miércoles, mayo 31, 2006

Vida y época de Michael K, J.M. Coetzee

Traducción y revisión de Concha Manella. Mondadori, Barcelona, 2006. 187 págs. 16 €

Pedro A. Ramos García

Si ustedes, como yo, son de los que prefieren no saber nada del autor antes de leer un libro, no les diré que J. M. Coetzee ha ganado los premios de mayor prestigio literario. Si ustedes, como yo, ya han leído algún libro de este Premio Nobel de Literatura en 2003, Premio Booker en 1999 por Desgracia y en 1983 por Vida y época de Michael K, el libro que ahora edita Mondadori, ya sabrán quién es Coetzee sin que yo se lo diga.
Pero ¿quién es Michael K? ¿Sólo «un hombre escuálido con el labio retorcido» (pág. 172)? ¿Un idiota? ¿Un simple? Parece que sí. ¿A quién más se le puede ocurrir, en los albores de una guerra civil, «¿O es que mi memoria falla y la he confundido con otra guerra?» (pág. 163), transportar a su madre enferma a la granja donde vivió sus mejores momentos? Así empieza esta historia.
Vivimos tiempos de lo políticamente correcto y parece necesario alguien que levante la voz y señale, lejos de los tópicos y típicos provincianismos, los males de nuestra época. La literatura también sirve para eso. Cierto: muchos son los escritores que lo intentan y malgastan toneladas de papel en sus aburridos panfletos, pero afortunadamente, cada poco, brota entre tanta pose un escritor capaz de conjugar la denuncia con el arte, un escritor con la precisión de un cirujano y la sencillez del sujeto-verbo-predicado, que muchos literatos quisieran dominar algún día.
Coetzee, en este libro, narra de forma aséptica, casi pornográfica, sin intriga y sin construcción de personajes, la muerte por desgaste de K. «Alguien como él no debería haber nacido nunca en un mundo como este.» dice el médico que le trata (pág. 162). Su labio leporino, sus pocas luces (¿o será la pena?), le hacen esperar la muerte sin recurrir al delito. Cualquiera con un cociente de inteligencia superior se justificaría a sí mismo para matar, robar o violar; ya se sabe: donde los idiotas plantamos semillas, los soldados plantan minas antipersona. Son tiempos de guerra, en la literatura, en la vida, todo vale.

martes, mayo 30, 2006

Joan Fontaine Odisea, Agustín Fernández Mallo

La Poesía, Señor Hidalgo, Barcelona, 2005. 137 pp. 12 €

Inés Matute

Joan Fontaine Odisea se presentó al mundo en Palma de Mallorca el pasado mes de febrero; como maestros de ceremonia, actuaron Román Piña, Marta Aguado, y un ¿testimonial? bote de Nocilla, dado que el autor está embarcado en un proyecto artístico experimental denominado Proyecto Nocilla, inspirado en la teoría del rizoma de Deleuze y Guattari y en los aspectos más fascinantes de la globalización. El cuerpo de la odisea, cuya lectura os recomiendo, está formado por 81 atípicos poemas en los que se reivindica la postmodernidad de una manera lúdica y extraordinariamente creativa, en perfecta coherencia con el concepto de «Poesía postpoética» acuñado por el autor y brillantemente expuesto en la revista Lateral en diciembre del 2004. No debería sorprendernos, en quien opina que la realidad es básicamente información —códigos a interpretar— la concepción de un libro-performance basado en la ininterrumpida proyección de la película Rebeca, protagonizada por Joan Fontaine, durante 365 días. Huelga decir que, como profesional concienzudo que es, Fernández Mallo nos presenta un acta notarial que da fe de lo anteriormente expuesto, amén de un registro documental en video fijo diurno y nocturno; una experiencia remotamente emparentada con la mística (me pregunto si se trata de una performance o una deconstrucción) en la que el poeta rozó, al menos en intención, la erótica del éxtasis. Hasta aquí llega la parte lúdica del poemario; entremos ahora en materia.
El pensamiento que destilan sus 137 páginas presenta contenidos muy profundos a través de elementos rabiosamente contemporáneos, donde las matemáticas y la física juegan un papel decisivo. Objeción: Quien no tenga unos conocimientos científicos mínimos, quedará al margen de los hallazgos más notables. En cualquier caso, estamos ante una iluminadora mezcla de ciencia y poesía cuyos antecedentes se remontarían a la obra de Tales, Heráclito o Anaximandro, a un tiempo en el que la separación entre ciencia y poesía no era del todo efectiva. Estructurado en secciones y subsecciones numeradas, réplica del Tractatus Lógico Philosophicus de Wittgenstein, el poemario huye del fundamentalismo poético dando paso a una estética peculiarísima; La proposición 25, o, si se quiere, el poema número 25, está formulado como un teorema. Como una rara mutación, la obra supondría una interrogación sobre el lenguaje y la crisis de la representación convencional, la reformulación de la estética poética contemporánea. Antológica resulta la metáfora con la que el autor relaciona la subjetividad y la función delta de Dirac, aquella que permite pasar del mundo continuo de los objetos al discontinuo de los procesos cuánticos. Si, como él dice, la vanguardia irrumpió hace más de un siglo en las artes plásticas, ¿Por qué no habría de reflejarse similar renovación en el campo poético? Para aquellos que se resisten a aceptar el uso de ciertos «signos» en un poema, les recordaré que verso y ecuación comparten lo más básico; ambas son expresiones sintéticas de algo complejo de definir, a las cuales no es posible añadirles o restarles nada sin detrimento o total fracaso del resultado. Con todo, Fernández Mallo no inventa nada nuevo por más que emplee elementos propios de la física en su juego postpoético; lo experimental, ligado o no a la filosofía o al arte, ha existido siempre. Lo que sí me resulta muy refrescante es el resultado de su trabajo, la hibridación de su lenguaje y las imágenes que nos ofrece alguien que parece estar sumido en un permanente tête à tête con lo invisible. Suele decirse que nunca aspira la belleza a producir relajo, tranquilidad o hedonismo, sino tensión, y el libro de Fernández Mallo, una de las voces más interesantes y honestas del panorama poético actual, es un buen ejemplo de ello. Leedlo sin prejuicios y disfrutad mientras tanto de este pequeño aperitivo:

Entre dos contajes consecutivos de un contador Geiger
hay una fracción infinitesimal de tiempo
en la que al circuito no le es posible contar nada. A esa
pequeña desaparición de la realidad se le llama
Tiempo Muerto (T). Así viene escrito en cualquier texto
de física atómica este fenómeno
fascinado toda la noche en tus ojos
porque al terminar no ha mermado ni aumentado
mi conocimiento acerca del mundo
bendita seas
otoño en el que el verano cae
de nuevo a mi cielo mi wild puppet I love you so
muñeca de cera o de algodón

meditativa
y simultáneamente instantánea, tu ruido es blanco,
en qué estado de la materia te consumes.
Luz y sombra saturas.

También nosotros somos custodios
de un metal pesado, lujosas gotas
de mercurio amante,
amantes en Tiempo Muerto.
Bendito sea el reloj que desaparece (T)
(para dos nuevos estados
de la materia)

lunes, mayo 29, 2006

Pelo de zanahoria, Jules Renard

Lumen. Barcelona, 2006. 221 págs. 13,90€

Esther García Llovet

Jules Renard murió en París en 1910, después de haber compartido mesa y ciudad con Verlaine, Toulouse-Lautrec, Marcel Schwob, Valéry y tutti quanti, amigos de los que despachó a gusto en sus Diarios (1887-1910), publicados tras su muerte (en España, en Mondadori, 1998) y quizás su obra más conocida, en la que hacía un repaso feroz de la bohemia de café y buhardilla del fin de siglo, una crítica implacable de la que no se libraba ni el mismo Renard. Anteriormente publicó (sin traducción al español) Crime de Village en 1888, dedicado a su padre, un francmasón que acabó sus días descerrajándose un tiro en el pecho, y L'Écornifleur (1892). Con Toulouse-Lautrec publicó Historias Naturales en 1899, una serie de conmovedoras viñetas de la vida en la campiña animadas con dibujos del pintor (hay traducción de Joan Riambau, con las ilustraciones originales y un CD que Maurice Ravel compuso a partir de los textos, en Círculo de Lectores, 2002, una pequeña joya). Son textos muy breves, casi aforismos, escritos con la agudeza estática del que sabe mirar con la paciencia de un buey, y no son felices. Jules Renard no lo fue en ninguna parte. Nacido en Châlons-du-Maine (heladas en invierno), a orillas del Yonne (moscas en verano), en 1864, pronto fue a vivir a Chitry y de ahí saltó a estudiar a París de donde no se llevó sólo los malos recuerdos de las penurias y los primeros fracasos literarios. Allí también conoció a Marie Morneau, con quien se casa en 1888, cuando ella contaba diecisiete años y una buena dote de las de antes. Tendrán dos hijos, compartirán vida y viajes entre París (donde Monsieur Jules funda Le Mercure de France y entra con pie huraño en la Academia Goncourt) y Chitry, pequeña ciudad de provincias donde había pasado parte de su infancia y donde posteriormente fue nombrado alcalde en 1904, un alcalde progresista y republicano, muy movilizado por el caso Dreyfus. La muerte le sobrevino de manera fulminante, a los cuarenta y seis años, en París.
Poil de Carotte debe su nombre al de la casa donde Renard pasó su primera infancia, circa 1870, y donde vivió doce años de infelicidad sin tregua. Pero Pelo de Zanahoria también es él, el pequeño Jules, melancólico y brutal. Al igual que Historias Naturales, Pelo de Zanahoria está compuesto a modo de secuencias o viñetas sin continuidad aparente en las que rememora la campiña, esa campiña de verdín en los muros, orinales fríos y velas que se apagan en la casa donde vivía con sus dos hermanos mayores (Ernestine y Félix, taimados y distantes) y sus padres, los señores Lepic. Mamá Lepic merecería por sí sola en un tratado académico de antipedagogía. De una perversidad casi cómica, casi enternecedora, compone la voz de fondo que se escucha a lo largo de toda la obra. Mamá Lepic genera mala saña con una comicidad que hiela la sonrisa; una crueldad que recorre la mesa de la cena como se pasa el pan de mano en mano y que Pelo de Zanahoria, por alguna razón, recibe de una buena gana un poco aterradora. Si es la madre la que al principio de la obra llega a estremecer (Papá Lepic se limita a mirar desde una esquina), a medida que avanzamos en el texto descubrimos que esa mala sangre acaba aflorando también en el pequeño y solitario Pelo de Zanahoria. Lo descubrimos en capítulos como el de Las mejillas rojas, en El topo. En El gato describe sin pestañear cómo le revienta la cabeza a un gato de un disparo por el sólo gusto de verlo morir y luego se duerme abrazado al animal, cara a cara, agotado, y sueña: «Los pedazos del gato llamean en las pequeñas redes a través del agua transparente». El resto de los capítulos son de este calibre, líricos y mortales y disparan contra todo lo que le rodea: la casa, el colegio, las partidas de caza, la expulsión de la criada Honorine (quizás la mejor de las viñetas), las conversaciones demoledoras con Papá Lepic. Renard es implacable, es poético hasta provocar lágrimas y mordaz siempre, y desde luego no perdonó a nadie en su vida o al menos en su literatura. Ni siquiera a Pelo de Zanahoria.
La traducción y el prólogo de la versión española son de Ana María Moix y quizás lo único que se echa en falta es que se citara el nombre del autor de las pequeñas ilustraciones que ilustran los textos. Son de Félix Vallotton, amigo, si es que los tuvo, de Monsieur Renard.

viernes, mayo 26, 2006

Solo con invitación: Benjamín Prado

A las palabras acerca de un libro, sumamos las de su autor, en exclusiva para La tormenta.

