedictino. No llegó a hacerse monje, pero sí consiguió sosegarse un poco antes de volver al mundo. Se codeó con grandes escritores de la Francia de aquella época, como Barbey d'Aurevilly, Paul Verlaine, Villiers de L’Isle-Adam o John Huysmans. En 1889 se casó con Jeanne Molbeck y comenzó una época de estabilidad que duraría hasta su muerte, en la que elaboró la mayor parte de su producción literaria. Entre sus libros figuran El desesperado, La mujer pobre, Cuentos descorteses, Meditaciones de un solitario, los volúmenes de sus diarios y éste Exégesis de los lugares comunes, entre otros.

martes, diciembre 18, 2007

Los Siete Sabios (y tres más), Carlos García Gual

Alianza, Madrid, 2007. 248 pp. 7,50 €

Luis Manuel Ruiz

El francés distingue entre los términos savant y sage. Con el primero designa a ese individuo lacónico, apolillado y algo triste que ha consumido su vida en las bibliotecas y es capaz de recitar de memoria la lista de verbos irregulares sumerios, aunque no sepa poner una lavadora; el segundo hace referencia a un hombre curtido en los avatares de la vida, que ha adquirido un monto de experiencia con el que sabrá vadear las vicisitudes que le plantea el futuro. Para referirse a ambos personajes, el castellano debe resignarse al adjetivo sabio, cuyas fronteras fluctúan dependiendo del contexto: para nosotros tan sabio, a pesar de su palmaria distancia, es Girolamo Cardano, erudito renacentista autor de tratados delirantes sobre el empleo de las nueces en el ejercicio de la magia y otras sutilezas, y el patriarca de un clan gitano, cuyo analfabetismo no le impide mediar salomónicamente en un litigio entre familias enfrentadas. El sabio griego, en la acepción en que lo utiliza Carlos García Gual en este breve y refrescante ensayo de arqueología cultural, se aproxima más al segundo que al primero de ellos: los Siete Sabios de la Antigüedad, más otras tres personalidades afines a los que los asociaron el azar de las leyendas y los comentarios, fueron siete ejemplares de humanidad y siete modos de enfrentar los diversos dilemas de la existencia en busca del camino más propicio al éxito. Salvo un par, ninguno de ellos descuella por sus dotes librescas y la nómina cuenta incluso con flagrantes iletrados; detalle ocioso, porque la sabiduría de la que se decían depositarios poco tenía que ver con la hoja de papiro, la cátedra o el tintero y mucho con el modo de orientarse en el interior de un laberinto, ya se presentara éste bajo la forma de una ciudad difícil de gobernar o un matrimonio lleno de baches.
A la pregunta de por qué el censo de grandes almas debe contener siete miembros y no cinco (como los aventureros juveniles) o doce (como prefiere el Espíritu Santo), García Gual responde: «No es un número con significación religiosa, pero, siendo el número primo más alto en la decena, resulta muy apropiado para formar un pequeño grupo, discreto y variado, suficiente para un collegium de doctos, para un simposio divertido o para una banda de salteadores. Siete son los enanos de Blancanieves y los niños de Écija». La lista más antigua, que todas las que vendrán luego parecen respetar con mínimas variantes, incluye a un filósofo, dos poetas, un juez, un tirano y un labriego; más tarde se les sumarán, a gusto del compilador, un extranjero despistado que recorría Grecia sorprendiéndose de sus costumbres, un chamán que pasó veinte años durmiendo en una cueva y el autor de un tratado sobre la genealogía de los dioses. Así nos encontramos a Tales de Mileto, primer pensador de Occidente, famoso por partirse la crisma en una zanja al ir mirando las estrellas; a Solón de Atenas, convencido contra las evidencias del destino de que los justos siempre triunfan y los malhechores son castigados; a Bías de Priene, que envió a un amigo una lengua cortada cuando le solicitó lo mejor y lo peor del cuerpo de un hombre, «en la idea de que el hablar produce los mayores daños y los mayores provechos». Junto a ellos comparecen Quilón de Esparta, que no recordaba haber cometido nada ilegal en su vida, no sabemos si por su buen corazón o por su mala memoria; Pítaco de Mitilene, merecedor de los elegantes insultos de Alceo, expresados en metros yámbicos, y que molía su propio pan para hacer gimnasia; Cleóbulo, que dejó inscrito que la obra de ciertos artistas es imperecedera en la base de una estatua, hoy perdida; Misón, tan sabio que de él no sabemos absolutamente nada, y es que la primera regla de inteligencia está en la modestia. La pintoresca sucesión de vidas apócrifas, milagros y máximas que contiene el libro abocará probablemente al lector actual a una duda difícil de resolver: la de si estos individuos extraños, convertidos en clichés o perfiles de moneda conservan vigencia en sus enseñanzas y de si la profundidad de su sabiduría puede resultar provechosa a individuos que tuvieron la desdicha de nacer veintisiete siglos después de su ministerio. Tal vez; la distancia ha convertido a esta caterva de mentes privilegiadas casi en personajes de cuento, fantasmas cuyos ejemplos tienden más a despertar la sonrisa que la meditación serena, pero es cierto que algunos de sus apotegmas, reunidos en cómodas latas de conserva por comentaristas posteriores como Demetrio de Falero, preservan ese aire de misterio a medio camino entre la genialidad y la tontería que suele definir a los aforismos orientales y los billetitos de los postres chinos. Un apéndice final de la obra incluye una antología de dichas sentencias, entre las que hallamos: «No castigues a los criados mientras bebes, pues parecerá que no sabes soportar el vino»; «No digas cosas más justas que tus padres»; «No muevas las manos al hablar, que es de locos»; «Acerca de los dioses, di que existen». Mi preferida, atribuida a Periandro de Corinto, es «Insulta como si fueras a hacerte pronto amigo»: una práctica en la que, bien lo sabemos todos, les vendría bien ejercitarse a los críticos de ciertos suplementos culturales.