Mala gente que camina
Alfaguara. Madrid, 2006. 428 págs. 19,50 euros

Care Santos

«No se puede acusar a alguien de haber sido engañado», sentencia, a modo de resumen argumental, el narrador y protagonista de esta estupenda novela de Benjamín Prado, un profesor de literatura en un instituto de secundaria cuya investigación sobre la narradora Carmen Laforet le lleva a descubrir a otra narradora, Dolores Serma, autora de una sola e inquietante obra, tras la que se esconde el terrible y desconocido trasunto de la desaparición de los niños republicanos durante la dictadura franquista.
Se cita a menudo en la novela la obra de Ricard Vinyes, Montse Armengou y Ricard Belis Los niños perdidos del franquismo (Plaza & Janes, 2002). Este ensayo, construido a partir de testimonios de mujeres republicanas que padecieron la crueldad de las prisiones franquistas denuncia algo de lo que en nuestro país se ha hablado muy poco: el robo de niños por parte de ciertas instituciones franquistas —en algunas ocasiones, tras fusilar a sus padres; en otras, después de devolverlos a España desde un exilio que sus familias habían pretendido para ellos— para entregárselos más tarde a familias afines al régimen. Esta novela cuenta una de esas historias, pero también muchas otras. En realidad, de lo que nos habla Prado es de la necesidad de adoptar disfraces, aunque sean repugnantes, para sobrevivir. Eso es lo que hace la protagonista de esta novela, la escritora Carmen Serma, supuesta amiga de Carmen Laforet, y de parte de los intelectuales de su tiempo: Martín Santos, Delibes, Cela… cuando acata los ideales del franquismo con tal de salvar a su hijo del estigma republicano y al hacerlo reniega de parte de su pasado y disfraza su vida entera, con un maquillaje tan convincente que abarca varias generaciones. Sin embargo, el investigador que descubre la novela llega a la verdad a través del único terreno donde ella fue completamente sincera: la ficción. Una única novela sin suerte, que su autora se autipublicó en los años 60 termina siendo la única que revela una verdad necesaria. Y cuando digo necesaria no me refiero sólo a los límites de la ficción. Creo que la novela que ha escrito Benjamín Prado era necesaria, aquí y ahora. Y podría apropiarme una frase de su protagonista cuando dice: «Me parece una vergüenza la forma en que unos y otros han pactado el olvido».
Esta novela es un antídoto contra ese olvido, y también un recordatorio de lo que somos capaces de hacer por sobrevivir, y una llamada de atención sobre el papel de los intelectuales ante el poder a través de las distintas posturas adoptadas por los afectos y desafectos al régimen —con nombres, apellidos y fechas, y algunos aún viven, qué valentía— y, por último, sobre la verdad: la necesidad de hacer que persista la verdad, la necesidad de los escritores de ser honestos escribiendo acerca de su única (¿la única?) verdad.
Hay mucho más que ponderar: el estilo —plagado de citas, de juegos, de chistes; original, ágil, brillante—; la dosificación de la información (el secreto de un buen narrador no es lo que cuenta sino cómo o cuándo lo cuenta) y los sobre todo, los personajes: un cuarentón de poco comer, malhumorado y amigo de cazar las ocasiones al vuelo —tras el que adivino algo del autor— y sus mujeres-satélite: su madre (un prototipo: la de quien cree que en la guerra los dos bandos cometieron dislates); su exmujer (otro prototipo: la que vivió la movida madrileña como si ocurriera en el salón de su casa y cayó en todas sus trampas, sobre todo en la peor de ellas: la heroína); su amante (uno más: la que no se pronuncia, aunque se complace en el bienestar de los conservadores) y Dolores Serma, la absoluta protagonista, una personaje tan de carne y huesos que cuando terminas la novela desearías que fuera real.
Y es que, de algún modo, tras esta historia, lo es. Real o visible, que viene a ser lo mismo. Ella y todas las que corrieron su misma suerte.

Benjamín Prado: «Pensaba en la novela
como si escribirla fuese una misión, o algo así»

—Aunque no se deba confundir narrador con autor,imagino que la motivación de tu protagonista debe de ser la tuya o no podrías haber escrito una novela como ésta, ¿me equivoco?
—Bueno, el era más cínico que yo, porque me interesaba que hiciese ese camino que aunque esté separado por una sóla letra es muy largo: el camino del cinismo al civismo. Ésa es la razón, también, de que su nombre sólo aparezca en la última línea de la novela: llamándose Juan Urbano, el lector habría adivinado pronto esa evolución. En cualquier caso, «motivación» es una palabra muy apropiada: si no la hubiese tenido, no aguanto más de tres años con los pies metidos en ese agua negra de nuestros años cuarenta. La verdad es que pensaba en la novela como si escribirla fuese una misión, o algo así.
—Mala gente que camina es una novela militante,valiente. ¿Tiene eso que ver con lo que crees que debe ser la literatura?
—Creo que puede serlo, sin más, entre otro millón de cosas. Hay grandes libros de monstruos, de humor, de amor, históricos... Y también libros sobre la Historia, que no es lo mismo. Todos ellos pueden ser malos o buenos. Que hay temas que no son apropiados para la Literatura es un invento de los mismos reaccionarios que afirman que hay episodios de nuestra Historia que no deben recordarse. Esa gente intenta convencernos de que la Historia puede hacer buena pareja con el silencio y el olvido, pero mienten.
—Las reacciones entusiastas de la gente de izquierdas que lea la novela parecen previsibles pero, ¿has tropezado ya con gente que la denoste, precisamente, por su color político? ¿Qué te han dicho? ¿Te importa, lo esperabas...?
—Es curioso: las peores reacciones las he tenido de presuntos compañeros de viaje que, por motivos extraños, me consideran demasiado radical. No lo sería yo, en cualquier caso, sino el personaje, que debe ser así para que la trama funcione, pero hay gente que no sabe leer novelas y confunde las cosas. Me quedo, de todas formas, con algunas historias que han venido a contarme a las presentaciones o ferias donde he estado, o con cartas que me envían en las que me dicen que ellos eran niños del Auxilio Social, que después de leer mi novela se dan cuenta de que han vivido engañados o que, de pronto, sospechan que tal vez ellos no son quienes creían. Es estremecedor, pero también emocionante.

jueves, mayo 25, 2006

El libro de Jack, una biografía oral de Jack Kerouac, Barry Gifford y Lawrence Lee

Trad. Juan Mari Madariaga. Ediciones del Bronce, Barcelona, 2006. 337 págs. 22,50 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Antes de la explosión del fenómeno hippy de los 60, un grupo compuesto fundamentalmente por hombres (las mujeres constituían poco más que un aderezo, aunque imprescindible) ejemplificó un tipo de vida de apariencia anárquica en medio de una sociedad conservadora que los observaba con curiosidad. Puesto que muchos de ellos eran escritores y reflejaban aspectos autobiográficos en sus textos, se les quiso considerar literariamente sustitutos de la Generación Pérdida de Hemingway y Scott Fitzgerald, y así fueron bautizados como Generación Beat. Fue una etiqueta publicitaria que los homogeneizaría para la eternidad.
A Kerouac se le llamó «King of the beats», al ser el que atrajo gran parte de la atención mediática (lo que con posterioridad le pasó factura) tras la repercusión de su segunda novela, En el camino, convirtiéndose en un icono para el gran público, pero en su interior luchaban elementos opuestos, algunos divergentes de los supuestos postulados del grupo. Su actitud bohemia, que incluía un irremediable afán viajero y una amplia y libre vida sexual, entran en colisión con el profundo amor y respeto hacia su madre hasta el punto de dejarse manejar por ella en sus años finales. Políticamente tendía al conservadurismo y añoró su etapa infantil y adolescente en la tranquila y tradicional Lowell casi desde el mismo momento que la abandonó. En él se aliaron una arraigada conciencia cristiana con las iluminaciones a las que le condujo el budismo.
Todas estas facetas están presentes en El libro de Jack, que fue, junto con la pionera biografía de Ann Charters, la piedra de toque del resto de obras posteriores sobre Kerouac. Su trascendencia fue tal vez incluso mayor, y animó a una buena cantidad de estudiosos a ocuparse de su vida y obra casi diez años después de su muerte.
Su especial valor radica en que reúne una colección de testimonios de personas que le conocieron, ordenados en todo lo posible cronológicamente por los autores (en bastantes ocasiones se cuelan flashbacks y anticipaciones propios del habla libre), que también opinan y fabulan sobre la vida de Kerouac y el trasunto de sus libros como si se tratase de un colega más. Lo destacable es que las distintas declaraciones ocupan el grueso del libro y no se encuentran manipuladas, es decir, recortadas para que una o dos de sus frases ilustren alguna hipótesis, sino que se dan por entero, dando la impresión de un documento total. El resultado es una obra que puede definirse como la propia literatura de Kerouac: oral, real y viva.
Gifford y Lee se resisten a aceptar la existencia de una Generación Beat, y por eso optan por ofrecer una visión de conjunto que da cuenta de las particularidades merced a ese carácter oral. Porque todos los que hablan de Kerouac, muchos de ellos miembros del grupo, hablan al final de sí mismos, percatándose o no de ello. Por supuesto no se olvidan de trazar el retrato del desaparecido Neal Cassady, ya que una buena parte de la historia de Kerouac, la más visible gracias a En el camino, es la suya, el compañero al que admiraba y emulaba (uno de los leitmotivs del libro es el intercambio de mujeres entre ambos), que al no haber dejado obra escrita ha pervivido a través de recuerdos, principalmente suyos. Cassady será la representación del vagabundo estadounidense, tan presente en la literatura americana, el mito de libertad, frescura y distanciamiento hacia el poder, y el catalizador de una estética: el dios imperfecto que todos adoraban.
Sin duda Kerouac, cariñosamente llamado «memory babe» debido a su prodigiosa memoria, que utilizaba para las pormenorizadas evocaciones que son sus novelas, hubiera considerado este libro como propio. El mejor homenaje que se le podía rendir.