lunes, diciembre 17, 2007

La deuda, Ángeles Martín Gallegos

Arcibel, Sevilla, 2007. 159 pp. 15,60 €

Pedro M. Domene

Todos tenemos, de alguna manera, contraída una deuda, con la sociedad y, sin ir más lejos, con nosotros mismos. Esa deuda condiciona nuestras vidas, nos acompaña durante un período de tiempo y un buen día nos pasa factura. Ángeles Martín Gallegos (Couiza, 1961) demuestra, con su segunda entrega, La deuda (2007), que es capaz de saldar la suya y poner voz al mundo femenino que le rodea desde una perspectiva diferente. Si en su primera entrega, Renato(2004), establecía el diálogo entre un nonato y su madre, en esta ocasión, escribe, de forma testimonial, acerca de una vida cualquiera, la de la joven opositora María Méndez Manzano. Rememora con su testimonio un episodio generacional, el de una España que despertaba de un largo sueño o, tal vez, de una pesadilla, la del franquismo, con las lacras que este había dejado casi una década después.
Ángeles Martín ha sabido, en todo momento, condensar la acción, episodio tras episodio, encabezándolos con un título, porque pretende, al menos eso parece, contar y situar en la década de los 80, la historia de esta y otras muchas de las jóvenes mujeres de una naciente España democrática, con sus luces y, también, con sus sombras. Cuenta la relación de una amistad, la de dos opositoras, dos luchadores, dos amigas que no quieren asumir el papel que les ha otorgado la sociedad. Escribió Rimbaud que «cuando termine la absoluta servidumbre de la mujer, cuando viva para sí y por sí, cuando el hombre la haya dejado libre ...». Quizá, por eso, ambas se rebelan, luchan por una situación mejor, cada una con sus armas, Teresa desde un sindicato y posteriormente desde la judicatura y María con su tesón y posteriormente con su dedicación a la docencia. Pero, en realidad, la narradora afincada en el poniente almeriense, lejos de contar un simple episodio, parte de la vida de estas mujeres, quiere dejar constancia de los silencios, de las mentiras, de los secretos y de la violencia experimentada por la mujer durante buena parte de su existencia. Y es así como Teresa y María sobreviven a lo largo de este relato por conseguir su dignidad frente a las dificultades que le plantea una situación personal.
La deuda, también, es un extraordinario documento de la diferencia sexual, de los códigos de la mujer que ponen de manifiesto su relación con los hombres, incluidos los conceptos del amor y del sexo, la convivencia y todo aquello que ha inquietado a las parejas. En estas páginas, escritas con la fuerza de un lenguaje directo, de extrema dureza, en ocasiones, se describen, además, escenas de amor y de desamor, aunque se deja un resquicio a la esperanza, con esa irónica sabiduría femenina que, solo ellas, saben otorgar a determinadas situaciones. Jalal al Din Rumí (1207-1273), uno de los poetas místicos más reconocidos del mundo sufí, afirma que la mujer es el rayo de la luz divina. Valga el apunte de una de las expresiones más acertadas que convierten a la condición femenina en la expresión misma de unos sentimientos que reafirman, así, lo más inequívoco de la humanidad.