miércoles, mayo 24, 2006

Por mí misma y un par de cosas más, Lauren Bacall

Traducción de Carlos Mayor y Daniel Cortés. RBA, Barcelona, 2005. 589 págs. 22€

María Pilar Queralt del Hierro

Que Lauren Bacall no es una de tantas stars de Hollywood era algo que muchos sospechábamos. Y, si cabía alguna duda, aquí están sus memorias para confirmarlo. Por mí misma y un par de cosas más es un libro sincero, veraz y comprometido. Sincero porque, aunque ni juzga ni condena, carece absolutamente de indulgencia para consigo misma y para su entorno. Veraz por la absoluta rigurosidad de datos y fechas y por la elegancia con que insinúa u omite aquello que no es necesario explicar a quien no precisa del escándalo. Y comprometido porque, además de un libro de recuerdos, es un libro de opinión. Implacable con la frivolidad de Hollywood, feroz con el gobierno Bush, serena y emotiva para evocar su vida personal de hija, mujer y madre, Lauren Bacall repasa, al tiempo que evoca sus recuerdos, la historia de los Estados Unidos desde la caza de brujas del senador Mac Carthy hasta la América nacida del 11-S.
Divididas en dos partes, la primera parte de las memorias —Por mí misma— apareció hace aproximadamente unos veinticinco años. En 2003 y a propuesta de sus editores, Lauren Bacall escribió una segunda parte —...y un par de cosas más— donde, cumplidos los 70, se manifestó con el mismo temperamento, la misma energía y el mismo espíritu inquieto que en su juventud. Todo ello bien adobado con una fina ironía, cierta mordacidad y una incorregible curiosidad por el mundo, perfectamente compatibles con generosas dosis de elegancia, cosmopolitismo y refinamiento.
El destino de aquella «buena judía neoyorquina» que intentaba abrirse paso en el mundo de la interpretación cambió al conocer a Humphrey Bogart. Éste resulta, a la postre y pese al Por mí misma... del título, tan protagonista como ella de las memorias. Pero que nadie se confunda. Fue una gran historia de amor y así la relata Bacall pero, en ningún momento, fue almibarada o idílica. Bogart aparece como un hombre difícil, atraído por el alcohol y marcado por una infancia y una juventud extremadamente duras, pero también como una gran persona, un enamorado fiel, y un padre entregado. Sin duda él fue el Pigmalión que enseñó a aquella jovencísima Lauren Bacall de Tener o no tener a desenvolverse en el Hollywood de los años 50 y 60. La misma que, con poco más de dieciocho años posó para la portada del Harper’s Bazaar, y llamó la atención de Howard Hawks quien, de inmediato, la incorporó al elenco de la Warner Bros. Él la bautizó como «la mirada». Se equivocó. Lauren Bacall era y es mucho más que una mirada.

martes, mayo 23, 2006

Y todos estábamos vivos, Olvido García Valdés

Tusquets, Barcelona, 2006, 217 págs, 15€

Marta Sanz

Empezaré con un tópico: Olvido García Valdés es una de las voces más inquietantes de la última poesía española. Desde El tercer jardín (1986) hasta Del ojo al hueso (2001), la autoexigencia y la indagación de su palabra nos han hecho echar de menos un poemario suyo. Por fin, está aquí. En la solapa del libro se habla de una perspectiva sonámbula; una escritura sonámbula que se refleja en una lectura también sonámbula que va buscando el sentido entre las habitaciones en penumbra —otras con un exceso de luz que ciega— de los poemas. El lector de poesía va buscando claves y rastros, que le ayuden a captar el significado movedizo; duda y teme equivocarse. Esta inseguridad, en los libros de García Valdés, no se asienta en la distancia sacramental que el poeta impone con un hermetismo prepotente, sino en la empatía del lector con quien a tientas escribe, desde los filos de las cosas, aprehendiendo la realidad de lo irreal y la inmaterialidad de los colores en el color de la materia. Se produce un desdibujamiento de los límites, cristalizado en imágenes de una sensualidad que tiene que ver con la calidad de los líquidos y con el grosor de la temperatura. Aquí está el latido de la vida («oye batir la sangre en el oído») que se identifica con la putrefacción, con los gusanos verdes, con la energía y la metamorfosis de los símbolos y de la materia, con el color amarillo de los sembrados: «amarillo sobrenatural/ (...) sobrenatural es la cebada/ que no hay y deja/ en el campo el color.» Lo natural y lo sobrenatural se concentran en un punto para cuestionar el valor de la frase hecha y profundizar en la vida, ordenada en realidad por palabras y asociaciones cuestionables, dejando al descubierto su envés, penetrándola hasta más allá del hueso. La palabra aspira a mitigar el dolor con la intensidad de una vida que, en su subrayado y en su esencia, duele; la palabra se hace fosforescente y líquida, para empapar y colarse por los resquicios; la palabra, lejos de contenerse en los límites de un vaso, persiguiendo la perfección de un concepto, de una abstracción encerrada en un nombre arbitrario e irrelevante, se filtra en la tierra y desaparece y rebrota en el proceso de lectura, como los ojos de un río escondido. La naturaleza es importante en el imaginario de García Valdés, porque es una mujer y, por esa misma razón, escribe desde un lugar que a veces es el de los interiores domésticos de los tomates y las cocinas: la segunda parte de este libro, «No para sí», propone la contemplación de un recogido mundo de mujeres que combaten la soledad y el desconcierto a través del alivio de una conversación: una joven y una vieja conversan y la poeta-observadora asiste a todo lo que no cambia, con una mirada que no es compasiva: la circularidad de «madres araña, las mujeres vamos» ejemplifica una angustia y un destino. García Valdés mira a las mujeres y se mira, con incomodidad, constatando una situación, pero sin señalar con el dedo de la culpa: «madres sordas y ciegas ofrecen música/ a hijas ciegas y sordas/ en sus regazos.» La memoria selectiva tampoco salva a las mujeres, protagonistas de historias y de Historias, donde pesa más lo opaco que los veranos y los árboles, tal como se infiere de «La vida se adhiere al intestino.» Con la distancia, tras la que la voz se parapeta, se produce el efecto contrario de la aproximación e incluso la autora se muestra culpable de la soberbia con que a veces se toma la palabra: la poesía de García Valdés es la de una mujer que viaja en coche y esa circunstancia le ayuda a «no encapsularse» y, al mismo tiempo, a mirar desde una ventanilla, que le permite no atender a la miseria, a los desarrapados, sobre todo, desarrapadas, frente a los que la voz se culpa, a la vez que finge ignorarlos y, en esa desatención, los deja solos y se deja sola a sí misma («El moño prieto, cabello tirante.») Pese al título y a un poema final que actúa como contrapeso, esta entrega de García Valdés huele a los cuerpos de los animales atropellados en las carreteras... Hay un vitalismo triste, un miedo más pesado que la eclosión destructiva y alegre de la existencia, más que las maquinaciones abstractas para apretar el dolor en una palabra y desgastarlo. El miedo a la muerte y a la vida también es líquido, como su disfrute. En esa lucha entre la felicidad y la amargura, entre la sensualidad confortable del no sentir y la búsqueda de respuestas, nos colocamos al lado de García Valdés y participamos de una voz y una mirada paradójicas que no nos excluyen, sino que nos abren puertas con esos brotes, primarios e inarticulados, ofrecidos por el latido de la vida batiente en la tripa y en las razones para entender. Esta poesía no es otra cosa que palabra, materia inteligente, conmovedora materia. Un poemario al que le estoy agradecida, aunque inflija dolor, y frente al que me siento permeable y empapada por la palabra-agua de su autora.

lunes, mayo 22, 2006

París, Julien Green

Editorial Pre-Textos, Valencia, 2005. 153 págs. 16€

Guillermo Busutil

París siempre ha sido el símbolo de la ciudad de consumo cultural y la geografía idealizada de la creación artística de los siglos XIX y XX. Basta con revisar las obras de Baudelaire, Proust, Miller o Cortázar, entre otros escritores, para comprobar la mitificación de un espacio recreado a partir de una geografía real que igualmente posee mucho de ficción literaria. Pero París también es, sin duda alguna, la metáfora urbana del ciudadano que explora y dialoga a la deriva con los entornos, atmósferas y lugares de un universo que le permite ser un cómplice habitante con mirada extranjera. Algo en lo que pretendía convertirse Julien Green cuando se propuso, a modo de un flaneur, pasear sin objetivo por una ciudad con la que entablar una dialéctica entre lo visible y lo invisible, a la vez que recorre, descubre y describe, la multiplicación de placeres y pequeños choques sucesivos con una ciudad en la que, como señala el autor francés, «si uno se cansa de sus calles es que está harto de la vida». Afirmación que define el espíritu que subyace en este libro y que responde a que hay que saber elegir la manera en la que uno habla de una ciudad. El París, en este caso, que sólo sonríe a quiénes, al igual que Green, curiosean por Passy, Trocadero, Ópera, las plazas y calles que la mirada y la palabra del autor convierten en hermosos daguerrotipos de calidad plástica, en ensoñaciones y errabundas meditaciones acerca de las transformaciones y variaciones de París en distintas épocas.
Una ceremonia con la que el ciudadano y el escritor buscan acercarle a los lectores el alma burguesa y culta de sus palacios, la majestuosidad de sus jardines y museos, pero también el sencillo encanto de sus rincones y sus gentes anónimas, la bella fantasmagoría de sus monumentos y chimeneas, los senderos de sus escaleras y la corriente anímica que existía entre la ciudad con perfume de llovizna y los creadores que novelaron con ella una historia de complicidades y secretos, al igual que cuadros de diferentes luces y paisajes cuyos caminos recorrió la historia de Francia. Todo ello contribuye a que este libro sea un libro de paseo, el cual también podría definirse como un pentagrama de ciudad, que transmite una especial melancolía, sazonada de admiración. Un tono que convierte las páginas de París en el diálogo interior de Julien Green con la memoria, el inventario y el futuro de un espacio escénico de la historia moderna y de un hábitat al que humaniza y evoca, al mismo tiempo que lo reflexiona y lo constata con su palabra y con las fotografías que ilustran su enfoque y sus emotividad. Tal vez por eso, la prosa itinerante, callejera y emocional del escritor impregna de ensoñación, hechizo y turbaciones los silencios, los efectos lumínicos y los latidos de una ciudad netamente impresionista en su imagen exterior e interior.
En cualquier caso la lectura de París de Julien Green es un ameno e interesante recorrido por la mítica escenografía urbana de los pintores, de los poetas, de los fotógrafos, de los personajes y de los barrios que facilitan que la memoria y el corazón de sus transeúntes lectores se llenen de vida y de arquitectura. Y por encima de todo, este libro, demuestra que no existen ciudades literarias sino que es la mirada sobre la ciudad la que es literaria.