viernes, diciembre 14, 2007

La túnica negra, Wilkie Collins

Traducción y prólogo de Damián Alou. Belacqva, Barcelona, 2007. 433 pp. 8 €


Marta Sanz

Trama, elipsis, personajes, escenarios, punto de vista y voces narrativas, tema, diálogos, atmósfera, clímax, verosimilitud... componentes y efectos del lenguaje de la narración que, como siempre, Wilkie Collins combina brillantemente en La túnica negra. El resultado es el neto placer de la lectura. Con el descuento del porcentaje bruto ya realizado. Sin ganga ni rebaba.
La historia parece sencilla, pero como siempre en Collins termina siendo muy complicada. Una mujer, Stella, y un sacerdote católico, el padre Benwell, luchan por un hombre, Romayne, con objetivos diferentes: la primera quiere conseguir su amor y la expiación de una culpa que atormenta y casi enloquece a su amante, un estudioso que a causa de la excesiva sensibilidad y del excesivo uso neuronal es sugestionable y débil en la misma medida que impulsivo y obcecado; el segundo, con el pretexto de la conversión al catolicismo de Romayne como método infalible para la purgación de sus remordimientos, lo que de verdad pretende es enriquecer las arcas de la Iglesia católica. Pero la sencillez aparente del argumento se quiebra: cada vértice de este triángulo es una habitación cerrada donde se acumulan los secretos y las complejidades psicológicas. Por otra parte, este triángulo se interseca con otros: el de Stella, su antiguo prometido, Winterfield, y la primera esposa de éste, una caballista del circo —¡maravilloso!—; el de Stella, Winterfield y Romayne; el de Romayne, Stella y otro sacerdote, Arthur Penrose —este tiene muchísima miga y es inevitable que se nos vengan a la memoria imágenes de san sebastianes atravesados por flechas paganas y homoeróticas—; el de Winterfield, el padre Benwell y Romayne... En cada triángulo se intuye una pugna por el poder afectivo y económico: una confrontación donde se calibra el valor de los afectos verdaderos, del sexo y de la ambición.
La modernidad del libro de Collins es innegable no sólo por su maestría anticipatoria en la mezcla de distintos puntos de vista para el corte y confección de una trama absorbente, sino por su capacidad para construir personajes que nada tienen que ver con el maniqueísmo: los malvados de Collins son sujetos de un atractivo irresistible que cuentan con razones —más o menos legítimas, pero todas comprensibles— para actuar; son simpáticos, inteligentes, magnéticos.... como el conde Fosco de La dama de blanco o Madame Fontaine en La hija de Jezabel. Es como si Collins se fuese enamorando de sus creaturas perversas y aburriéndose de sus creaturas angelicales a medida que las va definiendo, de modo que las primeras se tiñen de matices encantadores, mientras que las segundas se ensucian de verosimilitud, pierden el aura y a veces incluso “caen gordas”. En La túnica negra, el padre Benwell es uno de esos villanos para quienes el fin justifica los medios; uno de esos villanos que jamás recurren a la violencia física y para quienes el discurso es sustancia anestésica, filtro de amor, hechizo de Morgana, puñalito vampírico. El discurso del padre Benwell es la babilla que va segregando la araña para tejer su tela y da lugar a algunos diálogos tan subyugantes como claustrofóbicos. El padre Benwell es jesuita y responde al estereotipo del jesuita: paciente, taimado, manipulador y, en el fondo, honesto consigo mismo, comprensivo, afectuoso, aparentemente vacunado contra el rencor. Cuando el padre Benwell es sincero —y lo es a menudo— que Dios nos libre de su sinceridad. No podía ser de otra manera en la obra de un escritor anglosajón para quien el catolicismo y concretamente la orden de los jesuitas son símbolos de la hipocresía, del ansia de poder, del materialismo encubierto en los resortes de la falsa modestia, la falsa piedad, el falso arrepentimiento. El mensaje de La túnica negra ya desde su título es obvio al igual que los nombres de los personajes; traducirlos al español es una delicia y como muestra un botón: el sacerdote amanuense Penrose a quien tanto afecto le cobra un Romayne siempre ambiguo y gélido con el sexo femenino. La originalidad de Collins reside en que el símbolo de la abyección católica es un hombre habílisimo que seduce al lector con sus tejemanejes del mismo modo que podría hacerlo, aunque con otros fines, aquel estupendo padre Brown de un Chesterton que sí defendió el catolicismo en un territorio “hostil”.
Bajo el lema dominante de la censura a la religión católica, a su capacidad sectaria para el embaucamiento y a su afán de riquezas y de poder, laten otras cuestiones no menos atrevidas: la relación entre la religión y el engaño, las exageraciones en el culto, la brutalidad antinatural del celibato, la peligrosa proximidad entre el sacerdocio y la homosexualidad ... El discurso de Collins sería radical y ultramoderno si no encubriera una defensa cariñosa del protestantismo anglosajón frente a los fanáticos papistas. El protestantismo lima las excrecencias de su piedra filosofal, su rigidez y su ética del ahorro, para acoger en su seno figuras tan simpáticas como la frívola y festiva madre de Stella, o a Bernard Winterfield, noble caballero de Devonshire, amante de su perro, que no le hace ascos a los tabacos suaves ni a los cruceros de placer ni a las botellas de champán. Incluso el protestantismo es una fe que ampara, más allá del escándalo, a Stella Romayne, mujer abandonada dos veces, ya no virginal, casi una madre soltera. La mirada de Collins no es maniquea, pero sí tendenciosa y precisamente por eso tiene muchísima gracia. También es tendenciosa y tampoco deja de tener su gracia cuando apunta hacia la problemática social: los pobres son seres alcoholizados o locos que sólo se redimen de su sordidez cuando van a morirse o cuando dejan de ser pobres porque realmente eran miembros de una respetable clase alta venida a menos que ha pasado por un instante de honrada estrechez o de demencia transitoria.
Por lo demás, el lector encontrará algunas sorpresas autorreferenciales como la aparición del señor Murthwaite —personaje de La piedra lunar— y algunos de los hitos más encantadores y recurrentes del universo Collins: las mujeres bellas que esconden secretos, los caballeros que no son lo que parecen, manicomios, hurtos, manipulaciones, abominaciones que dejan de serlo cuando se contemplan a la luz de otro punto de vista, cartas, fragmentos de un diario y documentos lacrados que esconden toda la verdad, finales de traca, romanticismo con culminación matrimonial... Da gusto leer a Wilkie con una sonrisa permanentemente dibujada en los labios.

jueves, diciembre 13, 2007

El talento de los demás, Alberto Olmos

Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 318 pp. 20,90 €

Óscar Esquivias

Basta recordar que Alberto Olmos fue finalista del Premio Herralde el mismo año que lo ganó Roberto Bolaño para que su nombre cobre cierto aire legendario. En aquella edición, la de 1998, se distinguió a dos autores muy distintos que, sin embargo, comparten una misma forma de concebir la literatura: los protagonistas de sus narraciones suelen ser personas humildes, a menudo jóvenes escritores. Estos personajes —con una gran vocación por las letras, grandes lectores y feroces críticos— parecen unos derrotados que deambulan por ciudades hostiles; en realidad son supervivientes que, con una mezcla de descreimiento, insolencia y fragilidad, se sobreponen a un ambiente íntimo y social a menudo asfixiante. Las circunstancias biográficas de Olmos y Bolaño les han proporcionado diferentes escenarios (la provincia castellana, Madrid y Tokio en el caso del primero; Chile, México o España en el otro) y distinto material narrativo, pero en ambos se intuye que buena parte de lo que cuentan en sus libros está íntimamente relacionado con lo vivido. Poco importa si es exactamente así: sus obras tienen la seducción de la alta literatura, la de las narraciones que no podrían estar contadas de otra manera porque el escritor ha acertado a darles su cauce perfecto. A las semejanzas entre ambos se debe añadir un estilo expresivo, lleno de recursos, variedad e imaginación, con un humor que (a veces) nace del desprecio por los demás y es puro sarcasmo, y (otras) de la desesperanza, la soledad o la tristeza. En cualquier caso, es literatura palpitante y, si se me permite, literatura incómoda, sucia, que tizna las manos del lector, que no está concebida para entretener los ratos de ocio sino para remover sentimientos íntimos, o eso es lo que me parece a mí (Bolaño y Olmos son autores tan perversos que quizá, sólo por llevarme la contraria, han escrito sus libros pensando en que las chicas guapas los lean plácidamente mientras toman el sol en la playa).
A bordo del naufragio (Anagrama, 1998), la novela finalista del Premio Herralde, fue también el primer libro publicado por Alberto Olmos. Se trata de una larga diatriba íntima —es la propia conciencia del protagonista la que narra— y nos presenta ya alguno de los motivos recurrentes en este autor: riesgo formal —el texto es un único párrafo escrito en segunda persona—, estilo poderoso, inmisericorde indagación de sentimientos, protagonista joven procedente de provincias que trata de sobreponerse a su naufragio vital en una gran ciudad. La siguiente cita podría resumir el espíritu del libro y de buena parte de la narrativa de Olmos: «Engáñales, apréndete la música de la canción, sílbala, tararéala, pero nunca aprendas la letra, diles que tienes mala memoria, cualquier mentira vale; pero no aprendas la letra». La rebeldía de muchos personajes de Olmos es interior, íntima: no son revolucionarios ni hombres de acción, descreen de que la sociedad tenga ningún arreglo. Es más: desprecian la política y casi cualquier ideología o propósito de transformación social.
Así de loco te puedes volver (Caja de Ahorros de Segovia, 1999), su siguiente obra publicada, tiene forma de diario íntimo (entonces todavía no existían los blogs) y su protagonista es, de nuevo, un joven escritor que trata de sobrevivir a la apatía existencial. Es una obra de gran variedad: cada entrada del diario posee un tono y un estilo, y así encontramos desde efusiones líricas a cartas, poemas en prosa, letras de canciones, anotaciones íntimas, desahogos y, en fin, todo lo que puede caber en un texto de estas características, escrito con enorme libertad y frescura, muy divertido, aunque pocos habrán podido leerlo por lo marginal de su edición y distribución.
Hasta la publicación de Trenes hacia Tokio (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid, Lengua de Trapo, 2007) Alberto Olmos parecía completamente desaparecido del panorama literario. En realidad (y bajo mil seudónimos) mantenía varios blogs (ahora sí) en internet. De uno de ellos (Hikikomori, palabra japonesa que designa a ciertos inadaptados sociales que se autorrecluyen y rompen sus relaciones con el exterior) surgió esta novela, en la que un joven, David, nos narra en primera persona su deriva vital en Japón (se gana la vida enseñando inglés en guarderías de Tokio). De nuevo, aunque David se juzgue un derrotado, en realidad es un superviviente que consigue flotar en la basura existencial que le rodea. Se trata de una novela muy amena, de desolado humorismo, llena de (des)encuentros amorosos, escrita (marca de la casa) con gran expresividad, capacidad de observación y enorme potencia en las imágenes. Personalmente, es una obra que me apasiona, la que más le envidio y la que posee (para mi sensibilidad lectora, con todo lo subjetivo que es afirmar esto) mayor encanto. Sí, he escrito encanto.
Y por fin llegamos a El talento de los demás, su libro más ambicioso. En realidad no es una única novela, sino tres breves que se podrían leer desordenadamente, pues cada una posee una técnica y ofrece una perspectiva distinta sobre el personaje principal, Mario Sut. Es una obra ambigua: la realidad ‘objetiva’ parece estar en la segunda parte (que, además, da el título general al libro); en ella Sut permanece mudo y son los personajes que le rodean quienes van dándonos informaciones sobre su relación con él. De un modo muy anglosajón, se recrean mil voces —todas en primera persona— que van trenzando una historia de jóvenes con aspiraciones artísticas que, una vez más, sobreviven en un mundo urbano caracterizado por la precariedad laboral y la insatisfacción emocional. Aquí Olmos luce sus mejores armas: la agilidad narrativa, el humor, la empatía con unas vidas nada fáciles. Las otras dos partes son sendas novelitas que dos personajes escriben sobre el citado Mario Sut. La primera, “El talento de Mario Sut”, es una novela de aprendizaje en primera persona con toques humorísticos: un muchacho, virtuoso del violín, pierde repentinamente su talento para tocar cuando participa en un concurso internacional. Su incapacidad artística coincide con la pérdida de su virginidad: el sexo irrumpe en la vida de Mario y eso destroza su juguete anterior, el violín. Esta parte tiene el encanto de ciertas películas de Woody Allen (con el añadido del vitriolo de Olmos, claro): la insatisfacción vital y sexual, la obsesión sobre el talento, cierto aire humorístico (el lento y disparatado ahogamiento del guarneri), la presencia de la magia (el concurso televisivo de magos es brillantísimo). La tercera parte, “Un final para Mario Sut”, cambia radicalmente de escenarios, técnica y tono: Olmos utiliza la segunda persona y, en un único párrafo, narra un extraño y claustrofóbico concurso del que resultará ganador quien se mantenga despierto más tiempo. La prosa reproduce la sensación —al final, casi delirante— de la vigilia continua. Ese estado alterado de conciencia proporciona a Sut la lucidez necesaria para recapitular sobre acontecimientos de su vida pasada.
En El talento de los demás el autor menciona tanto la palabra talento que quizá deberíamos desconfiar sobre si ese es realmente el asunto que le interesa: más bien creo que el tema medular es la vocación y, sobre todo, el éxito (que, en una sociedad como la que retrata —la nuestra—, es el único criterio que acaba decidiendo la validez y el sentido de nuestros esfuerzos). En cualquier caso, su propósito es ante todo literario: Olmos no defiende tesis ni reparte consignas, se limita a contarnos la historia de unos supervivientes: él mismo, después del largo silencio editorial, ha demostrado serlo. Y a diferencia de Sut, además, tiene talento: su violín sigue sonando.