viernes, mayo 19, 2006

Solo con invitación: César Mallorquí

Hoy, a las palabras de la especialista en LIJ Carmen Fernández Etreros sobre la última entrega de César Mallorquí sumamos una breve entrevista en exclusiva con el autor.

La piedra inca
Editorial Edebé, Barcelona 2005. 400 págs. 18€

Carmen Fernández Etreros

Dentro del apogeo experimentado en los últimos años por la literatura juvenil destaca la corriente dedicada a la novela de aventuras, género en el que podemos encuadrar la última novela de César Mallorquí, La piedra inca. En un panorama editorial juvenil dominado por la profusión de novedades del género fantástico, Edebé apuesta de nuevo por la aventura en esta segunda parte de las correrías de Jaime Mercader. Las dos novelas de la colección no se pueden encorsetar dentro de la literatura juvenil, ya que el lector adulto aficionado a la novela de aventuras disfrutará al máximo con su lectura debido a su alta calidad literaria. Ya en la primera parte de esta colección de Las asombrosas memorias de Jaime Mercader, La cruz de El Dorado (Premio Edebé 1999) y gran éxito de ventas con más de diez ediciones, pudimos gozar de una gran calidad estética y una cuidada estructura apreciada por el público juvenil y adulto.
César Mallorquí —periodista, creativo de publicidad— ha nacido bajo la estrella de la literatura. Aunque sus primeras obras se encuadran dentro de la literatura de ficción para adultos, el autor se siente cómodo en la literatura juvenil de aventuras con la que ya ha ganado varios premios. La piedra inca destaca por su cuidada prosa y por la habilidad del autor para desarrollar una trama ágil que combina los datos históricos con el misterio, la ironía y el humor. En sus páginas encontramos ecos de la novela picaresca española, como El Buscón, de Quevedo y de clásicos como La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad o las novelas de Salgari, así como de leyendas sobre los templarios y el Santo Grial.
El protagonista de esta colección es Jaime Mercader, apodado Little Jim, un pícaro, el mejor tahúr del Caribe y un precoz mujeriego nacido en Aranjuez, que en este segundo viaje emigrará a América a principios del siglo XX para buscar a su padre, un estafador de poca monta metido en esta ocasión a contrabandista de antigüedades y joyas. El autor le dibuja como el nuevo antihéroe de la novela juvenil, un joven cobarde que odia las peleas, los viajes y no sabe manejar un arma. Su habilidad como jugador de cartas y su tremenda suerte le ayudarán a sortear todas las circunstancias que pondrán en peligro su vida durante el largo viaje al interior de la selva donde les acechan peligrosas tribus de jíbaros. El narrador domina perfectamente la construcción de unos curiosos personajes entre los que destacan la inteligente criada negra Yocasta, el valiente e intrigante Kepler y el estirado aristócrata alemán Reich que acompañarán a Mercader a la Región de las Sombras en busca de su padre. El gran acierto de la novela es la capacidad del irónico narrador y protagonista para mantener el misterio y la atención del lector durante toda la novela.
César Mallorquí promete la tercera parte de las aventuras de Jaime Mercader a cuya aparición estaremos muy atentos ya que resucitará al personaje de El Coyote en California, la criatura literaria creada por su padre, José Mallorquí.


César Mallorquí: «Me niego a olvidar»

—¿Qué hay de César Mallorquí en Jaime Mercader?
—En Jaime Mercader está mi (pequeño) lado sinvergüenza, mi faceta más escéptica, irónica y anárquica. Ambos compartimos el sentido del humor, por supuesto, y cierto distanciamiento en relación con el mundo y con nosotros mismos. Sus novelas están narradas por un Jaime ya anciano que recuerda su juventud con ironía y honestidad; ha vivido tanto, ha pasado por tantas experiencias, que puede permitirse el lujo de ser sincero y mostrarse tal cual es. Pero, en realidad, más que autobiográfico, se trata de un personaje aspiracional; yo de joven era muy tímido y, como todo tímido, me hubiera encantado ser un caradura. Bueno, pues eso es precisamente Jaime: un simpático caradura .
—¿Qué hay entre tú y los jóvenes?
—Verás, la mayor parte de los adultos, cuando llegan a cierta edad, olvidan su primera juventud. O la falsean, da igual. En el mejor de los casos, lo consideran un periodo transitorio, indefinido, tortuoso e intrascendente. Yo, por el contrario, me niego a olvidar, porque esa fase de nuestras vidas está llena de magia; la magia de descubrir el mundo, de experimentar las cosas por primera vez, de creer en los sueños. El día que pierda del todo esa ingenuidad, esa magia, estaré muerto. Así pues, ¿qué hay entre yo y los jóvenes? Complicidad, supongo. Y comprensión.
—¿La literatura para jóvenes es la literatura populardel momento?
—Depende de lo que entiendas por "literatura popular". En realidad, yo no creo que la literatura para jóvenes sea algo especifico, un género con entidad propia. Creo, más bien, que se trata de la literatura de género de siempre. ¿De qué van las llamadas "novelas juveniles"? En su mayor parte, son relatos de misterio, de aventuras, policíacos, humorísticos, fantásticos, de ciencia ficción, románticos... en fin, puro género. Consideremos mi novela de aventuras La piedra inca: el protagonista es un jugador profesional, un tramposo, un mentiroso y un estafador que no duda ni un segundo en colaborar alegremente con su padre en un negocio de contrabando. Hay adulterios, duelos, asesinatos, chantajes y constantes engaños. ¿Es eso "literatura juvenil"?... Bueno, ¿por qué no?
—¿Por qué te planteas recuperar en una próxima entregael personaje de El Coyote?
—Yo tenía 19 años cuando mi padre murió, así que él nunca pudo leer mis novelas. Leyó algún cuento corto, alguno de mis artículos para La Codorniz, poca cosa. Y le hubiera encantado leerme, saber que al final, después de dar muchas vueltas, he acabado siguiendo sus pasos. El caso es que un día caí en la cuenta de que a comienzos del siglo XX —época en la que se desarrollan las historias de Jaime Mercader—, César de Echagüe (la auténtica personalidad de El Coyote) podría seguir vivo, aunque sería un anciano de alrededor de ochenta años. Por otro lado, Jaime vive en Colombia y César en California, así qué me pareció una idea bonita hacer que el personaje de José Mallorquí y mi personaje se encuentren. Ya que mi padre nunca llegó a conocer mis novelas, que al menos César de Echagüe conozca una de ellas.

jueves, mayo 18, 2006

Una breve historia de la misoginia, Anna Caballé (ed.)

Lumen, Barcelona, 2006. 498 págs. 20€

Amadeo Cobas

En este recomendable ensayo, Anna Caballé nos invita a un interesante recorrido por la historia de la misoginia, desde la Grecia clásica, pasando por La Biblia, la Edad Media, el Siglo de Oro y hasta la actualidad. Esta recopilación tiene poco de ensayo y mucho de documento, en el que se plasman auténticas aberraciones. La autora busca y descubre las causas ocultas, los agentes malintencionados que las propiciaron. Por ejemplo, la Iglesia, sus ministros y valedores: «La Iglesia católica con gran razón tiene prohibido que ninguna mujer pueda predicar, ni confesar ni enseñar; porque su sexo no admite prudencia ni disciplina», decía un médico allá en las postrimerías del siglo XVI.
De una forma muy didáctica y entretenida, siempre sus palabras auspiciadas bajo el amparo de lo escrito por otros, descubre el «doble rasero» a la hora de juzgar la calidad de una obra escrita por una mujer y la de un escritor varón. En la de éste se comentaba el texto, en la de aquélla se empezaba mentando la osadía de haberla escrito.
Utiliza un tono mesurado, que se convierte en acerba crítica (hacia las escritoras) con la simple lectura de los textos firmados por hombres, los cuales enriquecen el conjunto, dotándolo de uniformidad. No lo enriquecen por su calidad, entiéndase, sino por lo mucho que refuerzan la tesis expuesta por Anna Caballé, patente ya desde el título del ensayo. ¿No me creen? Se acabó mi reseña (sólo haré de comentarista). Que hable por mí esta selección de lindezas y definiciones sobre la mujer:
«Sexo envidioso, liviano, irascible, avaro, desmedido en la bebida» (¿será por eso que los bares están llenos de hombres?)
«Confundimiento del hombre, bestia que nunca se harta» (Alfonso X, ¿el Sabio?)
«Un hombre imperfecto» (Aristóteles, ¿el hombre perfecto?)
«No se la puede domesticar» (dijo la fiera).
«La mujer jamás yerra callando, y muy poquitas veces acierta hablando» (dijo la fiera. Digo, el fraile. Perdón por la redundancia).
«Hacen que los perros pequeños se orinen» (¿y mearán por fuera de la taza?)
«Es buena cuando está en la sepultura» (Francisco enterrador Quevedo).
«Son el mismo pecado» (Samaniego, el zorro y las uvas).
«La instrucción de la mujer debe estar reducida únicamente a sentir, a amar a su esposo y a sus hijos y a saber educar a sus hijas para que sean lo que ellas deben ser: buenas esposas y buenas madres» (de parte de una dócil esposa y sufrida madre).
«El marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer, matare en el acto a ésta o al adúltero, o les causare lesiones graves, será castigado con la pena de destierro» (Código Penal de 1870: no cabe duda, era más grave delito ser cornudo que asesino).
«El juicio en la mujer es una cualidad tan rara como la sensibilidad en un hombre» (yerra la poetisa en una de las dos partes de su comparación).
«El arte no ha sido, ni es, ni será jamás, patrimonio de la mujer» (dijo un adivino de pega).
«En todas las que han dejado un nombre ilustre en la historia, se pueden descubrir los rastros del sexo masculino» (Dr. Gregorio Marañón, quien dice más): «administrar la justicia me parece muy difícil de lograr por el espíritu exuberantemente sentimental de la mujer» (otro al que le fallaba la bola de cristal).
«Los hombres se enamoran de las corzas, de lo que hay de corza en la mujer» (Ortega y Gasset, de profesión sus cacerías. Del mismo autor, esta definición de mujer): «una forma de humanidad inferior al varón» (¿una corza?)
«A causa de su debilidad mental el psiquismo femenino tiene muchos puntos de contacto con el infantil y el animal» (esto es, respectivamente, con el del niño y el del hombre).
«A la mujer, como al cocodrilo, hay que cazarla» (Jardiel Poncela, de safari con Ortega y Gasset).
Moraleja: después de tanto oprobio, yo me pregunto: hoy en día, ¿quién lee libros?
Pues eso.

miércoles, mayo 17, 2006

Habla (noventa poemas), Eduardo Milán

Pre-Textos, 2005. 121 págs. 13€

Vicente Luis Mora

Si un poemario titulado con la palabra «habla» comienza, como éste, sopesando la imposibilidad de cantar lo no visible, no es decir mucho que nos hallamos ante una reflexión sobre los límites del lenguaje. En rigor, no decimos absolutamente nada, puesto que todo buen poemario lo es, o debiera serlo. El problema de la cortedad del decir, propuesto como dilema estético por primera vez en la Divina Comedia, sustenta toda la poesía occidental desde la Modernidad. Por lo tanto, sabiendo ya dónde se incardina, vocacionalmente, este poeta y su obra, la cuestión —ya menos previsible, menos superficial— será esclarecer cuáles son los resortes, los métodos con los que opera su transformación, su bien anclada conversión del lenguaje en una duda.
Frente a la indagación expresiva que Milán lleva a cabo en un excelente libro, coetáneo de este, Unas palabras sobre el tema (Los Libros del Umbral, México, 2005), estamos aquí ante una exploración en parte formal y en parte semántica. Milán no sólo se plantea en Habla la cuestión del lenguaje, sino que contextualiza el problema dentro de otro mayor: el del lugar de la pronunciación del mismo, territorializando —desde la escritura— el acto de habla, entendido como «unidad básica o mínima de la comunicación lingüística» (John Searle, Actos de habla. Ensayos de filosofía del lenguaje; Cátedra, 1994, p. 26), y abriendo su logomaquia a la rotación de los significados. En román paladino, Milán lleva a cabo el meritorio esfuerzo de ofrecernos unos fragmentos de lenguaje que, en unión de otros y dentro de la tensión semántica del libro, abren sus posibilidades de significación en todas las direcciones de la rosa de los vientos.
Una de esas direcciones, siempre presente en la obra de Milán pero explícita en Habla, es la política. Algunos de los fragmentos más civiles o políticos son excepcionales, muy lejos del panfletismo en que suelen caer en estas lides la mayoría de poetas: «hay un problema con las ventas, / últimamente con las ventas. / Es la gente que no compra / o cada vez compra menos (...) Hay más gente que no se vende, / que no se vende más» (p. 16). Para Milán, la primera persona del plural no es «nosotros», sino «masa» (p. 23), y en esta visión hay una resistencia (por usar un término que le es muy querido) a la consideración de los ciudadanos como materia maleable y convertible en lista de clientes.
La lección vallejiana y el eco de Oliverio Girondo giran en todo momento sobre Habla, abocado no a la destrucción del lenguaje, sino a su puesta en crisis, a su torsión, como el bambú forzado por el viento, pero inquebrantable. El «decir frágil» (p. 29) de estos poemas se convierte, de este modo, en un discurso fuerte, según la terminología de Harold Bloom. En este sentido, poemas como «La palabra del mundo: ganó el afuera», constituyen auténticos acontecimientos, no sólo en su vertiente poética, sino también en cuanto reflexiones estéticas, filosóficas (porque la Estética es una rama de la Filosofía) de gran calado. Siguiendo lo expuesto en nuestro ensayo Singularidades, en estas condiciones de rigurosidad y exigencia, sí estaríamos en condiciones de hablar de poesía metafísica.

martes, mayo 16, 2006

El síndrome Chéjov, Miguel Ángel Muñoz

Madrid, Páginas de Espuma, 2006. 162 págs., 13 €

Pedro M. Domene

La palabra síndrome desvela esa obligada referencia a la pasión con la que cualquier amante de la literatura se enfrenta a ese mundo. En parecidos términos se ha expresado el joven narrador Miguel Ángel Muñoz, quien, además, considera el camino del relato como el de un atajo para llegar a metas mayores. Eso sí, apuesta desde su primer libro por un espacio común para este tipo de entregas. Quizá porque cada cuento debe y puede tener su propio lector partiendo de que estos textos se caracterizan por su propio desarrollo literario, como afirma, de sus propios libros de cuentos, el centenario Francisco Ayala.
Una más que recomendable editorial como es Páginas de Espuma apuesta cada año por un escritor novel cuya calidad es su única tarjeta de presentación. El autor de este año es Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970), inédito hasta el momento, con algún premio en su haber e incluido en antologías regionales. El libro, para nada deudor de maestros del género, se titula El síndrome Chéjov (2006), y recoge once relatos de una variada temática y factura que nos proponen historias aparentemente tan anodinas como profundas sobre la vida y la muerte, el amor o el sexo, la soledad o la identidad del ser humano, el destino o las realidades más cotidianas. El humor y la ironía sobresalen en un cuento como El rapto de Woody Allen y explora ambas peculiaridades como la única posición ante la vida. Y así, Muñoz construye un mundo particular consciente de que con su mirada ofrece ese curioso envés que nos proporcionan los detalles más nimios de nuestra vida, tocándonos en cada caso como ocurre en algunos de estos relatos, ejemplificados con personajes que se parecen a nuestros amigos o a nuestros vecinos e incluso a nuestros parientes más cercanos y que viven o pasean por las calles de nuestros barrios y nuestras ciudades. Con los cuentos del almeriense podemos disfrutar de la trama, el desarrollo y de la ejecución final. Relatos como Ambulancias ofrecen un recorrido por las calles y plazas y alrededores de una Almería mediterránea, lugar donde se desarrolla esta historia de amor y de muerte, o el brevísimo y contundente Si la hubieras conocido, de una economía en el tratamiento aunque con todas las posibilidades que ofrece un relato perfecto, con esa complicidad íntima que se le presuponen al autor y al lector. Pero, sobre todo, botón de muestra, uno de los más extensos Anton Chéjov, médico que sin servir de base para el título del conjunto, ofrece esa devocionada pasión que el autor proclama por autores como el escritor ruso, el norteamericano Carver o el argentino Cortázar. En este relato la atmósfera ambiental, la adecuación y la magia que proporcionan los diálogos de los personajes, el anciano médico Chéjov y el niño moribundo, llevan al lector hasta una completa visión del misterio de la vida, de la inocente actitud ante la inminente muerte, de la generosidad del médico protagonista pero, sobre todo, sobresale ese paralelismo ensayado por el autor en muchos de sus relatos, perceptible en las últimas líneas de este cuento, y que en esta ocasión se ejemplifica cuando el niño protagonista, con un espejo en la mano con el que juega, proyecta una posible y simple luz de futuro.