miércoles, diciembre 12, 2007

Autorretrato con isla, Inés Matute

Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2007. 168 pp. 15 €

Elena Medel

Autorretrato con isla, la primera novela de Inés Matute, es un libro extraño. ¿Sus rarezas? Se trata de una ópera prima editada en la madurez, no por falta de calidad —que le sobra— ni de solidez —ídem—, sino por cometer el pecado de elegir una temática en apariencia marginal. Olvidando las circunstancias de su autora, Autorretrato con isla desconcierta por su disolución de las barreras entre géneros. La solapa indica que es una «novela» y, sin embargo, el Autorretrato del título señala al campo de la memoria, a la autobiografía. Y es cierto que el hilo conductor de esta novela es el relato en primera persona de una vida, que trenza su aparente estructura epistolar —o, al menos, así lo confiesa en el párrafo de inicio: «supongo que escogeré un nombre al azar, una dirección de correo electrónico, y ahí volcaré toda mi escoria (...) hasta quedar completamente limpia»— con fragmentos de un diario —llega a citar, literal, «de mi diario» o «este diario, espejo de mí misma»—, que leemos los correos que envía la protagonista o asistimos a su intención —contada— de pulsar una tecla, pero muchas otras veces se limita a ejercer de cronista de su propia rutina —el capítulo “Dieciocho de octubre. Hormigas” retrata con intensidad lo cotidiano, lo doméstico— e incluso recurre a «palabras de un internauta anónimo».
Desde su simbólico retiro en una isla, Claudia Mentxaka redacta e-mails para una performer a la que no conoce, pero que en cada mensaje recibe una nueva pieza de su vida: su aprendizaje terrorista, su calma aparente en los Balcanes, las muertes de los amigos, las conversaciones con su ex pareja. La vida que plasma Autorretrato con isla se muestra fragmentada, abundante en elipsis y flashbacks —también en ellos está presente la conciencia de la escritura: «Cierro los ojos para que Gloria no me lea», «Vuelvo a la página, releo. Admito que tenía bastante estilo», «No ignoro que antes escribía mejor que ahora»—, intercalando la educación social y sentimental en Euskadi, el retiro amoroso en una Yugoslavia que se desintegra y la larga espera, casi agónica, instalada en una nueva identidad y en una casa humilde, entre literatura.
Recibimos Autorretrato no sólo, pues, como una afrenta a los límites genéricos y geográficos, sino como una declaración de amor al lenguaje. Porque las palabras se utilizan con un mimo exquisito, porque el trabajo narrativo de Matute es comparable al de un orfebre, porque su belleza reside en ese punto medio entre la artesanía y lo cotidiano —el libro se confiesa en primera persona, luego tiende a la realidad, pero se zambulle en la ficción, o eso creemos: «(...) ¿qué es la metaliteratura? Seguramente más de uno correrá a buscarme en la contraportada de este libro (...)»—, porque muchos de sus dilemas giran en torno a la comunicación y la incomunicación. «Las palabras son el ADN del alma», confiesa la protagonista. Quizá por eso Claudia lucha en euskera, ama en inglés —a un hombre cuyo idioma materno es el croata—, escribe en castellano y se gana la vida como traductora: en lo práctico, la comparación entre lenguas de la página 15, el párrafo —clave, a mi juicio, para entrar en la historia— sobre la metaliteratura de la página 23, o la enumeración de las palabras favorita de Claudia y sus dos grandes amores, Ander y Ethem/Edo, en las páginas 49-50.
El tono, que contrapone la sobriedad en las descripciones y la carga literaria en los diálogos, ofrece la etiqueta de largo monólogo como la —quizá— más fiel al espíritu de Autorretrato con isla. Una novela áspera, inclasificable, que remite a un verso de Rafael Cadenas: «hay una isla que sólo ven los ojos nuevos». Y es que la escritura de Inés Matute me parece lo contrario a un oasis: es un soplo de aire fresco, sí, pero al mismo tiempo es pura realidad, no concede treguas.