lunes, mayo 15, 2006

Aquí nos vemos, John Berger

Traducción de Pilar Váquez. Alfaguara, Madrid, 2005. 215 págs. 16€

José Morella

Un hombre llamado John, de unos ochenta años, se encuentra con personas que ya han muerto a medida que transita por diversas ciudades, como Lisboa, Madrid o Cracovia. Con su madre, con sus amigos, con sus maestros. Los muertos, dice, no se quedan donde son enterrados. John no sólo puede verlos, sino que conversa con ellos. A pesar de que estos muertos son personas que existieron y que él conoció en vida, el escritor John Berger insiste en que este nuevo libro suyo, Aquí nos vemos, no es autobiográfico. Y, técnicamente, tiene razón. El procedimiento es otro: dejar que los muertos hablen de uno. Lo que nuestros muertos dicen de la relación que tenían con nosotros y con el mundo, parece decir Berger, puede revelar lo que somos de una manera más eficaz y auténtica que nuestro propio discurso. Pero las palabras de los muertos no son obvias: muestran y a la vez ocultan. Berger lo explica muy claramente hablando de los azulejos que hay en Lisboa por todas partes: «Los azulejos de la ciudad le hacen a uno reparar en lo visible, le hacen fijarse en lo que se ve. Al mismo tiempo (...) dicen algo diferente, lo contrario»; «...Insisten en el hecho de que están tapando algo y que sea lo que fuere lo que está debajo o detrás seguirá siendo invisible, seguirá escondido para siempre, gracias a ellos». Los muertos son como esos azulejos. Evasivos. Las historias de Berger, pues, se nutren de esos intersticios que hay entre lo dicho y lo callado. Y de fondo —pero también como tema— Berger nos explica su Europa. Berger sueña con una Europa cuya esencia sea la falta de esencia. La de la historia de Mirek, por ejemplo, el polaco que emigra a París desde más allá de las fronteras de la ciega e inmovilista Europa oficial para ahorrar, volver a casa y formar una familia. Europa está, de ese modo, fuera de Europa. O los vecinos inmigrantes que, cuando John era pequeño, tenían las puertas de su casa siempre abiertas, en una calle y un barrio donde los ingleses, los europeos, las mantenían siempre a cal y a canto. John entraba en esa casa y esperaba a que la mujer le llevara una taza de chocolate. No solo dejan su patria, esos extranjeros, sino que allá donde van dejan las puertas abiertas, habitan una casa abierta. De ellos, nos dice Berger, está hecha la Europa necesaria, de la que nadie nos habla, cuyo modelo es esta casa abierta. Algo así como el lugar de la no categorización, de la no apropiación del sentido. De otro personaje, Ken, quien le inicia en el amor a los libros, dice John: «Nunca le hacía preguntas sobre lo que no entendía. Ni él se refirió nunca a lo que podría resultarme difícil de captar en todos aquellos libros dada mi edad». Ni Ken ni John creían en las explicaciones literarias. Esto, lejos de ser un simple intento de alejar a los críticos de sus libros, es en Berger toda una declaración de intenciones: Berger intenta que su libro produzca un efecto en el lector similar al que él experimentaba con los libros que le pasaba Ken. Libros dirigidos no sólo a la inteligencia. Esto no quiere decir que no sea necesaria la inteligencia para leerlos. Lo es, y mucho. Sólo que debe, al mismo tiempo que actúa, ser tan aguda como para saber apartarse a tiempo y, de algún modo, en algún punto del proceso, hacerle hueco a otra cosa, a otro tipo de acceso al conocimiento. Los libros son una vía misteriosa, como los muertos. «En una persona muerta se pueden buscar las cosas como en un diccionario». Por oposición, queda claro que eso no puedes hacerlo en una persona viva, tal vez porque su propia presencia se impone como una puerta cerrada. Los muertos son las puertas abiertas, las vías de fuga, los conductos, los vasos comunicantes esenciales. Cada muerto es, como Ken, un passeur. El mismo John se ocupa de traducirle al lector la palabra passeur: barquero, contrabandista, guía, aquel que atraviesa las montañas. Las montañas son las de esa Europa ideal, donde la inteligencia podrá convivir con la ternura, con el deseo, con la reparación del dolor. El deseo no se explica. Los libros no se explican. Berger intenta servirnos de guía, de passeur, creando un tipo de ficción impresionantemente viva. Y lo consigue, precisamente, revelándonos lo vivo a través de su frontera, de su contorno, de su afuera: los muertos. La prueba del nueve de que este libro alcanza el propósito que su autor pretende es lo difícil que resulta hablar de su contenido. No me expliquéis, no me cosifiquéis, parece decir. Soy algo más que un producto de consumo. No os limitéis a ponerme en un estante. Leedme. Vivid. Es eso lo que dicen los muertos.

viernes, mayo 12, 2006

Boca de lobo, Fabián Negrín

Trad. Aloe Azid. Thule Ediciones, Barcelona, 2005. 28 págs. 11,54 €

Villar Arellano

Los cuentos que conocemos en la infancia nos van, poco a poco, vistiendo la mirada. Así, personajes, escenarios y tramas tejen su particular envoltorio cada vez más denso y mullido. Hay historias que vuelven, persistentes, en mil y una versiones y terminan haciéndose perchas en las que seguimos colgando nuevos relatos. Así es como se quedan para siempre en casa, igual que los recuerdos, las manías, los miedos... se hacen parte de nosotros.
Y por eso hay cuentos de los que creemos saberlo todo. Algunos personajes son como de la familia y, de tan conocidos, creemos que nunca van a sorprendernos. Libros como Boca de lobo contradicen dicha impresión. Y es que el misterio puede ocultarse en cualquier rincón de casa... si un buen narrador lo sabe mostrar.
Fabián Negrín da una vuelta de tuerca al más popular de los cuentos para adentrarnos en un paisaje aparentemente nuevo, un terreno casi virgen que, sin embargo, ya habíamos visitado desde nuestras primeras lecturas: el bosque, un bosque habitado por un lobo, en el que irrumpe ella: una inocente criatura vestida de rojo.
¿Dónde está, pues, la novedad en este cuento ilustrado? ¿Dónde su originalidad? ¿Qué añade este autor al universal relato de Perrault y los Grimm y a sus enésimas adaptaciones?
En primer lugar, una nueva voz. Como se nos dice desde el título, la narración surge desde la boca del lobo, pero estamos ante un lobo único en su especie, que aporta una singular perspectiva, un punto de vista complejo y divergente. El malo de la historia tiene, evidentemente, su propia versión de los hechos, lo que permite, no tanto justificar sus actos, como descubrir a un ser entrañable, ingenuo y torpe, un tipo tierno y sensible que admira la belleza y, en romántica pose, aúlla su dolor a la luna (conmovedor y angelical...) pero que, lobo al fin, puede resultar feroz cuando se le abre el apetito.
Más allá de esa voz, la «boca de lobo», está llena de resonancias: es oscura, como todas, y sugiere una trampa final, una encerrona. ¿Se trata del engaño del cuento tradicional? ¿O se está insinuando una posible emboscada para el lector? En cualquier caso, la enigmática atmósfera que envuelve el relato subraya el misterio que se nos oculta. Aquí reside otro de los grandes aciertos del libro. Los arquetípicos personajes adquieren una nueva naturaleza gracias al ambiente, agreste y surreal que envuelve ese mágico bosque. Y a ello contribuyen sin duda unas desbordantes imágenes. El verde de la vegetación, que parece querer absorber al lector hacia lo más profundo, contrasta violentamente con el rojo (pasión y sangre) que atraviesa la historia. Los paisajes de Negrín y su exuberante vegetación, recuerdan las pinturas naif, pero con una personalísima energía procedente de su interpretación del color. Un torrente cromático que invade el blanco del papel y se entremezcla, en perfecta simbiosis, con las palabras.
Fabián Negrín, un artista argentino afincado en Milán, ha ilustrado numerosas historias para niños desde un particular surrealismo. Aquí hemos podido comprobar su destreza en dos trabajos: El negro de París, de Osvaldo Soriano (Editorial Montena) y Cuentos de magia de todo el mundo, de Fiona Waters (RBA). En Boca de lobo nos muestra su faceta más plena de creador, con una especial habilidad para integrar lenguajes: el lirismo y la sencillez de un texto, no exento de humor, se presenta entre constantes juegos gráficos, llegando a romper, literalmente, los límites de la página.
Es necesario mencionar el cuidado trabajo de la edición. Todos los detalles han sido medidos: desde el color de las cubiertas interiores hasta la adaptación tipográfica que se ajusta, cuando es necesario, al ánimo del protagonista.
Toda esta riqueza de rasgos configura una Caperucita que, no en balde, ha sido merecedora de numerosos premios internacionales (Premio Unicef de la Feria de Bolonia 1995, Premio Alpi Apuane a Mejor álbum ilustrado 2003 y Mención especial de la Biblioteca Internacional de la Juventud de Múnich 2005) y que ahora, llega a nuestro país en una doble versión castellano/catalán (esta última titulada Gola de llop).

jueves, mayo 11, 2006

De bar en bar hasta llegar al mar, Manuel Blanco Chivite

Editorial Vosa. Madrid, 2005. 503 págs. 18 €

Miguel Baquero

De bar en bar hasta llegar al mar es la última «novela» (luego explicaré las razones del entrecomillado) de Manuel Blanco Chivite, autor de libros de viajes y relatos policiacos que en esta ocasión se embarca en una aventura literaria novedosa y hasta rompedora, a la vista de la linealidad con que se escribe de nuestros tiempos.
En De bar en bar..., bajo la forma externa de una novela, Blanco Chivite busca trazarnos una panorámica de la historia de nuestro país desde 1931, año de la proclamación de la Segunda República, hasta la actualidad. Pero, y he aquí lo novedoso y la razón del entrecomillado, la novela está concebida como un cajón de sastre donde, junto con las partes narrativas, se insertan pensamientos fugaces, frases tomadas de periódicos, juegos de palabras, chistes, incluso anécdotas sin mayor sentido.
No existe, pues, una trama en el sentido clásico; el único argumento es el paso del tiempo visto a través de sus retazos, tal vez la inconsistencia de todo, el absurdo de trazarse un futuro. En De bar en bar... (título, eso sí es cierto, cuando menos discutible), se defiende, por encima de todo, la participación en el entramado cotidiano, en ese todo común al que se accede a través de los bares, del contacto con los demás, de escuchar las historias y no despreciar los detalles. Libro vitalista pero a la vez amargo, cuenta, como no podía ser menos dada su concepción, con momentos brillantísimos (principalmente los que llegan a través de los recuerdos de los más ancianos) junto con otros fútiles, inanes (los más ligados a nuestra cotidianeidad, de cuya condición histórica somos incapaces todavía de darnos cuenta).
En el libro asimismo subyace, o se va formando bajo el aluvión de materiales, un pensamiento firme, siempre contra el poder y siempre contra la convención, la regla, lo establecido. Un pensamiento que va tomando cuerpo a medida que avanza el libro y que al final viene a defender la individualidad de cada uno, preservada cuanto sea posible de los prejuicios, las ideas refritoladas, las consignas, los eslóganes y todo aquello que arrastra y con lo que nos uniformiza la civilización actual. Pero una individualidad generosa, solidaria, implicada en el mundo y amiga del contacto directo con los demás, de los bares.