martes, diciembre 11, 2007

La lectura y la vida, Emili Teixidor

Trad. del autor. Ariel, Barcelona, 2007. 199 pp. 16 €

Care Santos

Todo el que conozca a Emili Teixidor, ya sea a través de sus libros o de sus colaboraciones en los medios de comunicación, sabe de la claridad y sabiduría con que expone sus conocimientos respecto al mundo de la literatura en general y de la lectura en particular. Profesor en ejercicio durante gran parte de su vida, se nota que sus teoría acerca de los modos de conseguir que los chavales y los niños lean están testadas sobre un terreno que ha transitado mucho. Se nota, además, que su inflexibilidad en algunas cuestiones deriva de su profundo amor a los libros, a la letra impresa, a las historias inolvidables que esa letra impresa contiene. «Cuantas más palabras poseemos, más humanos somos», nos dice.
Que ahora Emili Teixidor se haya decidido, quién sabe si con el consejo bien administrado de algún editor que le conoce bien, a recopilar sus artículos sobre el tema, y seguramente a añadir alguna reflexión más, en este volumen —aparecido primero en catalán (Columna) y ahora en castellano, con traducción del propio autor— es sin duda un acierto que beneficiará a todos los que estén preocupados por la transmisión del gusto por contar historias y, sobre todo, a dos colectivos claros: los padres que deseen saber más acerca de cómo contagiar el virus de la lectura a sus hijos y los maestros, en quienes recae la responsabilidad de transmitir la pasión por los libros la mayoría de las veces.
Para ellos Emili Teixidor ofrece trucos que no tienen desperdicio, explicados con la seguridad de quien los ha puesto en práctica muchas veces. Descartar la obligación por la lectura en las aulas; resumir a los clásicos y acompañar en su lectura con paciencia y sabiduría en lugar de pedir a los alumnos que los lean de cabo a rabo y por su cuenta; incentivar el interés a través de la prohibición y de la presentación de dificultades («Sólo lo difícil es estimulante. En tiempos de saciedad y facilidad, regalemos necesidad y dificultad», nos aconseja, arremetiendo contra la literatura que rebaja temas, estilos y tratamientos, que censura y hace demagogia); conocer bien a cada lector para poder recomendarle con tino lo que más puede seducirle; regresar a la práctica de la lectura en voz alta, que tanto contribuye a la comprensión lectora (en la que tan deficitaria es España, según el reciente Informe PISA).
Teixidor es claro, valiente, contundente. Sus palabras van en favor no sólo de los lectores, también de la buena literatura. Y, por supuesto, en contra de la otra: la fácil, la oportunista, la impostora. Destilan pasión por la palabra impresa, respeto, preocupación y honestidad. Son una buena herramienta para quienes compartan estos sentimientos. Y recuerdan grandes verdades: «La literatura es la única materia de que disponemos actualmente para educar las emociones».

lunes, diciembre 10, 2007

Nunca pasa nada, José Ovejero

Alfaguara, Madrid, 2007. 289 pp. 17,50 €

Pedro M. Domene

Algo turba, siempre, nuestra existencia, aun en los momentos y situaciones más comunes, incluso en aquellos aspectos en que la cotidianeidad se convierte en rutina y nuestra vida se levanta sobre un monótono muro de silencios. Quizá por este motivo José Ovejero (Madrid, 1958) ensaya en sus novelas el arte de las relaciones humanas con una rabiosa actualidad como trasfondo, en una amplísima diversidad temática, como ya ocurriera en Las vidas ajenas (2005), con el fenómeno de la inmigración y sus problemas de integración. También en esta ocasión se sirve de una inmigrante para contar en Nunca pasa nada (2007) parte de la vida de sus personajes, protagonizada por la joven ecuatoriana Olivia. Una nueva historia donde la perspectiva narrativa recae en sus protagonistas, cinco en total que encabezan otros tantos capítulos de la novela. Carmela y Nico forman parte de una pequeña burguesía que contrata como niñera y empleada de hogar a Olivia, quien arrastra, a su vez, una truculenta historia que sustentará parte del conflicto a narrar.
A medida que avanzamos en Nunca pasa nada se suceden los secretos, las culpas y los miedos, de la mayoría de sus personajes, tanto en la suerte que corren el joven matrimonio y Olivia, como las intervenciones de un extraño adolescente que aparece en sus vidas, Claudio, y que se configura como un perfecto inadaptado, un rebelde en su actitud y en sus actuaciones, pero que se muestra como el auténtico ser que denuncia, con su plante y su presencia, la hipócrita visión de una sociedad y de un orden establecidos sin que, por ello, su propia vida tampoco resulte un modelo de conducta; resulta extraño que desaparezca de la escena sin apenas consecuencia alguna. Y Julián, el quinto personaje, el jardinero, que ha traído a la casa a la joven compatriota, se aprovecha de la situación y de, alguna manera, intenta sacar partido presionando a Olivia con la deuda contraída. La narración que arranca con un aire costumbrista en las primeras páginas, se va complicando una vez que el lector se sitúa en el origen de la historia y de la vida sus personajes, quizá lo mejor está en el esbozado inicial, en la voluntad de la ecuatoriana por sobrevivir y sacar adelante a una madre enferma en su país; pero pronto verá cómo esta necesidad se convierte en una espiral de conflictos que incluso se proyectan sobre sus compatriotas o la pequeña Bertita. La relación que estable con los dueños de la casa donde trabaja es tal que, de alguna manera, descubre las fisuras de una pareja y las traiciones del matrimonio; la joven no ajena al conflicto se dejará arrastrar sin que la libertad que Nico se toma con ella llegue a mayores. Quizá por eso, en ocasiones, el relato decae porque se aleja del propósito inicial, es decir, las relaciones entre los buenos burgueses y sus empleadas domésticas inmigrantes o todo lo que pueda acarrear de su situación ilegal en el país. Al final, con algunas de las situaciones y personajes esbozados, se acelera el desenlace con víctimas incluidas. Todo se precipita porque, de alguna manera, hay que acabar una novela repleta de elipsis, de espléndidas situaciones y de un manejo del arte de narrar en que sobresale Ovejero.

viernes, diciembre 07, 2007

Debería caérsete la cara de vergüenza, Sergi Pàmies

Trad. Joaquín Jordá. Anagrama, Barcelona, 2007. 131 pp. 12 €

Guillermo Busutil

El mundo es fantástico porque es un lugar donde cualquier cosa puede ocurrir. La realidad es fantástica porque en lo real cualquier cosa puede ocurrir. Por eso y porque cada uno percibe todo lo que existe de una manera diferente. Depende si tiene los ojos azules o negros, de si usa gafas o lentillas. Esto quiere decir que la clave, a la hora de interpretar el mundo y la realidad, está en la mirada que sea capaz de desnudar las apariencias e imaginar lo que esconden, lo que pueden desencadenar, lo que comunican. Cualquiera puede hacerlo, aunque no todos lo logran. Uno que sí lo consigue es Sergi Pàmies. Lo demuestra en cada uno de sus libros, en cada uno de sus cuentos. Esas piezas que contienen el misterioso resultado de observar y de buscar la manera de darle la vuelta a la realidad como si fuese un calcetín que deja al descubierto la verdadera huella del pie, el secreto que siempre oculta cualquier tipo de disfraz como el calcetín, el folio en blanco, las palabras, las gafas o la realidad, siempre la realidad, de la que Pàmies nunca deja de sospechar. Un recelo que motiva al escritor parisino-catalán-español a convertir la rutina de los afectos, lo cotidiano de la vida y el mundo interior y exterior de las personas, en un ready made. ¿Qué es un ready made? Un objeto, un artefacto, que primero te resulta extraño, que luego te hace sonreir desde la inteligencia y que después provoca que te des cuenta de que te ha dejado dentro una sombra, un regusto ácido, un hilo del que tirar desde dentro hacia fuera de ti mismo, hasta que descubres que eres feliz o que debería caérsete la cara de vergüenza. Así se llama el último y el primero de los libros de Sergi Pàmies. El primero que le publicó Anagrama y el último que acaba de publicarle. Quién sabe si esta especie de círculo se debe a que la editorial se ha contagiado del estilo de Pàmies, de su forma de darle la vuelta a la realidad como si fuese un calcetín. La cuestión es que este libro viene a demostrar que el tiempo es circular y que, lo mismo que sucede con la moda, todo vuelve. Pero lo más importante es que Sergi Pàmies ya era Sergi Pàmies cuando escribió éste primer libro que ahora es el último.
En sus páginas, el lector se sentirá como en casa. Esto es porque en los cuentos aparecen televisiones, marcas de publicidad, yogures, tartas de cumpleaños, folletos de viaje, martinis, tarjetas de crédito, ancianos, mujeres embarazadas, abuelas, flanes de huevo, etcétera, etcétera. Todos los ingredientes que también pueden encontrarse en ese gran supermercado que también es la realidad. Sólo que en lugar de cada cosa tenga un código de barras, cada cosa tiene un cuento dentro o un cuento fuera, según se mire. En cualquier caso este libro no defrauda y aunque cada relato tiene muchos años o unos meses, depende de si se considera el primer o el último libro de Sergi Pàmies, las historias mantienen una curiosa vigencia: que cada cosa que se cuenta puede sucederle a uno mañana mismo o dentro de un año, al subirse a un avión en navidades, al intentar sacar dinero en un cajero automático nocturno, al entrar en un banco o al pensar un deseo antes de soplar las velas de una tarta de cumpleaños. Pongo estos ejemplos porque son los cuentos que más me gustan de este libro al que no se le cae la cara de vergüenza, igual que tampoco se le caerá al lector de las manos.
Les cuento. En “Sucursal”, Pàmies aborda como la imaginación y el miedo pueden aliarse para convertir la realidad en una amenaza. De esa alianza resulta que la cobardía es un estado de conciencia en el que participan la irrealidad y los miedos interiores que nada tienen que ver con los miedos exteriores. Hasta el final no hay sorpresa. Igual que ocurre con el final del miedo. Otro relato fantástico es “Memoria”, donde el escritor se aproxima al realismo mágico para crear una conmovedora historia acerca de la soledad y del valor de los recuerdos, definida por la sugerente atmósfera y el sesgo poético del cuento. Junto a esta delicada pieza narrativa, cabe resaltar “Cumpleaños”, donde el tema del doble y el dicho de lo peligroso que puede ser desear que se cumpla algo, centran el argumento. Su lectura no es recomendable si ese día celebra su cumpleaños. O sí, cuando soplar las velas escondan el deseo de cambiar de vida. También sobresalen “La Ruta de los caimanes”, “El Feto y el Apocalipsis”. Para el final, me reservo los mejores: “Caja abierta”, en cuyas páginas hay todo un divertimento acerca de la doble moral, de lo absurdo y surrealista de tantas situaciones. El otro es “Año Nuevo”, donde el autor caricaturiza el agobio familiar de las navidades y el mito erótico de Emanuelle. Cada una de estas excelentes historias nos acercan el talento predador y la escritura de Sergi Pàmies que siempre es incisiva con la realidad, ya que la abre, la disecciona y la cose sin que se noten los puntos de sutura. Posiblemente porque este escritor maneja como aguja su inteligente ironía, situada entre lo absurdo y lo trascendente, lo cómico y lo trágico, y una vocación de estilo que lo convierte en uno de los mejores relatistas del panorama literario, sin haber tenido que imitar a Raymond Carver. A Pàmies le basta con observar, con saber reírse y con saber provocar que a la realidad se la caiga la cara de vergüenza por tratar de engañarnos con sus apariencias.