miércoles, mayo 10, 2006

Tratado de ateología, Michel Onfray

Anagrama, Barcelona, 2006. 249 págs. 16€

Marta Sanz

Construir una moral laica postcristiana a partir de los dispositivos de la ateología es el objetivo de este ensayo. La negación de Dios, de los monoteísmos y del cristianismo en nuestro mundo occidental son los pasos de un proceso conducente a eliminar las trabas para la felicidad de un ser humano alienado por la pulsión de muerte y por la conciencia de que la vida es trágica. La propuesta de Onfray, inscrita en la tradición de las Luces y especialmente en las figuras de los filósofos materialistas y ateos —Meslier, Feuerbach, Nietzsche—, pasa por la deconstrucción de los mitos religiosos que, lejos de dulcificar y de imprimir bondad y racionalidad sobre las vidas públicas y privadas, desemboca en una neurosis personal y colectiva que cristaliza en la Historia negra de la humanidad. Algunas de las tesis del libro son tan informativas como valientes: la relación entre el nazismo y el cristianismo y, en general, del cristianismo con los sistemas fascistas y dictatoriales puede levantar ampollas en ese sector de la población pensante —ultraconservador y no tan ultraconservador— que asocia la figura de Jesús con el bien y con la paz. Sin embargo, Onfray plantea que fue Jesús —las fabulaciones y ficciones sobre Jesús— quien expulsó a los mercaderes del templo, dotando de argumentos a Hitler, en su campaña de exterminio de judíos y de bolcheviques. El pensamiento de Onfray, lejos de blandenguerías, se expresa sin paños calientes, sin practicar esa falsa tolerancia, fruto de años de una corrección política que es una de las manifestaciones más perversas de nuestra doble moral y que se explicita en la idea de que ni todos los discursos son válidos, ni el mago merece el mismo respeto que el filósofo.
El Tratado de ateología es un texto del que se aprende y que estimula la reflexión: a título personal, comparto con el autor esa asimilación entre religiones y fábulas que aleja al individuo de la realidad y cercena tanto su capacidad de disfrute, como su capacidad de acción sobre lo real —es curiosa la convergencia entre las tesis de Onfray y las de ciertos críticos literarios franceses como Christophe Donner y su Contra la imaginación—; comparto las críticas de Onfray que se circunscriben al espacio de lo íntimo. No me parecen, sin embargo, tan convincentes las propuestas para explicar lo colectivo, lo político, lo histórico: aunque las religiones hayan escrito la Historia con sangre, no constituyen por sí solas un argumento. No puedo estar de acuerdo con la idea de que el conflicto entre palestinos e israelíes se base, en exclusiva, en razones de índole religiosa: reducir la yihad o la intifada a mera cuestión de fe coránica es una simplificación que obvia la posibilidad de que, por debajo de las fábulas religiosas, latan otro tipo de intereses que tienen que ver con el nuevo monoteísmo universal: el Dinero. En el mundo contemporáneo, la religión, al menos en Occidente, puede abordarse como una excusa, pero no como una causa única. En el mundo occidental, Dios es el Banco Mundial y el Dios judeocristiano que empapa nuestra vida cotidiana se ha convertido en la herramienta para reprimir ciertas conductas sexuales, formas y opciones libres de vida, que se niegan a someterse a los fantasmas de la trascendencia. Nos hallamos ante la eterna polémica de si la ética protestante es la madre del capitalismo o si el capitalismo es la madre de la ética protestante. Marx y Weber, de forma indirecta pero profunda, resurgen de sus cenizas. La propuesta materialista de Onfray es bellísima, aunque quizá algunos poetas echen de menos el símbolo de Dios, sin el que la trascendencia, el ángel, el demonio y la noche desaparecen, dejando huérfanos a los amantes de lo inefable. Quizá Dios siga siendo necesario, aunque sea tan solo desde una perspectiva imaginativa y cultural, despojada de ese potencial destructor que tanto daño ha hecho. Un libro interesantísimo, pese a los acordes y desacuerdos que pueda suscitar en el lector.

martes, mayo 09, 2006

Solo con invitación: Santiago Roncagliolo

Inauguramos hoy otra sección en La tormenta: Solo con invitación. A las palabras de Doménico Chiappe sobre la reciente novela de Santiago Roncagliolo, Premio Alfaguara de este año, sumamos una breve entrevista en exclusiva con el escritor peruano.


Abril rojo, Santiago Roncagliolo
Alfaguara. Madrid, 2006. 328 págs. 19,50 €

Doménico Chiappe

La primera página asusta. Reproduce el extraño idioma que sólo los funcionarios públicos conocen. Un castellano que rescata palabras desterradas de la agilidad verbal cotidiana: «transitaba por las inmediaciones de su domicilio». Respiro aliviado al atravesar tres páginas. Un narrador onmisciente, de voz formal, se hace cargo de la historia del fiscal Chacaltana. Un hombre invisible que pronto, en el segundo capítulo, se torna gris. Un hombre cualquiera, que esconde mucho, como se verá después, al que le falta astucia para sobrevivir entre los dos fuegos cruzados que describen espirales y que Santiago Roncagliolo retrata, con maestría, en los diálogos de sordos entre autoridades y campesinos, los «indios». La actitud de desafío pasivo se hace patente.
Chacaltana se sumerge, con ambivalencia, en un ambiente donde lo militar controla todos los ámbitos, públicos y privados. Los nombres propios precedidos de «comandante» o «coronel» que abren puertas y que significan, por sí solos, instituciones (p. 98); donde siempre existe un superior: «El comando no comanda. Aquí manda Lima» (p. 108); donde nadie cuestiona una orden: «¿Por qué? Chacaltana pensó que esa pregunta no venía en los manuales, las cartillas ni los reglamentos» (p. 116), y donde la impunidad envuelve el uniforme: «a ustedes los retiran o trasladan. Nadie toca a un militar» (p. 313). Una militarización de lo civil que ya Roncagliolo nos había descrito con un sarcasmo soterrado, como también hace en este caso, en alguno de sus cuentos. Un mundo al que le han robado toda belleza. En Abril Rojo, la Dulcinea de turno, Edith, tiene un diente de plata.
Después del primer giro de la historia, en el pasaje que narra cuando el fiscal se convierte en observador electoral y llega a Yawarmayo, salta una alarma: La reminiscencia de Lituma en Los Andes. ¿La soledad, la insatisfacción, vastedad del territorio, la tensión? Ya otro autor peruano de reciente publicación, Jorge Eduardo Benavides, ha sido acorralado por algún crítico y muchos periodistas (hago la distinción con total alevosía) con la acusación de que su primera novela, Los Años inútiles, se parece a Conversación en la Catedral. Pero la influencia vargallosiana (o vargallosista) no planea sobre Benavides ni sobre Roncagliolo. En ambos casos, la mente ha sido engañada, creo yo, por la tipografía, el espacio entre caracteres y el tacto tan característico en los libros de Alfaguara, donde publican los tres. No divago más sobre este tema. Ya lo ha dicho Roncagliolo en alguna ocasión: el escritor peruano que afectó más a su generación ha sido Jaime Bayly. Pero, tranquilos, no se preocupen, aquí no hay rastro de Bayly tampoco.
En Abril Rojo, Roncagliolo se distancia de su anterior novela, Pudor, y demuestra oficio para construir un relato de suspenso y resolverlo sin descarrilar. Exprime al máximo su experiencia y habilidad como cronista en secuencias como la que sucede en el Instituto Nacional Penitenciario (p. 142) o las procesiones de Semana Santa que suceden en Ayacucho y que, como acota uno de los personajes, son tan viejas como las de Sevilla (p. 199).
La fiesta católica se transforma escenario de cuatro asesinatos, con móvil místico, y se narra con una estructura nítida, que tiene todo lo necesario para que un guionista de cine no trabaje demasiado en la adaptación: tres partes bien cronometradas que le confieren mucho ritmo a la lectura y un personaje que se transforma. Cuando termina la novela, Chacaltana es otro. Dos cosas advierto, sin embargo. Una, el abuso de la palabra infierno, que salpica el texto de principio a fin, como si el autor desconfiara de su capacidad para transmitirnos el horror sin necesidad de subrayados. El segundo asunto que afecta la novela está en unos cortos preámbulos que anticipan cada crimen. Sustituir la construcción de una voz para un personaje con un juego gráfico compuesto por errores ortográficos me resulta, cuando menos, ingenuo.
No se trata de una novela policial, sino de policías, militares y fiscales en épocas de represión y miedo. Pero el tema va más allá, mucho más allá. «Esta es la historia de un país» (p. 246) y también de un continente que se muerde la cola. Roncagliolo nos cuenta detalles minúsculos y humanos de un país gobernado por una dictadura que se disfraza de democracia. Año 2000, Perú. Año 2006, Venezuela, Colombia, Argentina y dos países en veremos: el Perú reincidente y Bolivia. Naciones donde sus gobernantes llegan al poder por la votación popular y transforman las reglas de juego por medio de golpes parlamentarios y reformas constitucionales que, como se ve en Abril Rojo, destruyen las instituciones y derivan en la hegemonía militar dueño de ese ojo central que todo lo ve desde la capital.


Santiago Roncagliolo: «Tardé un tiempo en comprender que debía dar un giro»

—Después del premio, ¿sientes más responsabilidad a la hora de pensar en escribir la siguiente novela?
—Habrá mucha más gente atenta a lo que haga después, de modo que sí siento más responsabilidad. Pero también sé que no hay ninguna prisa por hacerla. Puedo tomarme mi tiempo para que sea lo mejor posible.
—En alguna crítica reciente se ha dicho que en Abril rojo hay un excesivo baño de sangre. ¿Puedes responder a ello?
—Estoy totalmente de acuerdo con esa crítica. El problema de las guerras suele ser precisamente ése.
Abril rojo es un gran paso con respecto a tu anterior novela. ¿Cuál fue el mayor reto al que, como autor, te enfrentaste a la hora de escribirla?
—Precisamente, despojarme de mi anterior novela. Pudor cambió mi vida y me permitió vivir de la literatura. Tras el éxito, pensé en escribir otra igualita. Pero no recuerdo cómo se hace. Tardé un tiempo en comprender que debía dar un giro y asumir un nuevo riesgo creativo.

lunes, mayo 08, 2006

Llámame Brooklyn, Eduardo Lago

Premio Nadal 2006. Destino, Barcelona, 2006. 397 págs, 19,50 euros.