jueves, diciembre 06, 2007

Cuentos contados dos veces, Nathaniel Hawthorne

Trad. Marcelo Cohen. Acantilado, Barcelona, 2007. 474 pp. 28 €

Marta Sanz

¿Quién es Nathaniel Hawthorne? ¿Es Hawthorne el mismo que, en primera persona, coloca al lector delante del fuego en una recogida habitación y le invita a mirar por la ventana? Con una pata en la realidad y otra en la imaginación, el autor plasma costumbres y personajes como símbolos de diferentes visiones del mundo en un tiempo de epifanía nacional pero... ¿dónde se coloca realmente el autor de La letra escarlata o La casa de los siete tejados? Ya el prefacio es sorprendente: el que se autodenomina «el hombre de letras más oscuro de Norteamérica» habla de sí mismo en tercera persona y declara que el Autor no ha escrito movido por el amortiguado reconocimiento del Público, sino por el mero placer de la escritura: va de la contemplación a la fantasía y se regodea en el lenguaje, en la creación de estampas que convierten estos cuentos en extrañísimos apuntes costumbristas. El adjetivo extrañísimos surge de la perspectiva desde la que se narra, de esa perspectiva lábil que puede —o no— ser la del mismo Hawthorne: si bien lo identificamos con la voz narrativa de “La jornada de un portazguero” —Hawthorne fue empleado de aduanas—, cuesta mucho más asimilarlo a la mano que, en “El paseo de Annie”, coge a la pequeña y la lleva, sin permiso de su madre, de paseo por la ciudad: el retrato se enturbia por la inquietud que genera la identidad de ese raptor provisional quizá perverso o quizá mero paseante que quiere dar gusto a una niña regalándole dulces... La mejor metáfora sobre el punto de vista es la que da lugar a “El velo negro del pastor”: el velo negro del contemplador coloca un velo negro sobre cada uno de los rostros contemplados...
Pero ese problema —quiero decir ‘ese hallazgo’— con el punto de vista se acentúa cuando Hawthorne se remonta a la época de los puritanos para presentarlos como intolerantes torturadores —el despiadado entusiasta es el epíteto con el que califica a Endicott en “El palo de mayo de Merry Mount”— y al mismo tiempo como venerables padres de la patria. Las escenas de crueldad de “Endicott y la cruz roja” ponen los pelos de punta y dan la impresión de que, detrás de esa cadencia panfletaria de la que se ha acusado al autor de Salem, una voz estuviera diciendo «arrepentíos de vuestras brutalidades y de vuestros pecados: en la construcción de esta nación se derramaron litros y litros de sangre humana»... Desde lo pequeño se intuye la truculencia y las manchas que deja la Historia, los sacrificios y la crueldad de las metamorfosis, la complejidad del mosaico ideológico y sentimental, sus recomposiciones y claroscuros, y todo ello en un tono amable que —el propio Hawthorne lo confiesa— es así porque trata de respetar la imagen que de él se tiene: es tal vez la máscara de su máscara o el cumplimiento anticipado de la consigna vonnegutiana de que uno acaba siendo lo que parece ser. Sin renunciar al orgullo nacional, Hawthorne, sobrino de uno de los jueces de Salem involucrados en los terribles procesos, experimenta la culpa y una cerval desconfianza hacia el fanatismo: de ahí quizá proviene su sensibilidad hacia las mujeres, cabeza de turco de las represiones ortodoxas; ahí podemos ubicar La letra escarlata, la belleza de la adolescente pagana que purgará sus culpas en el ya citado “El palo de mayo de Merry Mount” o a la quebradiza Martha Pearson de “La boda entre los shakers”, un maravilloso relato en el que el autor ratifica sus reticencias contra toda forma extrema de religiosidad, a menudo representada en sus cuentos por las costumbres de sectas milenaristas como los shakers o los cuáqueros. La mirada femenina parece más sensible frente a la injusticia antinatural surgida de los preceptos del poder religioso, moral y político —los tres al mismo tiempo—, que la vanidad satisfecha de ciertos hombres que han alcanzado sus metas y pierden la capacidad de amar con las puntas de los dedos y con el corazón.
Estos Cuentos contados dos veces se caracterizan por la potencia visual de su escenas —Esther Dudley y sus desfiles de difuntos, las viruelas que comen la cara de Eleanore en “Las leyendas de la casa provincial”, la enfermedad y la decrepitud del esposo en “El pimpollo de Edgar Fane” o el baile de los viejos rejuvenecidos en “El experimento del doctor Heidegger”— y recogen relatos inclasificables en el mejor de los sentidos: alegorías como “David Swan”, “La visión de la fuente” o “El baúl de pinturas de la fantasía”; historias perturbadoras, pre-kafkianas y pre-absurdas como “Los siete vagabundos” o “Un chorro de la bomba de la ciudad”; cuentos nocturnales como “La bella doncella de blanco” o cuentos de toda la vida como “El tesoro de Peter Goldthwaite”, en el que, entre un halo de ternura y patetismo, un hombre roe como un ratón el interior de su casa a la búsqueda de un ilusorio tesoro: el concepto del ahorro se opone al del dinero imprevisto, el trabajo a la fortuna, haciendo cristalizar una ética protestante en la que el mayor pecado es la ingenuidad de los sueños y de aspirar a utopías que no nos permiten ver que la felicidad está justo delante de nuestras narices (“El destino triple”). Sorprende la preocupación, temprana y subliminalmente metaliteraria, de “Wakefield” —el auténtico cuento contado dos veces—, de “La catástrofe del señor Higginbotham” o de “Los retratos proféticos”: la ficción o la representación interfieren en la vida, la construyen, en la misma medida en que la vida retorna a las narraciones y a los simulacros artísticos. Hay que destacar el humor, negro como la pez, de “Gravillas de un cincel”: la conyugalidad feliz, la impiedad, la riqueza o la pobreza, calcifican en las opciones estéticas de la muerte, en la elección del monumento funerario. En la misma página, una muchacha tontamente ríe porque no sabe cómo reaccionar ante la muerte repentina de su gemela: es el toque de siniestra humanidad de Hawthorne, un observador que conmueve con detalles minuciosamente pintados que acentúan las legítimas pretensiones aleccionadoras de un género —el relato— cuyo origen apunta precisamente en esa dirección.
Hawthorne comienza a menudo sus cuentos con entusiasmo exclamativo, los deja fluir y los cierra con un portazo moralizante a través del que expresa la conciencia de sí mismo como artista; apabulla al lector actual con las reflexiones de un prefacio en el que, además de poner de manifiesto el valor de los discursos superpuestos a la literatura y del espacio de recepción como elementos configuradores del significado, incluye perlas como ésta: «... que un libro no provoque críticas severas es un síntoma sospechoso de alguna deficiencia en su componente popular». Piénselo dos veces de la misma manera que son contados estos cuentos a los que, a la fuerza, hay que prestar atención.