Hilario J. Rodríguez

Quienes mejor conocen Estados Unidos nunca han puesto un pie allí; por eso no vale la pena explicarles que en Nueva York siempre te encuentras con desconocidos que te resultan familiares. Eduardo Lago es uno de esos extraños a quienes crees conocer, porque te habla sobre cosas que has visto o intuido cuando paseabas por cualquiera de las calles de alguna de las grandes metrópolis estadounidenses. Uno puede encontrar en Llámame Brooklyn rostros descritos en otra novela o en una película; melodías de juventud; olores característicos, como el de los pretzels o los bagels recién horneados… El argumento contiene algunos de los grandes temas de la literatura, como la amistad, la identidad, el amor desgraciado o las empresas imposibles. Sin embargo, el contexto en que aparece esta novela, en plena guerra de Irak, le proporciona un valor diferente, que posiblemente dentro de unos años no importe pero que ahora mismo deberíamos tener en cuenta.
Mientras los políticos y los militares destruyen ciudades y arrasan países, hay escritores, como Eduardo Lago, empeñados en levantar construcciones sólidas en mitad del paisaje devastador que a diario vemos en los medios de comunicación. Llámame Brooklyn, más allá de que guste o deje de gustar, sabe ofrecer una visión caleidoscópica y al mismo tiempo firme acerca de una ciudad como Nueva York, que ya nadie parecía capaz de reconstruir desde que el 11 de septiembre de 2001 se convirtió en un icono intelectual para ejemplificar con él la decadencia de Occidente o alguna teoría sobre conspiraciones y paranoia. Además, esta novela nos proporciona una visión de Estados Unidos que no pretende ser definitiva, ni siquiera demasiado concreta, a diferencia de la que proporcionan quienes identifican a George W. Bush con todo el pueblo estadounidense y quienes confunden Utah con New Jersey o California con Nevada.
Cuando Gal Akerman muere, su amigo Nestor Oliver Chapman intenta reconstruir, partiendo de unos cuadernos dispersos, una novela inconclusa, que finalmente es la que nosotros acabamos leyendo, para con ese acto cerrar el frustrado proceso de escritura. Se trata de la historia de un hijo de brigadistas estadounidenses que, con el tiempo, descubre que sus padres eran otros, una vallisoletana y un italiano que luchó en España durante la Guerra Civil. En realidad, Llámame Brooklyn pretende ser una historia de equívocos y fracasos, de amores desgraciados y soledad, aunque ante todo es un canto a la amistad, con el aliento coral de una ciudad como Nueva York, donde no existen los extranjeros, donde nada cobra una forma determinada, como le sucede a esta novela, cuya estructura temporal fluctúa constantemente, mezclando tiempos y espacios, personajes y situaciones.
Eduardo Lago lleva dando clases en Nueva York veinte años, quizás los mismos que le ha costado montar Llámame Brooklyn, con una precisión y una elegancia que ya sólo tienen las óperas primas, que suelen llegar por casualidad al mercado. Su libro, además de un magnífico ejemplo de escritura, es un síntoma de una pérdida parcial que se ha producido en la literatura española en los últimos años, en los que la crispación y el enfrentamiento han hecho que muchos artistas (cineastas como Jaume Balagueró o Isabel Coixet; músicos como Christina Rosenvinge o Dover; pintores como Juan Uslé y Miquel Barceló) inicien una huida, para buscar en otro país un hogar, lejos de una cultura que todavía hoy obedece con demasiada frecuencia las leyes del mercado, los intereses del poder o una memoria con la que ya juegan hasta los niños de quince años.

viernes, mayo 05, 2006

La neblina de ayer, Leonardo Padura

Tusquets. Barcelona, 2005. 358 págs. 18 €

Elia Barceló

Con La neblina del ayer, nos ofrece Leonardo Padura, una nueva entrega de la tetralogía «Las cuatro estaciones», que sus lectores temíamos ya cerrada. Y no sólo no nos defrauda, sino que nos demuestra que sigue estando en plena forma como narrador y que esta novela era necesaria para el proyecto que comenzó hace ya quince años.
En las cuatro novelas predecentes, —Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño—, que han ido apareciendo fuera de orden en Tusquets, Padura nos presenta cuatro casos policíacos en la Cuba del año 1989 a través de los cuales queda casi totalmente cubierto el espectro de la sociedad cubana con sus muchas miserias, que no siempre y no sólo son económicas, y sus pocos puntos de luz, que caen mayoritariamente en el entorno inmediato del protagonista que ha dado a Padura fama y lectores en varios países: Mario Conde, un solitario y solidario teniente detective de policía malgré lui, a quien vemos desarrollarse a lo largo de un año, con el peso de su pasado —que es también emblemático del pasado de su isla—, su sentido de la amistad y la justicia, sus reflexiones sobre la vida y la muerte, sus dudas cada vez más fuertes sobre la profesión que ejerce, sus vicios, y sus sueños: el más grande, llegar a ser escritor y lograr escribir relatos «escuálidos y conmovedores».
Cuando en La neblina del ayer reencontramos al Conde después de catorce años —más viejo, más calvo, más triste— sigue sin ser escritor y sin haber publicado una sola línea. Ahora, después de dejar la policía, se dedica a la compra–venta de libros de todo tipo.
El descubrimiento de una biblioteca llena de joyas de bibliófilo, que sus custodios se ven obligados a malvender para sobrevivir, lo pondrá en contacto con una vieja historia criminal —que nos mostrará el ambiente cosmopolita y mafioso de los años cincuenta, durante la dictadura de Batista— y con otra actual, en la que el mismo Conde es uno de los principales sospechosos. La investigación de ambas historias, enlazadas a través de cuarenta años de sociedad « revolucionaria» nos permitirá entrar en contacto con historias presentes y pasadas tan escuálidas y conmovedoras como las que sueña el Conde.
En este descenso a los infiernos u odisea a ritmo de bolero, Padura nos muestra una Habana envilecida, desesperada, que vive en una especie de posguerra eterna y se alimenta de los recuerdos nostálgicos, embellecidos, de una época irreversiblemente perdida en la que, sin embargo, también había crimen y dolor, aunque las necesidades económicas estuvieran cubiertas.
La historia está narrada en tercera persona, desde la perspectiva del Conde, como de costumbre, pero sabiamente complementada con testimonios de ancianos que vivieron aquella época y con cartas misteriosas escritas con técnica de bolero.
Una novela redonda, profunda y hermosa, que llevará a los lectores que aún no conozcan la tetralogía a salir a comprar las anteriores y a sus lectores habituales los dejará con ganas de más.

jueves, mayo 04, 2006

Doble mirada: Raymond Carver

Inauguramos hoy una sección dentro de la Tormenta: Doble mirada. Dos creadores analizando a la vez libros de especial interés. Dos puntos de vista, dos formas de contarlo. Dos lecturas. Un mismo libro.

1.

Sin heroísmos, por favor, Raymond Carver
Traducción de Jaime Priede. Bartleby Editores. Velilla de San Antonio (Madrid), 2005. 240 págs. 15 €

Cristina Cerrada

Hay una serie de artistas, entre los que me incluyo, que considera la vida como una larga enfermedad. Bueno, no hay que echarse a llorar, al fin y al cabo todos vamos a morir. Algún día, ¿no?
Pero en ese ínterin que es la vida, en la putada que es la vida, si uno lo piensa bien, podemos hacer un buen montón de cosas. Hay quienes acumulan dinero trabajando. Para comprarse un coche caro, vivir en un bonito chalé, coleccionar experiencias agradables es necesario emplear un considerable número de horas y un buen esfuerzo. La vida pasa casi sin darnos cuenta. Y eso está bien.
Otros se lanzan a la aventura de huir hacia adelante, desafiando a la muerte. Envueltos en los vivos colores de su indumentaria, se arrojan al vacío desde puentes y aviones, atraviesan ríos de aguas bravas, descienden gargantas de las que, hasta ahora, la gente sólo había querido salir. ¿Por qué lo hacen?, nos preguntamos. Mi amigo Hugo, que lleva más de diez años introduciéndose en grietas, flotando en corrientes de aire cálido, dejándose tragar por la aparente y turbia calma del mar, dice que se siente vivo. Vivo. ¿Y por qué no?
Las formas y procedimientos de los que se sirven los hombres para sentirse vivos son numerosos y variados.
Uno de ellos es, sin duda, la escritura.
Dice Carver, en uno de los ensayos recogidos en Sin heroísmos, por favor, acerca de Sherwood Anderson —el escritor norteamericano que escribió ese otro magnífico libro que es Winesburg, Ohio—, que “Anderson siempre consideró la escritura como una forma de terapia y por eso siguió escribiendo.” Que escribir le ayudaba a vivir.
Estoy segura de que Anderson pensaba así. Sólo hay que leer sus relatos. En uno de ellos, una mujer que malvive en un pueblo acosada por la soledad y la pérdida de la juventud, se salva de la muerte por una cosa tan insólita como pasearse desnuda bajo la lluvia. La misma vida de Anderson puede dar fe de que pensaba así. Conoció el éxito y la fama con su primer libro, Winesburg, Ohio, para después de eso pasar a ser pasto de la crítica más sañuda que prácticamente lo arrinconó. No tuvo una buena vida, diría cualquiera. ¿O sí? Escribió, ¿no? Y mucho. Y bien.
Eso parece querer decir Carver en su libro, Sin heroísmos, por favor, donde se recogen buena parte de sus primeros relatos, poemas y críticas. Sólo hay que leer este pequeño texto -en realidad, una reseña a la edición de la Correspondencia Selecta de Anderson- para darse cuenta de que él también pensaba igual. Que la escritura es una forma de terapia contra la larga enfermedad de la vida. Que ayuda a vivir.
Repasemos, si no, su biografía. Carver se casó muy joven, tenía diecinueve años, con Maryann Burk de sólo dieciséis; y no fue precisamente un matrimonio feliz. Continuamente se trasladaban de ciudad, ciudades pequeñas y anónimas, en las que no se podía echar raíces. Escribía por las noches. Tuvo una serie de trabajos para los que nadie se especializa. Nadie realiza un master en vigilar parkings nocturnos, ni en barrer. Sus relatos dan buena cuenta de noticias al respecto: Duane trabaja en un motel. Bill en una fábrica. Earl es vendedor. Su mujer y él discutían a menudo, lo cual no es razón para que empezara necesariamente a beber; pero lo hizo. Carver fue alcohólico. Bebió durante años, de Paradise a Eureka, de Cupertino a Dallas, donde acabó por conocer a Tess Gallager, a la que amó. En muchos casos, parece que Carver hacía más por morir que por vivir.
Menos cuando escribía.
Sin duda, Carver no pensaba en morir cuando escribió:
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.
Un escritor no es ni más ni menos que el hombre que trabaja para ganar dinero o que el que se lanza desde un avión. Es diferente, eso sí. El hombre que escribe agarra la vida por donde es menos aprehensible, por su inasibilidad más íntima, y la retiene. Y cuando la tiene así, bien cogida –como le pasa a Carver en sus tremendos relatos–, durante ese segundo de inefable placer en el que cree haber encontrado la respuesta al dolor, durante ese segundo nada más, se siente vivo. La vida fluye por sus venas como un torrente impetuoso. Como algo que pasa, lleno de pulsión.
Y pasa, sí. Y entonces el dolor regresa y el escritor vuelve de nuevo a ser consiente de la enfermedad.
Y vuelta a empezar.
¿De qué procedimientos y actividades nos servimos para sentirnos vivos? ¿Cómo hacemos para escapar a la enfermedad, la larga y trágica enfermedad de la vida?
Vivir es el antídoto, y escribir es una forma como otra cualquiera de vivir.
Como otra cualquiera, sí.
Pero diferente.